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AQUEL PRIMER AUTO

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Cuando empecé a trabajar y pensé en comprarme mi primer auto, sentí que hacerlo era una de las decisiones más importantes de mi vida. Como deseaba que fuera una buena compra y no quería dejarme engañar por ningún vendedor, llevé a un tipo que era mi novio en aquella época y que se creía un expertazo en autos para que me aconsejara.

Entonces el que era mi novio me lanzó la pregunta clásica pero que al mismo tiempo resulta crucial: "¿Qué clase de automóvil quieres?" A lo que con mucho aplomo contesté: "¿Pues qué clase de automóvil querré?" Ocurría que apenas hasta ese instante me estaba haciendo yo misma esa pregunta. Entonces dije que necesitaba primero que el precio fuera razonable (bueno, que estuviera al alcance de mis ahorros), la marca fuera confiable; también quería un modelo deportivo y de moda, que si bien no fuera nuevo tenía que parecerlo, que tuviese frenos de potencia, asientos de terciopelo y un gancho para colgar mi abrigo en caso de que hiciera frío. Fue cuando mi galán me preguntó: "¿Pues cuánto dinero tienes?" Esta no era una pregunta clásica, pero sí harto lógica y dolorosa. Y cuando supo mi presupuesto respondió: "¿No crees que te pones muy exigente para lo que puedes pagar?" Ese no era un gran descubrimiento, pero tenía razón.

Cómo no quería malgastar mis ahorros, en la agencia me la pasé haciendo todas las preguntas que se me venían a la cabeza sobre automóviles de lujo y los detalles en el interior del auto. Y como a leguas se notaba que no podía comprar un carro carísimo, el vendedor empezó a arrugar la nariz como diciendo "Ya no me quites el tiempo". Fue entonces cuando mi novio me dijo: "Por favor, ya cállate." Cuando por fin extendí el cheque por el importe estaba medio asustada porque para mí significaba una enorme cantidad de dinero. Sin embargo, me sentía satisfecha con mi decisión, a pesar de que tuve que ceder en algunas diferencias: el carro tenía una línea que para nada parecía deportiva (era de una marca desconocida que más bien parecía nombre de medicina), pero era justo lo que me alcanzaba para comprar: una carcacha.

Mientras que varios de mis compañeros de trabajo con sus preciosismos carros se podía decir que llegaban a trabajar en un bello corcel sacado como de un cuento de hadas, parecía que yo llegaba montada en un perro callejero. Por su aspecto singular y característico, cualquiera podría haber dicho que yo había comprado aquel carro en un deshuesadero.

Cuando llena de orgullo le mostré a mi madre el auto que me había comprado, comentó: "¿Y por esta porquería sacrificaste todos tus ahorros?" Estoy segura que mi mamá hubiese preferido que gastara mi dinero en un viaje a Marruecos para que no pudiese volver y así librarse de mí por algún tiempo... quizá para siempre.

Entonces empecé a ahorrar todo el dinero que gastaba en Metro para así poder gastar horrores en ese carro: primero la pintura, después la verificación, luego cambiarle el volante, después arreglarle el clutch, etc. etc. etc. Sin embargo, estaba yo feliz; quería mi carro como si fuese mi hijo, aunque tal vez me habría alido más barato haber mantenido a un hijo loco.

Aunque mi carrito parecía como de feria, no creo que haya existido, jamás otro como él: arrancaba como un diablo y aventajaba al que estuviera al lado, aunque no faltó el envidioso que llegó a gritarme: "Vieja bruta". "Si no son para correr para qué demonios sirven los caballos de fuerza", me preguntaba yo entonces.

Mi carro me produjo un cúmulo de felicidades: lo podía dominar a la perfección, era muy potente, un vehículo que respondía maravillosamente bajo las condiciones más adversas. Además, el sonido de su claxon era la música del tema de Dimensión desconocida. Y aunque nunca tuve la oportunidad de comprobarlo, estoy segura de que aquella cafetera corría como un rayo bajo la lluvia o la nieve... de limón. La primera vez que subí a mi mamá en mi carrito, con tanto susto que experimentó por algún tiempo anduvo con la cara congestionada; además, a todo mundo le comentaba: "Desde que me subí al carro de Rosa Carmen siento como un hueco en el estómago y he dejado de dormir."

Sin embargo, tuvo que ocurrir una gran desgracia de advertencia. El asunto empezó cuando a mis amigas y a mí se nos ocurrió ir a Toluca: de ida todo resultó muy bien, pero la catástrofe ocurrió al regreso. Nos encontrábamos muy tranquilas; en el carro -veníamos siete personas- íbamos cantando y comiendo tortas de chorizo hasta que en una curva no pude controlar bien la velocidad, el carro empezó a bambolearse como si estuviese ebrio, se escuchó un sordo estampido y fuimos a dar contra unos matojos de violetas. !Qué cosa tan horrible! Era un espectáculo tétrico. Varias de mis amigas resultaron descalabradas, otras salieron de mi carcacha con la cabeza desgreñada y todas gritábamos como histéricas. Y aunque mi hermana salió con varios chipotes y las negras cejas llenas de sangre, mi amiga Marina fue la más afectada: el trancazo le dejó un ojo estrellado y le aflojó un diente que después se vino abajo sin remedio; lo que ocasionó que no pudiese reírse a carcajadas -cómo es su costumbre- durante varios meses. Las demás sólo sufrieron moretones. Ese fue uno de mis peores días; desde entonces no vuelvo a manejar corriendo cuando cargo con mucha gente y menos al tomar curvas peligrosas. Y mi amiga Marina cuando ve que yo manejo mejor ni se sube; sospecho que quiere conservar los dientes que le quedan.

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