Una expo-instalación de
Hugo X. Velásquez
El recinto no podía ser más hospitalario (y extraño).
El centro cultural Ex-Teresa de la ciudad de México, que conviene
explicar para quienes no están a su alcance: está en lo que
fue el convento y templo de Santa Teresa la Antigua, la primera fundación
en México de las monjas carmelitas descalzas, y que en los últimos
años fue convertido en centro de expresiones artísticas contemporáneas.
Es un edificio del siglo XVII (otras partes se le aumentaron en el
XVIII ) y fue clausurado en 1930, después de lo cual pasó
a poder de oficinas del gobierno.
La exposición o instalación de Hugo X. Velásquez
ocupó la pequeña capilla de las Animas, que tiene planta
cuadrada y unos 6 metros de lado. Es un espacio pequeño, al que
se baja del nivel anterior por unos cinco escalones (toda la iglesia sufrió
hundimientos de suelos, y muchos de sus muros se ven curiosa y amenazadoramente
inclinados.)
La instalación ocupó todo el suelo de la
capilla, y los visitantes podíamos caminar por unos senderos trazados
en medio con grava o pedregullo y hojas de pino secas y aromáticas.
Se podría describir todo el conjunto como un jardín cerámico,
arrasado y seco, donde las únicas luces eran unas flores de porcelana
blanca craquelada, como de 20 o 25 centímetros de altura, sacadas
a partir de un molde y arrugadas a mano.Otro componente eran máscaras
de barro cocido, casi siempre sin esmalte o apenas salpicadas con trazos
o gotas. Tonos tierras, grises y cafés. Había unos cuantos
labios rojos, sólo los labios, es decir unas bocas muy delicadamente
trabajadas, como de 20 centímetros de largo, también colocadas
en el suelo mirando al cielo, a la cúpula. El sustrato de todo esto
eran piedras, grava oscura, tierra. Una especie de desierto esencial con
esas pocas bocas de fuego, las máscaras semienterradas y las flores
blancas. Pero lo principal eran las piedras. Decenas de piedras o similes
de piedras (sacadas (¿con molde, en el torno?) y cocidas con las
mismas pastas cafés, marrones y grises, ásperas y desnudas
casi todas, algunas apenas matizadas con un trazo, una raya o unas gotas
de esmalte. Verdaderas piedras, obviamente huecas y con pequeños
agujeros como debe ser, pero no nada más la parte de arriba, para
simular, sino verdaderos cuerpos oblongos, esféricos, alargados,
como piedras lisas de río. No nos pareció pecado levantar
una o dos para ver cómo estaban hechas y cómo se sentían,
a qué sabían. Piedras, decenas de ellas, desparramadas en
este jardín un poco misterioso, primitivo, histórico. Todavía
se podían ver algunos pequeños huevos de pasta blanca, que
entendimos que representaban eso mismo, huevos, nacimientos, gérmenes.
En total nos dijeron que había unas 240 piezas de cerámica
ahí colocadas, o esparcidas en este jardín. No son piezas
que uno considere cabalmente como tales, no es algo que uno va a ver en
forma individual, una por una, como en una exposición convencional.
Nada que alguien quisiera comprar o llevarse a su casa para poner en algún
lugar visible. Lo que importaba aquí era el conjunto, caminar por
esos estrechos senderos ruidosos de piedras y hojas, y sentir esa presencia
como de desierto y flores blancas abriéndose en medio del gris y
el marrón más seco que puedan imaginar. Lo ideal era sentarse
en los escalones de la entrada (afortunadamente esa tarde de sábado
éramos los únicos asistentes), y quedarse un rato escuchando
a esas piedras y esas flores y bocas y rostros de cerámica, quejosos
y silenciosos, en la semipenumbra de la capilla y olorosos de pino.
Segio de la Peña escribió la presentación de la
instalación, y narra que estas piezas se hicieron evocando las visitas
de Hugo al estado de Chiapas, donde hace muchos años llevó
una compañía de teatro guiñol que daba funciones en
idiomas indígenas para las comunicadades de los Altos y las Cañadas.
En un breve video que también estaba disponible si uno se lo pedía
al guardia, se explicaba que para conseguir el aspecto erosionado de las
máscaras el artista de Cuernavaca las puso crudas bajo un goteo
de agua, que lentamente labró o desdibujó algunas facciones.
A los lados, contra las paredes, Velásquez amontonó cachivaches
del taller, algo personal, un pequeño misterio para compartir con
los que conocen: tabiques rotos de horno, fierros y metales oxidados, y
en el antiguo altar, un amasijo de refractarios pegoteados con antiguos
esmaltes, testimonio de algún desastre. Decenas de conos pirométricos
servidos, prolijamente colocados en bases de pasta como dados, y una lluvia
de esa viruta o aserrín que viene en las cajas de los conos Norton,
y que (creo) sólo los ceramistas conocen o pueden identificar.
Salimos un poco meditabundos, impresionados, con la sensación
de haber entrado a un rincón oculto de la cerámica. Nada
parecido a lo tradicional, a las piezas lucidoras que llaman la atención,
que hablan de mensajes individuales, de búsquedas estéticas
preciosistas. Repito lo del conjunto y la emoción del paisaje antiguo
y seco, primordial y meditativo. Quizá esa fue la única intención
de Hugo.
No puedo asegurarles que algún día puedan ver otra vez
esta instalación, pero quisimos que nuestros amigos supieran de
ella y se la imaginaran.