Septiembre 1998
El otoño en el jardín

Una expo-instalación de
Hugo X. Velásquez

El recinto no podía ser más hospitalario (y extraño). El centro cultural Ex-Teresa de la ciudad de México, que conviene explicar para quienes no están a su alcance: está en lo que fue el convento y templo de Santa Teresa la Antigua, la primera fundación en México de las monjas carmelitas descalzas, y que en los últimos años fue convertido en centro de expresiones artísticas contemporáneas. Es un edificio del siglo XVII  (otras partes se le aumentaron en el XVIII ) y fue clausurado en 1930, después de lo cual pasó a poder de oficinas del gobierno.
La exposición o instalación de Hugo X. Velásquez ocupó la pequeña capilla de las Animas, que tiene planta cuadrada y unos 6 metros de lado. Es un espacio pequeño, al que se baja del nivel anterior por unos cinco escalones (toda la iglesia sufrió hundimientos de suelos, y muchos de sus muros se ven curiosa y amenazadoramente inclinados.)
La instalación ocupó todo el suelo de la capilla, y los visitantes podíamos caminar por unos senderos trazados en medio con grava o pedregullo y hojas de pino secas y aromáticas. Se podría describir todo el conjunto como un jardín cerámico, arrasado y seco, donde las únicas luces eran unas flores de porcelana blanca craquelada, como de 20 o 25 centímetros de altura, sacadas a partir de un molde y arrugadas a mano.Otro componente eran máscaras de barro cocido, casi siempre sin esmalte o apenas salpicadas con trazos o gotas. Tonos tierras, grises y cafés. Había unos cuantos labios rojos, sólo los labios, es decir unas bocas muy delicadamente trabajadas, como de 20 centímetros de largo, también colocadas en el suelo mirando al cielo, a la cúpula. El sustrato de todo esto eran piedras, grava oscura, tierra. Una especie de desierto esencial con esas pocas bocas de fuego, las máscaras semienterradas y las flores blancas. Pero lo principal eran las piedras. Decenas de piedras o similes de piedras (sacadas (¿con molde, en el torno?) y cocidas con las mismas pastas cafés, marrones y grises, ásperas y desnudas casi todas, algunas apenas matizadas con un trazo, una raya o unas gotas de esmalte. Verdaderas piedras, obviamente huecas y con pequeños agujeros como debe ser, pero no nada más la parte de arriba, para simular, sino verdaderos cuerpos oblongos, esféricos, alargados, como piedras lisas de río. No nos pareció pecado levantar una o dos para ver cómo estaban hechas y cómo se sentían, a qué sabían. Piedras, decenas de ellas, desparramadas en este jardín un poco misterioso, primitivo, histórico. Todavía se podían ver algunos pequeños huevos de pasta blanca, que entendimos que representaban eso mismo, huevos, nacimientos, gérmenes.
En total nos dijeron que había unas 240 piezas de cerámica ahí colocadas, o esparcidas en este jardín. No son piezas que uno considere cabalmente como tales, no es algo que uno va a ver en forma individual, una por una, como en una exposición convencional. Nada que alguien quisiera comprar o llevarse a su casa para poner en algún lugar visible. Lo que importaba aquí era el conjunto, caminar por esos estrechos senderos ruidosos de piedras y hojas, y sentir esa presencia como de desierto y flores blancas abriéndose en medio del gris y el marrón más seco que puedan imaginar. Lo ideal era sentarse en los escalones de la entrada (afortunadamente esa tarde de sábado éramos los únicos asistentes), y quedarse un rato escuchando a esas piedras y esas flores y bocas y rostros de cerámica, quejosos y silenciosos, en la semipenumbra de la capilla y olorosos de pino.
Segio de la Peña escribió la presentación de la instalación, y narra que estas piezas se hicieron evocando las visitas de Hugo al estado de Chiapas, donde hace muchos años llevó una compañía de teatro guiñol que daba funciones en idiomas indígenas para las comunicadades de los Altos y las Cañadas. En un breve video que también estaba disponible si uno se lo pedía al guardia, se explicaba que para conseguir el aspecto erosionado de las máscaras el artista de Cuernavaca las puso crudas bajo un goteo de agua, que lentamente labró o desdibujó algunas facciones.
A los lados, contra las paredes, Velásquez amontonó cachivaches del taller, algo personal, un pequeño misterio para compartir con los que conocen: tabiques rotos de horno, fierros y metales oxidados, y en el antiguo altar, un amasijo de refractarios pegoteados con antiguos esmaltes, testimonio de algún desastre. Decenas de conos pirométricos servidos, prolijamente colocados en bases de pasta como dados, y una lluvia de esa viruta o aserrín que viene en las cajas de los conos Norton, y que (creo) sólo los ceramistas conocen o pueden identificar.
Salimos un poco meditabundos, impresionados, con la sensación de haber entrado a un rincón oculto de la cerámica. Nada parecido a lo tradicional, a las piezas lucidoras que llaman la atención, que hablan de mensajes individuales, de búsquedas estéticas preciosistas. Repito lo del conjunto y la emoción del paisaje antiguo y seco, primordial y meditativo. Quizá esa fue la única intención de Hugo.
No puedo asegurarles que algún día puedan ver otra vez esta instalación, pero quisimos que nuestros amigos supieran de ella y se la imaginaran.

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