Realizada del 24 de noviembre al 15 de diciembre
de 1999
Galería de Arte El Attico
4a.avenida 15-45 zona 14 - Teléfono 368-0853 Guatemala
Rubén E. Nájera
Más allá de las armas:
Una exposición de Daniel Hernández-Salazar
Hace un par de años, Daniel Hernández-Salazar, al amparo de ese momento casi ritual que sellaba la conclusión de la larga guerra guatemalteca con la firma de los acuerdos de paz, logró capturar algunas de las últimas imágenes de guerrilleros armados en medio de sus campamentos en la selva, aguardando su desmovilización. Entre ese momento y el actual, esas imágenes sufrieron un largo proceso de metamorfosis que desemboca en esta muestra. El título que el autor le asigna tiene doble connotación: es una referencia a un aniversario (el tercero de la firma de los acuerdos), pero, también, al resultado de su proceso creativo que nos invita a traspasar, en su producto final, las fronteras de los discursos ideológicos para retornar al más humano y consecuente de la interpretación y la reinvención artísticas.
No es usual —no, al menos, en nuestra época—, encontrar al sujeto de la obra fotográfica en una perspectiva artística. El fotógrafo documental no tiene más opción, en general, que cosechar las imágenes que el vértigo del mundo le ofrece indiscriminadamente. El artista es otra cosa: la preconcepción no puede abandonarlo, la realidad se le somete, se vuelve plástica en sus manos, o porque la prefigura o porque la interpreta una vez tras otra para nuestro beneficio. Así, Daniel fue en busca de sus personajes —personajes en el más estricto sentido literario—, trascendiendo la seguridad de su estudio para aprehenderlos en su espacio propio y en lo que sería, acaso, su último momento crucial: la inflexión final luego de la cual sus cotidianeidades se convertirían en memoria personal, primero, para emigrar en seguida a los olvidos individuales y a las memorias colectivas que designamos como historia.
Más allá de esta noción sospechada del fotógrafo, del artista, incursionando en la realidad y traduciendo la fugacidad del momento en una suerte de intrigante permanencia, esta muestra requiere pocos preámbulos.
Uno entra al universo de Daniel Hernández-Salazar acaso no de golpe pero sí irremediablemente. En principio es un mundo de personajes que deberíamos reconocer espontáneamente como el nuestro, de no ser por nuestra inmediatez histórica con ellos y con la distancia que se deriva de esa proximidad con frecuencia negada. La escala y la fragmentación intencional del mosaico los revela en un sentido casi renacentista: la obra parece preexistir en el medio, en la materia; uno la descubre gradualmente, casi con la pretensión de seguir la emoción del artista; y no puede evitar la angustia de tener que admitir las irresueltas fronteras de la realidad o de sus partes, aparentemente tan irreconcilibables.
Primero son los rasgos: los ojos fijos, demasiado atentos, duros, felinos; las mandíbulas tensas y los labios apretados; las frentes agresivas, perladas de sudor; y las manos, no aferradas al arma sino, de alguna forma, integradas a ella como en una caricia y con una calidad casi erótica. El segundo paso en la revelación es la percepción táctil de los personajes, que traiciona, como en un gesto insospechado, su inescapable narcisismo. El siguiente, por último, nos funde con su ambiente, con el camuflaje de la selva que es tan abstracto como el gesto, la actitud, la tensión, y que, antes que ocultar al actor, se traduce en parte de él.
Rodeados por los personajes de Hernández-Salazar, por la escala de la reproducción que nos lleva a la intimidad por la vía del detalle, por la inquietante revelación de sus fragmentos reencontrados pero de cualquier forma fragmentarios, tenemos motivos para inquietarnos. Sus miradas, una vez las hemos confrontado, nos seguirán por mucho tiempo y seguramente habitarán algún recoveco de nuestros sueños. O ya estaban ahí. Es como si el trabajo del artista, en este caso, se hubiese concentrado en la necesidad de preservar la visión desde el otro lado de la obra, de darle vida a esos ojos que nos acechan para insistir en la intensidad emocional que nos vincula a ellos, que nos hace humanos en uno y en otro extremo, sólo ilusoriamente diferentes, de cada fotografía. Y en el medio, también, porque el eje, la vía de comunicación, el camino para la memoria, es el aporte exclusivo de Daniel Hernández-Salazar y revela su presencia.
Decía Saint-Exupèry que las guerras civiles son guerras interiores y que, de alguna forma, uno siempre las pelea contra uno mismo. En un país como Guatemala, que nunca aprendió a deletrear la palabra guerra y la evadió bajo todo tipo de eufemismos y consignas, aprender a pronunciar la palabra paz pasa, necesariamente, por la lucha, individual y colectiva, por reconocer la mirada del otro y admitir que hay en ella una parte de uno mismo que no se extingue por más que se la niegue. Y que nos suprime en la medida en que pretendemos suprimirla.
Presidir esa lucha resume la misión del artista como constructor
del futuro.