Almóndigas y vino tinto
O de cómo la felicidad está en las pequeñas cosas
Por Hernán T.
 

Prólogo
Cualquiera que haya reflexionado sobre la condición de ser consciente en este universo que es sordo y es mudo habrá llegado a la misma conclusión que yo: Estar vivo y saberse mortal es lo más terrible que le puede pasar a cualquiera, y basta con observar un cadaver con cierto detenimiento para caer en la cuenta de que todo es inútil: La sangre que corre por nuestras venas se detendrá fatalmente, las neuronas perderán todo contacto entre sí y eventualmente hasta los átomos que componen (más o menos) nuestro cuerpo se disgregarán y pasarán a formar parte del todo, o de la nada, en todo caso, no de nosotros mismos ni de la conciencia de nuestro yo.

Las hormigas
Ahora bien: Si usted es un buen lector se habrá percatado del subtítulo de esta pequeña obra. Ahora que ya sabe de qué le estoy hablando, voy a ser un poco más concreto: Cuando digo "la felicidad está en las pequeñas cosas" no me refiero a que las hormigas son los seres más felices del universo. Tampoco que seremos felices comiendo hormigas ni otros insectos. No se me malinterprete: Tal vez sí podamos ser felices comiendo hormigas, pero no mientras haya almóndigas a mano.

Quien recuerda los dorados días de la infancia, sueña con volver a aquellos tiempos en los que no se imaginaba un futuro tan aburrido y burgués. Jugar con la arena era el objetivo inmediato, y los objetivos inmediatos eran los únicos. Vivir el momento es la propuesta. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
 
 
 

Ha dicho un famoso poeta, que vivir es como andar a caballo: Hay que ir al paso o al galope, porque al trote te rompés el culo y no llegás a ningún lado. Claro que fue el mismo poeta que comparó a su madre con un triciclo oxidado y a la sociedad con una caja de ravioles. Pero los detalles sobre su biografía no nos interesan hoy que lo recordamos por habernos dejado hermosas obras entre cajones de fruta y pilas de sandías. Oscar Benavidez, esta página te la dedico.

 

Y el fin
 
No será mi rostro el de un hombre que lo ha obtenido todo de la vida; no será mi sonrisa tan amplia como la de Gwynplaine, el hombre que ríe, ni siquiera tan famosa como la de Gioconda. Pero ésta que ven es una de las caras que Dios (u otro ser fabuloso, ¿quién sabe?) me ha otorgado y no me queda otra que portarla con cierto orgullo.
 

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