Aletargado, intemporal.
Había estado clavado en la silla por un tiempo indefinido. Sentía como en uno de mis poros había aparecido una pequeña protuberancia verdusca.
Estaba completamente inmóvil, ninguna fibra de mi ser consentía algún movimiento.
Solo un leve aroma de un perfume fino (Francisco Lee) proveniente de la mujer que se encontraba en el pupitre vecino, perturbaba mi condición estática.
Todos los que se hallaban en el recinto se encontraban en una situación idéntica, la respiración se hacia lenta, decadente. Nos habíamos hecho parte del aula, de sus paredes, de sus pupitres; todos al unísono, anónimos, quietos, inertes. Lo único que nos regalaba algo de movilidad era una corriente de aire que ingresaba por la ventana y nos agitaba el cabello y las vellosidades.
Una íngrima percepción de movimiento se encontraba en el fondo del salón,paseándose de un lado al otro, con una tiza blanca en la mano. Vociferando conocimientos en un lenguaje que parecía perderse en la quietud del lugar y que parecía extraviarse con el aire para luego rebotar en los cuerpos inanimados provocando un eco que retumbaba en todo el interior.
Tal vez era por encontrarme en ese estado que no había advertido que ese pequeño forúnculo verdoso no era el único. Mis piernas estaban todas llenas de puntitos verdes que parecían barba recién rasurada. Pero yo no era el único. La mujer del perfume fino quien tenia una insinuante minifalda alcanzaba a mostrar sus piernas tupidas de hebras verdinas.
El tiempo se hacia eterno, inagotable. Los segundos, horas. Las horas, años.
Habíamos percibido el cambio en nuestros cuerpos, pero nadie se movía. Tan solo apreciamos como esos finos hilos verdolagas se iban alargando y engrosando cada vez más. Su color se hacia poco a poco más marrón y amarillento. Extrañamente se orientaron hacia el pupitre y se empezaron a introducir en las tablas que conformaban esta estructura.
Ningún estudiante había reaccionado. Parecía algo normal aunque nunca les hubiera ocurrido.
Todos éramos primiparos y solo era cosa de acostumbrarnos a los cambios que requiere todo ingreso a una nueva institución.
La clase había expirado ya pero nadie se había percatado del hecho. Todos seguíamos inmóviles, observando nuestra nueva morfología, dándonos cuenta que lo que crecía y nos ataba al pupitre eran miles de raíces vegetales que salían de todo nuestro cuerpo.
En ese momento entró un nuevo docente, se presentó, dictó su cátedra y se retiró. Luego ingresó otro y otro mas y así sucesivamente. Ninguno demostraba alguna reacción ante nuestra metamorfosis. Simplemente cumplían con su deber y se marchaban.
De repente algo pareció sorprender a uno de los alumnos y despertarlo de su letargo. Empezó a gritar horrorizado. Trato de moverse pero fue un esfuerzo infructuoso pues las raíces ya llegaban hasta el suelo y se habían enterrado unos cuantos metros abajo. Lo único que pudo hacer fue implorar auxilio para todos, pero nadie parecía escuchar o simplemente a nadie le importaba. Continuaban su camino impasibles, de largo, como si nada. Esto hizo que finalmente el se rindiera y aceptara lo que estaba pasando.
Fue en el momento en que callo que las pieles de todos empezaron a endurecer y a forrarse en un escudo rugoso e insensible. Todo nuestro cuerpo empezó a oscurecer y nuestra ropa desapareció, fundida en nuestra nueva coraza de madera. La respiración era prácticamente inexistente y el movimiento imposible.
Un día cualquiera dejamos de lado nuestro olfato, nuestro gusto, nuestro oído y finalmente nuestra visión. Sin embargo podíamos percibir cualquier cosa, nos convertimos en seres puramente táctiles.
Los profesores seguían entrando y saliendo, esta vez en una maraña de pequeñas plantas perfectamente formadas. Ya estábamos cubiertos de hojas que nos permitieron nuevamente volver a respirar.
Crecíamos lenta pero seguramente. Ya nos habíamos acoplado perfectamente a nuestra nueva identidad, nos sentíamos a gusto.
Pero llego el momento en que los profesores no podían ingresar al aula magna y decidieron podar un pequeño camino por la selva laberíntica hasta su sitio de trabajo dejando a muchos de mis compañeros mutilados.
El tiempo repentinamente se hizo corto y sin darnos cuenta había pasado un lustro.
Muchos árboles se habían secado y fallecido por falta de agua y solo sobrevivimos unos cuantos.
En nuestras ramas había flores y comenzaban a anidar pajarillos de toda clase. Hormigas, gusanos insectos de toda especie nos habían escogido como su nuevo hogar.
Pero en ese momento los maestros parecían haberse dado cuenta de lo que había pasado.
Entonces convocaron a todos, profesores, secretarias, decanos y directivas para que se reunieran en torno a aquel salón donde habían crecido inesperadamente unos cuantos árboles, para saber que es lo que harían.
La deliberación no fue muy larga y el rector finalmente tomo su decisión:
- “Necesitamos este salón para los nuevos estudiantes que llegan y no tenemos mas espacio, así que los talaremos!”.
FIN