DOSSIER LOVECRAFT
La Declaración de Randolph Carter
por Howard Phillips Lovecraft
Publicado en mayo de 1920 en
The Vagrant, No. 13, p. 41-48.
Título original:
The Statement of Randolph Carter
Traducido por Pablo Morlans.
Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme
para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima
para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo
decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he
contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada,
y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura
nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de
los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo
– casi espero – que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que
existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su
amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles
investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo
precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto
juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress
Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente
en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas
y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron
un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble
en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que
me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana
siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y
otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que
pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé
nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla –
y espero fervientemente que lo fueran –, pero eso es todo lo que recuerdo de
lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos
de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado
sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido
que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley
Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De
su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos
he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino;
muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría,
creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu
del mal – el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo –
que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que
nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía
aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo
que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso
que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía
más por renuente fascinación que por verdadera inclinación.
Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo
cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche
anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpidamente de
su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino
que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero
ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá
de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito
que no tenia la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego,
tenía mucho que ver con e1 libro que Warren llevaba – aquel libro antiguo
en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes
antes –, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su
testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección
al pantano de Big Cyprcss. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo
claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió
producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna
en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semitransparentes.
El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las
múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una
profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de
un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras
en descomposición. Por todas partes veíanse señales de
descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo
éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un si1encio
letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba
a través de los fétidos vapores que parecían brotar de
ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir
una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y
tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad,
y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella
terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una
determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos
llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna
eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero habia cargado
con una linterna similar y una instalación telefónica portátil.
No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el
lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las
azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura. Después
de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas
losas de granito, retrocedimos unos pasos para contem plar el fúnebre
escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego
se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca,
trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas
que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió,
y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros
esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un
lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó
un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos
precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo
a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas
iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable
licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes
con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella
noche, Warren me habló con su melíflua voz de tenor; una voz singularmente
inalterada por nuestro pavoroso entorno.
– Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie – dijo –, pero
sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles
como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que
has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré
que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre
que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar
vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría
llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar
a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te
repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo
mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como
puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la
tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas
fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía
desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades
sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado
amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido;
una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del
asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió
el rollo de alambre y justó los instrumentos. Finalmente, me entregó
uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el
rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible
osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la
negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos
pude ver el resplandor de su linterna y oir el crujido del alambre mientras
lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció
bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó
con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades
por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo
los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente
del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora
no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé
a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para
las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento
de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía
del imperturbable Harley Warren. El, que se había separado de mí
con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso
susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
– ¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude
esperar. Warren habló de nuevo:
– ¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono
un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
– Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente
teñida de desesperación:
– ¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso!
No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo
y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado
en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora
estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada
consternación:
– ¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa
y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate...
es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas
preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de
mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación
humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío,
y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento
al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias.
Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito
de Warren:
– ¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la
losa y dale esquinazo, Carter! La jerga infantil de mi compañero, reveladora
de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó
sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
- ¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió
en un alarido de absoluta desesperación:
– ¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la
culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único
que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad,
como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo
tenso debido a la ansiedad que Warren experi mentaba por mi suerte.
– ¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña
parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa
de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía
inerte en las cadenas de un indescriptible horror.
– ¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que
huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos,
luego la débil voz de Warren:
– Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre
esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo...
hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
E1 susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un
grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que
contenía todo el horror de los siglos...
– ¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos!
¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí
sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a
aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré,
murmuré, llamé y grité:
– ¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás
ahi?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror
indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir
eones después de que Warren lanzó su última desesperada
advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio.
Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé
el oido para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás
ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube
sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto
que las primeras palabras me arrancaron la consciencia y crearon un vacío
mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital.
¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda,
gelatinosa, remota, sobrenatural. inhumana, incorpórea? Aquello fue el
final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no se
nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel
cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas
y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos...
La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito
sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas
danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»
|