Oscar Chávez



Oscar Chávez En Un 14 De Febrero

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Cada que se aproxima el 14 de febrero me da por recordar a Alberto, con quien anduve durante años y meses: fuimos pareja antes de que yo me casara y después de que me divorcié; pero aunque Alberto y yo duramos muchísimo nunca supimos entendernos realmente.

Alberto nunca fue infiel ni anduvo con varias mujeres a la vez, como acostumbra suceder frecuentemente con ciertos hombres y aunque fuimos felices entre los felices de todos modos se rompió la relación. Aunque le manifestaba a Alberto la misma devoción que Penélope sintió por Odiseo, Alberto se quejaba de que sólo me ocupaba de él cuando yo no tenía nada que hacer. Y según él significaba yo en su vida algo así como si alguien estuviera leyendo muy concentrado y de repente otro llegase a tronarle una chinampina en las orejas.

Éramos el uno para la otra: él se desempeñaba como un matemático y como un buen economista, mientras que yo odio tanto los números que hasta me da flojera contar el cambio que recibo cuando voy al mercado; y él aunque lee mucho y tiene muy buena letra, en cuanto a literatura se refiere tiene oídos como de cañonero. Además, amaba yo a Alberto porque había luchado contra gigantes, recorrido regiones distantes, matado dragones y afrontado angustiantes peligros. Además, me había rescatado de la torre en que me encontraba prisionera. ¡Caray! Lo que hace el amor.

Recuerdo que un 14 de febrero Alberto y yo fuimos a una fiesta a la que por mi culpa llegamos con mucho retraso, ya que me la pasé horas en el tocador tratando de poner en orden mi conflictivo cabello. Así es que cuando entramos al lugar de la fiesta todos, incluyendo nuestros anfitriones ya habían cenado. Como no estábamos familiarizados en realidad con nadie, hablábamos sólo entre nosotros y la cosa estaba resultando bastante tediosa. Hasta que llegó un españolote al cual Alberto había conocido en París y al que apodaba el Hispanodonte que, según Alberto, era muy alegre y divertido: éste también por llegar tarde se había quedado sin cenar. A Alberto y al Hispanodonte de tanta hambre les gruñían las tripas como si un perro ladrara dentro de ellos, y yo, para no escuchar reproches ni encender la mecha, trataba de disimular mi apetito diciendo que todo aquello era aburridísimo, pero en realidad soñaba con una tortita de frijoles.

Las horas pasaban y aunque en aquel convite había mucho que beber, ni Alberto ni el Hispanodonte ni nadie se atrevía a hablar de que nos estábamos torciendo de hambre. Hasta que el Hispano de la manera más práctica fue directamente a la cocina a abrir el refrigerador. Entonces Alberto y yo, así como quien no quiere la cosa nos fuimos acercando hasta donde el Hispanodonte a prepararnos un pan con queso. A aquella velada también llegó Edel, otro amigo de Alberto, un tipo que se las daba de muy gracioso contando historias misóginas que hablaban de mujeres traicioneras; chistes que, por supuesto, siempre se me encajaron en la boca del estómago. Todos ellos eran grandes bebedores de vodka y estoy segura que en aquella época en lugar de sangre era Bloody Mary lo que corría por sus venas. Y como en aquella reunión no había gran cosa que comer y solamente se bebía, todo mundo empezó a estar bien borracho.

Para quitarle lo aburrida a aquella tertulia alguien sugirió: “Qué el Hispano interprete algo en el violín”; y entonces el Hispano, de la misma forma en que lo habría hecho un hipopótamo, tomó el violín y comenzó a tocar unos chirridos extraños y desconcertantes. Cuando terminó, alguien sugirió “que cante Alberto” y, para mi gran sorpresa, Alberto, quien siempre fue muy desentonado, sin que pudiera yo evitarlo se paró a cantar una canción francesa harto mediocre que se llama Mis amigos son primero, mientras yo lo miraba escandalizada y dándome cuenta que, además de hambre, con aquello estaba viviendo otra fase del suplicio. Y así, mientras unos cantaban y otros hacían el ridículo, la gente se retiró poco a poco de la fiesta hasta que sólo quedamos seis.

Fue ahí cuando apareció otro amigo de Alberto al que apodaban El Fodongo, acompañado ni más ni más ni menos que por el cantante Oscar Chávez, al que, según después declaró El Fodongo, se había encontrado en el momento en que el artista andaba pidiendo aventón y por eso luego se le ocurrió invitarlo a aquella fiesta.

Oscar Chávez se comportaba amable y muy gentil, muy lejos de la arrogancia o de la actitud impostada que suelen adoptar algunos cantantes. Y en el momento en que estaba interpretando una canción, el impertinente de Edel, a quien de tan borracho las palabras se le atoraban, espetó: “Quiero que sepas que para mí tus canciones no significan nada”. A lo que Chávez se alzó de hombros y respondió: “Pues, qué se le va a hacer, mi amigo”. Y cuando Oscar Chávez estaba interpretando la mitad de otra canción, Edel, quien verdaderamente ya estaba inspirado por alguna entidad demoniaca, otra vez se soltó interrumpiendo: “¡Uy, sí! Con tu mugrosa película te crees la gloria del cine nacional”.

Pero en esta ocasión los amigos lo recluyeron en una recámara para que durmiera un rato y en su nombre le pidieron mil disculpas al cantante. Oscar Chávez entonces interpretó una canción cuyo tema era la gente pinta de la piel, originaria del estado de Guerrero, cuando de repente se oye la voz aguardentosa de Edel, quien sin darnos cuenta ya se encontraba otra vez en la sala como si fuese un fantasma impetuoso: “Ya te dije que para mí tus canciones no significan nada”.

Yo particularmente me sentía indignada, sin saber qué hacer ni qué cara poner, nada más escuchando al baboso de Edel. Mientras que Oscar Chávez, con un amplio criterio y gran desenvoltura sugirió: “¿Saben qué?, mejor los invito a la calle a comer tacos”. Y así desfilamos rumbo a la tan deseada, suculenta y mexicanísima cena.

Rosa Carmen Ángeles

Separator Bar





Regresar al IndiceSiguiente

Separator Bar