P U Z Z L E

por ELLA


El despertador había sonado impenitente a las ocho y quince todas las mañanas de su destierro de lunes a viernes, y a las diez y quince durante el fin de semana. Era rectangular y grueso, con una franja dorada que lo cubría en forma de descarcochado marco por el lado de los dígitos. La cara del reloj enmarcada en pan de oro, su espalda; sin embargo, era de un marrón terroso que lo obsequiaba de un aire antiguo, como herido de grietas por el tiempo y las caídas.

-No ha sonado.

La vieja maquinaria llena de tic-tacs y números había llegado al fin de sus horas, minutos y segundos; y ni tan siquiera se había dignado a despedirse con el certero y tartamudeante sonido de timbres y teléfonos de otra época que era su saludo de buenos días a la familia. Estaba mudo, cansado, y, tal vez, sin pilas.

-Ponle pilas nuevas. A lo mejor así vuelve a funcionar otra vez.

-Esto ya no tiene remedio, ¿no ves que se le está borrando la cara? Los números empiezan a descolgarse de sus sitios, con sus diminutas maletas repletas de trozos de maquinaria, todos siguiendo a las manillas, que parecen señalarles el camino. Además, ¿no creéis que se merecen un descanso? A lo mejor están pensando en irse a vivir a la puerta de un bonito apartamento, o a una señal de tráfico lenta. Dejadlos tranquilos, llevan mucho tiempo prisioneros en el escaparate de esta casita de chocolate rancio, también tienen derecho a abandonarla, ¿no?

-Pues el doce no se mueve...

-Estará esperando al cumpleaños de Rosita que es la semana que viene.

-Y el uno parece perdido, solo...

-No lo atosigues, a lo mejor está pensando en unirse al tres, que siempre fue un caos, y hacen la mala suerte, o un número de bingo premiado. Me marcho, cuidado al cruzar la calle: primero se mira arriba, luego abajo, y si no viene ningún coche, entonces cruzais los dos juntos. ¿De acuerdo Felix? Segundos, minutos y horas. ¡Buena suerte! y cuidado también con el tráfico...

Rosa se despidió de sus hijos, y luego acarició con pena al casi desierto aparato en la mesilla.

Pensó:"¡Qué rapidez la de lo dígitos! Como desaparecen sin apenas darnos cuenta."

Instantes después se adentraba en la rutina de la mañana, aparentemente éste era su trabajo, pero no se trataba de ninguna ocupación concreta o remunerada. Lo que ella llamaba "su trabajo" consistía en deambular por calles, avenidas, plazas, bulevares... sin ningún fin aparente. Las llevaba recorriendo todas las mañanas desde hacia 11 años, a solas, hermética, distante y curiosa; a través de la pequeña ciudad a la que se había trasladado tras la desaparición.

En un principio lo hizo a pie, le gustaba sentir el calor del sol en las mañanas de invierno, el viento gélido y limpio, que parecía acariciarla con la misma suavidad de aquellas manos de hombre que llegaba de la calle y la besaba, y le pasaba sus dedos helados por debajo del jersey blanco, por debajo del sujetador que guardaba todo el calor de sus pechos, en aquel instante con pezones que empezaban a contraerse, a simular la dureza de la que el pecho, el más tierno de los atributos femeninos, es capaz de lograr, al contacto de aquellas manos tan familiares como frías. Entonces ella respiraba, respira hondo de ese aire polar, y busca con más avidez, con más ganas.

-Ya me queda poco, sé que lo voy a conseguir.

Y continua paseando atenta, con sus ojos que buscan más que miran, y sus facciones cansadas de detective.

Más tarde, también utilizó el viejo y chirriante autobús urbano. Un día que se sentía más cansada que de costumbre lo probó, y descubrió que desde él conseguía una visión más poderosa y fértil que a pie, por lo que desde entonces fue alternando entre pasos de suelas y neumáticos.

Alrededor de las dos de la tarde, regresa a casa por el camino que lleva al colegio. Como si de un rito arcaico se tratase, observa otro día más el reflejo de su sombra oscura en los desgastados y sucios baldosines de la acera, la melena corta que juega a moverse al ritmo de sus pasos, las piernas largas y delgadas que se pierden en redondeadas puntas de zapatos viejos, sus brazos pegados al tronco, la ausencia de rasgos, y cuando su reflejo desaparece bajo otra sombra, la del árbol, da por terminada la búsqueda; sus ojos se relajan y ya sólo espera reconocer esas caritas teñidas de rosa, de exceso de vitalidad, que la saludan en la distancia. Ahora ya no. Eso fue sólo al principio. Después de tanto tiempo sus pequeños rasgos han crecido, y ya no muestran la alegría de antes si la ven llegando a la puerta del colegio.

-Mamá, ya tengo quince años, a ninguno de mis amigos vienen a recogerlos sus madres después de las clases.

-Ya lo sé, Félix. Vengo a recoger a Rosita... ¿la has visto?

Y Rosita está un poco más lejos, conversando risueña con sus amigos. Uno de ellos parece tenerla agarrada de la mano.

-¡Mi pequeña niña! pero si sólo tienes once años...

Se da la vuelta, prefiere hacer como si no la hubiese visto, es lo mejor. Después de todo Rosita tampoco parece tan niña, tal vez se está excediendo al seguir yendo a por ellos. Pero teme, aunque no quiere que ellos lo sepan. Y piensa que ha sido duro, que lo va a seguir siendo. Cuando la desaparición eran unos críos, pero ahora ya no le hacen caso cuando les dice que deben de tener cuidado, o cuando les repite, incansable, que su padre va a volver con ellos, que sólo le faltan los ojos, que deben de existir unos ojos como los suyos para lograr recomponerlo, para que se aparezca de nuevo.

Los ojos del desaparecido, rasgados y negros como entrada a una caverna. Ojos de profundidad petrolífera, con pestañas pobladas que los envolvían haciéndolos parecer aún más cálidos, más penetrantes.

No le fue fácil encontrar su sonrisa, amplia, de dientes alargados y blancos como copos de nieve cayendo del cielo. La llevaba puesta un vendedor ambulante del parque. Ella sólo pudo comprarle un horrible pañuelo en agradecimiento. Sonreír. Para que él también lo hiciese de nuevo.

La sonrisa del desaparecido había sido una de sus últimas adquisiciones. Hacia dos años de aquello.

Poco después encontró sus pasos que cruzaban confiados un paso de cebra en deportivas, mientras ella los reconocía nerviosa y radiante, como cada vez que lo descubría en un pedacito de multitud, esta vez a través de la ventana de "romper en caso de emergencia". Sí, eran sus pasos, no había duda. Eran amplios y sólidos, de piernas rectas, sin arquear, como las de la mayoría de los hombres. Eran sus piernas, fuertes, las mismas que apenas si permitían un leve movimiento de caderas. Eran sus nalgas luchando contra la gravedad, respingonas. En definitiva, eran sus pasos, esa forma de mostrarnos tal como somos que es nuestro caminar.

Desde entonces no había vuelto a descubrirlo entre la multitud, y ya sólo le faltaban sus grandes ojos negros para completar aquel doloroso puzzle de desaparecido.

Habían pasado once años desde que Rosa se prometiese encontrarlo; descubrirlo de nuevo entre un mar de gente, como el día que se conocieron en aquel concierto al aire libre. Dos mil personas, mil y pico almas, y sin embargo sus miradas se encontraron, se reconocieron. Ella se internó sin miedo por el túnel oscuro de su mirada, sin cerrar sus ojos, hasta que tuvo los de él muy cerca, y se dio cuenta que se había perdido en aquella mirada para siempre.

Pero le resultaba muy difícil encontrar unos ojos como los del desaparecido en aquella ciudad llena de rasgos poco evolucionados, de mezclas genéticas simples y de la misma raza. De falta de imaginación y exceso de prejuicios. Abundaban los marrones convencionales, los azules grisáceos, como de recién nacido, los celosos verdes, los negros sin fondo, pero la renaciente posición de primer mundo de su país no permitía tan fácilmente la entrada de unos ojos como los suyos, y le resultaba imposible hasta el momento hallar el ardor lacerado de esa mirada negra como las selvas, como la tierra a la que pertenecían en aquella gris y triste ciudad del sur.

Ni siquiera Felix había heredado aquel tono carbón de los ojos de su padre. Eran negros, es cierto, pero les faltaba algo, tal vez la pasión que los ojos del desaparecido desprendían a cada mirada, a cada palabra que brotaba de sus labios.

Lo primero que se le apareció fue su olor, el olor de su cuerpo, el aroma que dejaba al pasar junto a ella, el que la impregnaba por la mañana, entre las sábanas deshechas de amor y sexo. Lo descubrió sin buscarlo, por el accidente de una puerta que se abre y deja entrar una fragancia sin procedencia ni dueño. Que quizás estuviese en su cerebro, en sus diminutas neuronas retenida, y fuese liberada entonces por la desesperación o la necesidad de sentirlo de nuevo, a través de la respiración, en sus pulmones, en su sangre paralizada de angustia, tan solo tres días después de que él ya no estuviese a su lado.

El olor de su pelo negro al salir de la ducha lo lleva puesto Felix cada sábado antes de salir a dar una vuelta con las chicas que lo desean por mestizo, por mulato en un país que apenas si recuerda que también lo es. Es el único que permanece, que sabe hallado no sólo por unos instantes, si no enmarcado en la cotidianidad de la familia, del cuarto de aseo, de la misma marca de champú que aún sigue utilizando a pesar del tiempo.

El hallazgo del resto de sus rasgos fue el resultado de su búsqueda enloquecida, desesperada, admitida , y al fin, asumida y monótona...

La mandíbula poderosa, como de escultura griega. Sus manos, de alargados dedos desteñidos al reverso. Su cuello, fuerte y grave como el tronco de un árbol viejo, y las orejas pequeñitas, de lóbulos carnosos y suaves. A todos ellos los encontraba para luego perderlos en la multitud de la urbe, en el desconsuelo de no volver a verlos. En la angustia del anonimato y la distancia. No podía acariciarlos o hablarles como ella quisiese:

-¡Hola cuello de mi amor! ¿Dónde está tu verdadero dueño?

Como si de una donación en masa se tratase, también intenta ubicar sus órganos, sus células, su interior que solo puede imaginar por signos:

-La señora que compra analgésicos para el estómago debe de llevar el suyo. ¿Recuerdas Rosita, lo mal que le sentaba a papá el picante?

Y Rosita le sonríe y asiente, no recuerda nada. Ella era muy nena cuando aquello, pero ya está acostumbrada a esa manía de mamá de creer que su padre anda disperso en trocitos vivos por el mundo; ha crecido con ella, y además, eso que importa. A ella le gusta mamá, y a sus amigos también. Es distinta, no se enfada si la ve besándose con un chico, y le habla con cariño a las plantas, a los objetos; y hacen que se pongan rojos, de las cosas bonitas que les dice por dejarla pasar , a los semáforos en verde. Ella lo ha visto con sus propios ojos, no esta diciendo tonterías...

Pero aún así, Rosita discrepa con Rosa en algunas cosas. Por ejemplo ella no está de acuerdo en que el cerebro de su padre lo lleve su profesor de historia, a quien también le gusta el cine y la música ,como a papá, porque el profesor de historia es un cretino que la suspende siempre, y le dice que es una negrita vaga y mediocre , y mamá siempre le ha dicho que su padre la llamaba "chiquita linda, la más hermosa y la más lista nenita del mundo" antes de arroparla en la cuna. Pero claro, eso no se lo puede decir a mamá.

-¿Dónde están tus ojos? ¿Dónde estás mi desaparecido? ¿Quién te llevó? ¿Quién te apartó de nosotros?

Son gritos ahogados en su almohada durante tanto tiempo, que se repiten cada noche como un eco después de acostar a sus hijos, junto al tic tac de las manillas del reloj dorado que marca las horas, los minutos y segundos de su desaparición, de su búsqueda. Solo que esta noche ya no existe el tiempo, no más coordenadas temporales que le permitan conciliar el sueño, Rosa se siente intemporal y más sola que nunca.

Los cierra, sus ojos, porque mañana debe seguir buscando los otros, los de él.

Aunque sepa desde hace once años que no es un desaparecido. Que es un cadáver que se pudre sin ojos, con las cuencas vacías de alma y mirada. Lejano. En otra ciudad de la que ella huyó para reconstruirlo, para devolverlo de nuevo a la vida en forma de pedazos, de retales que portan los mismos que lo mataron.

Y aunque teme que nunca llegue a descubrir sus amados ojos negros, su mirada de profundidad petrolífera, necesita seguir buscándola en las mismas almas blancas que fueron sus verdugos. Para demostrarse a ella, y también al mundo, que los que lo desaparecieron, se le parecen tanto.


¿Alguna pista sobre negros ojos desaparecidos? (Se gratificará)

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