TEODORO Y EL SEÑOR FARLOPA


Allí estaba Teo con un gran cucurucho de bolas gigantes: una de nata y otra de fresa. Ella tan sólo había insinuado que le apetecía mientras observaba el lejano puesto desde aquel banco del parque y Teodoro no dudó ni un segundo en ir a por uno. La caballerosidad nunca había sido su fuerte, y el romanticismo siempre le pareció grotesco, pero con su nuevo amor todo debía ser diferente. Estaba dispuesto a poner en duda algunos de sus más consolidados principios con tal de seguir adelante. Ella era muy joven, mucho más que Teo, y muy inocente, muchísimo más. Ella era pura y él, en la actualidad, se consideraba limpio, aunque no siempre había sido así.

Volvía del puesto ambulante con una sonrisa bobalicona dibujada en su rostro. Le entregó el doble cucurucho a la joven como el que entrega en sacrificio su corazón aún palpitante a la persona amada, y se sentó junto a ella. Con el helado ya probado, aquella mujer de alegre expresión comentó:

- Llevamos solamente tres semanas saliendo juntos, y, hasta ahora, no me había fijado que cojeas ligeramente.

- Es una larga historia -contestó Teo-. Una historia de otros tiempos...

Y calló. Calló porque un rayo del pasado regresó para fulminarlo. Recordó el último día con Teresa, la mujer con la que compartió -durante siete largos años- casa, cama y drogas, todas las drogas del mundo, si es que esas cosas realmente se comparten.

Recordó a Teresa, tan poco joven e inocente como él, y aquel último día de relación. Una relación pasional y salvaje que terminó, no podía ser de otra manera, de modo pasional y muy salvaje...

Se volvió a ver en el apartamento compartido en esos días en que los camellos se llevaban todas sus ganancias. Pero Teo no se reconoció. El que estaba drogándose en aquel lugar era el señor Farlopa, como lo llamaban los amigos, si es que podían considerarse así aquellos buitres que sólo buscaban que les invitara a rayas, o tirarse a su mujer cuando durmiese la resaca. No eran amigos suyos, sino de la droga que pudieran levantarle, cuando no le levantaban la falda a su compañera o ésta les bajaba la cremallera del pantalón por iniciativa propia sin importarle demasiado que su pareja les sorprendiera. El señor Farlopa era Teodoro atiborrado de drogas: la cocaína su favorita, pero no le hacía ascos a ninguna sustancia tóxica. El señor Farlopa se mostraba capaz de hacer cosas que a Teo ni se le ocurrirían. Era fuerte, decidido, despierto y divertido, pero también patético, violento y poco analítico a la hora de medir las consecuencias de sus actos. Teo, por su parte, era débil, tímido, pacífico, y también bastante patético, pero no tanto como su otro yo.

Aquella última velada discutieron, que así terminaban casi todas sus noches de desenfreno. Teresa amenazó con largarse, cosa que solía hacer cada tres o cuatro disputas. Pero esta vez Teodoro no le suplicó de rodillas que se quedara, como había hecho en más de una ocasión. Al contrario. En su cabeza resonaron las exactas palabras que le gritó: "¡Pues lárgate, zorra!". Cuando vio que cogía la gran maleta de su propiedad y empezaba a guardar sus pertenencias, le espetó: "Esa maleta es mía, pedazo de zorra". Ella no lo negó, simplemente siguió calladamente su labor.

Teo continuó rememorando las palabras que vinieron a continuación, que no decían nada a favor de la diversidad de su vocabulario: "¿A dónde vas a ir, zorra? ¿A casa de tu madre? Te recuerdo que lleva dos años muerta". Teresa seguía en silencio llenando la ajena maleta, mientras él reía sus propias y crueles ocurrencias.

"¡Dime algo, zorra!" exigía ahora Teo. "¡Dime algo!" volvió a rogar. Al no añadir esta vez la coletilla de "zorra", consiguió que Teresa por fin hablara: "¿Dónde están mis sandalias?" fue todo lo que supo decir aquella alma en pena en busca de la salida. Aquellas palabras, por su propia simplicidad, fueron aún más hirientes que el propio silencio. Estaba claro que había tomado una determinación.

Al abrir Teresa la puerta del apartamento arrastrando su cargamento, y con la clara intención de marchar sin despedirse, Teo optó por amenazarla: "¡Si te vas, no vuelvas más, zorra!". "Pues me voy para siempre, pedazo de cabrón -anunció ella desde el umbral, rompiendo su silencio por segunda vez-. No quiero que te vuelvas a cruzar en mi camino, maldito hijo de perra. ¡No pienso verte nunca más!". Cerró dando un portazo.

El señor Farlopa salió al balcón con la intención de gritar a la mujer fugitiva algún improperio, pero como tardó más de lo previsto en aparecer en escena, probablemente por culpa del peso de la maleta, su eufórica mente tuvo tiempo de generar una de esas ideas que le infundía la cocaína, y que le parecían tan geniales al instante, pero que siempre traían tras de sí nefastas consecuencias.

Primero una pierna, luego la otra, y su cuerpo ya estaba fuera. Con un pequeño impulso bastaría para volar hacia el negado reencuentro. Simplemente lo hizo porque le molestaba que Teresa decidiera por sí sola si iba o no a volverle a ver. Poco importaba que se hallara a una altura de cuatro pisos cuando disponía de la ocasión de contrariar a su compañera.

Cayó al suelo y se fracturó ambas piernas, pero la droga que albergaba su cuerpo le evitó sufrir dolor. Cuando finalmente apareció Teresa, le anunció: "Me volví a cruzar en tu camino, zorra". "No volverás a andar nunca, imbécil" profetizó ella, y se largó. "Al menos llama a una ambulancia" rogó Teo, que ya empezaba a sentir dolor al abandonar su cuerpo y en la peor circunstancia su traicionero y supuestamente señorial amigo. Teresa no contestó. Ni siquiera se giró para verle por última vez. Bastantes problemas le acarreaba arrastrar aquella maldita maleta.

Afortunadamente la profecía no se cumplió. Eso sí, tuvieron que transcurrir dos largos años hasta que Teodoro pudo volver a andar. Todo aquel tiempo de hospital, cama y silla de ruedas le sirvió para meditar, mientras los médicos cuidaban de sus fracturas y sus adicciones. Llegó a la conclusión que el señor Farlopa no había sobrevivido a la caída, mientras que Teo, al sí hacerlo, se había vuelto más fuerte. Ahora luchaba para que nadie volviera a dominar su vida. Debía vigilar día y noche la tumba del señor Farlopa para que no intentara volver al mundo de los vivos. Su misión consistía en mantenerlo a raya, nunca mejor dicho; que ni tan solo pestañeara aquel dulce y níveo cadáver.

Para preservar su nueva situación, cualquier medio parecía válido, incluso mentir a la, según su actual parecer, más bella de las criaturas.

- ¿En qué piensas, amado mío? Te has quedado mudo. ¿He dicho alguna cosa que no debía?

- No, ni mucho menos -se apresuró a decir Teo-. Unicamente estaba recordando cuando despuntaba en el equipo de fútbol del barrio. Dos clubs de los grandes se interesaban por mí. "El figura" me llamaban. Pero un fatídico día un defensa resentido pretendió que "el figura" dejara de serlo, e intentó que jamás volviera a subir la banda con aquella velocidad endiablada que descomponía todas las defensas contrarias. Y lo consiguió. Desfiguró mi glorioso porvenir de un solo zarpazo, aunque si su intención fue que no volviera a andar más, ahí sí que se equivocaba...

- Pobrecito mi Teo -interrumpió ella cariñosamente su discurso, y le abrazó con fuerza, no pudiendo evitar mancharle un poco la camisa con el helado.


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