El búho.


Recopilación de artículos del año 1996 (Primera parte)
José Biedma López.


EL FOMENTO DE LA INICIATIVA

Mi amigo Isidro Gritonga estaba loco de contento... Los bloques, casas, casonas y palacios interpretan ahora con sus canalones el concierto de Vivaldi para dos mandolinas en versión minimalista. A todos nos sueña a música celestial, el agua, la mejor repartida de las loterías.

Isidro nos invitó a cenar. Me regaló un libro que le ha enviado José Luis Lucas Tomás, profesor de Política de Empresa en el Instituto Internacional San Telmo y en otras instituciones y Escuelas de Negocios nacionales y extranjeras. Un título sugestivo: El fomento de la libertad.

Esa misma noche devoré la obra, que está escrita con un desparpajo considerable, lo que es de agradecer tratándose de una serie de artículos sobre filosofía y política económica. El libro contiene sugerencias y claves para interpretar y mejorar la situación española, aunque el tono sea un tanto imperativo: "hay que"..., "hay que...". Tantos "hay que" merecerían un poco más de fundamento. ¿Por qué "hay que"? El tono general es neoliberal, sin exageraciones, y optimista, pero crítico.

Lucas Tomas defiende lo estatal para evitar la indefensión de los ciudadanos ante las mafias, pero es consciente de la necesidad de reducir el peso de lo político: el "intervencionismo" y el "subvencionismo", pues atraen la decadencia de las iniciativas privadas, favoreciendo la astucia y el amiguismo. Y el oportunismo sabe utilizar como coartada cualquier ideología.

La creación de riqueza exige dejar en libertad a los que desean trabajar y emprender, no pedirles más de lo debido y no protegerlos más allá de las condiciones de que gozan sus competidores. "La libertad de comercio y de gestión asusta (especialmente en un país que acaba de salir del feudalismo y del autoritarismo paternalista), como también la libertad política, pero es de las pocas maneras como se fomenta la iniciativa y se consigue que los individuos y las organizaciones se fijen metas. Sólo con libertad hay posibilidad de elegir y para ello hay que tener recursos, es decir, ideas, dinero y ganas". Pero en España doce millones de individuos dependen directa o indirectamente del sector público y sólo seis y medio ganan su sustento en el mercado...

La vitalidad de un país no debe medirse en términos monetarios, sino por las ilusiones de sus ciudadanos y por el número de empresas e instituciones de cierto calado que se crean; esto es, por el dinamismo de su tejido social. No obstante, hay que cuidarse de los gobernantes que dicen despreciar el dinero, porque suelen ser grandes gastadores y hacer mal las cuentas, al provocar déficit público generan inflación, esto es, un odioso impuesto que los políticos manirrotos imponen sobre el ahorro.

En España sigue bastante arraigada la obsesión feudal y puritana contra la riqueza: el dinero corrompe, la riqueza es antisolidaria, el consumo vacía los corazones, etc... cuando la realidad es que esas lacras son un típico producto de la miseria. La verdadera riqueza, la producción de bienes y servicios, no es posible sin iniciativa, conocimiento y laborioso esfuerzo, y eso sólo se pone en marcha si hay seguridad jurídica y aprecio social para el empresario.

Nada más antisocial que el "capitalismo de casino" favorecido por una política que promueve a los rentistas, que conduce al estancamiento y al paro; la sociedad envejece con rapidez y el país se llena de burócratas. Para disimular la realidad, se juega con el dinero o se intervienen ciertos sectores, como el de la gestión urbanística, para convertirlos en "grandes negocios", se transforma artificialmente el suelo en un bien escaso (aunque de nada sobre más), y así se transforma en la gallina de los huevos de oro de la administración pública. Lo que tenemos, entonces, no son empresarios, sino expertos en "pelotazos" y tráfico de influencias, mientras la economía productiva languidece, porque el dinero no es tonto y obtiene rápidos y seguros beneficios colocándose en las emisiones de deuda pública... El problema, además, se agrava si los líderes se perpetúan; el estado se come a la sociedad, especialmente si el tejido social es débil, y las élites se convierten en mafias.

En opinión de Lucas Tomás, una constitución que no contemple plazos breves de permanencia en el poder, niveles preestablecidos de exigencias fiscales y la restricción de los asuntos específicos incluidos en la tarea de gobierno, es un monumento arcaico. El viejo problema platónico de ¿quiénes deberían gobernar el estado?, debe ser sustituido por el popperiano: ¿cuánto poder se ha de otorgar al gobierno?, o, más precisamente: ¿cuánto dinero se le concede a los gobernantes?

Otro peligro de la sociedad española es el empeño estúpido en acentuar las diferencias y refugiarse en el tribalismo, mientras se gesta un nuevo orden mundial. En cualquier planteamiento en el que prime más el estado, el territorio, la lengua o la ideología, sobre los individuos, hay grandes posibilidades de equivocarse. ¡Nacer en una tierra no da ningún derecho exclusivo sobre ella!

Debemos apostar por la cohesión y la convivencia, hay más trabajo para hacer, que personas para hacerlo, y el trabajo no es un derecho, como se dice demagógicamente, sino un logro personal. Los que mandan también tienen que asistir a clase y formarse continuamente si quieren hacerlo bien y pasar desapercibidos, que es lo mejor que puede hacer un político.


EL RESPLANDOR DEL DESAMPARO

Es sorprendente que pueda disfrutar tanto con el hechizo de los terribles versos de Manuel Lombardo Duro, porque mi modo de pensar y de sentir no tiene nada que ver con el suyo. Pero, como él mismo nos revela: he aquí "el terrorismo brioso y feroz de la belleza" produciendo sus efectos en quien atiende a lo que de innombrable se hace hueco en el canto de un buen poeta. Yo busco y temo también, como incorregible platónico, la seducción y el beso de la Hermosura, esa hembra sofista y seductora.

Es una aventura inquietante asomarse a través de las ventanas abiertas por las palabras en el duro muro encalado de sus páginas, para contemplar por detrás de los cristales los vendavales que azotan las entretelas de un corazón desolado, y los huracanes que visten por dentro a este rico espíritu de ausencias. Uno no corre demasiados riesgos si atisba esos abismos que conducen a la muerte y al silencio, tras recorrer de su mano, por un rato, como el Dante en una divina tragedia, "las inmensas avenidas del olvido". Allí, o sea, en ninguna parte, releyendo a Lombardo, uno saborea por anticipado ese instante que sospechamos decisivo, inconcebible, solemne, en que todo parece ser nada, cuando esa identidad que tomamos por nuestra, y es prestada, hecha de rutinas y simulacros, salta en mil pedazos.

Al escribir desde "las regiones sin gobierno" de su alma, Lombardo consigue transtornarme con la majestad de su vacío, supuestamente indecible. Su expresividad es la del león nietzscheano: un rugido que funde el nihilismo más puro con el hondo "quejío" de estas tierras en una reciedumbre magnífica, a veces brutal ("Corta el cordel,/ desahórcate de los cojones de tu padre,/ saca la lengua desollada/ de humores placentarios/ y amnésicos edenes.").

No se puede decir con más sobriedad lo mismo: nada importa; sólo el Amor, tal vez, "más fuerte que la muerte/ y más duro que el infierno:// porque la muerte separa/ el alma del cuerpo,/ pero el amor arranca/ todas las cosas del alma." No, fue el título de su penúltimo libro. Contracanto, se llama el último. Dos manifiestos de un exiliado de esta realidad en la que ve multiplicarse sin pausa la mentira.

Cuando Lombardo me quita el miedo, es a golpes de desilusión: "No temas,/ no te amará nadie,/ al menos como tú lo habías soñado...", o bien recordándome que... "el último beso se da siempre al vacío", o bien apostando sin tapujos por una metafísica negra, como la boca de un lobo y una noche sin luna: "...yo amo/ el candor y la pureza/ de un caos sin origen ni cerebro." "El cuerpo es una flor de huesos y cartílagos/ despeñándose sin cesar/ en los áridos barrancos de la vida." "Las palabras son la carne de una ausencia, / la sangre de la nada."

Los poemas de Manuel Lombardo parecen abonar aquella paradójica aseveración del monje Fredegiso, según la cual la nada es algo, porque todos ellos son un inmenso homenaje al poder de la soledad, al éxtasis del silencio y al desconsuelo de la Nada, hasta esos límites en que la lucidez insustancial del insomnio nos revela la última sinrazón, cuando el sinsentido último de la coherencia, fría como la lógica y el bisturí de un cirujano, con la inocencia destructiva de un niño, devora nuestras últimas esperanzas.

Algo pugna sin embargo por situarse más allá del tiempo y el espacio, por descubrir y entrever una dimensión nueva, distinta..., donde por fin se encienda de verdad el alma, "lejos de este país de empaladores"... Quizá un incierto espíritu errático pugna por "pasar al otro lado de la vida,/ a la otra orilla del horror,/ del desamparo,/ entrar donde el tiempo y la quietud/ se compadecen entre sí/ y se aniquilan mutuamente:// allí donde nos espera/ nuestro nadie mejor,/ incomprensible, eterno."

Lombardo hace de la desilusión -como el divino ateniense- una bella forma de conocimiento, ayudado por la tijera de la ironía que nos separa, si quiera por un momento, de nuestra pesada tontería. Su pensamiento se desgrana, tallado en carne viva, sencillo, pulido, con el cuidado del que ha meditado, a su pesar, muy largamente, conteniendo el aliento, y ha saltado , al final, en el trueno de un sarcasmo, como un dramático y formidable lamento. Así, expone en cuatro versos rotundos el triste destino de las utopías: "Todo se pudre/ cuando se quiere convertir/ la inmensidad de cualquier sueño/ en algo razonable."

¿Cómo podríamos convencerle de que la palabra, es verdad, limita con la oscuridad y el silencio, pero también con la luz y con la música? Puede que no haga falta: los versos de Contracanto parecen dejar más espacio a la alegría, el juego y la esperanza, aunque se han perdido aquellas extraordinarias referencias al paisaje de sus primeros libros: "Deja sin ocupar/ una habitación de silencio en tu cabeza/ donde puedan reír y jugar/ los niños de tu infancia perdurable/ que todavía no han sido asesinados."

Sí, desde luego que nos conviene inventar todo otra vez: "las leyendas deslumbrantes de los cielos,/ los simulacros incesantes de la nada", o más fácil: debemos inventarnos un ojo nuevo que mire a pleno sol, al monte, al valle y al mar, un ojo que se cuide del próximo, harto ya de los hondos laberintos del espíritu, ahíto de soledad, ebrio de la penumbra de los oratorios profanos...

"Intenta dibujar/ en tu alma una alegría." Felicidades, Lombardo.


NUESTRO RENACIMIENTO

Los historiadores de la cultura han discutido durante mucho tiempo si en España hubo o no un verdadero Renacimiento. Si uno vive en Ubeda y es todavía sensible al entorno monumental que las lluvias pasadas y presentes han dejado en pie, que gracias a Dios todavía es mucho, la cuestión parece resuelta por la exacta consistencia de una piedra sobre otra piedra, por el vicioso acanto que remata la columna y por el suave brinco toral que, tal y como lo viviera en su Amanecer en Ubeda el poeta Antonio Carvajal, se apresura a su cenit de lirio y clave de resplandor en fulgor y júbilo sereno.

A pesar de que la monarquía hispánica y la conquista y colonización de América fueron los fenómenos políticos más capitales del Renacimiento, no les faltaba razón a los cronistas protestantes al afirmar que la sociedad española no logró romper las cadenas dogmáticas del fundamentalismo católico, y aquellos magníficos movimientos de renovación representados por el erasmismo y la escolástica barroca no llegaron a calar con cierta hondura, hasta arraigar en las gentes, manteniéndose como fenómenos superficiales y limitados a algunos sectores minoritarios de la población, aislados como náufragos en mitad del gran océano del pueblo analfabeto.

Estoy convencido, como muchos otros, de que nuestros principales males proceden de la intolerancia de aquella época. De un sólo golpe se arrancó de raíz el pimpollo del desarrollo económico, cultural y científico, persiguiendo a los judíos (oficios útiles, comercio, industria, finanzas) y a los moriscos (agricultura intensiva) y haciendo imposible el fortalecimiento y ampliación de la clase media y la ilustración del pueblo. El triunfo del "cristiano viejo" fue ciertamente el de lo más viejo y caduco de nuestra tradición, y significó la derrota del espíritu de producción e innovación, tanto en lo material como en lo espiritual. No fue poca la culpa de la nobleza timorata, perfectamente representada de lo sublime al ridículo por Cervantes, una nobleza más rural que urbana, apegada a un mundo mixtificado e idílico cuya razón de ser iba siendo trascendida por el tiempo.

España mostró entonces, por primera vez, una prodigalidad de la que, por más que fuera completamente insensata, no dejaría de dar pruebas durante una gran parte de su futura historia: se deshizo de su mejor capital, la ambición creadora, el talento y el ingenio, exportando inteligencia a cambio de nada, mientras en el interior aumentaban sin tasa las manos muertas y se vaciaban místicamente los cerebros en mitad de una retórica "ortodoxa" cada vez más retorcida y tenebrosa. En el exterior, las inteligencias de Vives, Servet, León Hebreo y tantos otros, encontrarían algunas posibilidades de reconocimiento y supervivencia. Algunas de estas familias de exilados darían a luz con el tiempo a Spinozas que iluminarían el mundo con su entendimiento.

Es sorprendente lo mucho que leyeron y aprendieron los escritores europeos, en los siglos XVI, XVII y XVIII, de los autores hispanos del Renacimiento. El influjo de nuestros humanistas sobre los grandes escritores clásicos de la modernidad, sobre todo franceses y alemanes, está siendo cada vez más puesto de manifiesto por los recientes estudios sobre sus fuentes. La influencia, por ejemplo, de Raimundo Sabunde o Sibiuda sobre Montaigne, que lo tradujo al francés, y su incidencia sobre la teodicea moderna; la influencia de Juan Luis Vives, Gómez Pereira y Francisco Sánchez "el escéptico" sobre Descartes; el prestigio de nuestros grandes médicos filósofos: Huarte de San Juan (Examen de Ingenios, Baeza, 1575), Andrés de Laguna, Francisco Vallés "el divino" o la interesante Luisa Oliva Sabuco de Nantes (nacida en Alcaraz, Albacete); la influencia de Francisco Suárez en Leibniz, o la ejercida por las ideas del Brocense en la lingüística racionalista de Port-Royal, reevaluada en nuestra época por Chomsky... No menor importancia tuvo para la cultura europea la fundamentación del derecho internacional en el tomismo renovado por Francisco Vitoria, al que el profesor jiennense Titos Lomas ha dedicado un brillante estudio. Se ha dicho, incluso, que un dominico español, Domingo de Soto (1494-1560), puede presentarse como precursor de Galileo y de su enunciado sobre la caída de los graves, pues llegó a expresar la ley del movimiento uniformemente acelerado en fórmulas matemáticas en sus comentarios a la Física de Aristóteles.

Pero mucho más sorprendente aún que la influencia que todos estos intelectuales y estudiosos hispanos, y otros muchos, ejercieron sobre la cultura europea de allende nuestras fronteras ha sido la escasa que ejercieron y ejercen a este lado de los Pirineos. Aún hoy. Es verdad que algunas de sus obras fueron escritas en latín, que otras fueron publicadas en Italia o Flandes, o condenadas e incluidas en los índices de libros prohibidos por la Inquisición, o expurgadas y arrinconadas como heréticas y peligrosas. Pero es increíble que, en muchísimos casos, no podamos contar ni siquiera hoy con ediciones asequibles, traducidas, actualizadas y críticas de sus obras. Y se trata en muchos casos, nada más y nada menos, que de los primeros monumentos de la prosa didáctica y científica en castellano.

No creo que se trate de una cuestión erudita, únicamente relevante para especialistas. Aquellos "heterodoxos" abrieron el manantial del que manó la cultura moderna que ahora conviene repensar y reconstruir. Recoger aquel hilo de Ariadna puede ayudarnos a salir del laberinto, descubriendo lo mejor de nosotros mismos, lo que fructificó fuera y de otro modo, mientras aquí era injustamente despreciado y olvidado.


DOÑA OLIVA SABUCO

Cerca de donde escribo, más allá de las crestas blanqueadas de los montes, en Alcaraz (Albacete), el 2 de diciembre de 1562, nació Oliva, hija de Francisca Cózar y de Miguel Sabuco, boticario y letrado. Tomó apellidos literarios de dos madrinas, así que la Nueva Filosofía de la Naturaleza del hombre salió en Madrid en 1587, "escrita y sacada a la luz" por doña Oliva Sabuco de Nantes y Barrera, y dedicada al Rey Felipe II, con una deliciosa carta en que doña Oliva, desposada en 1580 con Acacio Buedo, se presenta como humilde sierva de su Católica Majestad, rogándole que, como caballero de alta prosapia, favorezca a las mujeres en sus aventuras.

En tiempos más recientes se ha pretendido sustraer a doña Oliva la maternidad de la Nueva Filosofía, para dársela a su padre, el bachiller Sabuco, en algún caso con el peregrino argumento de que tanto talento resulta inconcebible en una mujer. Ni Menéndez Pelayo ni Feijoo dudaron de la autenticidad de la firma de este raro monumento de la prosa didáctica castellana del Renacimiento. Doña Oliva pudo adquirir su sólida formación humanística de su maestro Pedro Simón Abril, y de otros doctores y licenciados a los que sabemos trató, de los libros y de su buen sentido.

La Nueva filosofía de doña Oliva quiere ayudar a los hombres a conocerse a sí mismos, indagando y reflexionando sobre las causas naturales que hacen al hombre crecer y conservar la salud, o decrecer, enfermar y morir prematuramente. Para ello, echa mano de Plinio, Platón y otros autores clásicos, a los que armoniza coherentemente con la patrística y la sabiduría bíblica. La tesis central, desarrollada, a la manera socrática, en diálogos, sostenidos por pastores filósofos, es que el orden o el desorden afectivo de la mente produce efectos físicos beneficiosos o enfermedades. Afirma así una estrecha dependencia entre la mente y el cuerpo, entre el cerebro o raíz del organismo, y sus miembros, a los que compara con las "ramas" de una especie de árbol del revés. El hombre es un microcosmos y un espejo de la complejidad del universo; no un Dios, razón por la cual debe evitar la soberbia; ni un animal, motivo por que debe aprender a controlar sus afectos.

Oliva adopta un criterio "moderno", esto es, empírico y racional, de acuerdo al cual prescribe una terapia práctica para remediar los males que causan en el hombre los malos sentimientos. Los yerros que traen perdido al mundo y sus repúblicas son consecuencia de estar desconocida la naturaleza del hombre, tan errados están los médicos, pues no han entendido que la causa principal de las enfermedades es el descontento, como equivocada la filosofía que les ha servido de principio en "las escuelas".

El hombre es el único ser que tiene "dolor entendido", espiritual, de lo presente, congoja de lo pasado y cuidado de lo porvenir. El enojo, o pesar, es el principal enemigo de la naturaleza humana. Por eso doña Oliva nos da sensatos consejos para atenuar la discordia entre el cuerpo y la mente de la que nace el descontento, y granjearnos la armonía, madre de la dicha:

Primero, no menospreciar al enemigo (el enojo), conociendo su poder; no descuidarse, estando prevenido, pues hiere con más dificultad el dardo que se ve venir. Segundo: "palabras de buen entendimiento y razones del alma", lo que actualmente llamaríamos con tecnológica pedantería "racionalización psicoterapéutica de los problemas afectivos". Tercero, aceptar las adversidades de la vida con buen ánimo y saber sacar bien del mal. En cuarto lugar: "palabras de un buen amigo"... La mejor medicina de todas está olvidada: comunicarse con palabras. A la buena conversación (eutrapelia) da doña Oliva una considerable importancia para buscar la felicidad. Igual que al ejercicio al aire libre, donde se oiga el movimiento de los árboles y el murmullo del agua, pues "vemos a los ejercitados en el campo vivir más tiempo, y más sanos que los encharcados en las plazas".

Para recuperar la alegría, nada tan indicado como la música (la cosa más amable y que más excita el amor al hombre, fuera del hombre), más la imaginación de contentos posibles y el disfrute de placeres razonables; mejor el dormir bien en cama dura, que mal en blanda, y el poco regalo, que el mucho, y el trabajar, que el holgar. Como ejemplos de cuanto afirma y aconseja, doña Oliva echa mano de antiguas fábulas, dignas de un bestiario de Borges.

En fin, tres son las columnas que sostienen la vida del hombre: la esperanza y la alegría, que son afectos sensibles del cerebro y "el calor concertado de la armonía", que Oliva parece entender como una propiedad física del estómago. Tanto como la melancolía, hacen daño al hombre los falsos temores, la ira, la tristeza que seca el cerebro poco a poco, como la envidia, o los deseos desordenados; porque gozar lo amado da salud, pero también mata el perder lo que se ama o la ambición de cosas imposibles. Doña Oliva nos previene que nos guardemos sobre todo de los desesperados; es preferible ponerles esperanza de bien, aunque sea fingida, porque son un peligro para sí mismos y para los demás. Otros afectos que conviene limitar son la congoja y el cuidado excesivo que apresura la vejez...

Aquella ilustre hija de boticario pareció comprender muy bien que no hay panacea que haga digerible el vicio; si queremos salud, alegría y la esperanza de una larga vida, vale más la sapiencia que las drogas y los fármacos: orden en la mente, prudencia en las costumbres y sentimientos de ser humano. De la ciega Fortuna, únicamente la virtud puede librarnos.


REALISMO Y UTOPIA

Nuestras ideas políticas y las soluciones que ensayamos para resolver problemas sociales, en ese andar a tientas de los hombres por la historia como amigos y enemigos a un tiempo, dependen principalmente del concepto que tenemos de nosotros mismos. Podríamos imaginar el asunto al que me refiero mediante el "emblema" de una pescadilla que se muerde la cola, o pensarlo más abstractamente como una especie de círculo vicioso o paradoja, porque lo que nos proponemos y lo que intentamos y conseguimos hacer de nosotros mismos depende en gran medida de lo que creemos que somos y de lo que sentimos que debemos llegar a ser.

La sensatez política bien podría medirse justamente en la tensión dinámica y dialéctica entre dos polos: Por una parte, estarían aquellos que confían en la bondad natural del hombre y, por consiguiente, tienden a creer que son la sociedad o el Estado o la mano negra de "la clase dominante", o de las multinacionales, los que corrompen a los individuos, o les dejan inermes y desvalidos por falta de educación y medios. Enfrente está el punto de vista de aquellos que suponen al ser humano como un bicho de ferocidad manifiesta con una notable facilidad para enmascarar sus móviles naturales, naturalmente egoístas, y engañarse a sí mismos haciéndoselos pasar por "nobles" ambiciones, en fin, los del darvinismo social o los del "sálvase quien pueda".

Entre el optimismo antropológico de los primeros y el pesimismo de los que se adhieren al segundo modo de pensar podemos hallar distintos grados e infinidad de matices. Grosso modo, podríamos decir que optimistas fueron Sócrates, Platón y Rousseau (este último a pesar de que era un neurótico paranoide). Pesimistas, o realistas (según se entienda), fueron Aristóteles, Hobbes y Hume (que sin embargo era una excelente persona).

En el origen mismo del Estado moderno encontramos los dos polos. Maquiavelo nos describe a los humanos en general como mezquinos, vengativos, volubles... El Príncipe, o sea el Gobierno de facto, debe evitar hacerse odiar, pero si no puede lograr que se le quiera, al menos ha de conseguir que se le tema, si es que quiere mantener la estabilidad y el orden sin el cual es imposible la convivencia en paz y el progreso. El Príncipe será más clemente imponiendo algunos castigos ejemplares que si, para huir de la fama de cruel, deja que se prolongue el desorden, causa de muertes, rapiña y desmanes que acaban por perjudicar a todos... Al contrario que Platón o Tomás Moro, Maquiavelo no nos dice cómo deberíamos vivir y gobernarnos si fuéramos perfectos, sino de qué manera es preciso controlar a seres que son como centauros: mitad bestias, mitad inteligentes: "Hay, en efecto -dice- tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que aquél que abandona lo real centrándose en lo "ideal" camina más hacia su ruina que hacia su preservación, pues el hombre que pretenda hacer en todos los sentidos profesión de bondad fracasará necesariamente entre tanto bellaco". Desde luego, hay en el maquiavelismo excesos éticamente inaceptables, pero su lección es técnicamente irreprochable: si la política pretende dar forma a la naturaleza de los hombres, hay que partir de la que realmente tienen y no hacerse ilusiones. Su contemporáneo Cervantes lo dice más breve: "el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue". Y en este sentido se ha definido sagazmente a la Política como un arte de lo posible. Desde luego es una ingenuidad creer que pueda ser una ciencia (las ciencias no se ocupan más que de hechos, no de derechos ni de obligaciones) y una pedantería autoproclamarse "politólogo", como si uno estuviera con ello más allá del bien y del mal, y por encima de la fe y de la persuasión.

Sin embargo, el maquiavelismo es éticamente tan grosero como lo vio el elegantísimo Descartes en la crítica que le remite a Su Alteza Elisabeth (Septiembre de 1646), y si no contrarrestamos el cínico veneno del realismo político con una cierta dosis de antídoto idealista, El Príncipe acaba convertido en un manual de instrucciones para abuso de tiranos tan brutos como zorras y leones. El idealismo político fue representado en su forma renacentista por la Utopía (1516) de Tomás Moro, mártir del catolicismo, y por la Ciudad del Sol (1602) del dominico Campanella. Ambos construyeron razonados sueños comunitarios, ciudades en las que funciones y servicios se distribuyen igualitariamente y donde, dicho con palabras de Campanella: "ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos... La comunidad hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos". La Utopía de Moro, expresión de la generosidad esencialmente moral del humanismo cristiano, influyó a prelados españoles -como Vasco de Quiroga- que si no intentaron realizarla en Méjico, al menos se inspiraron en ella para su misión organizadora.

En realidad, el pensamiento político moderno, racional y progresivo, ha basculado entre el criterio de experiencia y el poder creador de la imaginación, como buscando entre los dos polos un equilibrio imposible. Es conveniente mantener el realismo que favorece la estabilidad, pero en tensión con las ilusiones racionales del utopismo. El realismo es imprescindible, pero el utopismo no es ninguna enfermedad infantil, sino una expresión primordial de la capacidad transformadora del espíritu humano. Urge formular nuevas utopías, pequeñas utopías, diría yo, concretas, ilusionantes y viables.


EL PODER DEL IDEALISMO

En mi artículo de la semana pasada, "Realismo y utopía" (11 de febrero), desarrollaba la idea de que nuestras opiniones y posiciones políticas, cuando son libres, tienen por cimientos nuestras concepciones e ideas sobre el hombre. Naturalmente, me refería a las ideas políticas, no a los intereses políticos; las ideas sobre las que merece la pena discutir son aquellas que, por estar fundadas en razones, y no en necesidades o pasiones (simpatías o antipatías), manifiestan una relativa independencia, esto es, son expresión de la voluntad creadora de los seres humanos. Por eso la confrontación política es una forma de cultura, y trasciende la mera lucha por la existencia, la "struggle for life" que Darwin descubrió por doquier en los avatares de la vida. No se me oculta que lo que muchos llaman sus "ideas" son una gelatinosa amalgama de mitos y prejuicios, frases hechas y tópicos, que segregan como la babosa para mantenerse adheridos al jugoso tallo de las administraciones públicas, charlataneando mientras chupan, de aquí para allá, como si supieran algo de todo, cuando no saben nada de nada.

Pido excusas al lector por haber empezado citándome a mí mismo. Simplemente, quería comparar la Política con la Ética. Nuestras ideas morales, al contrario que las políticas, no dependen de lo que pensamos que somos, sino de lo que pensamos que debemos ser, esto es, de nuestra idea de lo perfecto. No cabe pensar, éticamente, en extraer reglas prácticas de lo que hacemos, sino, por el contrario, tenemos que conformar lo que hacemos según principios extraídos del puro pensar. A esta capacidad ideal llamaban los clásicos integridad, o sea, el poder de preferir lo mejor. Lo mejor será Dios para muchos, para otros, más o menos abstractos, será la Justicia o la Verdad o el Orgasmo perpetuo. No pienso discutir a causa de los nombres, ni se me ocurre creer que lo perfecto tenga sexo.

El idealismo es en cualquier caso inevitable. Un autor como Kant, que concedió tanta importancia a los criterios empíricos, suponiendo que los objetos sensibles son el necesario material de toda especie de conocimiento, sin embargo aceptó en la práctica el valor del idealismo, porque en lo que se refiere a la naturaleza, la experiencia nos da la regla y es la fuente de la verdad; pero respecto a las leyes morales, la experiencia, desgraciadamente, es madre del engaño y es muy reprensible tomar las leyes acerca de lo que se debe hacer, o limitarlas, atendiendo a lo que se hace (cito la traducción de García Morente de la Crítica de la Razón Pura, "La dialéctica trascendental", l. 1º, secc. 1ª).

Éticamente, el criterio de experiencia sólo vale como mala justificación y suele aducirse como un pretexto. Los niños aprenden a hacerlo apenas saben hablar: "yo no queriba", "yo no sabiba", "él me dio primero", "todos tiran el papel al suelo", etc. Los mayores también: "en todos sitios cuecen habas", "si Eta mata arbitrariamente, entonces nosotros...", "todos los políticos son iguales". En fin, es claro que, si intentáramos extraer un criterio para conducirnos desde lo que han venido haciendo hasta aquí los humanos, el futuro no podría ser menos terrorífico que el pasado: un largo rosario de guerras, atrocidades y desastres, salpimentado con el escaso fulgor del conocimiento de los pocos sabios que en el mundo han sido, como luciérnagas en mitad de una vasta noche. Lo importante no es cómo son los políticos y cuántas tonterías dicen, ni cuántos imposibles prometen, sino cómo tendrían que llegar a ser para ser perfectos y qué voluntad ponen en transformar la realidad según sus ilusiones: qué están dispuestos a sacrificar para hacernos más felices. Cuando uno se queda sin ilusiones, sólo queda eso de "y tú más", "y tú peor".

-Pero... ¿Qué te esperabas?, ¡lo único que encontrarás perfectamente bueno en este valle de lágrimas es una buena voluntad!, es decir, un deseo razonable, la tendencia hacia el bien, acompañada del recto juicio: un deseo natural de la felicidad acompañado de razón.

Lo más curioso de todo es que no hay buena voluntad humana que sobreviva sin esperanza y sin ilusiones; porque la voluntad es capacidad de renunciar a lo inmediatamente bueno, o agradable, o placentero, para conseguirse lo mejor. Sería inhumano esperar que nos sacrifiquemos por algo que no merece la pena o que pensamos imposible.

No las creencias, sino los verdaderos ideales, habitan esa zona entre el sentimiento y el entendimiento en donde se juega la expansión y el crecimiento del espíritu humano. Su importancia regulativa es indudable, porque como foco imaginario nos incitan hacia el bien imponiéndonos deberes. Es urgente que reconstruyamos la idea de lo perfecto, resituando la tensión entre lo real y lo ideal dentro del dominio de la práctica social, puesto que la comunicación está organizada alrededor de presupuestos idealizantes que trascienden necesariamente el contexto. En efecto, las nociones idealizadas de responsabilidad, de objetividad y de verdad son presuposiciones pragmáticas de la interacción comunicativa en la vida cotidiana, y en los contextos científicos. Forman parte de nuestro mundo compartido y son la fuerza motriz que subyace a la ampliación de sus horizontes por medio del aprendizaje, la crítica y la autocrítica. Tales nociones son esenciales en el diálogo razonable, principal alternativa frente a la resolución de conflictos mediante la coerción. Lo mismo que la imaginación es un ingrediente necesario de la percepción, la idealización es un componente imprescindible del razonamiento.


TEMPORALES

El viento ha zurrado las esquinas de las iglesias y vestido de algas el perfil mellado de sus aleros, y ha bailado flamenco y claqué con las tejas árabes sobre las buhardillas expuestas al temporal y al aire. Después que el agua ha sombreado las fachadas y recalado las esquinas y afollado muros, y ha goteado por los laberintos oscuros, fluyendo por las arrugas de las cornisas, por la costra de los siglos, por los emblemas de los escudos, resbalando por todas las crestas artificiales del paisaje, introduciéndose hasta por las rateras inoxidables de los coches..., todo parece más tierno, más poroso, más pequeño, más blando...

En las heridas de las piedras estallan los ombligos de Venus verdes, el musgo viste de terciopelo hasta sus llanas desnudeces, hasta sus densas oquedades enigmáticas, y los hongos aprovechan la coyuntura y medran sobre la corteza moribunda de seres diminutos. Todo empieza de nuevo a pudrirse lentamente. Y renace mansa la esperanza sembrada por el agua en un rincón del universo, poblado de galaxias aparentemente inertes: miles de madejas de estrellas inaccesibles, cegadas por un mar de nubarrones. La tristeza empapa las cosas próximas como el agua; el cansancio las muestra indiferentes. Todo harta. Un sombrío sudor de siglos nos moja la cabeza y nos hiela las entrañas, mientras soñamos con una primavera eterna que nos agotaría fatalmente.


ARTE RETORICA

Conozco a Hermenegildo de la Campa desde hace años. Una vez me invitó a una reunión de trabajo en el Instituto donde impartía sus lecciones. Estaba enseñándole a leer y escribir a las limpiadoras del centro, comentando con ellas un artículo sobre una manifestación de prostitutas, mientras sus alumnos oficiales se hacían cargo de la limpieza de las aulas... Desde entonces, este curioso jesuita enjuto y dicharachero, con cara de sabio antiguo, no ha dejado de sorprenderme. El otro día estuvo presentando en el Francisco de los Cobos su último libro, que como los otros dos anteriores, ha escrito "explotando la mano de obra de los alumnos", como dice él irónicamente: Memorándum de celebraciones centenarias en Filosofía, una curiosa, exhaustiva y precisa relación de centenarios de eventos filosóficos, ordenados del año 00 de cada siglo hasta el 99, con un "summario in interlingua" y un prólogo con criterios, colaboradores y utilidades.

-Hermenegildo, amigo, ¿quien se acordó de Quintiliano el año pasado?

-Nadie. Es una lástima.

-Y sin embargo, se cumplían 1900 años, como exactamente recuerda tu libro, de la muerte de Marco Fabio Quintiliano, nacido en Calahorra, en la España Tarraconense, maestro como tú de maestros, quien enseñó a enseñar a Roma con sus Instituciones Oratorias. El mismísimo emperador Domiciano le otorgó el título de cónsul, confiándole además la instrucción de sus bisnietos, los hijos de Flavia Domitila.

Alguien recordará a Quintiliano tal vez, como un ilustre maestro de retórica, si no sabe que hacer un orador en la Antigüedad griega y romana era ganar un hombre para la gloria y para la acción; saber persuadir era entonces, como hoy, la primera condición de la faena política. Y para Quintiliano el arte de ser orador era el arte de ser hombre a carta cabal, habiendo sido formado en humanidades.

¡Ay! Sobreabundan en nuestro mundo los expertos en psicopedagogía y los técnicos en didáctica, pero cada vez hay menos amigos de la palabra, maestros que como Quintiliano, o como Hermenegildo, sepan encantar y educar, convencer y civilizar a los hombres mediante el don del verbo, encantándolos e interesándolos, no para que voten a tirios o troyanos o compren un detergente con acelereitor, sino para comprometerlos más y más con lo humano mediante el conocimiento de lo mismo. Se importan barbarismos y se inventan eufemismos y circunloquios tecnológicos porque los hombres ya no conocen el poder expresivo y la historia del espíritu que subyace acuñada en una lengua materna que ni siquiera se apropian. Parecemos dispuestos a olvidar la venerable costumbre griega de pensar y argumentar, a la que Quintiliano y Hermenegildo han dedicado su vida. Tal vez tenía razón Azaña y no se puede esperar otra cosa de un pueblo en que veinte mil refranes le permiten a uno razonar sin fatigar las meninges. Aunque todavía tendría más fácil perdón de Dios el orador que recurriera al sentido común de ese acervo popular de los dichos y decires; lo peor es que se recurre a la ambigua simplicidad del eslogan, a la equivocidad subyugante de la imagen o del tópico, al insulto y al desprecio de cuanto se ignora.

Hemos creído que todo lo que no sea fría demostración matemática tiene que ser publicidad, ensalmo, conjuro, propaganda. Pues bien, ¡no es cierto! Como han mostrado Perelman y otros, la retórica es algo más que un simple medio de expresión y una colección de técnicas estilísticas, al menos para quienes buscan de verdad la verdad mediante la discusión y el contraste de pareceres. Desgraciadamente, la lógica de nuestro siglo se ha decantado hacia el puro formalismo, arrojando así al terreno de lo irracional todo el contenido de las ciencias humanas y sociales, que, como la ética, se resisten a una formalización exacta y constrictiva.

Quien habla negligentemente y escribe sin cuidado, quien habla para pensar en lugar de hablar porque ha pensado, no aprecia las propias ideas expresadas. ¿Cómo puede esperar que las aprecien otros?

Hay que rehabilitar la retórica en conexión con la ética y la filosofía, tal y como propusiera el genio de Platón, para que ocupe ese amplio terreno intermedio entre lo evidente y lo irracional: el camino difícil y mal trazado de lo razonable. El campo de la argumentación, como dice Perelman, es el de lo plausible, lo probable, en la medida en que ello escapa a la certeza del cálculo. El peso del argumento, racionalmente variable, suscitará diferentes grados de adhesión. No estamos en el campo dogmático de la verdad, sino en el terreno escurridizo de lo verosímil, de lo opinable y creíble, con mejor o peor fundamento.

Lo primero que les sorprendería, y seguro repugnaría, a los clásicos como Quintiliano, de los demagogos de nuestro tiempo, es su falta de respeto al público, estos "artistas" no consideran al personal, idealmente, como formado e inteligente; consideran al público sugestionable, tendenciosamente interesado, presionable, es decir, racionalmente incompetente e intelectualmente pobre. Lo peor es que tal vez lleven razón, pero de todos modos la dignidad de los hombres merecería un tratamiento distinto.

La mejor opinión no sólo debe ser la más verosímil, además hay que saber presentarla como la más atractiva y bella. Nuestros oradores son bastante claros, algunos hasta contundentes, sólo les falta ya un poco más de elegancia y de instrucción.


PARADOJAS MODERNAS

Fabio, amigo:

Te agradezco tu misiva. He leído el librillo de Chesterton sobre santo Tomás de Aquino que me recomendaste. Ya me había conquistado otras veces el genio de este londinense: optimista y humanista, liberal y utopista; un tipo tan distinto al que predomina en este país de dogmáticos. También me place su vocación educadora, su afán por conectar con el sentido común de la gente. Quizás nos toca lo que a él: luchar otra vez contra el decadentismo-fin-de-siglo, aunque nuestro siglo sea otro.

Reflexionemos sobre decisivos acontecimientos espirituales en medio de la superficialidad rampante de los Medios en los que parece que ya no hay gente, sólo cuerpos. El Aquinatense tenía razón cuando decía que el amor a la verdad puede sobreponerse a todos los más necios apetitos, ¡pero también la verdad del amor!, Fabio, amigo. Esta es la alternativa última que separa al teólogo racionalista del santo místico que expiró por estos cerros.

Es muy perspicaz Chesterton cuando critica las excentricidades de los modernos desde el sentido común del humanismo cristiano medieval. Por ejemplo, cuando alude, sin acritud, a las especies modernas de dos viejos errores averroístas: la unidad del entendimiento, en el alma de la colmena impuesta por el comunismo; y el determinismo de las estrellas, en ese fatalismo que desparrama sandeces y profecías astrológicas por los periódicos. Sin embargo, muestra algunas inconsistencias: Según Chesterton, no fue la Edad Media, sino el irracionalismo moderno, lo que rompió con la saludable costumbre griega de pensar. Si Chesterton tiene razón, tendría de todos modos que explicarnos cómo es que esa tradición ha llegado hasta nosotros, si la modernidad rompió con ella. Otro error de bulto, me parece a mí, es atribuir al platonismo el virus maniqueo que subsistió dentro de la tradición agustiniana medieval y que se acrisoló en la Reforma protestante, con su insistencia en la impotencia del hombre para mejorarse a sí mismo y en el poder del pecado. Ese maniqueísmo había penetrado en el pensamiento católico a través del último san Agustín, y no del platonismo que hacía depender todo del Bien Supremo y dejaba sin sustancia al mal, mera imperfección. Por supuesto, la más profunda mentira de los maniqueos fue que identificaban la pureza con la esterilidad, al contrario que el humanismo cristiano, el cual exaltó la pureza del matrimonio y la fertilidad, la invención y la creatividad. Está por ver que el maniqueísmo y el pesimismo no fueran reintroducidos por la Contrarreforma como opinión dominante en la Iglesia romana.

De todos modos, el ensayo de Chesterton es una joya de la hagiografía contemporánea. Acepto en general que, como Stevenson o Walt Whitman, también Tomás de Aquino haya sido un adalid del optimismo, esa actitud filosófica que hay que tener por imperativo ético; esto es, porque nos favorece personal y comunitariamente. Acuérdate, Fabio, amigo, de la estructura del concierto clásico: dos "alegros" por cada "adagio", dos estímulos alegres por cada regodeo en la tristeza; ¡una fórmula perfecta!

Es muy interesante la idea de Chesterton de que los pensadores modernos no han hecho nada desde el siglo XVI para acercarse al sentido común. Otro tanto ha sucedido con la ciencia; casi se puede explicar su historia como un alejamiento progresivo de nuestra imagen común del mundo. Los pensadores modernos han preferido partir de una paradoja, de una perspectiva particular, que requería el sacrificio del punto de vista sensato. El filósofo tenía que creer algo increíble para el hombre ordinario, como que lo recto está fuera de la razón, o que las cosas son únicamente como las juzgamos, o que todo es relativo a una realidad que no existe, o que un huevo no es un huevo, sino que es realmente una gallina porque es parte de un proceso interminable del venir a ser, etc... Es curioso, Fabio. Ya miramos con cierta distancia el pensamiento moderno. Todo él arrancó de la exaltación rotunda de la libertad del sujeto para pensar y modelarse según su propia idea, y sin embargo, de la libertad del pensar ha concluido la servidumbre de la voluntad. La psicología experimental moderna ha asesinado a la voluntad como a un mal bicho. Como nadie cree en ella, nadie la desarrolla y cedemos fácilmente al imperio de las circunstancias. Algunos, los menos, nos aconsejan que, en la práctica, nos tratemos a nosotros mismos como si fuéramos libres, aunque la ciencia haya probado que somos esclavos y la voluntad sea una ficción... ¡Es para volverse loco! Claro que el filósofo moderno suele evitar la esquizofrenia siguiendo el procedimiento cínico de actuar sin tener para nada en cuenta lo que se piensa. Así, por ejemplo, ningún materialista actúa ni por un momento como si sus ideas "materialistas" hubieran surgido del medio y los genes; igual que los escépticos están perfectamente seguros de que nada es seguro; igual que los solipsistas quieren hacernos creer que sólo existe el yo, ¡a "nosotros", que para ellos, por definición, no existimos! En fin, Fabio, es milagroso que la razón siempre nos devuelva algo más de lo que ponemos en ella. Es como el préstamo a interés. Chesterton dice que el mundo moderno comenzó con la Defensa de la Usura de Bentham. Triste es que la gente no odie ya contradecirse y, al contrario que el Aquinatense, tema razonar. Sobre todo, el miedo a la razón es peligroso, porque el que no está dispuesto a razonar está dispuesto a despreciar.

Pronto, Fabio, en justa reciprocidad por tu consejo, te mandaré un buen trozo del queso añejo que me tiene prometido un primo, amigo.


PARA INSULTAR CON FUNDAMENTO

Insultar es un modo de asaltar, ofender, irritar, desafiar o dañar la dignidad de otra persona. No es una buena costumbre, pero sería de todo punto milagroso que, siendo humanos, esto es, amigos y enemigos acérrimos, cada uno un mundo distinto y, no obstante, condenados a soportarnos y entendernos, no tuviéramos que echar mano del insulto en alguno de los avatares de nuestras complicadas y precipitadas vidas. Insultar puede ser, además, un arte propiamente humano, una técnica gestual o lingüística. Los animales no dirimen sus diferencias insultándose; se agreden directamente.

Don Francisco Manjón Pozas, jovencísimo profesor de la Universidad de Granada, brillante filólogo ubetense, está componiendo un libro sobre el insulto en español. Nos ha dicho a sus antiguos maestros y amigos que insultar está feo, pero, en todo caso, peor sería llegar a las manos. Precisamente los pueblos con lenguas más pobres o toscas en insultos, suelen resolverlo todo a cachiporrazos.

"Insúltame, vida mía, antes de que el encono te coma la sangre, la mala leche te ofusque y acabes en mala hora hundiéndome el cuchillo del pan entre las costillas, o me envenenes el café con arsénico, ese modo tan educado y femenino de cargarse al cónyuge odioso..." -poco más o menos así debería hablar un marido precavido y celoso de su integridad.

La falta de ilustración, de mundología y facundia, se nota hasta en el cariz rudimentario de los insultos que se emplean en la actualidad para faltarle el respeto al prójimo: nada más que "gilipollas" por aquí, "gilipollas" por allá, venga a mentar a la madre y que si "maricón" y "cabronazo", y no salimos de éstas, que además se emplean sin propiedad y sobreabundantemente, con lo cual pierden toda su fuerza... El insulto es un acto social de comunicación como cualquier otro. Mordamos con eficacia y castiza inquina, como la abuela de Alfredo Saníger, ¡esa sí que era una virtuosa del insulto!; llamaba a la nuera "lechón yerbero", porque se comportaba, la nuera, como el marranete que abandona a sus hermanos y la teta de mamá-cerda para montárselo por su cuenta destrozando la huerta. A Doña Petra no había quien le achantara el mirlo; para desprestigiar el blanco de las sábanas tendidas de la vecina cantaba en el patio de luces por soleares su color de "chochomona" o "amarillo-sudario". Hasta en las malas costumbres, nos falta hogaño refinamiento. Y es lástima que eso suceda en España, pues la riqueza potencial de nuestro idioma, como nos recuerda don Francisco Manjón Pozas, es tan maravillosa que hasta los nacionalistas catalanes prefieren insultar en castellano... Contamos con casi dos mil expresiones para decirle a cualquiera, hasta con un pronombre indefinido árabe, tal que "fulana", aun con dichos que más parecen piropos que insultos, como "Vestal del arroyo", "mujer del arte", "daifa primeriza", "exótica cortesana", y todo eso para referirse a izas, rabizas, colipoterras, hurgamanderas y putarazanas, que las llamó el anónimo cancionero (Amberes, 1557) y las rebautizó el Nobel Celador de las añejas palabras. Por delante, vaya nuestra liberal comprensión hacia el gremio, que ya decía Sor Juana Inés que peor es el que paga por pecar que la que peca por la paga.

La otra gran fuente de la insultología -cito a don Francisco de memoria para que admire nuestra buena disposición a aprender de aquél a quien enseñamos- es el léxico de la mariconería o acervo de las expresiones castellanas para dirigirse con animadversión y animo injuriante a quienes real o imaginariamente, fingida o metafóricamente, pertenecen a la antigua e ilustre cofradía del amor distinto, que, como se sabe, no sé por qué siempre ha tenido su sede social en la otra acera: culómanos reales o hipotéticos con el embrague flojo por causa de natura, educación, gusto o edad, y bujarrones con la marcha atrás hipertrofiada y siempre a punto para hacer punta al lápiz en el esfínter infame de la cáscara amarga.

La tercera fuente es el rol de cornudos, al que el ilustre Celador antescitado dedicó un portentoso y bien nutrido diccionario con sus definidas clases. De todas las cuales resulta especialmente desagradable la especie llamada por nuestro Nobel insigne "mamarracho", porque supone que ser cornudo encierra mayor mérito. Y el más digno de conmiseración: el "náufrago" o simpático, que es el que pide auxilio al amante de la esposa cuando la ve alicaída o de mal humor, al cual no hay que confundir con el "oficiador de la compasión", el cual trata de combatir con lastimeras súplicas la heterofalia de la parienta propensa al cachondeo, la cual esposa, si llega a longeva, puede acabar oyendo sus buenas razones... ¡Menos mal!

En fin, creo que habría que añadir a estas tres fuentes directas de la Insultología, los dichos intencionadamente formulados con el propósito de menospreciar o disminuir las facultades intelectuales del insultado (memo, sandío, tarambana, descerebrado, energúmeno, más-tonto-que-el-que-asó-la-manteca, mentecato, etc.). Y una cuarta fuente, filosóficamente la más interesante, constituida por los exabruptos e improperios que expresan juicios sobre la calidad moral del ofendido y la inconveniencia y desfachatez de sus costumbres.

Añado eso por si sirviera para mejorar en algo el libro que nuestro filólogo ubetense prepara y que, para que podamos, si es menester o no queda remedio, insultar con mejor fundamento, espero que nos mande enseguida, cariñosamente dedicado.


ESPLENDOR Y DECADENCIA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA

A fines del siglo pasado, don Acisclo Fernández Vallín compuso un documentadísimo discurso con motivo de su entrada en la Academia de Ciencias: La cultura científica de España en el siglo XVI. El discurso apareció como libro con un interesante proemio de don Marcelino Menéndez Pelayo titulado "Esplendor y decadencia de la cultura científica española". El gran maestro santanderino se lamenta en sus páginas de que hayan tenido que ser extranjeros los descubridores de la importancia de la ciencia hispana en los albores de la Edad Moderna, extranjeros que descubrieron, por ejemplo, que el primer libro europeo de Algebra no fue obra de un italiano, sino de nuestro converso hispalense Juan de Sevilla. Esto no es nada extraño, puesto que la renovación de la ciencia y las artes, perceptible desde la recepción de la obra de Aristóteles en los siglos XII y XIII, sería inexplicable sin la acción de la España cristiana y de la Escuela de Toledo, a través de cuyo trabajo penetró en el Occidente cristiano la ciencia arábigo-hispánica, interpretada por mozárabes, mudéjares y judíos.

Entre los matemáticos de nuestro Renacimiento debemos un recuerdo especial a Juan Pérez de Moya, que nació y fue capellán en Santisteban del Puerto (1513). Sus obras de aritmética y geometría le granjearon un amplio prestigio. En el prólogo que venimos comentando, Menéndez Pelayo describe a Pérez de Moya como un elegante vulgarizador, cuya prosa puede "dar a nuestros tratadistas más de una lección de aquella lúcida amenidad que hasta en las matemáticas cabe". Hace poco, la editorial Castalia ha publicado la Philosophia secreta (1585) del científico jiennense, obra que es en realidad un tratado de mitología clásica, escrito con un doble interés humanista y moralizador.

Toda la Astronomía que se supo en Europa desde el siglo XI hasta Copérnico, era de origen hispano. Durante el XVI no estuvimos muy por detrás en este campo. Menéndez Pelayo nos recuerda que Galileo editó los libros sobre el sistema del mundo de Manuel Bocarro, a pesar de no estar de acuerdo con su doctrina. En los manuales de Historia de la Ciencia se cita a Rojas y el astrolabio que inventó, así como a Jerónimo Muñoz por su trabajo sobre los cometas, o las Teóricas del Sol y de la Luna de Núñez. Tico-Brahe -así españoliza don Marcelino el nombre del famoso astrónomo- tuvo en mucho aprecio las tablas astronómicas de Francisco Sarzosa. Los estudios cosmológicos fueron también cultivados a principios de nuestro "siglo de oro" por hombres de educación humanística como el gramático Antonio de Nebrija, a quien se ha atribuido la gloria de haber medido por primera vez en España un grado de meridiano terrestre. Por cierto, que aquí hubo menos recelos en aceptar la doctrina de Copérnico que en otras naciones de Europa, siendo públicamente defendida incluso por teólogos como Diego de Zúñiga. Pero los científicos españoles se mostraron geniales sobre todo en las aplicaciones prácticas... Caso extraordinario al respecto es el de Juan Escribano, amigo personal del italiano Della Porta, y que a la traducción de las Pneumáticas de éste añadió un capítulo original en el que describe la fuerza, la presión del vapor y su medida, y sus posibles aplicaciones.

Menéndez Pelayo no quiere recurrir al manido expediente de la Inquisición para explicar la decadencia de la ciencia española... "La historia de nuestras ciencias exactas y experimentales, tal como la conocemos hasta ahora, tiene mucho de dislocada y fragmentaria; los puntos brillantes de que está sembrada aparecen separados por largos intervalos de oscuridad; lo que principalmente se nota es falta de continuidad en los esfuerzos; hay mucho trabajo perdido, mucha invención a medias, mucho conato que resulta estéril, porque nadie se cuida de continuarle, y una especie de falta de memoria nacional que hunde en la oscuridad inmediatamente al científico y a su obra". A esta patética descripción de la decadencia de nuestra ciencia añade un motivo sorprendente: "el utilitarismo... es, a mis ojos, una de las principales causas de nuestra decadencia científica, después del brillantísimo momento del s. XVI". Todo marchó bien mientras las aplicaciones se nutrieron de la tradición científica recibida de la baja Edad Media, pero mientras otros pueblos continuaban la investigación teórica, nosotros nos empeñamos, tan sólo, en reducir la astronomía a náutica y las matemáticas a artillería y fortificación. El filósofo renacentista español Fox Morcillo ya lo sabía: "Ni los sentidos sin las nociones, ni las nociones sin los sentidos", o sea, que la práctica sin el vigor teórico acaba languideciendo sin remedio. Según don Marcelino fue "una gran lástima que el Renacimiento cayese en manos de los jesuitas para degenerar en retórica de colegio". Sin duda -añadimos nosotros- fue ésta la retórica contra la que se rebeló con esmero el cauteloso espadachín, el nuevo Adán de la Modernidad: Renato Descartes. Pero se suele menospreciar, a mi juicio, el hábito racionalista que, tal vez mal aplicado, anidaba en el interior de esa "retórica", y de esa sutilísima y rigurosa metafísica, como fue la de Suárez. Para bien y para mal, fueron los jesuitas los que en realidad educaron a Descartes.

Menéndez Pelayo acaba su lección exhortándonos para que aceleremos la llegada de la hora de la regeneración científica de España. Y para ello -dice- hay que empezar por convencer a los españoles de la sublime utilidad de la ciencia inútil.


DEL MUTUO ENTENDIMIENTO

Sólo hemos tardado unos centenares de miles de años en darnos cuenta... (¡Qué importa! ¡Qué son unos centenares de miles de años para el buen Dios!: un parpadeo de su inmenso ojo matemático): El camino de la inteligencia es el más eficaz. Entiendo aquí por "inteligencia" una capacidad social y comunicativa, de la que a veces parecen dar prueba las personas: la facultad de entenderse o el poder de compartir ideas y sentimientos.

No existen atajos para la libertad. Unicamente la senda, tal vez fatigosa, laberíntica, esforzada y, en fin, sacrificada, de la conversación inteligente. Naturalmente, existen otra política y otra retórica posibles: la del fusil de repetición que siega el milagro de un ramillete de vidas humanas en la flor de la edad; la de los centuriones del infierno, cuyos gestos y cuyas jetas bien podrían ser la reencarnación de los de Atila, el rey de los hunos, aunque éstos cabalgan a lomos de motos de gran cilindrada y no de un caballo que va espantando la hierba..., existe también la "retórica" del insensato aupado a la popularidad por su intemperante desfachatez, repartiendo insultos y tortas desde la atalaya de los hombros de sus guardaespaldas, como rey de los gorilas. La diferencia entre psicópatas, forajidos y meros energúmenos es simplemente de grado. Hacer el idiota está, desde luego, al alcance de cualquiera. Conversar, no. A la conversación la pintaban los antiguos como a un joven de bellas facciones y semblante risueño, un hermoso mocico coronado de laurel y que lleva un caduceo (símbolo de paz y concordia) rodeado de una rama de mirto y otra de granado, símbolos del amor y de la unión. La capacidad para la conversación no se improvisa. Es lo que nuestros ancianos llaman "buena educación", para distinguirla de los títulos universitarios, que no van significando casi nada.

Afortunadamente, el pueblo español parece ir comprendiendo que fortalecer el liderazgo delante de los fieles y parroquianos en mítines donde el único argumento es el insulto al adversario está chupado; no hay que persuadir a los que ya están convencidos. De poco sirve esto, además, si uno tiene que vérselas luego, cuando quiere mandar, en la mesa de negociación, con el mismísimo adversario y asociárselo. Afortunadamente, se va afianzando el criterio que determina la calidad de un político en función de su habilidad para preservar lo más valioso: la paz social, mediante la consecución de acuerdos equitativos; esto es, inteligentes. Claro está que en toda conversación habrá que reconocerle una parte de razón al otro, esto significa admitir su proximidad: su condición de hombre. Saber ceder para que el otro ceda. Eso es justo lo que supieron hacer los checos y eslovacos y no supieron hacer los croatas, serbios y bosnios, lo mismo que están aprendiendo nuestros políticos patrios, un poco a regañadientes y como forzados por un funesto destino de mayorías minoritarias: a negociar. Enseña más la necesidad que la universidad.

Existe un vínculo psicológico profundo entre la inteligencia como capacidad de comprensión de la realidad y la inteligencia como capacidad para el entendimiento social, porque nuestra realidad, quiero decir la conciencia que tenemos del mundo como representación imaginaria, es una construcción social, asumida a través del aprendizaje del lenguaje. Pero algunos parecen haber aprendido el lenguaje únicamente para rezar y para pontificar. Y no es que rezar sea malo, no. La verdadera oración, la oración erasmista, es también un diálogo y una conversación con lo absoluto, con el propio ser que llevamos dentro. Lo demás son jaculatorias, conjuros de la muerte..., o consignas. Y ya lo decía Spinoza: "un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida" (le dedico la cita a Pilar, por si me está leyendo, que estaba un poco taciturna el otro día mientras platicábamos peripatéticos entre olivos, pinos y brumas...). De modo que la realidad no es más que el lazo que une el yo al tú y al nosotros. Por eso los seres humanos que se quedan solos, completamente solos, pierden de vista la "realidad" y enloquecen. También les pasará lo mismo a los partidos y a las sectas "monotonoteístas", irrespetuosas con la diversidad real de la naturaleza.

El amor a la sabiduría fue inventado por Platón en la forma encantadora de una serie de diálogos: una búsqueda interminable, compartida y sincera de la verdad, en que se usa estratégicamente el cumplido y se intercambian rigurosamente razones. Suele suceder en estos vivos retratos de inteligencia humana en marcha que el más tonto es el que más habla. Sin darse cuenta, el muy sofista, de que el otro le dirige mediante sutiles preguntas y precisas reducciones al absurdo, al callejón sin salida de su propio despropósito...

La dialéctica es la verdadera forma de la política. Un arte de lo posible. Los antiguos la representaban como a una mujer tocada por un casco con dos plumas: una negra y otra blanca, indicando así la maestría del entendimiento para defender con razones contundentes tanto lo verdadero como lo falso. En la mano derecha lleva una espada de doble filo y en la izquierda muestra el puño cerrado expresando la gravedad y fuerza de sus argumentos.

Claro que más allá de la orilla segura de la conversación racionalmente motivada está el mar del abrazo, en el que se ahogan unos, otros se gozan y otros naufragan.


DESCARTES Y LA PASION

Se acaban de cumplir cuatrocientos años desde el nacimiento del fundador de la filosofía moderna: Renatus Cartesius, nacido en un pueblo de la Turena francesa que hoy lleva su nombre ilustre: Descartes. Aquellos que han tenido la oportunidad de repasar la historia de las ideas y de los movimientos espirituales le recordarán como padre del racionalismo, enamorado del método de la geometría y de la certeza del álgebra, y que hizo cuanto pudo por aplicar el uno y la otra en sus meditaciones sobre la realidad, a las que dio una sencillez, un orden y una claridad formidables, descubriendo que la conciencia de la mente personal es fundamento de todo conocimiento, lo cual expresó con su celebérrimo adagio: "Pienso, luego existo", cuya formulación original no es la fórmula latina que parece un argumento cojo (un entimema): 'cogito, ergo sum', sino la francesa: "je pense, donc je suis", que enuncia una evidencia inmediata e indubitable, la de que me puedo equivocar sobre cuanto percibo, imagino o creo entender, pero no sobre la existencia misma de una conciencia imperfecta a la que llamo "yo".

Pero Descartes, además de un idealista egregio, fue un eventual libertino, un espadachín orgulloso y mercenario, un sincero y fervoroso cristiano y un elegante corresponsal de aristócratas estudiosas, aspectos éstos menos conocidos de su fascinante personalidad. Le gustaba gozar de la naturaleza y amaba plenamente la vida, como algo que sabía podía perder en cualquier momento. Conocía muy bien la importancia de las conmociones sentimentales del alma. Para su joven, hermosa y melancólica amiga, la princesa Isabel de Bohemia, escribe en 1645: "Yo no comparto la opinión de que debemos estar exentos de pasiones; basta con mantenerlas sujetas a la razón. Y cuando se las ha domesticado de este modo son a veces tanto más útiles cuanto más se inclinan hacia el exceso". Casi todas las pasiones le parecen a Descartes sanas y en tal medida útiles que nuestra mente no tendría ningún motivo para seguir viviendo si no pudiese experimentarlas.

Las pasiones son agitaciones de la mente producidas por acciones propias o por humores del cuerpo y causadas por los objetos que nos afectan provocándonos deseo o rechazo. Según Descartes, nuestras pasiones primarias son: admiración (curiosidad), amor, odio, deseo, alegría y tristeza. Todas las demás son variedades o mezclas hasta el infinito de estas seis.

Respecto al amor, Descartes distingue entre la pasión física y el amor voluntario y juicioso que impulsa espontáneamente al alma a unirse con lo que considera bueno. La libertad en el amor es posible porque nuestros juicios promueven por sí solos sentimientos, aunque no sean tan intensos ni tan violentos como los que derivan de las impresiones sensibles. El filósofo distingue entre el afecto, cuando es menor lo que sentimos por el otro que el amor propio; la amistad, cuando es igual; y la devoción, cuando es mayor. También diferencia el amor que sentimos por lo bueno, del que sentimos por lo bello, al que llama complacencia. El amor perfecto es el más desprendido, el que menos reclama la posesión de lo amado; el que más se le aproxima es el que sienten los buenos padres por sus hijos.

Descartes halla más valiosa la alegría que el placer. Son distintos. De hecho, se pueden sufrir dolores con alegría y gozar con lo que nos desagrada. La risa suele acompañar a la alegría mediocre, cuando a ésta se le añade cierto odio, admiración o indignación (mientras el objeto no pueda dañarnos, claro). La utilidad natural de las pasiones es que sirven para conservarnos y perfeccionarnos; por eso, el placer nos produce alegría, hace surgir luego el amor hacia lo que creemos ser su causa y, finalmente, el deseo de apropiarnos lo que puede prolongar esta alegría o facilitarnos el goce de otra semejante.

Pero no siempre la pasión es útil, pues hay cosas nocivas que no nos contristan ni nos resultan odiosas, e incomodidades y sacrificios que merece al pena afrontar. Por eso, al contrario que los animales, "debemos utilizar la experiencia y la razón para distinguir el bien del mal y conocer su justo valor, a fin de no tomar uno por otro y no dejarnos llevar a nada con exceso". Hay, además, pasiones como el odio, aunque sea pequeño, que dañan porque siempre van acompañadas por la tristeza: ello es así porque no hay en el mundo nada real que sea tan malo u odioso que no contenga algo de bondad, de modo que lo que nos aleja del mal nos priva también del bien al que ese mal va unido. Con todo, es preferible un odio justo a un amor injusto e indigno que nos rebaje o envilezca.

Las pasiones, al suscitar en nosotros deseos, afectan a nuestra conducta y regulan nuestras costumbres, por consiguiente es imprescindible la educación sentimental para nuestra vida moral. La mejor estrategia es estimular aquellos deseos cuya satisfacción depende sólo de nosotros mismos y no de circunstancias externas o del capricho de la fortuna. En su Tratado de las pasiones del alma (1649), después de analizar con extraordinaria agudeza un montón de pasiones particulares, Descartes acaba reconociendo que "únicamente de las pasiones depende todo el bien y todo el mal de esta vida". Es en este punto "donde la cordura muestra su mayor utilidad, pues enseña a domeñar de tal modo las pasiones y a manejarlas con tanta habilidad que los males que causan son muy soportables y que incluso es posible sacar gozo de todos ellos"


ENTRE TRIBUS BELICOSAS

La razón es una olla de dos asas -decía Montaigne-: lo mismo puede cogerse por la derecha que por la izquierda. Jordi Pujol debe conocer el dorado dicho del francés. No soy tan malicioso como para presuponer que el catalán identifique la razón con el interés de su ombligo, aunque los nacionalistas no parecen ver más allá del ombligo de las soberbias tribus a las que representan.

Hace poco, Felipe González se acordó de la existencia de una macrotribu llamada España. Fue en el encuentro de Linares. Mi admiración por la pericia política de don Felipe es independiente del poder que detenta, y crece por momentos. A fin de cuentas, como dice el proverbio chino, el poder es el mayor enemigo de su dueño y, particularmente, de la capacidad de comprensión del poderoso, a quien el halago y el aislamiento suelen acabar obnubilando.

Tal vez sería preferible hablar de las Españas, en plural. El mismísimo rey Felipe II se presentaba en el extranjero como "Rey de las Españas" en pleno esplendor imperial y mientras coexistían en la península las cortes de Castilla con las de Aragón y se mantenían aduanas interiores.

Pero estos socialistas no se han caracterizado precisamente por haber desarrollado un discurso razonable y actualizado sobre España ni sobre las Españas, tal vez a causa de los excesos patrioteros del régimen anterior, por el internacionalismo de la tradición marxista (e ilustrada) y porque, desde luego, era urgente trascender la frontera de los montes Pirineos e importante enfatizar nuestra identidad europea, occidental y cósmica (o cómica, y trágica).

Aznar no está hablando con los catalanes. Me parece un grave error común confundir a los catalanes con la derecha catalanista, es con ésta última con la que parece que Aznar puede pactar para garantizarse la investidura y la estabilidad del gobierno. A ese posible acuerdo no lo dificultarán grandes diferencias en lo que se refiere a las directrices de la política económica y sus reformas, de corte neoliberal y forzadas por los proyectos europeos, de modo que lo que se discute es el modelo de España, el poder relativo de las autonomías y el Estado central, y la financiación de las unas y del otro. Es curioso que nos pueda ser más fácil estar de acuerdo en el modo de ser europeos, que en el modo de ser españoles..., estos lodos arrastran las barbaries y polvos de la historia.

Pujol debe estar repensándose el paso que dio al precipitar el fin de la legislatura socialista. Fue precisamente su minoría la que rompió la baraja, por lo que un fracaso en sus conversaciones con el PP pondrían de manifiesto aquel error, mientras que unas nuevas elecciones seguramente le perjudicarían y nos fastidiarían de paso a todos. Los catalanistas han expresado en unas cuantas ocasiones que no se sienten nada cómodos teniendo que cargar con la trabajosa responsabilidad de hacer de bisagra, de complemento para una mayoría suficiente y de enlace entre el PP y su propio electorado, muy poco proclive a una diáfana integración en un hipotético proyecto común al que tendrían, ellos también, que llamar España. Ellos más bien quieren nadar y guardar la ropa.

CIU se lo tiene merecido, en el buen y el mal sentido de esta expresión, a fin de cuentas con los catalanistas se puede hablar; con los vasquistas, ni flores. Sólo saben poner condiciones, como una tribu belicosa antes de una tregua. Aunque Arzallus ha prometido mostrar buena educación, la civilidad no se improvisa, es una pátina que dejan en un pueblo los avatares culturales de los siglos, de su historia. Y la historia que se enseña en los colegios de Euskadi es una falsificación y una colección publicitaria de proclamas provincianas. Pero los vasquistas no pueden estar tan obcecados como para no darse cuenta de que al verdadero enemigo lo tienen ya dentro. ¿Es necesario un sabotaje de mil millones para hacerles reflexionar?, ¿cuántos crímenes habrá que añadir a los mil muertos? Ellos mismos han incubado a la bestia durante lustros como a un huevo milenario del que no les ha salido precisamente una paloma picassiana, sino una serpiente inmunda, un parásito infecto. Si Dios quisiera castigarlos concediéndoles lo que desean, lo que tendrían inmediatamente después de la independencia, o la soledad, sería una guerra civil abierta, un conflicto inmensamente peor del que ya se está celebrando, más o menos larvado y controlado, por las casas y calles y agujeros de Vasconia y de Navarra.

No sabemos lo crudo que está Aznar. González y Suárez sí parecen saberlo y además le demuestran un grado más que aceptable de buena educación. Que lo tiene crudo, es un hecho, entre tantas tribus cerriles lastradas por antiguos complejos y rancios resentimientos.


APOCALIPSIS MECANICO

La velocidad embriaga y mata. Mientras la atenta y cuidadosa parsimonia dilata las cosas y enriquece los momentos, la prisa empequeñece el mundo. El automovilista ve la tierra desvanecerse a su alrededor; todo a su paso se encoge, se desindividualiza, el escolar que salta peligrosamente desde la acera no es más que un punto móvil..., todo se cosifica como un mero obstáculo: la viejecita que arrastra su osamenta retorcida por el paso de cebra crispa al automovilista apresurado...

-¡Vieja, aparta!

-¡Que es un paso de cabra, so cebrón!

Para el conductor envalentonado y envolantenado, el mundo se ha convertido en un amasijo gris que atraviesa con su aparato en un soberbio coito simbólico; los jóvenes lo perciben como una de las pocas emociones auténticas que les quedan: es una violación del cuerpo del espacio atmosférico que se reduce concentrado en sus ojos, en el punto de huida de la carretera, donde la máxima intensidad es también irrealidad, inestabilidad, fugacidad instantánea.

Esta efímera sensación de poder que nos brinda la velocidad se paga muy cara mediante el sacrificio en el ara de la autovía, al sagrado tótem del Santo Petróleo, de miles de vidas humanas segadas al año por miles de accidentes de tráfico; pero además, mediante la remisión de todo lo que matan la velocidad y las prisas. Contemplamos desde el coche un lugar en el que ya no vivimos. Pasamos a tres metros de una flor o de un árbol o de una ardilla, pero esos seres están tan lejos de nosotros como el perfil de las montañas en el horizonte. El coche es una celda urbana, una cápsula que arrastra todos los vicios de la gran ciudad a la playa o al campo, una grillera que permite encerrar a la familia nuclear y transportarla sobre el paisaje inútil, donde conviene y en las fechas señaladas, en las que, casualmente y según todos los pronósticos, nunca hace mal tiempo.

La velocidad emborracha, y nos induce a concederle valores que no tiene. Por contagio, la gente quiere que los días laborales pasen pronto para alcanzar el ansiado fin de semana, enseguida descubrimos que lo que queremos es que acabe el domingo de una vez para volver a la rutina, así nos vamos muriendo cada vez más rápidamente, tanto que perdemos la cuenta de los años.

El afán de velocidad es por esencia insaciable y suicida. Burroughs lo visionó en una de sus pesadillas psicodélicas... La línea que separa el paisaje interior del paisaje exterior está borrándose. Ballard intentó probarlo en La exhibición de atrocidades: cuadros impresionistas de la Ciudad concentracionaria, "sketches" expresivos del apocalipsis mecánico, la barbarie del algoritmo informático como tejido nervioso de un planeta dislocado. Es como bajar a rescatar a Eurídice a un Cementerio de Automóviles, pero cuando la encontramos descubrimos que preferimos la muñeca hinchable de nuestro infierno interior, entonces imploramos a un dios de cristal líquido que nos regale una Ariadna para sacarnos del laberinto de la Imagen. Mientras oímos el estruendo de los helicópteros fumigando la selva y los gritos de los hombres como piojos sobre un inmenso cuero cabelludo ensortijado de ramas, pero los helicópteros descienden virtualmente sobre nuestros sesos; no hay realidad que valga.

Un personaje de Ballard, que se llama significativamente Talbot, piensa que la lógica del guión lo confirma: los choques automovilísticos tienen ya una función ontológica, que redefine los elementos del tiempo y el espacio de acuerdo con nuestro artículo de consumo más poderoso y el instrumento más eficaz de socialización: un verdadero símbolo del comunismo definitivo en la Muerte; igual se estrellan débiles que poderosos. El choque de autos está ya siendo percibido, consciente o inconscientemente, como un acontecimiento fertilizante, una liberación de energía sexual capaz de reconciliar intensamente la sexualidad de los que han muerto: James Dean, Cecilia, Camus y el presidente asesinado. En la eucaristía del "accidente automovilístico" (¿cómo se puede llamar accidente a lo que sabemos que ocurrirá necesariamente, a centenares de seres humanos, en el próximo puente?)... en el ritual del choque de coches simulado, vemos transliteradas las partes pudendas de ambos sexos, y transcrita nuestra imagen más próxima de la sangre y el cuerpo de Cristo. Los vehículos truncos y los radiadores retorcidos, los "airbags" de serie y los neumáticos destrozados (no es causal que se quemen en señal de protesta), los asientos destripados, el lustre ensangrentado de los guardabarros, todo esto ofrece unas posibilidades morbosas a la sexualidad virtual, una perversiones imaginarias que hace treinta años no podíamos sospechar. Por eso el mascarón de Ballard se decidió a publicar una revista íntegramente dedicada a los accidentes automovilísticos: ¡Crash!. Más de cien páginas a todo color dedicadas a la epifanía de la violencia y el deseo en la era del apocalipsis mecánico. Sus fotógrafos profesionales especulan también sobre el perfil óptimo de una herida, las zonas preferidas de impacto, las poses insólitas de las víctimas o la ambigüedad sexual de una caravana abandonada cubierta de herrumbre. Y pueden celebrar un scoop memorable, una primera página excepcional. Su título: "tres cuerpos entrelazados en la A-92 en mitad de una colisión superexplosiva". Con subtítulo: "sonrisa fracturada".

A la postre, la técnica comparte con la pornografía una misma obsesión: La actividad específica de ciertas funciones cuantificadas. Los pocos sentimientos humanos que nos quedan hacen señas como semáforos sin significado e iconos impertinentes.


CIUDADES CON ALMA

Don José María es muy conocido por sus buenos oficios como dibujante en un periódico de gran tirada. Nadie me negará que el humor del Peridis es harto original. Hace unos días don José María, el Peridis, estuvo en Ubeda dando una conferencia ante un público nutrido e interesado por el porvenir de las ciudades históricas. Es un tipo afable y, además, lo que menos gente sabe, es un arquitecto comprometido en la conservación de nuestro patrimonio monumental, que ha vinculado, en su gestión de las Escuelas Taller, muy acertadamente, a la recuperación de oficios y artesanías en trance de extinción. Si no me equivoco, en Ubeda dirige la reconstrucción de dos palacios, futuras sedes de la UNED y del Centro andaluz de turismo.

Peridis parece un romántico caballero de causas semiperdidas. Cuando las grandes ciudades "concentracionarias" siguen y seguirán creciendo, reivindica la pequeña ciudad y el urbanismo que genera urbanidad, la plaza y las calles que sirven como espacio de conversación y reconocimiento y, en fin, la España del cantautor sentimental, la que huele a pueblo y que sólo se mantiene gracias a las subvenciones (¡que bien solicitadas y venidas sean!), o sea, la que nosotros habitamos. No parece, sin embargo, que estén yendo por ahí los tiros... Él mismo nos dijo que se prevé que la ciudad oriental de Lagos podrá alcanzar hacia el 2020 la cifra inverosímil de 50 millones de habitantes. ¿Resultará habitable una ciudad de tamañas dimensiones? ¿Podremos seguir llamando "ciudad" a tal colmena y hombres a tales insectos? ¡La Atenas de Pericles (unos treinta mil ciudadanos, con sus mujeres e hijos) y la Florencia de Lorenzo el Magnífico, eran otra cosa!...

Su idílica visión de lo que debería ser una ciudad resulta ilusionante, y en contraste y a tenor de la evolución urbanística de los últimos años, aquí y en todas partes, más bien desespera tanta poesía. ¡Malos tiempos para la lírica! La política de los últimos años ha favorecido la especulación y el capitalismo de casino, basados en el artificial encarecimiento del suelo y los solares. En Ubeda y en otras plazas se ha consentido que el casco histórico se siga despoblando, muchos de sus caserones son auténticos cadáveres insepultos, rodeados de mal tendidos cables, ofrecidos a precios astronómicos que nadie, sino un potentado caprichoso o despilfarrador, puede pagar, pues a esos precios hay que sumar un potosí para volver los viejos edificios habitables, adaptándolos a unas relaciones sociales y unas necesidades que no son las de antaño. De un modo u otro, se podría y debería haber estimulado la construcción de viviendas y el acceso de la juventud a ellas en el mismo casco histórico. No se ha hecho, sino todo lo contrario: El resultado es la desolación y la ruina de la antigua y hermosa ciudad, a favor de calles sin personalidad donde se arracima la población en jaulas prefabricadas de hierro y hormigón, entre los ruidos y humos del tráfico excesivo y la ridiculez de las "plazas duras". La paradoja es que el sur y centro se despueblan a favor de la periferia norte, lo cual incrementa tontamente la necesidad del coche y la densidad del tráfico... Acabamos viviendo como interesa a los fabricantes de automóviles y a las multinacionales del divino petróleo: dormimos en la periferia para ir a trabajar a la "city", que ha dejado de ser una verdadera ciudad para convertirse en la carcasa fantasmagórica de la burocracia y la administración, el comercio especializado y las finanzas. También los grandes mercados se desplazan a la periferia, son los "hiper" concebidos como las jaulas de laboratorio de Skinner, según ordena Su Santidad El Coche.

Peridis señaló las consecuencias negativas de esta separación entre la función de vivir y la de producir. Es el modelo de las ciudades de EEUU, gangrenadas por el centro. Barrios históricos que son despreciados y abandonados por la clase media (la clase "burguesa", esto es, la clase que creó el burgo, el mercado, la ciudad histórica), para ser ocupados por los emigrantes, los desplazados del campo, el lumpen, los marginados y las ratas. Peor aún son las aglomeraciones del tercer mundo, creciendo incontroladamente como organismos dislocados por un cáncer, en torno a cuyos barrios residenciales y arrabales deambulan los mendigos superviviendo de las basuras. Todo es perfectamente empeorable y el dinero no siempre llama al dinero.

Peridis nos habló de la casa como célula de la ciudad, ella misma un micromodelo de la ciudad, su miniatura. Como cada ciudad, cada casa tiene su aroma que delata el espíritu de las personas que la habitan y de sus muertos, tiene su plaza pública (el salón), su mercado y centro de abastos (cocina y despensa), sus fuentes y alcantarillas... La casas, como las ciudades, son seres vivos: nacen, crecen, decaen y mueren. Habría que asegurar para los edificios y las casas un rejuvenecimiento o una muerte digna y no dejarlos que se descompusieran bajo el sol y al aire.

En fin, hemos de dar gracias a Dios y a la historia por concedernos el privilegio de vivir todavía en ciudades como Gerona, Vitoria, Segovia, Zamora, Baeza o Ubeda, ciudades europeas con memoria, donde lo pequeño, porque es de uno, es grande.

En los pueblos, es cierto, aún se puede ser pobre, tonto o loco, con relativa dignidad; allí el campo, donde cazar zorzales o recolectar setas, espárragos o collejas, está mejor soldado al casco urbano, como la naturaleza debe armonizar y enlazar con el espíritu constructor e inventivo del hombre, si queremos no perder la cabeza, sede de la mente racional y de sus infinitas ambiciones.


EL TANGO DE MODA

Los periodistas se equivocan al calificar el nuevo estilo introducido en la política por Aznar y González en el debate de la sesión de investidura. ¿Versallesco? ¿Rigodonesco? ¡Qué va! Lo que de verdad bailaban González y Aznar, con tal precisión que parecía ensayado, era, como mínimo, un pericón o una milonga porteña, y en sus mejores momentos: un tango. Ambos discursos fueron densos en "tanguedades", tan tiernos como caballerescos y con un amago de violencia contenida, de traicionada dignidad, de patético mea culpa, un servidor por la corrupción y el gasto, un servidor por contrariar a la Púa (Patota unánimemente antipujolista)... En fin, la fuerza misma del destino quiere que todos acabemos por traicionar a nuestra madre, que es lo que verdaderamente duele, o jode (que diría obscena y vulgarmente un cultivador de lapsus edípicos, epígono argentino del doctor Freud), pues traicionar a la suegra ya se sabe que está chupado, ché, y total, ni siquiera merece la pena por bailar con una pelandusca que a la menor ocasión te deja tirado para irse con otro.

Quedáte y os diré más, pibe. El tango lee la tragedia de la vida en tono "seximental". ¡Aspiraste secretamente a semental latino y tipo duro, amigo, y ahora te miras ya ma-duro en el espejo y encontrás, por debajo de la dura esquina rosada del chulo de arrabal y bailongo, un pecho abierto y un corazón herido. No te digo más, ché... Yira, la vida, yira, yira la rueda de este cambalache problemático y febril ("el que no afana es un gil") de este siglo que termina tan frívolo como empezó, que el mundo fue y será una porquería, que siempre ha habido contentos y "amargaos", hoy da lo mismo ser derecho que traidor, lo mismo un burro que un buen profesor (Discépolo), y el tango compadrón lo reza clarito, al son de su rima facilona: da lo mismo que seas cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón, /que el que fuera presidente es ahora jefe de la oposición. La vida, como el tango, empieza siempre con buen ritmo y luego decae para acabar fatal. Puso el ritmo Aznar, un tanto rígido, monótono, González la melodía.

Barenboim lo ha percibido con sexto sentido de gran artista y por eso se ha marcado un tango en Madrid. "Toda música buena tiene mucho corazón", dijo, y el tango tiene ese deje primitivo y esa fuerza visceral de la música popular, pero con un refinamiento natural y accesible, como el jazz clásico, modulado por la armonía nostálgica del bandoneón, "al compás rezongón de los fuelles".

Hola al tango y adiós a los ritmos de los gabachos que nos pisan impunemente las fresas. Oigo rumor de espingardas, arcabuces y garrotes contra los afrancesados, sacando pecho e insinuándose en la vieja furia de la raza, sin complejos. Barenboim también lo sabe: por debajo de todos los problemas políticos, económicos e ideológicos, uno siente que las raíces del bien y del mal son interiores, sensibles, estéticas y filosóficas.

Como las razas, todas las buenas canciones, de Gardel a Piazzolla, resultan impuras: flor de orgía y amargura de resaca, de farra corrida y trasnoche desolado... "y a la salida de la milonga se oye una nena pidiendo pan". Uno espera que a la derecha no le falte corazón porque le sobren razones, como al eterno pecador del tango le sobra arrepentimiento. Pequemos, amor, y arrepintámonos prontito y luego -suenan los cascos.

¡Qué bien podrían haber entonado nuestros gerifaltes el cuarteto de Gabriela Mistral, a dúo: "Te llamas Rosa y yo Esperanza; /pero tu nombre olvidarás, /porque seremos una danza /en la colina, y nada más"...

"Tómame ahora que aún es temprano -pedía la uruguaya Juana de Ibarbourou- /y que llevo dalias nuevas en la mano"/... /"Ahora que calza mi planta ligera/ la sandalia viva de la primavera"..., pues enseguida "inútil será tu deseo: /como ofrenda puesta sobre un mausoleo"/... /"¿No ves que la enredadera crecerá ciprés?".

Estos versos se imprimían en El Tango de moda (las canciones del momento), primera y única publicación española en su género, en Barcelona, allá por el año de 1930, cuando estaba en mantillas el cine sonoro y los americanos habían inventado el "regocijante Copyright". En El Tango de moda se alternaban las noticias, ecos y comentarios de actualidad (sorprende lo inactual que puede ser la actualidad), con las partituras y letras de canciones porteñas (hacía furor la lindísima de Filiberto: "Caminito", cantada por Linda Thelma), junto al fox-trot (por ejemplo "Un petit flirt"), el vals criollo, la zamba y algún que otro cuplé ("La chica del diez y siete, de la plazuela del Tribulete, nos tiene con sus toalettes, revuelta a la vecindad", etc.).

Aunque se dice que el padre del tango es "El Choclo" (Villoldo) y la madre "La Cumparsita" (Matos Rodríguez), mi tango favorito, que deletreo y estropeo al acordeón, en ratos muy especiales y para mí solo, es "Buenos Aires" de Manuel Jovés, que, por cierto, fue el músico de Raquel Meller y era catalán, español y catalán, hijo de Manresa, como recuerda Rosendo LLurba en El tango de moda..., aunque me encanta la sencillez conmovedora del tango "Don Gonzalo" de Manuel Torres, compositor jiennense y autor también del pasodoble "Villacarrillo (Alma de Jaén)", que tanto le gusta oír a mi amigo Pulido, y tan injustamente olvidado.


ENERGUMENOS DEL KRONEN

Los darvinistas vulgares se equivocan: el hombre no procede del mono; va hacia él. Puede en todo caso que otra especie, terrestre o extraterrestre, nos recuerde alguna vez, y un maestro de otra raza, en alguna parte del ancho cosmos, cuente a sus discípulos...

-Mirad, en la Tierra, hace ya mucho tiempo, la inteligencia floreció en un par de ocasiones, como razón humanista y política, como razón artística, como razón instrumental o técnica. Y, como un milagro, la inteligencia humana inventó valores, verdades y hermosuras, bondades y amores, pero luego aquella pálida llamita empalideció rápidamente y se apagó del todo, ahogada por venenos y petróleo.

Tan vez se nos recuerde con más cariño que a los dinosaurios. Tal vez la inteligencia sienta muy pronto cansancio, miedo o náuseas de sí misma... O no pueda soportar por mucho tiempo la furia resentida de los bajos fondos del alma: el furor y la envidia del culo, y se vuelva nihilista sin remedio.

Se me ocurren estas vanas, procaces, atrabiliarias especulaciones, después de visionar "Jamón, jamón", de Bigas Luna, y las "Historias del Kronen" de Montxo Armendáriz. La primera es una película "S" con pretensiones surrealistas y un puñado de fantoches por personajes (¡pobrecitos actores, a lo que se tienen que prestar para ganarse la vida!); una cinta en la que un ramillete de groseros enredos sexuales es sostenido a duras penas en el búcaro de una tesis profunda: Todo es cuestión de cojones. A la Estefanía Sandrelli hay que decirle eso de "quien te ha visto (en "El conformista" de Bertoluchi) y quien te ve", haciendo de fulastrona menopáusica... Las tetitas de Penélope Cruz, primorosas. A su edad, cualquiera. La "atrevida" metáfora de Bigas Luna es que son como el jamón, jamón. Los actores están muy bien, sobre todo los jóvenes; ahora solo falta ver si también saben hacer de personas.

Más interesante me ha parecido la película de Armendáriz. El crítico de EL PAIS dijo que con este filme el director quiso recordar la mítica Rebelde sin causa... - Menos lobos, Caperucita. En todo caso será Suicida sin causa o Asesino sin causa o Abyecto por nada. Pero, en fin, no está de más que los progres que ahora frisan los cincuenta sepan a qué curiosas y enriquecedoras actividades pueden estar dedicándose sus cachorros por la noche, en los tugurios de moda, en las avenidas y las autovías de la muerte, y en los saloncitos de sus propias casas, chaletes adosados y mansiones.

Y a donde conducen tantos halagos y sobornos. Y qué puede pasar cuando el ser humano vive enjaulado en inmensas cárceles de hormigón, aluminio y acero, y no tiene que hacer nada para obtener placer y sustento, salvo lo de pedirle a papá o mamá un poquito de dinero más..., o mangarlo cuando papá y mamá se muestran chungos y tienen mal rollo.

El protagonista de las "Historias del Kronen" es un chico mono, como hay tantos, con una filosofía muy bien aprendida: el pasado es una mierda, el futuro también; sólo hay presente, y el presente es un globo que va creciendo en emociones cada vez más fuertes y primitivas, a base de velocidad, ruido y drogas, sexo y virtual violencia. Los demás, en el mejor de los casos, son instrumentos apropiados de mis apetitos: cosas para usar y tirar. Las oportunidades y hasta la cultura corren tras él, tras el nene mono, pero él va mucho más rápido en el coche de papá o en el del vecino: ya ha conseguido el título de Libertino por la Universidad del Consumo, antes de los veinte años. Sólo le queda el master en Homicidio por la Facultad de la Consumición marginal y luego el cursillo de la Consumación (de cuarenta horas).

La cosa es realmente para alarmarse. Estos chavales ni siquiera saben ya hablar. Su jerga es un puñado de atavismos salaces y conjuros tribales. Las clases desfavorecidas aprenden muy pronto la lección, mirándose en el espejo de la nueva élite urbana. En el año 95, fueron detenidos en España veinte mil menores por delitos de diversa especie; cincuenta por homicidio.

Es triste que una adolescente le salte los sesos a su padrastro alcohólico, porque el gachón está parado y se pone violento una noche sí, otra no, y sobre todo en las fiestas de guardar. Pero que un niñato mate por curiosidad morbosa o aburrimiento es, simplemente, horroroso. ¿Se puede caer más bajo? Lo que asusta, es la ausencia radical de vergüenza y sentimientos de culpa, la falta de arrepentimiento: la desfachatez olímpica y absoluta de quien se siente, como un dios nietzscheano, por encima del bien y del mal.

"Energúmenos" llamaban los griegos clásicos a quienes, sobrándoles energías, no saben bien qué hacer con ellas. Indigna tanto que se empleen mal como que se despilfarren: manos perdidas mientras el Sur se pudre, manos de muerte, manos muertas, manos inútiles. Tanto por lo menos como en la mili.


LA MUJER TORERO

Las chicas son guerreras. Después del doctorado en tauromaquia obtenido con mérito por Cristina Sánchez el otro día, en el romano y elíptico coso de Nimes, ya se puede decir también "las chicas son toreras". O pueden serlo: han ganado esa libertad. Aunque, no sé por qué, Cristina prefiere que le consideren torero, con "o" de "toro", en lugar de "a" de "fiera", tal vez porque no quiera que el frutero maduro de su vientre ni el que adorna las ingles de los otros cuente para nada en esto... La belleza es la belleza, hágala Agamenón o Agamenena. La que puede dar la vida ha profesado y hecho votos en la peregrina y gloriosa regla de los ludópatas geniales, en la ascética secta de los que se juegan la vida durante la siesta por el placer de burlar la muerte y el gusto de que se lo reconozcan.

La querencia de Cristina no es nada nuevo; su pasión predominante por los astados, tampoco. Según dicen, a Juanita Cruz, el Peligro de Pardiñas, tampoco le gustaba que la consideraran, como se decía entonces, una "señorita torera", ella era mujer, pero era Torero, con mayúsculas -así lo proclamaba su marido, don Rafael García Antón, con quien Juanita se casó en 1948. ¿Qué tienen que ver el sexo y el valor? Juanita toreó durante la guerra, viéndose comprometida a saludar con el puño en alto. Pero no fue ese el motivo por el que las figuras, después del desastre, desdeñaban hacer el paseíllo a su lado, igual que ahora Jesulín de Ubrique, demagogo de las mujeres, rechaza torear junto a Cristina Sánchez, tal vez fuera por el miedo de que "eso" que ellos hacen, lo haga con mejor gusto una mujer Torero.

De las maneras toreras de Juanita Cruz y de Conchita Cintrón, a la que apoderó el más grande: Marcial Lalanda, habla Antoñete Iglesias con todo respeto; como a ellas de bien no ha visto a nadie toreando: "eran tan buenas que todo lo que ha venido después era como sucedáneos del café de verdad". Está por ver si el arte de Cristina Sánchez haría cambiar la opinión del maestro.

En verdad no hay razones, ni teológicas ni metafísicas, ni naturales ni históricas, para que las mujeres no puedan oficiar como sacerdotes ortodoxos o paganos: ¿acaso no median de verdad, incluso más evidentemente que nosotros, entre el milagro de la vida y los misterios de la muerte?

Después de la guerra, estaba decretado que las lidiadoras de toros no pudieran echar el pie a tierra en la plaza, únicamente podían rejonear a caballo. Antes que Cristina, Juanita Cruz toreó toros-toros, tomó la alternativa el domingo de Pascua de 1941, tomando los trastos de manos del matador Heriberto García, en el ruedo mejicano de Fresnedillo (Zacatecas). Siguió estoqueando reses bravas hasta 1947, recibiendo orejas y cornadas. Juanita toreaba formal y seriamente con una falda diseñada por K-Hito.

Tras la alternativa cedida por un mito vivo como Curro Romero y junto a un inmenso Manzanares, que está en ese cenit en que el poderío se equilibra armónicamente con el conocimiento, Cristina tiene firmadas treinta corridas con las grandes figuras por todo el planeta de los toros. Habrá que seguirla con interés. La imagen de una mujer bailando con quinientos kilos de negro macho de pena, flamenqueando y encelada al borde de ese negrísimo pozo de sueños, puede fascinar a cualquiera. Tiene Cristina dos negras ascuas por ojos para medir bien las distancias.

Iconográficamente, en esa "sutilísima geometría" -que diría el mejor "torero intelectual" que hemos tenido, don José Ortega- la figura de la mujer es borrón y cuenta nueva... Trastoca y metamorfosea, cósmicamente, la simbología del toro, como la pluma de Aleixandre: "Toro o mundo que no,/ que no muge. Silencio;/ vastedad de esta hora. Cuerno o cielo ostentoso,/ toro negro que aguanta caricia, seda, mano.// Ternura delicada sobre una piel de mar,/ mar brillante y caliente, anca pujante y dulce,/ abandono asombroso del bulto que deshace/ sus fuerzas casi cósmicas como leche de estrellas.// Mano inmensa que cubre celeste toro en tierra". Ahora sí, por fin, espadas como labios.

En 1933, Picasso pintó La muerte de la mujer torera, es un pequeño oleo que parece un grabado, en el que, sobre un gigantesco toro enfurecido y herido por banderillas y media estocada, se retuerce a horcajadas, sobre un caballo blanco agonizante en "picassiano relincho", una hembra torera. Parece acariciar la cepa del cuerno, pero yace sin vida, o tal vez duerme, vencida o aplacada sobre toro y caballo, con un traje de luces verde y oro, abierto, confundiendo sus pechos con la rosácea arena de la tierra de la plaza.

En una serie de grabados de 1934, Picasso repite el tema de la muerte de la mujer torera confundiendo sus blancas carnes desnudas con los miembros de las retorcidas bestias. En fin, el icono de una mujer sometiendo a verónicas la ciega embestida de un toro bravo puede ofrecernos estereotipos domésticos más que interesantes para disfrutar y pensar, y bellísimas revelaciones trágicas para la hondura del sentimiento que, como insinuó Azorín, hubieran hecho las delicias de un poeta heroico y contradictorio como Nietzsche.

Vaya por Cristina lo que de aseo y aliño haya tenido esta periodística faena mía, por su suerte buena en tardes de sol, sangre y gloria.


CUBA LIBRE

La mayor y más occidental de las Grandes Antillas fue la última joya de la corona. Cuba es un límite inverosímil entre el cielo, la tierra y el mar, entre la gloria y el infierno, lo negro, lo blanco y lo mestizo, lo real y lo imposible.

Estados Unidos de América lleva más de un siglo queriéndole echar mano a la última colonia española. Cuba no consiguió nunca más que cambiar de Amo. Las tentativas revolucionarias que, a principios del siglo XIX, triunfaron en los procesos de independencia de todo el continente, fracasaron en Cuba. La causa de la condescendencia de las élites criollas con España fue la prosperidad de la isla, aunque las autoridades españolas jamás consiguieron imponerles el "pacto colonial" que hubiera obligado a la colonia a comerciar sólo con la metrópoli o a través de ella.

Al problema colonial se sumaron el racial y el social: hacia 1805, cinco mil familias acaparaban toda la riqueza. La revuelta de los negros de Santo Domingo arruinó Haití, la Antilla francesa, y aterrorizó a los propietarios cubanos, que prefirieron colaborar con los comerciantes españoles y los gobernadores militares. En 1810, los cubanos mandaron dos diputados a las Cortes de Cádiz; paradójicamente, como las Cortes discutieron la legitimidad de la esclavitud, base del sistema productivo cubano, los cubanos se inclinaron hacia el absolutismo. La colonia se enriqueció ostensiblemente con la libertad de comercio que le concedió Fernando VII en 1818.

Sin embargo, a partir de 1820, los cubanos dudaron entre luchar por la independencia, anexionarse a Estados Unidos o conseguir ciertas reformas de España, sin romper con ella. A los "anexionistas" les favorecía que la economía cubana dependía cada vez más de su poderoso vecino. A mitad del siglo pasado, USA absorbía el 40 % de las exportaciones de la isla; España sólo el 20 %. En 1895, Cuba vendía a los yankis el 95 % del azúcar y el 87 % del resto de sus productos.

Cuando España sella la paz con USA, forzada por el humillante desastre del 98, los americanos no estaban precisamente interesados por los derechos humanos de los cubanos; de hecho el tratado se firmó sin la presencia de ningún delegado cubano; los americanos desarmaron la guerrilla independentista cubana como si se tratara de parte del ejército derrotado. Los tiburones americanos aprovecharon la crisis de 1920 para comprar a precio de saldo la quinta parte de la superficie total de la isla. Por consiguiente, es fácil de comprender que en la revolución de Fidel Castro, y luego en el castrismo, una gran parte del pueblo cubano viera colmadas sus ansias de libertad y abiertas sus ilusiones de progreso por partida doble. Cuando Fidel y el Che Guevara se adentran en Sierra Maestra, los norteamericanos controlaban el 90 % de las minas y de las haciendas cubanas, el 40 % de la industria azucarera, el 80 % de los servicios públicos y el 50 % de los ferrocarriles y, junto a los británicos, la totalidad de la industria petrolera.

Naturalmente, a los norteamericanos les pareció perfectamente tolerable la dictadura del sargento Fulgencio Batista, que ellos sostenían, pero no la de Castro, especialmente cuando éste opuso al bloqueo la nacionalización de todas las empresas de la isla. Sólo el temor a que la guerra fría fuera atómica, ha podido durante años contener a Goliat, sirviendo de honda a David. Muchos usamericanos deben pensar que la manzana ya está madura... Pero el mundo ha cambiado y el colonialismo -salvo para Gibraltar- es cosa del pasado. Contemplada la cosa desde el futuro, los errores cometidos por EEUU en sus relaciones con Cuba son verdaderamente "imperiales", como inmenso el odio cubano que han generado. De hecho, la supervivencia en Cuba de una tiranía patriarcal sólo es comprensible gracias al embargo. Podríamos pensar maliciosamente que EEUU no desea una transición pacífica a la democracia que preserve la independencia de los cubanos.

Pero Bill Clinton no es un caudillo carismático, sino un líder demócrata condicionado por la razón propagandística, electoral. No podemos olvidar que la continuación del anexionismo decimonónico está representada por más de un millón de exiliados en Florida y Louisiana, aproximadamente uno de cada doce cubanos, y que estos constituyen un importantísimo grupo de presión en dichos Estados. Así se puede explicar la última impostura del gigante: la ley Helms-Burton, un desafuero internacional que favorece aún más que a los pobres cubanos, atormentados por la miseria y el aislamiento, les parezca que no hay más opciones que echarse sobre un neumático a los tiburones, o hacer de tripas corazón y seguir tragando hiel y monsergas adobadas con el bálsamo de la dignidad nacional en el redil pastoreado por Castro.

España no puede condescender en esto. No porque la espina del Maine nos duela todavía en nuestra conciencia histórica, sino porque no hay derecho: nuestros empresarios han movido en la isla 100 millones de dólares en el último año y las inversiones españolas son allí las más importantes junto a las de Canadá y Méjico. De los mejicanos no podemos esperar firmeza, pues dependen cada vez más de los intereses del Imperio. Los canadienses ya se han pronunciado contra la dichosa ley, y los empresarios españoles tienen todo el derecho a contar con la simpatía incondicional y a esperar la protección legal y diplomática de nuestro gobierno.


NOSTALGIA DE LA EXCELENCIA

Todo el mundo habla de los valores como si fueran puros objetos, cosas, se dice, que tal vez se han perdido, como se pierde una moneda o una joya; o se están olvidando, como quien se deja el bolígrafo en una notaría. Es notable la facilidad que tenemos para olvidarnos de lo que no apreciamos y lo fácilmente que recordamos lo que valoramos. No es casual que la ética de los valores esté de moda en este siglo economicista, especialmente entre aquellos que desconocen la historia de las ideas morales. "Valores" son también los de la Bolsa. Lo que se quiere decir cuando se explica que, "en nuestra sociedad", faltan valores, es que los que tenemos (¡en nuestro corazón!) empiezan a fastidiarnos y ya no parecen razonables; que no se ajustan a criterios de excelencia; es decir, que tenemos el vicio de preferir bienes menores, en perjuicio de los mayores.

Así que la verdadera cuestión es por qué valoramos más tener coches que tener paz, tener dinero que tener amigos, por qué preferimos tener chalet, a tener tiempo para pasear, o cultivamos la embriaguez en vez de la sobriedad; o por qué despreciamos el esfuerzo y repudiamos el trabajo, para idolatrar la comodidad y el placer fácil; o por qué preferimos que nuestro hijo sea registrador o picapleitos, en lugar de pastor o músico.

Las cosas no tienen más valor que el que nosotros les otorgamos, lo cual significa que el valor de las cosas depende del valor del sujeto que las contempla, como el valor del balón depende de la calidad del futbolista que lo pone en juego, o el del paisaje, del ojo de artista que lo transfigura. Así es porque los valores no son más que "posibilidades apropiables". La aptitud para reconocer valores no es innata ni connatural al hombre, es un producto de la educación, del ejemplo, y depende de la capacidad de inventar ilusiones, del poder creador del carácter y, en fin, de esas fuerzas de la persona moral a las que los clásicos llaman virtudes.

El problema de la educación moral no es el de hacerles memorizar a los niños una especie de lista de "valores" para que presida su vida. Ni siquiera es posible determinar una tal lista invariable. Los griegos inventaron las virtudes cardinales, como el cristianismo inventó la humildad y la caridad, junto a sus excesos. La cuestión es poner a los niños en disposición de descubrir autónomamente e inventar valores.

La palabra "Ética" viene del griego "éthos", carácter, modo de ser. La etimología muestra que la autoconstrucción del carácter es la tarea principal del quehacer moral. El carácter es el conjunto de los hábitos adquiridos y, en parte, elegidos; esto es, el conjunto de las virtudes y los vicios. Para reconocer valores en el mundo, hay que suponerlos primero en la propia interioridad, como motivos superiores de la acción, como nobles aspiraciones. Por eso la ética del carácter, aunque es cultural, tiene que ser solidaria con lo que somos empíricamente por naturaleza y estar asociada al ejercicio y ejemplo cotidianos mediante el que se constituyen los hábitos. Por el contrario, la ética de los valores es apriorística, como heredera del rigorismo kantiano del deber...

Lo mejor es hacer lo que nos conviene por gusto y no por deber, aunque el deber pueda tener un valor subsidiario, en el sentido de que, si no nos gusta hacer lo que conviene, el sentido de la obligación nos impida hacer los que no nos conviene. La virtud es la costumbre de preferir lo conveniente: el vigor de la voluntad para inclinarse hacia lo correcto, la fuerza misma del carácter para instaurar valores y realizarlos. Y este es el problema: que nos guste hacer lo que nos conviene, especialmente si falta el reconocimiento social de que esto es lo más excelente.

Abandonamos la selva cuando nos dotamos de una nueva espontaneidad, voluntaria, entrenada, de buen estilo, constituida por un manojillo de virtudes civiles. Va siendo hora de que hablar de virtudes, leer sobre virtudes, deje de sonar a beatería puritana, quizás porque es urgente recuperar y actualizar el sentido de la excelencia y su reconocimiento social. Aranguren, que fue un optimista encantador e incorregible, creía que estábamos volviendo a una concepción clásica de la Ética como Teoría de las virtudes. Los hechos parecen darle la razón. Se acaban de publicar en España dos obras con un título muy significativo: Pequeño tratado de las grandes virtudes de André Comte-Sponville (Espasa-Calpe) y El libro de las virtudes de William J. Bennett (Vergara). José Antonio Marina los presenta y comenta brevemente en sus páginas sobre "Creación ética" del cultural 240 de ABC. Del libro de Comte-Sponville habla bien. Empieza por la urbanidad (todavía no moral) y acaba por el amor (más que moral). Dice que los temas que mejor trata son la fidelidad, la generosidad, la valentía, la sencillez y el humor, mediante el simple método de preguntarse cuáles actitudes del carácter de un individuo le hacen estimable, y cuáles no. Las razones que llevan a Marina a recomendar el libro del francés son de peso: "en una época de ramplonería vital, cuando estamos reduciendo el saber acerca de nosotros mismos a un conjunto de pulsiones y respuestas automáticas, cuando parece que todo el mundo sabe lo que tiene que saber aunque sea un analfabeto, cuando estamos olvidando la larga gestación de la personalidad moral, del afinamiento sentimental, de la estética de la convivencia, recordar la larga construcción del modelo de ser humano y de sus poderosas fuerzas creadoras (las virtudes) me parece indispensable y gozoso".


VICTORIAS Y DERROTISMOS

Empezamos bien. Sus señorías están de acuerdo en subirse el sueldo un veinte por ciento, y así, predicando con el ejemplo, la mayoría de sus señorías convencerán fácilmente a los funcionarios de que tienen que conformarse con ver congelados los suyos, persuadirán fácilmente a los obreros de que hay que apretarse el cinturón y pagar más impuestos por su trabajo; a las centrales sindicales, de que hay que abaratar el despido...; a los empresarios, de que hay que complicarse la vida, apostando por el empleo estable y la inversión productiva; y a los pensionistas del dos mil veinticinco de que ahorres en fondos de pensión si quieren cobrar alguna.

Empezamos bien. Empatando con Bulgaria. Tenemos una capacidad de trabajo y un talento futbolístico equiparable al de los búlgaros, pero sus señorías quieren homologarse salarialmente a los diputados y congresistas de la Europa más desarrollada. Así -dicen- se evitarán fugas de talentos de la política. ¡Como si algunos "talentos" pudieran servir para alguna otra cosa! Así -dicen- se evitarán tentaciones de figurar en lo público, mientras se sirve a lo privado, ¡cómo si la honradez de sus señorías costara sólo un veinte por ciento! Visto así, desde luego, resulta barata la honradez de sus señorías y triste que haya que comprarla.

Su señoría Trillo explica que el aumento no supondrá una subida del gasto público, porque, ¡sorprendente!, la Cámara cuenta con un "remanente acumulado en los años anteriores", ¡debe ser la única institución pública que ha mostrado capacidad de ahorro!, ¡qué previsores los padres de la patria! Y qué generosos los salientes con los entrantes... ¡Literalmente increíble! Lo peor, su señoría, es que aquí las subidas se consolidan enseguida y las bajadas no las aguanta ni dios, por lo que luego sólo queda la solución de darle al manubrio de la máquina de fabricar billetes, lo cual naturalmente genera inflación si sólo se aumenta la producción de dinero. Y digo esta obviedad porque, para algunos cultivadores compasivos de la literatura piadosa de finales de siglo, que van de funcionarios izquierdistas y de burócratas anarquistas por la vida (lo cual es, por supuesto, una hipocresía y un contrasentido), el dinero cae de las tetas del Estado como el maná caía del cielo bíblico.

Por lo visto, aquí sólo trabajamos bien cuando defendemos la casa, el dormitorio y la honra de Calderón, la cual honra, como todo el mundo sabe, no tiene nada que vez con la honradez y tiene su asiento en un lugar más bien bajísimo y alejado del cerebro, junto a las mismísimas posaderas. Nuestras afinidades parecen más bien irreales, salvo cuando se trata de subirse el sueldo; nuestra afición, de bombo y chichinabo, salvo cuando ganamos 'in extremis' a los rumanos, tan poderosos ellos; nuestra solidaridad es de corto alcance. No llega más que hasta el contertulio, el cofrade, el camarada, el amiguete de barra. No dura más que unas horas, unos minutos, el tiempo de echar unas cervezas. Son simpatías de ocasión, para dar una vuelta o bailar un par de sevillanas. Y luego, si te he visto no me acuerdo. Como las que parecen sentir los políticos por sus masas electorales: solidaridad cada cuatro años.

La afición del Betis es, naturalmente, una excepción. Hay una cierta grandeza heroica en ese obcecado deseo popular de que viva el Betis "manque pierda". Y la celebraríamos si no nos recordara a aquella de "¡vivan las caenas!". El apoyo que la mayoría de la gente presta a la selección española de Clemente es muy distinto. Está marcado por el recuerdo de un puñado de grandes decepciones históricas y amargado por el continuo sufrimiento. Es un apoyo condicionado; por consiguiente, nada que se le parezca al verdadero amor, ese que es pura ilusión utópica. Cuando uno quiere de verdad, uno se interesa incluso por los defectos del otro..., uno prefiere al otro incluso por sus defectos y, a veces, sobre todo por ellos, porque son complementarios de los propios. Los de la selección española se pueden describir en términos similares a los de la selección de Gento: ese agarrotamiento nervioso de las primeras partes, ese individualismo que busca la gloria personal a costa de las funciones y el rendimiento del equipo (menos), esa extraña furia que les arrebata en los últimos minutos y les ayuda a remontar el partido, cuando todo parecía perdido (también menos)... Desde luego, el fútbol ya es otra cosa, un deporte para atletas aguerridos, para gladiadores del césped. Los franceses parecen importarlos de las viejas colonias... Los españoles los alistamos de entre los chicarrones del norte, excepción hecha del combativo Kiko.

Pero la afición que les cobramos a nuestros políticos no tiene por qué ser tan parcial como la que, algunos (¡cuántos españoles de poca fe!), les prestamos a la selección. Ya de por sí es bastante pobre y, sin embargo, los políticos no hacen mucho por mejorar nuestra confianza. Se trata de llegar a Mastrique con las cuentas claras. Lo concedo. Pero algunos llegarán con medio kilo largo al mes y otros con los bolsillos del revés. Al final, es el pobre rumano el que carga con los errores del árbitro.


LA ERA DE LOS PUBLICOS

A principios de siglo, en un ensayo sobre El público y la multitud, el sociólogo Gabriel Tarde se preguntaba por qué encontramos más interés en un periódico del día que en las páginas de los atrasados... ¿Por qué pierden interés los hechos pasados?

Pues porque nos imaginamos que somos los únicos en leerlos y así nos sentimos solos, desconectados del resto del público. El placer que experimentamos al satisfacer nuestra curiosidad cuando nos ponemos al tanto de la actualidad, se debe en gran parte a la ilusión inconsciente de que nuestros sentimientos son comunes a un gran número de personas. El periódico nos ofrece un discurso leído en compañía de su inmenso público lector.

La pasión por la actualidad, el prestigio casi tiránico de la actualidad, es una de las características más precisas de la civilización moderna, y no sólo procede de la proximidad de los hechos a nuestras vidas y preocupaciones, sino de la simultaneidad de los hechos conocidos por nosotros y por los otros. Por eso, actualidad no es sólo lo que acaba de tener lugar, sino todo lo que inspira actualmente un interés general, aunque se trate de hechos antiguos, como la Transición o la "guerra sucia" contra ETA, o el supuesto descubrimiento del sepulcro de Alejandro Magno, o la recobrada afición por el tango y el baile de salón, o las corruptelas que un tunante atribuye a otros tunantes... Es de actualidad lo que está de moda y no lo es todo aquello que, aunque sea reciente, está fuera de la atención pública.

Es perfectamente injusto que nos olvidemos de las miserias de Africa, mientras la prensa no levanta la liebre de alguna nueva carnicería o de un nuevo éxodo masivo. De todas maneras, Gabriel Tarde pensaba que la pasión por la actualidad, aunque chocante, es una de las manifestaciones del progreso de la sociabilidad. Esta especie de sugestión a distancia que ejerce la cadena de televisión y el periódico sobre su público depende del hábito de la vida social y urbana, de la sugestión de la proximidad, de la intensa necesidad humana de compartir la realidad con sus congéneres. Es intensamente percibida cuando vemos un programa divertido y no tenemos con quien reírnos de las gracias de los actores. Dependemos de los demás mucho más de lo que solemos imaginar. Desde la infancia aprendemos a sentir vivamente la acción de las miradas de los otros que modela nuestra actitud y nuestros gestos, modifica nuestras ideas, perturba o sobreexcita nuestras palabras, nos hace tartamudear o gritar de entusiasmo. Lo que hay detrás de la mirada del otro es, naturalmente, una mente viva que se emociona y siente, nos influye y sugestiona.

Si Tarde tenía razón, resulta inapropiado considerar a la televisión o a la prensa como medios de comunicación de "masas". Para Tarde, la formación del público supone una evolución mental y social mucho más avanzada que la formación de una masa o multitud. La sugestividad que agrupa a los públicos de un programa de radio o de un periódico es puramente ideal, se trata de agrupaciones puramente abstractas en que las actitudes y las ideas se contagian sin contacto físico, es una especie de "multitud espiritualizada", de una sociabilidad refinada que no existió en la Antigüedad...

Claro que en la Antigüedad pagana el Coliseo pudo agrupar físicamente a cien mil personas, y en la Edad Media había ferias, peregrinaciones, multitudes tumultuosas, a través de las cuales se difundían por contagio e imitación emociones piadosas o bélicas: oleadas de pánico o de cólera. Pero el público, propiamente dicho, sólo ha podido aparecer con las nuevas "galaxias" ideales e imaginarias creadas por la imprenta, la prensa, la radio y la televisión e, inminentemente, por el ciberespacio, las infovías y las telarañas de las redes electrónicas internacionales que van estructurando el sistema nervioso del planeta.

Este avance extraordinario de las comunicaciones ya está propiciando la formación de nuevos públicos más allá de las fronteras políticas o las afinidades étnicas y religiosas, lo cual, tal vez, dejará al fundamentalismo nacionalista o religioso cada vez más fuera de juego. Más importancia incluso que el transporte de energía a distancia tendrá este nuevo factor de cohesión: el transporte del pensamiento a distancia. Y es que el pensamiento, la información, se está constituyendo en la fuerza social por excelencia. Lo cual tiene por efecto que la administración del poder dependa cada vez más de la capacidad para manipular y controlar dicha fuerza. La lectura simultánea y cotidiana de un texto o la visualización o audición de un programa dan a sus respectivos públicos la sensación de constituir un cuerpo social nuevo, distinto de las Iglesias o los Estados.

Nuestra era ya no es la edad de las masas y de las multitudes, sino la era de los públicos. Estos se multiplican y diversifican constantemente. Uno puede pertenecer simultáneamente a distintos públicos. Y aquí radica la ventaja de las sustitución del auditorio de los oradores, de las multitudes de congregantes y de los fieles del sermón o el mitin, por los públicos de los grandes medios de comunicación, transformación acompañada por un progreso en la tolerancia y en el escepticismo que muchos confunden con la anomia y la crisis de valores, y que, acostumbrados a medios más mecánicos y físicos de agregación homogénea, perciben como inseguridad o desorden.

Dime con quien te juntas..., dime que periódico lees, que programa escuchas, ves o manejas, y te diré quien eres.


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