ESTE CABALLO, NI REGALADO
Por: adriano numa
Equus, el multigalardonado texto de Peter Shaffer (1926), regresa a cumplir una breve temporada al Teatro Ramiro Jiménez. Hace más de un año que la compañía comandada por Ernesto Gómez Vadillo inició este montaje y el nuevo ciclo corresponde a las 1,200 representaciones. A tanto trabajo escénico, atribuyo el enviciamiento actoral que se manifiesta principalmente en Mauricio Ochmann; para él, los textos han adquirido una musicalidad emparentada con un sonsonete infantil. La rutina desgasta haciendo que los errores puedan pasar inadvertidos hasta para el director más avezado. Las probabilidades de ignorar estas fallas crecen cuando el director también actúa en la obra, como sucede en este caso.

Ochmann se debate en una búsqueda interpretativa que se estrella ante la complejidad del carácter estructurado por Shaffer y, aun con su mejor esfuerzo, las comparaciones con
Jaime Garza o Marcelo Basave son inevitables. La dirección de Gómez Vadillo resulta fallida cuando nos percatamos de que, incluso él, pierde algunos textos por falta de aire o su discurso es suprimido por una música inútil –al encarnar un lugar común- y, además, en un volumen muy elevado. ¿Qué importa si la función se prolonga unos minutos más? Los parlamentos del Dr. Martín Dysart constituyen un eje neurálgico de la obra; la variedad de tonos y ritmo resulta crucial para la identificación con el personaje.

En el plano general se perciben dos tonos expresivos: El recitamiento lineal monocorde y las voces en cuello. No existe el punto medio. Sólo
Tina Romero y Claudia Palacios (Jill) parecen escapar a esta triste sombra. La experiencia de la Romero consigue aportar una cálida y justa perspectiva. Claudia se desenvuelve natural y evidencia su buena madera actoral. Aunque, en efecto, se trata de un material de intensidad temática, siempre queda lugar para el matiz que dé al espectador un respiro emocional o le permita asimilar gradualmente los hechos.

Puesto que el programa de mano, entre muchas omisiones, no indica quién realizó la funcional escenografía, aplaudo desde estas líneas al creativo anónimo (o anónima) por esta tarea maravillosa que permite disfrutar de una cabalgata circular.

El diseño de iluminación, amén de convencional, resultó poco imaginativo y deslucido en extremo; la paleta cromática se les agotó desde la primer escena. La utilería brilla por su ausencia y empobrece la acción dramática; un poco de aserrín a los pies del templete principal, lentes de sol para
Norma Lazareno y Roberto D’Amico, hubieran contextualizado el flashback en la serie de recuerdos, del modo independiente que como escena clave le corresponde. Lo anterior, sólo como un breve catálogo de ausencias en el rubro.

No se trata de recrear el filme o los célebres montajes anteriores; cada director e intérprete puede y debe aportar un contrasentido o su personal óptica al texto, pero estas contribuciones deben ser complementarias entre sí para entregar un producto coherente en términos estilísticos.

Algunos personajes secundarios, como la enfermera o el dueño de las caballerizas, se sumergen en la grisura por la tibieza de intención o la dificultad que enfrentan para proyectar su voz con potencia. Los protagónicos manifiestan un desempeño irregular y queda la impresión de que el tiempo les paremia. Incluso, el trabajo corporal de los actores que dan vida a los caballos quebranta la ilusión de centauros en su disparidad expresiva; por supuestos que el caballo principal mereció especial atención, pero el resto debió regirse por las mismas reglas coreográficas.

Este espectáculo deberá replantearse con rigor, así como reestrenar ojos y oídos para lo que sucede en escena. Aun cuando se trata de una breve reposición deben, al público que demandó su regreso a cartelera, una función acorde con las expectativas que genera el reparto; cuentan con los elementos técnicos y humanos para renovarse.

El panorama no es tan desolador; el texto de Shaffer posee en sí mismo un valor dramático que lo vuelve ajeno al paso de los años y, para este montaje, la calidad no resulta ajena; dignifican la puesta cada uno de los actores con su esfuerzo y entrega. Desgraciadamente esta obra no es, ni con abrumador optimismo, la obra del siglo. Publicistas vemos, teatralidades no sabemos.
Columna publicada de esta obra