El
granjerito al que no le gustaba nada
Había una vez un granjerito muy quejumbroso que casi siempre se
quejaba de toda la comida, no le gustaba la carne ni el arroz ni nada.
Era muy pero muy flaquito, y sus dientes muy limpiecitos, pues nunca
comía nada; su estómago se aflojaba mucho, pues se le
veían todas las costillas, aunque quisiera comer algo siempre
decía:
—No
quiero, no quiero.
Y es que
él nunca probaba nada.
Su vecino
se mudó, una señora compró la casa para vivir
ahí. Ella traía mucha comida y el granjerito dijo:
—Quisiera
comer eso.
Pero
eso lo decía su panza, pues el granjerito decía:
—Tú
no me engañas. Ya sé que tú quieres comer, pero yo
te voy a ignorar, pues eso tampoco me gusta a mí.
El
estómago se enojó y se quiso desquitar, pero el granjero
le dio unos golpes a su panza.
—Un
día la señora vio al granjero –que se llamaba Pepe– que
estaba muy flaco, tan flaco que hasta parecía un zombie. La
señora le preparó una gran mesa con pavo, pollo, huevos
revueltos, arroz con frutas. Al estómago se le antojaba todo.
—¡Ay
Dios!, esos pollitos están acabados de cocinar.
Ahora
Pepe no podía controlar al estómago, pues saboreaba y
saboreaba. Pepe estaba preocupado de que el estómago lo
ignoraba, porque el estómago le dijo al cerebro que le dijera a
las piernas que lo llevaran a la mesa. Comió tanto que su
pancita se llenó, ya no se le veían las costillas y su
cerebro ya no estaban tan seco –pues estaba deshidratado–, bebió
algo de agua y su corazón latió más porque
contento quedó. Así el granjerito ya no se quejaba
más, pues nada dejó, ni los huesos, que limpió
completamente. Desde ese momento el granjerito probaba los alimentos y
saboreaba todo con tranquilidad y así aprendió a no
quejarse de la comida.
Andrea
Martínez Jiménez
11 de febrero de 2008
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