LA MASIFICACIÓN
Alfredo Sáenz (*)
Otra peculiaridad del hombre de hoy es su inserción en la masa, hasta el punto de volverse en muchos casos hombre-masa. Conocemos el notable libro de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, con muchas inteligentes observaciones que para la exposición de este tema tendremos en cuenta. Empalmando con lo que acabamos de tratar, el autor español afirma que está triunfando una forma de homogeneidad bien llamativa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro.
En rigor, prosigue reflexionado Ortega, la masa puede definirse como un hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que emerjan los individuos que en ella se aglomeran. Cuando conocemos a alguien podemos saber si es de la masa o no. El ser de la masa en nada depende de la pertenencia a un estamento determinado. Dentro de tenencia clase social hay simpre mas y minoría auténtica. No es raro encontrar en la clase media y aun baja, personas realmente selectas. Pero lo característico de nuestro tiempo es el predominio, aun en los grupos más distinguidos, como los intelectuales, los artistas, los que quedan de la llamada aristocracia, de la masa y el vulgo. Por tanto la palabra masa no designa aquí una clase social, sino un modo de ser hombre que se da hoy en todas las clases sociales, y que por lo mismo representa a nuestro tiempo, en el cual predomina.
Tratemos de penetrar en las características del hombre masificado. ¿Qué es la masa? Lo que vale por su peso y no vale sino por su peso; una realidad que se manifiesta más por su ausencia de cualidades, pura inercia. Y así podemos decir que, en el campo social, la masa se da cuando un grupo más o menos numeroso de personas se agolpan en base a idénticos sentimientos, deseos, actitudes, perdiendo, en razón de aquella vinculación, su personalidad en mayor o menor grado, convirtiéndose en un conglomerado de individuos uniformes e indistintos, que al hacerse bloque no se multiplica sino que se adicionan.
Pfeil distingue dos tipos de manifestación. La primera, que se podría llamar transitoria, se da cuando los hombres por algunos momentos pierden su facultad de pensar libremente y de tomar decisiones, adhiriendo al conglomerado, lo que les puede acontecer, si bien sólo en ocasiones, incluso a gente con personalidad. Pero esta no es la masificación, al que alude Pfeil, o sea la crónica, que se realiza cuando la gente pierde de manera casi habitual sus características personales, sin preocuparse ni de verdades, ni de valores, asociándose a aquel conglomerado homogéneo de que hemos hablado, conjunto uniformado de opiniones, de deseos y de conductas.
El hombre masificado es un hombre gregario, que ha renunciado a la vida autónoma, adhiriéndose gozosamente a lo que piensan, quieren, hacen u omiten los demás. Es de la masa todo aquel que siente como todo el mundo. No se angustia por ello, al contrario, se encuentra cómodo al saberse idéntico a los demás. Es el hombre de la manada. No analiza ni delibera antes de obrar, sino que adhiere sin reticencias a las opiniones mayoritarias. En un hombre sin carácter, sin conciencia, sin libertad, sin riesgo, sin responsabilidad. Más aún, como lo ha señalado Pfeil, odia todo lo que huela a personalidad, despreciando cualquier iniciativa particular que sea divergente de lo que piensa la masa. Dispuesto a dejarse nivelar y uniformar, se adapta totalmente a los demás tanto en el modo de vestir y en las costumbres cotidianas, como en las convicciones económicas y políticas y hasta en sus apreciaciones artísticas, éticas y religiosas. En resumen: la conducta masificada es la renuncia al propio yo. Folliet llama a esto la incorporación al Leviathan, que confiere al hombre-masa cierta seguridad material, intelecutal y moral. El individuo no tiene ya que elegir, decidir, o arriesgarse por sí mismo; la elección, la decisión, y el riesgo se colectivizan.
Cuando
alguien recrimina a un hombre masificado por su manera de pensar o de
obrar, éste suele parapetarse en varias teorías
actuales que han adquirido vigencia social, con lo que cree dar
cierta solidez a su posición. Al fin y al cabo, argumenta, los
hijos son fruto de los padres, el modo de ser determinada a la gente,
el ambiente influye de manera decisiva. Viktor Frankl ha escrito que
los tres grandes homunculismos actuales: el biologismo,
el psicologismo y el sociologismo, persuaden al hombre de que es mero
producto de la sangre, mero autómata de reflejos, mero aparato
de instintos o del medio ambiente, sin libertad ni responsabilidad.
No carece de relación con lo que estamos tratando el análisis que nos ha dejado Ortega acera de la degeneración que en el vocabulario usual ha sufrido una palabra tan digna de estima como la palabra nobleza. Aveces se la ha entendido como un honor meramente heredado, lo que suena a algo estático e inerte. No se la entendía así en la sociedad tradicional. Se llamaba noble al que superándose a sí mismo, sobresalía del anonimato, por su esfuerzo o excelencia. Su vida ardorosa y dinámica era lo contrario de la vida vulgar, pacata y estéril. Ortega se pregunta nobleza no será uno de los logros del hombre-masa, fruto de su envidia y resentimiento. Sea lo que fuere el hecho es que antes la nobleza guiaba a la sociedad. Hoy todos se han convertido en dirigentes. La principal caracterización del hombre-masa consiste en que, sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él. Las personas nobles se distinguen de las masificadas en que se exigen más que los otros, asumiendo obligaciones y deberes, mientras que éstas, creyendo que sólo tienen derechos, nada se exigen, limitándose a exigir de los demás. Aunque a veces se creen muy snobs, no son sino boyas que van a la deriva.
El hombre-masa es el hombre que se ha perdido en el anonimato del se, una especie de ello universal e indiferenciado. Ya no es Juan quien afirma sino que se dice, no es Pedro el que piensa sino que se piensa..... Escribe Gabriel Marcel que cuando alguien nos dice se comenta que ......, quien nos habla esconde su responsabilidad tras ese se, y si le preguntamos enseguida por el autor del comentario, obligándole a arrostrar la situación y sacar el asunto del plano del se, advertimos cómo enseguida elude la cuestión. En su libro El ser y el tiempo, Heidegger le hace decir al hombre-masa: Disfrutamos y gozamos como <<se>> goza; leemos, vemos y juzgamos de literatura como <<se>> ve y juzga; incluso nos apartamos del montón como <<se>> apartan de él; encontramos indignante lo que <<se>> considera indignante. Es lo que Heidegger llama man, se, uno, en alusión a ese ser informe, sin nombre ni apellido, que está por doquier.
Tal parecería se la peculiaridad principal del hombre-masa: la despersonalización. Poruq si lo propio de la persona es su capacidad para emitir juicios, gustar de lo bello, poner actos libres, nada de esto se encuentra en el hombre de masas. Con lo que volvemos a la primera nota que hemos encontrado en nuestra descripción del hombre de hoy: su ausencia de interioridad. El hombre de masa no tiene vida interior, aborrece el recogimiento, huye del silencio; necesita el estrépito ensordecedor, la calle, la televisión. A veces deja encendida todo le día una radio que no escucha, acostumbrado a vivir con un fondo de ruido. Vacío de sí, se sumerge en la masa, busca la muchedumbre, su calor, sus desplazamientos.
El hombre-masa es, pues, aquel uno de que nos hablaba Heidegger. Pero no sólo en el sentido nominal del vocablo, sino también en su significado numérico. Nuestra época masificante, que prefiere la cantidad a la calidad, ha hecho del número el árbitro del poder político- la mitad más uno- así como de todo el comportamiento humano. El individuo, vuelto cosa, se convierte en un objeto dúctil, un ser informe y sin subjetividad, cifra de una serie, dato de un problema, materia por excelencia para encuestas y estadísticas que hacen que acabe finalmente por pensar como ellas, inclinándose siempre a lo que prefieren las mayorías. Por eso el hombre-masa es un hombre fácilmente maleable, arcilla viva, pero amorfa, capaz de todas las transformaciones que se le impongan desde afuera.
En el siglo pasado, Tocqueville anunció proféticamente que en el siglo próximo, es decir, el nuestro, la ley se convertiría, punteando a los individuos, en una especie de poder inmenso y tutelar, absoluto y previsor, que garantizaría la seguridad de todos, satisfaría sus necesidades y deseos, dirigiría sus negocios, haciendo así cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío. Razón tenía el pensador francés. Nada mejor par los políticos sin conciencia que una sociedad así domesticada, fácilmente dominable mediante las refinadas técnicas que permiten captar sus aspiraciones, cuya propaganda en todas sus formas constituye el principal alimento del hombre despersonalizado, dando respuesta a las inquietudes que ella misma crea en la masa en estado de anonimato y de vacuidad interior. Sólo les bastará conocer los reflejos instintivos y prerracionales de esa arcilla invertebrada, capaz de todas las transmutaciones, como los animales de Pavlov, para elaborar una ideología adecuada, propagarla por aquellos medios, encarnarla en las masas y convertirla en vehículo de su gobierno. Una vez conquistado el poder, no será difícil conservarlo, dando satisfacción a algunas de sus tendencias. De ahí la importancia de las ideologías para la masa, ya que los que la integran ven en el consentimiento universal o en la expresión de la mayoría, lo más aplastante posible, el mejor sucedáneo de su desierto interior.
Cuando criticamos la disolución del individuo en la masa, en modo alguno queremos alabar, por contraste, el individualismo de tipo liberal, que se opone a la debida inserción del hombre en la sociedad. Ya hemos hablado del peligro el desarraigo. Pero no es lo mismo grupo que masa, como ya Pío XII lo distinguió cuidadosamente: Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, mas, son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puedes ser movida desde afuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales, en su propio puesto y según su manera propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, presta a seguir sucesivamente hoy esta bandera, mañana otra distinta . El que no integra un pueblo, fácilmente se disuelve en el anonimato de la masa, buscando en ella como una pantalla que le permite vivir eludiendo responsabilidades. En el pueblo, el hombre conserva su personalidad. En la masa, se diluye.
Lo peor es que al hombre masificado le hacen creer que por su unión con la multitud es alguien importante. Lo que era meramente cantidad- la muchedumbre- se convierte ahora en una determinación cualitativa. Podría hablarse de una especie de alma colectiva, algo poderoso, grande cuantitativamente. La masa así agrandada, se vuelve prepotente aceptando con placer aquello de la soberanía del pueblo, según el concepto de la democracia liberal. La muchedumbre pasa así a ocupar el escenario, instalándose en los lugares preferentes de la sociedad. Antes existía, por cierto, pero en un segundo plano, como telón de fondo del acontecer social. Ahora se adelanta, es el personaje privilegiado. Ya no hay protagonistas, sólo hay coro. Mas todo ello es pura apariencia. Porque de hecho sigue habiendo protagonistas, pero ocultos, que le hacen creer al coro su protagonismo.
El hombre gregario, cuando está sólo, se siente apocado, pero cuando se ve integrando la masa que vocifera, se pone furioso, gesticula, alza los puños, injuria, llegando a veces al desenfreno, hasta provocar incendios y muertes. Nunca hubiera obrado así como persona individual. Cabría aquí tratar del carácter que va tomando el fútbol, un gran negocio montado para las multitudes masificadas.
Es un fenómeno digno de ser estudiado, que parece incluir la pérdida de la identidad personal, y en sus exponentes más extremos, las barras bravas, la disposición a matar o morir, por una causa que está bien lejos de merecer tal disposición. El sentirse arrollado por la multitud experimentado como un sentirse respaldado y fortalecido, lo que contribuye a suprimir los frenos morales, acallando todo sentido de responsabilidad. Marcel de Corte nos ha dejado al respecto una reflexión destacable: La fusión mística de la masa no es para el individuo sino un medio de exaltarse y colmar su vaciedad con su subterfugio, el acto de comunión es la expresión de un egoísmo larvando que llega a la fase extrema de su proceso de degeneración humana.
Marcel pensaba que si seguimos por este camino, el individuo se iría haciendo cada vez más reductible a una ficha según la cual se le dictaminaría su destinación futura. Fichero sanitario, fichero judicial, fichero fiscal, completado quizás más tarde por indicaciones de su vida íntima, todo esto en una sociedad que se dice organizada y planificadora, bastará para determinar el lugar del individuo en la misma, sin que sean tomados en cuenta los lazos familiares, los afectos profundos, los gustos espontáneos, las vocaciones personales.
(*)El Hombre Moderno
Descripción Fenomenológica
Ediciones Gladius 1998.