Ortodoxia, Nº 1, julio/1942, Buenos Aires
Tomás D. Casares
“Sobre las relaciones de la Justicia y el Derecho”
SOBRE LAS RELACIONES DE LA JUSTICIA Y EL DERECHO
El debate sobre la relación de las ideas de justicia y derecho podría esquematizarse reduciendo a dos las innumerables posiciones adoptadas por el pensamiento jurídico en él. 1º La justicia, estrictamente considerada, no es otra cosa que la virtud relativa a la conducta jurídica, la cual consiste en ceñirse con máxima perfección a los mandatos de la ley. 2º La justicia es el ideal jurídico, el término hacia el cual debe tender todo derecho, porque el fin de éste es, en última instancia, establecer en la sociedad un orden temporal justo.
Esta reducción sacrifica, sin duda, lo específico de numerosas soluciones y prescinde de matices cuyo valor es innegable. Pero si se tiene presente que no se pretende afirmar con ella que esas dos hayan sido las únicas respuestas, sino sólo señalar dos genéricas formalidades en las cuales se expresa el sentido u orientación esencial que preside todas las disquisiciones sobre el tema por encima de divergencias relativas a muchos aspectos particulares de él y aún a la sustancia misma de lo justo, la reducción no es objetable. Y tiene la utilidad de concretar una tan enmarañada controversia en torno a puntos de vista generales que la clarifican y la ordenan.
Su primer fruto es el de mostrar que en el segundo punto de vista la distinción del derecho y la justicia lleva implícita la admisión de un posible derecho injusto. Porque si la justicia es considerada el ideal o fin propio del derecho, una de dos: o se identifica con él en un cierto sentido, como la forma propia de todo ser se identifica con el ser del cual es forma, pues es lo que hace que el ser sea específicamente lo que es; o se atribuye a ese fin o ideal una mera función rectora, -tal la de las ideas kantianas-, considerándolo inalcanzable de hecho. En el primer supuesto la identificación disuelve el problema y queda como respuesta a él la primera posición, enunciada al principio, la de la justicia como virtud relativa al ejercicio del derecho o práctica de la vida jurídica, según se explicará más adelante. En el segundo se admite la existencia concreta y positiva de un derecho propiamente tal que es derecho con prescindencia de cualquiera conformidad, así sea mínima, con las exigencias primordiales y elementales de un orden justo como está de manifiesto en la doctrina stammleriana del derecho justo.
Atribuir ser jurídico a una norma positiva injusta es tanto corno admitir la existencia de un derecho sin fundamento, puesto que la fundamentación del derecho requiere una referencia de la norma en la cual el derecho se expresa, a la razón en virtud de la cual se impone su obligatoriedad a la conciencia de las personas regidas por ella. Y esa razón es, en todos los casos, sea cual fuere la concepción de que se trate, su conformidad con el fin que la ordenación jurídica debe proponerse y realizar. Porque el fundamento está siempre en los primeros principios, y en el orden práctico los fines desempeñan la función de los principios en el especulativo. El discernimiento de la verdad de una demostración especulativa contiene una referencia de última instancia a los primeros principios; la demostración será verdadera si no los contradice. El establecimiento de la autoridad de un precepto del orden moral requiere una referencia definitiva al último fin de la vida del hombre. Tendrá autoridad de mandato moral si endereza de algún modo hacia ese fin supremo.
Pero el derecho no conforme con el fin propio del orden jurídico, aquel al cual se le sigue considerando tal no obstante ser injusto, no parece que pueda ser otra cosa que el hecho social de un cierto ordenamiento colectivo sostenido e impuesto por la fuerza de la autoridad que rige donde y cuando el mencionado ordenamiento está en vigencia, o por esa otra fuerza inherente a aquellas concreciones que produce la vida en común con el transcurso de tiempo y que constituyen una innegable y efectiva realidad, sólo que ajenas por completa, en cuanto meros hechos sociales, a la razón esencial determinante de su establecimiento y a una reflexiva finalidad. Que esto constituye un tema de investigación cargado de interés no puede negarle; pero cuando se tratar de saber con qué derecho el derecho impera, -y de ello se trata, precisamente, en el problema de sus relaciones con la justicia—, por ese camino no se sale a una solución. Una consideración sociológica sobre la diversa eficacia rectora de distintos derechos positivos puede obtenernos quizás la determinación de un síntoma del distinto grado de justicia de cada uno de ellos y sugerir una cierta relación entre el hecho de la eficacia y la estabilidad y la conformidad esencial de un derecho con su fin propio en determinadas circunstancias, pero nada más. Hacer seguir de esa comprobación una afirmación de justicia intrínseca no sería lícito. La investigación aguda de las condiciones de existencia tiene una doble virtud: la de ilustrar sobre lo que la existencia como tal exige en lo concreto contingente, —con lo cual se elude el esencialismo desconectado de la realidad viva—, y la de poner en camino de discernir la formalidad propia de la materia que constituye el objeto de una tal investigación, —con lo cual se elude la limitación positivista que al cerrarse en la consideración de la mera experiencia inmediata se cierra inclusive para el entendimiento de la realidad a la cual se refiere esa experiencia.— Pero la investigación a que nos referimos no trae consigo el discernimiento de la formalidad y de la esencia. Esto está en otro orden de conocimientos; y toda la virtualidad posible del existencialismo se malogra no bien esto es negado u olvidado.
Cuando se trata de las relaciones de la justicia y el derecho, cualquier entendimiento se hace imposible si se admite que un derecho puede ser específicamente tal aunque sea injusto, porque de ser así no se ve cómo y por qué puede venirle al derecho una perfección de su conformidad con la justicia. La perfección es un adelantamiento en el proceso de la asunción de la materia por su forma propia. Es, pues, un proceso estrictamente intrínseco al ser o realidad de cuya perfección se trata. Ser perfecta una determinada realidad es ser plena y acabadamente lo que la constituye en su especie. Si el derecho puede ser tal, es decir, tener esencia de derecho, estar formalmente en su especie, sin ser justo, hacerse justo no sería para él progresar o perfeccionarse sino ser otra cosa, pasar a ser una realidad distinta al recibir una formalidad nueva, cual seria la formalidad de la justicia que antes no tenía. Pero entonen hay que preguntarse por qué a ese tránsito se le llama perfección; cómo puede decirse que es más perfecto el derecho justo que el que no lo es, si uno y otro son realidades substancialmente distintas y por lo tanto incomparables. Si la justicia no es de la esencia de todo derecho; si puede tener formalidad de derecho el que no tenga mínima formalidad de justicia, estamos ante realidades incomunicables; la justicia es en verdad la inalcanzable estrella polar de que habla Stammler. Pero no se sabe por qué esa estrella ha de guiar con felicidad el proceso de un derecho que se propone progresar o perfeccionarse puesto que si lo ha de hacer en calidad de ideal, volvemos a todo lo dicho sobre la incongruencia de los dos órdenes: el ideal es la concepción del ser respectivo en el punto de la máxima perfección posible a su naturaleza. De los ideales puede decirse que son prácticamente inalcanzables muchas veces por que la posibilidad de su realización puede ser obstada por circunstancias que no le es dado remover al ser en trance de perfeccionarse o porque de hecho la naturaleza de éste padezca una deficiencia radical que no puede reparar por si mismo, como en el caso del hombre que es, en su condición actual, naturaleza caída, padece las consecuencias del pecado original y sólo mediante el recurso sobrenatural de la Gracia puede superarlas. Pero la noción de un ideal teóricamente inalcanzable es tan contradictoria como la de progreso indefinido. Así como la posibilidad del progreso está condicionada por la precisión del término que con él ha de alcanzarse, la función rectora de un ideal, su fecundidad concreta está, si no siempre en la identidad, por lo menos en la analogía de su naturaleza con la del ser al cual es propuesto. Por eso decíamos que, en el orden natural, el verdadero ideal no es otra cosa que una proyección inteligible del ser en cuestión, una exaltación de él que, en cuanto tal, está inexorablemente condicionada por las posibilidades inherentes a su esencia propia.
Si lo que se afirma es que el derecho debe ser justo para ser derecho, que la justicia es el ideal del derecho en el sentido de que constituye su fin propio, derecho y justicia —ya lo dijimos— concluyen por identificarse y el problema de sus relaciones desaparece para plantearse, en todo caso, en términos por completo distintos. Porque en esta manera de concebirlo la justicia viene a ser la formalidad de la norma jurídica. El derecho sería todo lo que materialmente constituye a la norma pero en cuanto dispuesto según las exigencias de la justicia, es decir informado por principios de justicia. Pero entonces entre el derecho verdaderamente tal y la justicia no cabría otra distinción que la existente entre la integridad del ser y su forma propia. Y como la forma de cada realidad es lo que hace que sea lo que es, lo que la especifica y al especificar la diferencia esencialmente de otra, la justicia concebida según se acaba de explicar, sería principio intrínsecamente constitutivo del derecho y como tal tan substancialmente inseparable de él que en un cierto sentido cabria decir en rigor de verdad que justicia y derecho se identifican. Y afirmar que el derecho no lo es si no es justo equivaldría a decir que sólo el derecho es derecho.
Es que cuando la justicia es así concebida se trata en realidad, —hay que repetirlo una vez más— de la formalidad del derecho, de lo que esencialmente lo constituye, en suma, del derecho mismo en lo más entrañable y distintivo de él; pero al fin y al cabo del derecho. Hay válidos motivos que se tratará de explicar más adelante para expresarse como hemos venido haciéndolo cuando decíamos que sólo es derecho el que realiza mínimamente las exigencias primordiales y elementales de la justicia; pero también los hay para objetar esa forma de expresión, cuando no se agregan las debidas precisiones porque sugiere el equivoco de considerar a la justicia como algo distinto e independiente del derecho; expone a caer en el error comentado de admitir la posibilidad de un orden jurídico válido y lícito que no sea intrínsecamente justo y a trasladar ilícitamente los problemas del derecho al capítulo de la justicia. Con ello el capítulo del derecho queda despojado de sus temas substanciales y se le asignan a la justicia cuestiones que le son ajenas.
La confusión se infiltra por el resquicio de una proposición inobjetable pero siempre que se establezca el preciso sentido del término “derecho” que en ella se emplea. Es ésta: el derecho tiene por objeto el establecimiento de un orden justo. De donde se sigue que no es derecho el que no lo establezca, y si no lo establece es porque no es justo. Lo cual implica considerar a la justicia del orden establecido como una proyección de la justicia inherente al derecho respectivo. Pero en rigor no hay tal; el derecho positivo tiene por objeto determinar lo propio de cada uno en cada circunstancia, no en vista de la justicia, porque decir esto es proponer como respuesta una palabra que cuando se procure precisar su sentido nos remitirá a la noción de derecho, es decir, al nudo del problema considerado, sino de lo que a cada uno le corresponde de acuerdo con las exigencias de su naturaleza, su condición en la sociedad y los imperativos del bien común. Do ello se sigue un orden al cual llamamos justo porque ajusta la condición de cada uno según un principio de igualdad. Pero sólo analógicamente, —con analogía de atribución—, puede decirse que el derecho, del cual proviene un orden tal, será él mismo, justo. Esto es atribuirle al derecho algo así como una disposición de voluntad con respecto a la aplicación o vigencia de si mismo. En estricta terminología el derecho no es ni deja de ser justo, el orden de la justicia es de otra especie; se refiere, es cierto, a un fruto del derecho positivo, pero sólo en cuanto hay para ese derecho, como se intentará explicar en seguida, el debido reconocimiento.
En suma, que la noción de justicia no la hallamos en la consideración de os problemas jurídicos como fundamento, formalidad propia, esencia o ideal del derecho; constituye un tema de consideraciones relativas al derecho, que suponen una noción de este último establecida con prescindencia de la noción de justicia. Como que la justicia no es en definitiva otra cosa que el reconocimiento del derecho. Por eso según la fórmula tradicional el derecho es el objeto de la justicia y no la justicia el objeto del derecho como suele expresarse en el lenguaje corriente. El objeto del derecho es, en rigor, el bien común mediante el orden en cuanto es ello requisito de la plenitud personal de quienes integran la comunidad. Y el objeto de la justicia es el derecho, porque es el reconocimiento de todo aquello a que cada uno está obligado con respecto a los demás en razón de lo que requiere la promoción de la plenitud personal de éstos, mediante el bien común se sigue de una ordenada sociedad.
Decir de una ley que es justa es, pues, como decir de un alimento que es sano. La expresión no es errónea, pero induce en error si no se repara en que la calificación es asignada aquí en vista de una analogía y no con estricta propiedad. Sano será el estado del organismo en que el alimento opere, como será justo el orden que establezca la ley en la sociedad de su vigencia. Pero un caso y e otro con este modo de decir nada se expresa sobre la esencia de la ley o del alimento; sobre la razón por la cual la primera ajuna y el segundo sana. Atribuir justicia a la ley es, pues, solo un modo indirecto de aludir a la conformidad de ella con su finalidad, que es como dijimos, no precisamente el establecimiento de un orden justo, porque decir esto es trasladar la cuestión sin resolverla, sino asegurar a los súbditos posibilidades efectivas de plenitud personal mediante la promoción del bien común. Si cabe hablar de una justicia relativa al espíritu de la ley no es, en realidad, de otra cosa que de la disposición justa de voluntad con que el legislador la haya sancionado. Porque en sentido propio y estricto justas o injustos son los actos de la conducta humana y sólo por una proyección analógica de este concepto l1amamos justo o injusto al orden establecido por un cierto régimen jurídico positivo, —es lo que suele llamarse justicia en sentido objetivo—, en razón de que proviene de un reconocimiento o un desconocimiento del derecho de cada uno por parte del legislador, a la justicia o injusticia de una sentencia es la proyección de la justicia o injusticia inherente al acto personal con que el juez ha decidido la contienda.
Dijimos que había, sin embargo, válidos motivos en favor de la terminología corriente que califica de justas o injustas a las leyes y define como fin del derecho el establecimiento de un orden justo; es decir, que en un cierto sentido el objeto del derecho, — a la inversa de lo que se afirmó precedentemente—, seria la justicia.
La terminología a la que se ha venido haciendo referencia vale y es exacta referida al derecho positivo y concreto de cada circunstancia, porque puede suceder que, de hecho, una determinada legislación positiva no asigne a cada uno el lugar que naturalmente le corresponde en la colectividad. Sólo que en tal caso esa legislación positiva injusta no es derecho. Y no se quiere decir con ello que no es derecho porque sea injusta, sino que es injusta porque no es derecho; porque no es asignación del lugar y la condición naturalmente correspondientes y debidos a cada uno en la colectividad.
Toda la confusión proviene de que una misma palabra, —derecho- es empleada con diverso significado. Se le llama derecho, -si bien con el aditamento de positivo—, a la concreta determinación de lo propio de cada uno hecha por una cierta legislación en tal o cual circunstancia de lugar y tiempo, —el derecho romano o nuestro derecho patrio—, y también a lo que es lo propio de cada uno, consideradas las cosas en si mismas, en su propia naturaleza y en lo que la satisfacción de las exigencias de ésta requiere en cada circunstancia, con prescindencia de que el régimen jurídico imperante en el lugar y el tiempo con respecto a los cuales, la observación se haga, lo determine y establezca o no como tal, a decir, como propio.
Pero cuando se trata del derecho en si y no de tal o cual 1egislación positiva, la estimación de justo o injusto no tiene sentido Lo tiene, en cambio, cuando se trata del derecho positivo, porque todo derecho positivo supone, en su sanción y su vigencia, un acto voluntario relativo a la determinación imperativa o real resguardo del derecho de cada uno en el régimen concreto y coactivo de convivencia dado a luz por ese acto de voluntad que es la decisión legislativa; así se trate nada más que del reconocimiento de un régimen constituido en el proceso anónimo de la costumbre.
Por donde la lisa y llana identificación del derecho con el derecho positivo exhibe una vez más su flaqueza irremediable. O el derecho se identifica pura y simplemente con el arbitrio de la fuerza que concreta y circunstancialmente lo impone, o se concluye por reconocer explícita o implícitamente que el derecho en si el derecho positivo de un determinado lugar y tiempo son dos realidades que deben ser distinguidas y cuya relación podría formularse diciendo que el derecho positivo debe ser expresión concreta y circunstancial del derecho en sí. Y como puede, de hecho, no serlo, cabe hablar de su justicia o su injusticia y hasta de su mayor o menor justicia, según determine con mayor o menor perfección —y habida cuenta de todas las exigencias contingentes de la circunstancialidad; que en la adecuada consideración de ellas está el ámbito rigurosamente propio y, por ende, toda la libertad de la ley positiva—, el lugar y condición de cada uno en la comunidad.
Vale decir que la calificación del derecho como justo o injusto comporta la referencia del derecho calificado a algo cuya eminencia y cuya superioridad rectora resulta, precisamente, de estar implicado en el juicio nada menos que como fundamento de él.
La justicia es pues, una virtud y sólo como tal se aprehende auténtica esencia y se determina con precisión las relaciones ella con el derecho en el orden de ese reconocimiento a que acabamos de aludir.
Hecha esta salvedad nada obsta a que se atribuya a la ley misma justicia o injusticia. Pero no bien se la olvida la confusión de la justicia con el derecho se hace inextricable y se cae en riesgo próximo de considerar que no se puede salir de ella si no es reduciendo el derecho a la ley positiva en cuanto norma rectora de la vida colectiva, asistida por una fuerza suficiente para imponer la sumisión a ella. Y si esta consecuencia, que es la de todos los positivismos, —desde el que estaba implícito en la sofística, hasta el de Kelsen— se elude, queda todavía por eludir la de vaciar de su auténtico sentido a la definición de la justicia. Tiene razón Kelsen cuando dice que el “suum cuique” es una tautología si se pretende que expresa el ideal, esencia o formalidad propia del verdadero derecho, puesto que toda norma de convivencia, aún la más inicua, es un “suum cuique”, es asignación de un lugar a cada uno en la colectividad. Para juzgar si una norma es o no derecho habría que determinar, sin duda, si da a cada uno lo suyo; pero es evidente que para hacer este juicio se requiere el discernimiento cierto de lo que debe serle asignado a cada uno en cada circunstancia. Y hecho este discernimiento queda implícitamente hecho el juicio relativo a lo que llamamos corrientemente la justicia de la ley o derecho juzgados. En cambio el “suum cuique” recupera todo su sentido cuando se repara en que no es definición de lo que podríamos llamar el alma de un buen derecho, sino fórmula de una virtud, es decir de un recto modo de conducta humana. Es la fórmula del comportamiento con respecto al derecho.
Tal fue la posición del pensamiento antiguo respecto a las relacione de la justicia y el derecho, tanto en los filósofos que; coma Aristóteles, trataron la cuestión explícitamente, corno en los prácticos que se hicieron cargo de ella en ocasión de considerar el orden jurídico positivo, como fue el caso de los juristas romanos, cuyas fórmulas tradicionales del suum cuique tribuere, honeste vivere neminem laedere, ars boni et aequi, no importan, como suele objetárseles, una confusión del derecho y la moral, sino la consideración del comportamiento humano con respecto al orden jurídico, esto es, la consideración de la virtud personal relativa a aquello de la vida social que constituye su estructura mínima y esencial y cuyo establecimiento y sostén incumbe al derecho. (Senn, De la juscice et du droit - Explication de la definition traditionelle de la justice; Sirey. Paris, 1927.)
La misma concepción aparece en Sto. Tomás al tratar de la justicia entre las virtudes cardinales y de la ley con independencia formal de aquélla.
Actualizado: Domingo, 05 de Diciembre de 2004