Amor, con el poder terrible de una rosa tu tensa piel ha saqueado mis ojos, y es demasiado claro
este color de velas en un mar terso. ¡Dulzura,
la tan cruel dulzura violeta
que las nalgas defienden, como el nido de la luz!
Porque una rosa
tiene el poder de la seda: tacto mortal, estíos
agotadores, con el grosor de un tejido desgarrándose,
el resplandor estrellado contra las cornisas
y el cielo, más allá de la ventana, tan lóbrego como un sumidero.
De anochecida, el hombre
con los anteojos ahumados, en la cocina de gas,
palpa los utensilios de Auschwitz, las tenazas alquímicas,
las botellas de cal. Amor, el hombre de los guantes oscuros
no raerá el color de concha de un vientre,
el perfume de enebro y olivas de la piel;
no raerá la luz de una rosa inmortal
que la simiente deshoja con un tierno pico.
Y ahora veo a la garza
real, plegando sus alas en la habitación,
la garza que, con la luz que capitula,
es plumaje y calor, y es como el cielo:
sólo resplandor marino
y después, un recuerdo de haber vivido contigo.