RESÚMENES


SIGMUND FREUD: Más allá del Principio de Placer

Freud desarrolló sucesivamente dos teorías de las pulsiones. La primera teoría las divide en pulsiones de autoconservación (yoicas) y de conservación de la especie (sexuales). La segunda teoría aparece en el artículo que aquí resumimos, publicado en 1920, donde las dividirá en pulsiones de vida y pulsiones de muerte.

En psicoanálisis suponemos que, desde el punto de vista económico, los procesos psíquicos se regulan automáticamente por el principio del placer, que busca la descarga de la tensión displacentera. Tal principio deriva a su vez del principio de constancia, según el cual el psiquismo busca conservar lo más bajo posible el nivel de tensión.

No obstante, la experiencia muestra que esto no siempre se cumple: muchos procesos psíquicos culminan como displacer y no como placer. El principal responsable de esta inhibición del principio del placer no es el principio de realidad, principio éste que admite momentáneamente el dis-placer hasta que luego de ciertos rodeos obtiene el placer.

Podríamos pensar en otro responsable: la represión. En efecto, reprimimos el instinto sexual y éste busca una vía sustitutiva de descarga que es sentida por el yo como displacer (y no como placer, como sería de esperar). Pero tampoco aquí la represión es importante como inhibidor del principio del placer porque no niega su vigencia: aunque entorpecido por la represión, tal principio sigue actuando.

Eliminadas estas alternativas, Freud empieza a pensar aquí que hay situaciones especiales donde directamente no actúa el principio del placer, es decir está ausente (no confundir esto con la situación descripta donde el principio del placer está inhibido).

Cita Freud por ejemplo el caso del niño al cual le dan un carretel atado a una cuerda para que juegue: el niño tira del carretel fuera de la cuna diciendo 'afuera', y luego tira de la cuerda trayéndolo de nuevo hacia sí y diciendo 'aquí'. Freud interpreta esto en un primer momento como una renuncia simbólica al instinto y a su satisfacción, ya que permite sin resistencia alguna que la madre-carretel se vaya. Sin embargo ante esto Freud queda intrigado: ¿cómo puede ser -se pregunta- que el niño repita en este juego tal experiencia penosa y manifieste júbilo? Eliminamos la explicación de que está contento pues después recuperará el carretel, eliminación fundada en el hecho que el niño muchas veces repite solamente la primera parte del juego con júbilo, o sea la parte donde arroja el carretel afuera.

También debemos eliminar la explicación del placer de la venganza hacia la madre como diciéndole 'no te necesito' al tiempo que arroja el carretel afuera: el júbilo provendría aquí de hacer sufrir a la madre activamente lo que él antes experimentó pasivamente.

El ejemplo del carretel y el tratamiento analítico de los neuróticos lleva a Freud a pensar que existe una compulsión a la repetición, o sea una tendencia a repetir como un suceso actual experiencias anteriormente reprimidas. Por ejemplo el neurótico no recuerda, sino que repite a través de la transferencia. Esta repetición no resulta placentera (ni siquiera fue placentero el hecho que se intenta repetir). En otras personas también encontramos algo parecido: son las personas que alegan estar predestinadas al fracaso y entonces todo les sale mal.

Los ejemplos del neurótico y del predestinado llevan a Freud a pensar que hay en la obsesión de repetición algo que va MÁS ALLÁ DEL PRINCIPIO DEL PLACER, ya que en ambos casos se repiten situaciones penosas, siendo imposible discernir en ellas elemento placentero alguno. Esta obsesión de repetición parece ser más primitiva, más elemental, más arcaica y más instintiva que el principio del placer al cual sustituye. Es así que Freud buscará una explicación en los niveles más arcaicos, que ya son territorio de la biología.

Para las excitaciones provenientes del exterior hay barreras defensivas (por ejemplo los sentidos son selectivos respecto de estos estímulos externos), pero para las excitaciones provenientes del interior no hay barreras: éstas se propagan directamente sin sufrir disminución y se captan como sensaciones de placer o displacer. Estas son más importantes que las excitaciones del exterior y el organismo reacciona a ellas especialmente cuando el displacer es grande: este displacer es tratado como si viniera desde afuera, ya que aquí se pueden intrumentar defensas contra ese displacer (proyección). Todo esto explica la acción del principio del placer, pero no explica los hechos antes descriptos donde este principio parecía no regir.

Cuando las excitaciones del exterior son tan grandes que la barrera ya no puede dominarlas, se produce el trauma. Frente a esto, el aparato psíquico buscará dominarlas ligando psíquicamente las grandes cantidades de excitación procurando su descarga: de una excitación violenta se pasa entonces a una carga en reposo, donde para mantener a ésta última se gastará mucha energía, empobreciéndose entonces el resto de las actividades normales del aparato psíquico. En las neurosis traumáticas los sueños, así, repiten el trauma, y he aquí otro ejemplo de obsesión de repetición donde tampoco interviene el principio del placer, ya que el hecho traumático reeditado en el sueño no es algo placentero. Es un caso donde los sueños no funcionan como realizaciones de deseos.

La carencia de defensas frente a las excitaciones internas es factor muy importante para el surgimiento de perturbaciones económicas (similares a las neurosis traumáticas, sólo que en este caso la excitación vino del exterior). De las excitaciones internas las más importantes son los instintos.

Cabe preguntarse ahora qué relación hay entre los instintos y la compulsión a la repetición. Esta última quedaría explicada si entendemos los instintos como una tendencia propia de lo orgánico vivo hacia la reconstrucción de un estado anterior, inanimado, estado que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores perturbadoras. Esto contradice nuestra idea de que el instinto tiende hacia la vida, hacia la evolución, y no hacia lo inanimado. No obstante deberemos aceptarlos y los llamaremos instintos de muerte.

Hasta ahora puede concluírse que los instintos del yo tienden hacia la muerte y los instintos sexuales hacia la vida, pero esta conclusión no parece satisfactoria. Una tal conclusión ve en los instintos del yo una tendencia hacia la muerte pues el hombre como entidad individual muere, por ejemplo, y ve en los instintos sexuales una tendencia hacia la vida pues éstos preservan la especie, de generación en generación. Weisman por ejemplo declara potencialmente inmortales a los unicelulares, que se dividen indefinidamente.

Freud dice que, a partir de estas reflexiones, deberemos considerar como más importante la división de los instintos en vida y muerte, y dejar en segundo plano la división en instintos del yo y sexuales. De hecho, en los instintos sexuales no hay sólo un componente de vida sino también uno de muerte (por ejemplo la conducta sádica en el acto sexual). Desde aquí, el masoquismo pasa a ser la vuelta o el retorno del sadismo hacia el yo, la vuelta del instinto en contra del yo, lo cual implica volver a una fase anterior del mismo, una regresión. Este carácter regresivo se los instintos se ve también en la obsesión a la repetición.

Si realmente es característica de los instintos el querer reconstruír un estado anterior, no debemos sorprendernos de que haya tantos procesos que ocurren independientemente del principio del placer, que está más allá de este principio. Los instintos de muerte se filtran en los instintos parciales y éstos, al integrarse en la genitalidad, integrarán también en esta componentes del instinto de muerte. Resulta curioso pensar que el principio del placer esté al servicio del instinto de muerte, ya que el principio del placer busca reducir la tensión, es decir, retornar a lo inanimado inorgánico.Todo esto plantea nuevos problemas, que Freud reconoció como insolubles hasta el momento de escribir este artículo.