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Ya
no tenía ninguna razón especial para acordarme de todo eso, y aunque me
gustaba escribir por temporadas y algunos amigos aprobaban mis versos o mis
relatos, me ocurría preguntarme a veces si esos recuerdos de la infancia merecían
ser escritos si no nacían de la ingenua tendencia a creer que las cosas habían
sido más de veras cuando las ponía en palabras para fijarlas a mi manera, para
tenerlas ahí como las corbatas en el armario o el cuerpo de Felisa por la
noche, algo que no se podría vivir de nuevo pero que se hacía más presente
como si en el mero recuerdo se abriera paso una tercera dimensión, una casi
siempre amarga pero tan deseada contigüidad. Nunca supe bien por qué, pero una
y otra vez volvía a cosas que otros habían aprendido a olvidar para no
arrastrarse en la vida con tanto tiempo sobre los hombros. Estaba seguro de que
entre mis amigos había pocos que recordaran a sus compañeros de infancia como
yo recordaba a Doro, aunque cuando escribía sobre Doro no era casi nunca él
quien me llevaba a escribir sino otra cosa, algo en que Doro era solamente el
pretexto para la imagen de su hermana mayor, la imagen de Sara en aquel entonces
en que Doro y yo jugábamos en el patio o dibujábamos en la sala de la casa de
Doro.
Tan inseparables habíamos sido en esos tiempos del sexto grado, de los doce o
trece años, que no era capaz de sentirme escribiendo separadamente sobre Doro,
aceptarme desde fuera de la página y escribiendo sobre Doro. Verlo era verme
simultáneamente como Aníbal con Doro, y no hubiera podido recordar nada de
Doro si al mismo tiempo no hubiera sentido que Aníbal estaba también ahí en
ese momento, que era Aníbal el que había pateado aquella pelota que rompió un
vidrio de la casa de Doro una tarde de verano, el susto y las ganas de
esconderse o de negar, la aparición de Sara tratándolos de bandidos y mandándolos
a jugar al potrero de la esquina. Y con todo eso venía también Bánfield,
claro, porque todo había pasado allí, ni Doro ni Aníbal hubieran podido
imaginarse en otro pueblo que en Bánfield donde las casas y los potreros eran
entonces más grandes que el mundo.
Un pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril
Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de
la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos
faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y
el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol. A tan poca
distancia las casas de Doro y de Anibal que la calle era para ellos como un
corredor más, algo que seguía manteniéndolos unidos de día o de noche, en el
potrero jugando al fútbol en plena siesta o bajo la luz del farol de la esquina
mirando cómo los sapos y los escuerzos hacían rueda para comerse a los
insectos borrachos de dar vueltas en torno a la luz amarilla. Y el verano,
siempre, el verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo
solamente de ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase, el
olor del verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras
sudadas después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de
llorar pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y
pelotas y esquinas y veredas.
De Sara le quedaban pocas imágenes, pero cada una se recortaba como un vitral a
la hora del sol más alto, con azules y rojos y verdes penetrando el espacio
hasta hacerle daño, a veces Aníbal veía sobre todo su pelo rubio cayéndole
sobre los hombros como una caricia que él hubiera querido sentir contra su
cara, a veces su piel tan blanca porque Sara no salía casi nunca al sol,
absorbida por los trabajos de la casa, la madre enferma y Doro que volvía cada
tarde con la ropa sucia, lastimadas las rodillas, las zapatillas embarradas.
Nunca supo la edad de Sara en ese entonces, solamente que ya era una señorita,
una joven madre de su hermano que se volvía más niño cuando ella le hablaba,
cuando le pasaba la mano por la cabeza antes de mandarlo a comprar algo o
pedirles a los dos que no gritaran tanto en el patio. Aníbal la saludaba tímido,
dándole la mano, y Sara se la apretaba amablemente, casi sin mirarlo pero aceptándolo
como esa otra mitad de Doro que casi diariamente venía a la casa para leer o
jugar. A las cinco los llamaba para darles café con leche y bizcochos, siempre
en la mesita del patio o en la sala sombría; Aníbal sólo había visto dos o
tres veces a la madre de Doro, dulcemente desde su sillón de ruedas les decía
su hola chicos, su tengan cuidado con los autos, aunque había tan pocos autos
en Bánfield y ellos sonreían seguros de sus esquives en la calle, de su
invulnerabilidad de jugadores de fútbol y corredores. Doro no hablaba nunca de
su madre, casi siempre en la cama o escuchando radio en el salón, la casa era
el patio y Sara, a veces algún tío de visita que les preguntaba lo que habían
estudiado en la escuela y les regalaba cincuenta centavos. Y para Aníbal
siempre era verano, de los inviernos no tenía casi recuerdos, su casa se volvía
un encierro gris y neblinoso donde sólo los libros contaban, la familia en sus
cosas y las cosas fijas en sus huecos, las gallinas que él tenía que cuidar,
las enfermedades con largas dietas y té y solamente a veces Doro, porque a Doro
no le gustaba quedarse mucho en una casa donde no los dejaban jugar como en la
suya.
Fue a lo largo de una bronquitis de quince días que Aníbal empezó a sentir la
ausencia de Sara, cuando Doro venía a visitarlo le preguntaba por ella y Doro
le contestaba distraído que estaba bien, lo único que le interesaba era si esa
semana iban a poder jugar de nuevo en la calle. Aníbal hubiera querido saber más
de Sara pero no se animaba a preguntar mucho, a Doro le hubiera parecido estúpido
que se preocupara por alguien que no jugaba como ellos, que estaba tan lejos de
todo lo que ellos hacían y pensaban. Cuando pudo volver a la casa de Doro,
todavía un poco débil, Sara le dio la mano y le preguntó cómo andaba, no tenía
que jugar a la pelota para no cansarse, mejor que dibujaran o leyeran en la
sala; su voz era grave, hablaba como siempre le hablaba a Doro, afectuosamente
pero lejos, la hermana mayor atenta y casi severa. Antes de dormirse esa noche,
Aníbal sintió que algo le subía a los ojos, que la almohada se le volvía
Sara, una necesidad de apretarla en los brazos y llorar con la cara pegada a
Sara, al pelo de Sara, queriendo que ella estuviera ahí y le trajera los
remedios y mirara el termómetro sentada a los pies de la cama. Cuando su madre
vino por la mañana para frotarle el pecho con algo que olía a alcohol y a
mentol, Aníbal cerró los ojos y fue la mano de Sara alzándole el camisón,
acariciándolo livianamente, curándolo.
Era de nuevo el verano, el patio de la casa de Doro, las vacaciones con novelas
y figuritas, con la filatelia y la colección de jugadores de fútbol que
pegaban en un álbum. Esa tarde hablaban de pantalones largos, ya no faltaba
mucho para ponérselos, quién iba a entrar en la secundaria con pantalones
cortos. Sara los llamó para el café con leche y a Aníbal le pareció que había
escuchado lo que decían y que en su boca había como un resto de sonrisa, a lo
mejor se divertía oyéndolos hablar de esas cosas y se burlaba un poco. Doro le
había dicho que ya tenía novio, un señor grande que la visitaba los sábados
pero que él no había visto todavía. Aníbal lo imaginaba como alguien que le
traía bombones a Sara y hablaba con ella en la sala, igual que el novio de su
prima Lola, en pocos días se había curado de la bronquitis y ya podía jugar
de nuevo en el potrero con Doro y los otros amigos. Pero de noche era triste y a
la vez tan hermoso, solo en su cuarto antes de dormirse se decía que Sara no
estaba ahí, que nunca entraría a verlo ni sano ni enfermo, justo a esa hora en
que él la sentía tan cerca, la miraba con los ojos cerrados sin que la voz de
Doro o los gritos de los otros chicos se mezclaran con esa presencia de Sara
sola ahí para él, junto a él, y el llanto volvía como un deseo de entrega,
de ser Doro en las manos de Sara, de que el pelo de Sara le rozara la frente y
su voz le dijera buenas noches, que Sara le subiera la sábana antes de irse.
Se animó a preguntarle a Doro como de paso quién lo cuidaba cuando estaba
enfermo, porque Doro había tenido una infección intestinal y había pasado
cinco días en la cama. Se lo preguntó como si fuera natural que Doro le dijera
que su madre lo había atendido, sabiendo que no podía ser y que entonces Sara,
los remedios y las otras cosas. Doro le contestó que su hermana le hacía todo,
cambió de tema y se puso a hablar de cine. Pero Aníbal quería saber más, si
Sara lo había cuidado desde que era chico, y claro que lo había cuidado porque
su mamá llevaba ocho años casi inválida y Sara se ocupaba de los dos. Pero
entonces, ¿ella te bañaba cuando eras chico? Seguro, ¿por qué me preguntás
esas pavadas? Por nada, por saber nomás, debe ser tan raro tener una hermana
grande que te baña. No tiene nada de raro, che. ¿Y cuando te enfermabas de
chico ella te cuidaba y te hacía todo? Sí, claro. ¿Y a vos no te daba vergüenza
que tu hermana te viera y te híciera todo? No, qué vergüenza me iba a dar, yo
era chico entonces. ¿Y ahora? Bueno, ahora igual, por qué me va a dar vergüenza
cuando estoy enfermo.
Por qué, claro. A la hora en que cerrando los ojos imaginaba a Sara entrando de
noche en su cuarto, acercándose a su cama, era como un deseo de que ella le
preguntara cómo estaba, le pusiera la mano en la frente y después bajara las sábanas
para verle la lastimadura en la pantorrilla, le cambiara la venda tratándolo de
tonto por haberse cortado con un vidrio. La sentía levantándole el camisón y
mirándolo desnudo, tocándole el vientre para ver si estaba inflamado, tapándolo
de nuevo para que se durmiera. Abrazado a la almohada se sentía de pronto tan
solo, y cuando abría los ojos en el cuarto ya vacío de Sara era como una marea
de congoja y de delicia porque nadie, nadie podía saber de su amor, ni siquiera
Sara, nadie podía comprender esa pena y ese deseo de morir por Sara, de
salvarla de un tigre o de un incendio y morir por ella, y que ella se lo
agradeciera y lo besara llorando. Y cuando sus manos bajaban y empezaba a
acariciarse como Doro, como todos los chicos, Sara no entraba en sus imágenes,
era la hija del almacenero o la prima Yolanda, eso no podía suceder con Sara
que venía a cuidarlo de noche como lo cuidaba a Doro, con ella no había más
que esa delicia de imaginarla inclinándose sobre él y acariciándolo y el amor
era eso, aunque Aníbal ya supiera lo que podía ser el amor y se lo imaginara
con Yolanda, todo lo que él le haría alguna vez a Yolanda o a la chica del
almacenero.
El día del zanjón fue casi al final del verano, después de jugar en el
potrero se habían separado de la barra y por un camino que solamente ellos
conocían y que llamaban el camino de Sandokan se perdieron en la maleza
espinosa donde una vez habían encontrado un perro ahorcado en un árbol y habían
huido de puro susto. Arañándose las manos se abrieron paso hasta lo más
tupido, hundiendo la cara en el ramaje colgante de los sauces hasta llegar al
borde del zanjón de aguas turbias donde siempre habían esperado pescar
mojarritas y nunca habían sacado nada. Les gustaba sentarse al borde y fumar
los cigarrillos que Doro hacía con chala de maíz, hablando de las novelas de
Salgari y planeando viajes y cosas. Pero ese día no tuvieron suerte, a Aníbal
se le enganchó un zapato en una raíz y se fue para adelante, se agarró de
Doro y los dos resbalaron en el talud del zanjón y se hundieron hasta la
cintura, no había peligro pero fue como si, manotearon desesperados hasta
sujetarse de la ramazón de un sauce, se arrastraron trepando y puteando hasta
lo alto, el barro se les había metido por todas partes, les chorreaba dentro de
las camisas y los pantalones y olía a podrido, a rata muerta.
Volvieron casi sin hablar y se metieron por el fondo del jardín en la casa de
Doro, esperando que no hubiera nadie en el patio y pudieran lavarse a
escondidas. Sara colgaba ropa cerca del gallinero y los vio venir, Doro como con
miedo y Aníbal detrás, muerto de vergüenza y queriendo de veras morirse,
estar a mil leguas de Sara en ese momento en que ella los miraba apretando los
labios, en un silencio que los clavaba ridículos y confundidos bajo el sol del
patio.
-Era lo único que faltaba -dijo solamente Sara, dirigiéndose a Doro pero tan
para Aníbal balbuceando las primeras palabras de una confesión, era culpa
suya, se le había enganchado un zapato y entonces, Doro no tuvo la culpa de
que, lo que había pasado era que todo estaba tan refaloso.
-Vayan a bañarse ahora mismo -dijo Sara como si no lo hubiera oído-. Sáquense
los zapatos antes de entrar y después se lavan la ropa en la pileta del
gallinero.
En el baño se miraron y Doro fue el primero en reírse pero era una risa sin
convicción, se desnudaron y abrieron la ducha, bajo el agua podían empezar a
reírse de veras, a pelearse por el jabón, a mirarse de arriba abajo y a
hacerse cosquillas. Un río de barro corría hasta el desagüe y se diluía poco
a poco, el jabón empezaba a dar espuma, se divertían tanto que en el primer
momento no se dieron cuenta de que la puerta se había abierto y que Sara estaba
ahí mirándolos, acercándose a Doro para sacarle el jabón de la mano y frotárselo
en la espalda todavía embarrada. Aníbal no supo qué hacer, parado en la bañadera
se puso las manos en la barriga, después se dio vuelta de golpe para que Sara
no lo viera y fue todavía peor, de tres cuartos y con el agua corriéndole por
la cara, cambiando de lado y otra vez de espaldas, hasta que Sara le alcanzó el
jabón con un lavate mejor las orejas, tenés barro por todas partes.
Esa noche no pudo ver a Sara como las otras noches, aunque apretaba los párpados
lo único que veía era a Doro y a él en la bañadera, a Sara acercándose para
inspeccionarlos de arriba abajo y después saliendo del baño con la ropa sucia
en los brazos, generosamente yendo ella misma a la pileta para lavarles las
cosas y gritándoles que se envolvieran en las toallas de baño hasta que todo
estuviera seco, dándoles el café con leche sin decir nada, ni enojada ni
amable, instalando la tabla de planchar bajo las glicinas y poco a poco secando
los pantalones y las camisas. Cómo no había podido decirle algo al final
cuando los mandó a vestirse, decirle solamente gracias, Sara, qué buena es,
gracias de veras, Sara. No había podido decir ni eso y Doro tampoco, habían
ido a vestirse callados y después la filatelia y las figuritas de aviones sin
que Sara apareciera de nuevo, siempre cuidando a su madre al anochecer,
preparando la cena y a veces tarareando un tango entre el ruido de los platos y
las cacerolas, ausente como ahora bajo los párpados que ya no le servían para
hacerla venir, para que supiera cuánto la quería, qué ganas de morirse de
veras después de haberla visto mirándolos en la ducha.
Debió ser en las últimas vacaciones antes de entrar en el colegio nacional,
sin Doro porque Doro iría a la escuela normal, pero los dos se habían
prometido seguir viéndose todos los días aunque fueran a escuelas diferentes,
qué importaba si por la tarde seguirían jugando como siempre, sin saber que
no, que algún día de febrero o marzo jugarían por última vez en el patio de
la casa de Doro porque la familia de Aníbal se mudaba a Buenos Aires y
solamente podrían verse los fines de semana, amargos de rabia por un cambio que
no querían admitir, por una separación que los grandes les imponían como
tantas cosas, sin preocuparse por ellos, sin consultarlos.
Todo de golpe iba rápido, cambiaba como ellos con los primeros pantalones
largos, cuando Doro le dijo que Sara se iba a casar a principios de marzo, se lo
dijo como algo sin importancia y Aníbal ni siquiera hizo un comentario, pasaron
días antes de que se animara a preguntarle a Doro si Sara iba a seguir viviendo
con él después de casada, pero sos idiota vos, cómo se van a quedar aquí, el
tipo tiene mucha guita y se la va a llevar a Buenos Aires, tiene otra casa en
Tandil y yo me voy a quedar con mi mamá y tía Faustina que la va a cuidar.
Ese sábado último de las vacaciones vio llegar al novio en su auto, lo vio de
azul y gordo, con lentes, bajándose del auto con un paquetito de masas y un
ramo de azucenas. En su casa lo llamaban para que empezara a embalar sus cosas,
la mudanza era el lunes y todavía no había hecho nada. Hubiera querido ir a la
casa de Doro sin saber por qué, estar solamente ahí, pero su madre lo obligó
a empaquetar sus libros, el globo terráqueo, las colecciones de bichos. Le habían
dicho que tendría una pieza grande para él solo con vista a la calle, le habían
dicho que podría ir al colegio a pie. Todo era nuevo, todo iba a empezar de
otra manera, todo giraba lentamente, y ahora Sara estaría sentada en la sala
con el gordo del traje azul, tomando el té con las masas que él había traído,
tan lejos del patio, tan lejos de Doro y él, sin nunca más llamarlos para el
café con leche debajo de las glicinas.
El primer fin de semana en Buenos Aires (era cierto, tenía una pieza grande
para él solo, el barrio estaba lleno de negocios, había un cine a dos
cuadras), tomó el tren y volvió a Bánfield para ver a Doro. Conoció a la tía
Faustina, que no les dio nada cuando terminaron de jugar en el patio, se fueron
a caminar por el barrio y Aníbal tardó un rato en preguntarle por Sara. Bueno,
se había casado por civil y ya estaban en la casa de Tandil para la luna de
miel, Sara iba a venir cada quince días a ver a su madre. ¿Y no la extrañás?
Sí, pero qué querés. Claro, ahora está casada. Doro se distraía, empezaba a
cambiar de tema y Aníbal no encontraba la manera de que siguiera hablándole de
Sara, a lo mejor pidiéndole que le contara el casamiento y Doro riéndose, yo
qué sé, habrá sido como siempre, del civil se fueron al hotel y entonces vino
la noche de bodas, se acostaron y entonces el tipo. Aníbal escuchaba mirando
las verjas y los balcones, no quería que Doro le viera la cara y Doro se daba
cuenta, seguro que vos no sabés lo que pasa la noche de bodas. No jodas, claro
que sé. Lo sabés pero la primera vez es diferente, a mí me contó Ramírez, a
él se lo dijo el hermano que es abogado y se casó el año pasado, le explicó
todo. Había un banco vacío en la plaza, Doro había comprado cigarrillos y le
seguía contando y fumando, Aníbal asentía, tragaba el humo que empezaba a
marearlo, no necesitaba cerrar los ojos para ver contra el fondo del follaje el
cuerpo de Sara que nunca había imaginado como un cuerpo, ver la noche de bodas
desde las palabras del hermano de Ramírez, desde la voz de Doro que le seguía
contando.
Ese día no se animó a pedirle la dirección de Sara en Buenos Aires, lo dejó
para otra visita porque tenía miedo de Doro en ese momento, pero la otra visita
no llegó nunca, el colegio empezó y los nuevos amigos, Buenos Aires se tragó
poco a poco a Aníbal cargado de libros de matemáticas y tantos cines en el
centro y la cancha de River y los primeros paseos de noche con Beto, que era un
porteño de veras. También a Doro le estaría pasando lo mismo en La Plata,
cada tanto Aníbal pensaba en mandarle unas líneas porque Doro no tenía teléfono,
después venía Beto o había que preparar algún trabajo práctico, fueron
meses, el primer año, vacaciones en Saladillo, de Sara no iba quedando más que
alguna imagen aislada, una ráfaga de Sara cuando algo en María o en Felisa le
recordaba por un momento a Sara. Un día del segundo año la vio nítidamente al
salir de un sueño y le dolió con un dolor amargo y quemante, al fin y al cabo
no había estado tan enamorado de ella, total antes era un chico y Sara nunca le
había prestado atención como ahora Felisa o la rubia de la farmacia, nunca había
ido a un baile con él como su prima Beba o Felisa para festejar la entrada a
cuarto año, nunca lo había dejado acariciarle el pelo como María, ir a bailar
a San Isidro y perderse a medianoche entre los árboles de la costa, besar a
Felisa en la boca entre protestas y risas, apoyarla contra un tronco y
acariciarle el pecho, bajar hasta perder la mano en ese calor huyente y después
de otro baile y mucho cine encontrar un refugio en el fondo del jardín de
Felisa y resbalar con ella hasta el suelo, sentir en la boca su sabor salado y
dejarse buscar por una mano que lo guió, por supuesto no le iba a decir que era
la primera vez, que había tenido miedo, ya estaba en primer año de ingeniería
y no le podía decir eso a Felisa y después ya no hizo falta porque todo se
aprendía tan rápido con Felisa y algunas veces con su prima Beba.
Nunca más supo de Doro y no le importó, también se había olvidado de Beto
que enseñaba historia en algún pueblo de provincia, los juegos se habían ido
dando sin sorpresa y como a todo el mundo, Aníbal aceptaba sin aceptar, algo
que debía ser la vida aceptaba por él, un diploma, una hepatitis grave, un
viaje al Brasil, un proyecto importante en un estudio con dos o tres socios.
Estaba despidiéndose de uno de ellos en la puerta antes de ir a tomar una
cerveza después del trabajo cuando vio venir a Sara por la vereda de enfrente.
Bruscamente recordó que la noche antes había soñado con Sara y que era
siempre el patio de la casa de Doro aunque no pasaba nada, aunque Sara solamente
estaba ahí colgando ropa o llamándolos para el café con leche, y el sueño se
acababa así casi sin haber empezado. Tal vez porque no pasaba nada las imágenes
eran de una precisión cortante bajo el sol del verano de Bánfield que en el
sueño no era el mismo que el de Buenos Aires; tal vez también por eso o por
falta de algo mejor había rememorado a Sara después de tantos años de olvido
(pero no había sido olvido, se lo repitió hoscamente a lo largo del día), y
verla venir ahora por la calle, verla ahí vestida de blanco, idéntica a
entonces con el pelo azotándole los hombros a cada paso en un juego de luces
doradas, encadenándose a las imágenes del sueño en una continuidad que no le
extrañó, que tenía algo de necesario y previsible, cruzar la calle y
enfrentarla, decirle quién era y que ella lo mirara sorprendida, no lo
reconociera y de golpe sí, de golpe sonriera y le tendiera la mano, se la
apretara de veras y siguiera sonriéndole.
-Qué increíble -dijo Sara-. Cómo te iba a reconocer después de tantos años.
-Usted sí, claro -dijo Aníbal-. Pero ya ve, yo la reconocí enseguida.
-Lógico -dijo lógicamente Sara-. Si ni siquiera te habías puesto pantalones
largos. Yo tambíén habré cambiado tanto, lo que pasa es que sos mejor
fisonomista.
Dudó un segundo antes de comprender que era idiota seguir tratándola de usted.
-No, no has cambiado, ni siquiera el peinado. Sos la misma.
-Fisonomista pero un poco miope -dijo ella con la antigua vaz donde la bondad y
1a burla se enredaban.
El sol les daba en la cara, no se podía hablar entre el tráfico y la gente.
Sara dijo que no tenía apuro y que le gustaría tomar algo en un café. Fumaron
el primer cigarrillo, el de las preguntas generales y los rodeos, Doro era
maestro en Adrogué, la mamá se había muerto como un pajarito mientras leía
el diario, él estaba asociado con otros muchachos ingenieros, les iba bien
aunque la crisis, claro. En el segundo cigarrillo Aníbal dejó caer la pregunta
que le quemaba los labios.
-¿Y tu marido?
Sara dejó salir el humo por la nariz, lo miró despacio en los ojos.
-Bebe -dijo.
No había ni amargura ni lástima, era una simple información y después otra
vez Sara en Bánfield antes de todo eso, antes de la distancia y el olvido y el
sueño de la noche anterior, exactamente como en el patio de la casa de Doro y
aceptándole el segundo whisky, como siempre casi sin hablar, dejándolo a él
que siguiera, que le contara porque él tenía mucho más para contarle, los años
habían estado tan llenos de cosas para él, ella era como si no hubiese vivido
mucho y no valía la pena decir por qué. Tal vez porque acababa de decirlo con
una sola palabra.
Imposible saber en qué momento todo dejó de ser difícil, juego de preguntas y
respuestas, Aníbal había tendido la mano sobre el mantel y la mano de Sara no
rehuyó su peso, la dejó estar mientras él agachaba la cabeza porque no podía
mirarla en la cara, mientras le hablaba a borbotones del patio, de Doro, le
contaba las noches en su cuarto, el termómetro, el llanto contra la almohada.
Se lo decía con una voz lisa y monótona, amontonando momentos y episodios pero
todo era lo mismo, me enamoré tanto de vos, me enamoré tanto y no te lo podía
decir, vos venías de noche y me cuidabas, vos eras la mamá joven que yo no tenía,
vos me tomabas la temperatura y me acariciabas para que me durmiera, vos nos
dabas el café con leche en el patio, te acordás, vos nos retabas cuando hacíamos
pavadas, yo hubiera querido que me hablaras solamente a mí de tantas cosas pero
vos me mirabas desde tan arriba, me sonreías desde tan lejos, había un inmenso
vidrio entre los dos y vos no podías hacer nada para romperlo, por eso de noche
yo te llamaba y vos venías a cuidarme, a estar conmigo, a quererme como yo te
quería, acariciándome la cabeza, haciéndome lo que le hacías a Doro, todo lo
que siempre le habías hecho a Doro, pero yo no era Doro y solamente una vez,
Sara, solamente una vez y fue horrible y no me olvidaré nunca porque hubiera
querido morirme y no pude o no supe, claro que no quería morirme pero eso era
el amor, querer morirme porque vos me habías mirado todo entero como a un
chico, habías entrado en el baño y me habías mirado a mí que te quería, y
me habías mirado como siempre lo habías mirado a Doro, vos ya de novia, vos
que ibas a casarte y yo ahí mientras me dabas el jabón y me mandabas que me
lavara hasta las orejas, me mirabas desnudo como a un chico que era y no te
importaba nada de mí, ni siquiera me veías porque solamente veías a un chico
y te ibas como si nunca me hubieras visto, como si yo no estuviera ahí sin
saber cómo ponerme mientras me estabas mirando.
-Me acuerdo muy bien -dijo Sara-. Me acuerdo tan bien como vos, Aníbal.
-Sí, pero no es lo mismo.
-Quién sabe si no es lo mismo. Vos no podías darte cuenta entonces, pero yo
había sentido que me querías de esa manera y que te hacía sufrir, y por eso
yo tenía que tratarte igual que a Doro. Eras un chico pero a veces me daba
tanta pena que fueras un chico, me parecía injusto, algo así. Si hubieras
tenido cinco años más... Te lo voy a decir porque ahora puedo y porque es
justo, aquella tarde entré a propósito en el baño, no tenía ninguna
necesidad de ir a ver si se estaban lavando, entré porque era una manera de
acabar con eso, de curarte de tu sueño, de que te dieras cuenta que vos no podrías
verme nunca así mientras que yo tenía el derecho de mirarte por todos lados
como se mira a un chico. Por eso, Aníbal, para que te curaras de una vez y
dejaras de mirarme como me mirabas pensando que yo no lo sabía. Y ahora sí
otro whisky, ahora que los dos somos grandes.
Del anochecer a la noche cerrada, por caminos de palabras que iban y venían, de
manos que se encontraban un instante sobre el mantel antes de una risa y otros
cigarrillos, quedaría un viaje en taxi, algún lugar que ella o él conocían,
una habitación, todo como fundido en una sola imagen instantánea resolviéndose
en una blancura de sábanas y la casi inmediata, furiosa convulsión de los
cuerpos en un interminable encuentro, en las pausas rotas y rehechas y violadas
y cada vez menos creíbles, en cada nueva implosión que los segaba y los sumía
y los quemaba hasta el sopor, hasta la última brasa de los cigarrillos del
alba. Cuando apagué la lámpara del escritorio y miré el fondo del vaso vacío,
todo era todavía pura negación de las nueve de la noche, de la fatiga a la
vuelta de otro día de trabajo. ¿Para qué seguir escribiendo si las palabras
llevaban ya una hora resbalando sobre esa negación, tendiéndose en el papel
como lo que eran, meros dibujos privados de todo sostén? Hasta algún momento
habían corrido cabalgando la realidad, llenándose de sol y verano, palabras
patio de Bánfield, palabras Doro y juegos y zanjón, colmena rumorosa de una
memoria fiel. Sólo que al llegar a un tiempo que ya no era Sara ni Bánfield el
recuento se había vuelto cotidiano, presente utilitario sin recuerdos ni sueños,
la pura vida sin más y sin menos. Había querido seguir y que también las
palabras aceptaran seguir adelante hasta llegar al hoy nuestro de cada día, a
cualquiera de las lentas jornadas en el estudio de ingeniería, pero entonces me
había acordado del sueño de la noche anterior, de ese sueño de nuevo con
Sara, de la vuelta de Sara desde tan lejos y atrás, y no había podido quedarme
en este presente en el que una vez más saldría por la tarde del estudio y me
iría a beber una cerveza al café de la esquina, las palabras habían vuelto a
llenarse de vida y aunque mentían, aunque nada era cierto, había seguido
escribiéndolas porque nombraban a Sara, a Sara viniendo por la calle, tan
hermoso seguir adelante aunque fuera absurdo, escribir que había cruzado la
calle con las palabras que me llevarían a encontrar a Sara y dejarme conocer,
la única manera de reunirme por fin con ella y decirle la verdad, llegar hasta
su mano y besarla, escuchar su voz y verle el pelo azotándole los hombros, irme
con ella hacia una noche que las palabras irían llenando de sábanas y
caricias, pero cómo seguir ya, cómo empezar desde esa noche una vida con Sara
cuando ahí al lado se oía la voz de Felisa que entraba con los chicos y venía
a decirme que la cena estaba pronta, que fuéramos enseguida a comer porque ya
era tarde y los chicos querían ver al pato Donald en la televisión de las diez
y veinte.
Julio Cortázar