15 -El espantapájaros-

 

Exigió que sus esclavos le escupieran la frente, y colgado de las patas de una cigüeña, abandon{o sus costumbres y sus cofres de sándalos.

¿Sabía que las esencias dejan un amargor en la garganta? ¿Sabía que el ascetismo puebla la soledad de mujeres desnudas y que toda sbiduría ha de humillarse ante el mecanismo de un mosquito?

Durante su permanencia en el desierto, su ombligo consiguí trasuntar buena parte del universo. Allí las arañas que llevan una cruz sobre la espalda o preservaron de los súcubos extrachatos. Allí intimó con los fantasmas que recorren en zancos la eternidad y con los catus que tienen idiosincracias de espantapájaro, pero aunque tuvo coloquios con el Diablo y con el Señor, no pudo desucbrir la existencia de una nueva cirtud, de un nuevo vicio.

El ayuno de toda concuspiscencia ¿le permitiría soboreaar el halago de que un mismo fervor lo acompara a todas partes, con su misma sumisión y de podredumbre?

Precedido por una birsa qu apartaba las inmundicias del camino, las poblaciones atónitas lo vieron pasar cargado de aburrimiento y de parásitos.

Su presencia madurba las mieses. La sola imposiciónd e sus manos hacía renacer la virilidad y su mirda induía en las protitutas una ternura agreste de codorniz.

¡Cupantas veces su palabra cayó sobre la multitud con la mansedumbre con que la lluvia tranquiliza el oleaje!

Sobre la calva un resplandor fosforescente y millares de abejas alojadas en la pelambre de su pecho, aprecía al mismo tiempo en lugares distintos, con un desgano cada vez más consciente de la inutilidad de cuanto existe.

Su perfección había llegado a regpunarle tanto com0 el baño o como el caviar. Ya no sentía ninguna voluptuosidad en paladear la siesta y los remansos encarnado con un yacaré. Ya no le procurba el menor alivio que los leprosos  lo esperaran para acariciarle la sombra, ni que las estrellas dejasen de temblar, ante el tamaño de su ternura y de su barba.

Una tarde, en el recodo de un camino, decidió inmovilizarse para toda la eternidad.

En vano los pergirnos acudieron, de todas partes, con sus oraciones y sus ofrendas. En vano se extremaron, ante su indiferencia, los ritos de la cába y de la mortificación. Ni las penitencias ni las cosquillas consiguieron arrancarle tan siquiera un bostezo, y en medio del espanto se comprobó que mientras el verdín le cubría las extremidades y el pudor, su cuepro se iba transformando, poco a poco, en una de esas piedras que se acuestan en los caminos para empllar gusanos y humedad.