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Exigió
que sus esclavos le escupieran la frente, y colgado de las patas de una cigüeña,
abandon{o sus costumbres y sus cofres de sándalos.
¿Sabía
que las esencias dejan un amargor en la garganta? ¿Sabía que el ascetismo
puebla la soledad de mujeres desnudas y que toda sbiduría ha de humillarse ante
el mecanismo de un mosquito?
Durante
su permanencia en el desierto, su ombligo consiguí trasuntar buena parte del
universo. Allí las arañas que llevan una cruz sobre la espalda o preservaron
de los súcubos extrachatos. Allí intimó con los fantasmas que recorren en
zancos la eternidad y con los catus que tienen idiosincracias de espantapájaro,
pero aunque tuvo coloquios con el Diablo y con el Señor, no pudo desucbrir la
existencia de una nueva cirtud, de un nuevo vicio.
El
ayuno de toda concuspiscencia ¿le permitiría soboreaar el halago de que un
mismo fervor lo acompara a todas partes, con su misma sumisión y de
podredumbre?
Precedido
por una birsa qu apartaba las inmundicias del camino, las poblaciones atónitas
lo vieron pasar cargado de aburrimiento y de parásitos.
Su
presencia madurba las mieses. La sola imposiciónd e sus manos hacía renacer la
virilidad y su mirda induía en las protitutas una ternura agreste de codorniz.
¡Cupantas
veces su palabra cayó sobre la multitud con la mansedumbre con que la lluvia
tranquiliza el oleaje!
Sobre
la calva un resplandor fosforescente y millares de abejas alojadas en la
pelambre de su pecho, aprecía al mismo tiempo en lugares distintos, con un
desgano cada vez más consciente de la inutilidad de cuanto existe.
Su
perfección había llegado a regpunarle tanto com0 el baño o como el caviar. Ya
no sentía ninguna voluptuosidad en paladear la siesta y los remansos encarnado
con un yacaré. Ya no le procurba el menor alivio que los leprosos lo
esperaran para acariciarle la sombra, ni que las estrellas dejasen de temblar,
ante el tamaño de su ternura y de su barba.
Una
tarde, en el recodo de un camino, decidió inmovilizarse para toda la eternidad.
En
vano los pergirnos acudieron, de todas partes, con sus oraciones y sus ofrendas.
En vano se extremaron, ante su indiferencia, los ritos de la cába y de la
mortificación. Ni las penitencias ni las cosquillas consiguieron arrancarle tan
siquiera un bostezo, y en medio del espanto se comprobó que mientras el verdín
le cubría las extremidades y el pudor, su cuepro se iba transformando, poco a
poco, en una de esas piedras que se acuestan en los caminos para empllar gusanos
y humedad.