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Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una
violenta viscosidad de molusco. Una secreción pegajosa me iba envolviendo, poco
a poco, hasta lograr inmovilizarme. De cada uno de sus poros surgía una especie
de uña que me perforaba la epidermis. Sus senos comenzaban a hervir. Una
exudación fosforescente le iluminaba el cuello, las caderas; hasta que su sexo
-lleno de espinas y de tentáculos- se incrustaba en mi sexo, precipitándome en
una serie de espamos exasperantes.
Era inútil que le esucpiese en los párpados, en las concavidades de la
nariz. Era inútil que le gritara mi odio y mi desprecio. Hasta que la última
gota de esperma no se me desprendia de la nuca, para performarme el espinazo
como una gota de lacre derretido, sus encías continuaban sorbiendo mi
deseperación; y antes de abandonarme me dejaba sus millones de uñas hundidas
en la carne y no tenía otro remedo que pasarme la noche arrancándomelas con
unas pinzas, para poder echarme una gota de yodo en cada una de las heridas ...
¡Bonita fiesta la de ser un durmiente que usufructúa de la predilección
de los súcubos!
En vano los peregrinos acudieron, de todas partes, con sus
oraciones y sus ofrendas. En vano se extremaron, ante su indiferencia, los ritos
de la cába y de la mortificación. Ni las penitencias ni las cosquillas
consiguieron arrancarle tan siquiera un bostezo, y en medio del espanto se
comprobó que mientras el verdín le cubría las extremidades y el pudor, su
cuepro se iba transformando, poco a poco, en una de esas piedras que se acuestan
en los caminos para empllar gusanos y humedad.