19 -El espantapájaros-

 

¿Que las poleas ya no se contenta con devorar millares y millares de dedos meñiques? ¿Que las máquinas de coser aminezan zurcirnos hasta los menores intersticios? ¿Que la depravación de las esferas terminará por dgrada a la geometría?

Es bastante tranquilizador -sin duda alguna- comprobar que no exite ni una hectárea sobre la superficie de la tierra que no encubra cutro docenas de cadáveres; pero de allí a considerarse una simple carnaza de microbios ... a no concebir otra aspiración que la de recibirse de calavera ...

Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo absurdo, pero aunque Dios -reencarnado en algún sacamuelas- nos obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla.

¿Qué nos importa que los cadáveres se descompongan con mucha más facilidad que los automóviles? ¿Qué nos importa que familas enteras -¡llenas de señoritas!- fallezcan por su excesivo amora a los hongos silvestres? ...

El solo hecho de poseer un h{igado y dos riñones ¡no justificaría que nos pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¡Y no basta con abrir los ojos y mirar,  para convencerse que la realida es, en realidad, el más auténtico de los milagros?

Cuando se tiene los nervios bien templados, el espectáculo más insignificante -una mujer que se detiene, un perro que husmea una pared- resulta algo tan inefable ... es tal el cúmulo de coincidencias, de cirucnstancias que se requieren -por ejemplo- para que dos moscas aterricen y se reproduzcan sobre una calva, que se necesita una impermeabilidad de cocodrilo para no sfurir, al comprobarlo, un verdadero síncope de admirarción.

De ahí ese amor, esa gratitud enorme que siento por la vida, esas ganas de lamerla constantemente, esos ímptus de prosternación ante cualquier cosa ... ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura ...

De ahí ese optimismo de pelot de goma que hace reír, a carcajadas, del esquelo de las bicicletas, de los ataques al hígado de los limones; esa alegría que me incia a rebotar en todas las fachadas, en todas las ideas, a salir correindo -¡desnundo!- por los alrededores para hacerles cosquillas a los gasómetros ... a los cementerios ...

Días, semanas enteras, en que no logra intranquilizarme ni la sospecha de que las mujeres les pueda nacer un taxímetro entre los senos.

Momentos de tal fervor, de tal entusiasmo, que me lo encuentro a Dios en todas partes, al doblar las esquinas, en los cajones de las mesas de luz, entre las hojas de los libros y en que, a pesar de los esfuerzos que hago por contenerme, tengo que arrodillarme en medio de la calle, para gritar con una voz virgen y ancentral:

"¡Viva el esperma ... aunque yo perezca!"

Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura. Llorar imporvisando, de memoria. ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!