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Jamás se había odio el menor roce de cadenas. Las botellas no manifestaban ningún deseo de incorporarse. Al dìa siguiente de colocar un botón sobre una mesa, se le encontraba el mismo sitio. El vino y los retratos envejecian con dignidad. Era posible afeitarse ante cualquier espejo, sin que se rasgara a la altura de la carótida; pero bastaba que un invitado tocase la campanilla y penetrara en el vestíbulo, para que cometiese los más grandes desucidos; alguna de esas distracciones imperdonables, que pueden conducirnos hasta el suicidio.
En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser introducidos en el salón, se subian hasta el ombligo los faldones de la camisa. Al ir a saludar a la dueña de casa, una fuerza irresistible los obligaba a sonarse las narices con los visillos, y al querer preguntarle por su marido, le preguntaban por sus dientes postizos. A pesar de un enorme esfuerzo de voluntad, nadie llegba a dominar la tentación de repetir: “Cuernos de Vaca”, si alguien se refería a las señoritas de la casa, y cuando éstas ofrecian una taza de té, los invitados se colgaban de las arañas, para reprimir el deseo de mordeles las pantorrillas.
El mismo embajador de Inglaterra, un inglés reseco en el protocolo, con un bigote usado, cmo uno de esos cepillos de dientes que se utilizan para embetunar los botines, en vez de aceptar la copa de champagne que le briandaban, se arrodilló en medio del salón para olfatear las flores de la alfombra, y después de aproximarse a un pedestal, levantó la pata como un perro.