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Las mujeres vampiro son menos peligrosas que las mujeres con sexo
prehensil.
Desde hace siglos, se conocen diversos medios para protegerse contra las
primeras.
Se sabe, por ejemplo, que una fricción de trementina después del baño,
logra en la mayoría de los caso, inmunizarnos; pues lo único que les gusta a las mujeres vampiro es el sabor
marítimo de nuestra sangre, esa reminiscencia que perdura en nosotros, de la época
en que fuimos tiburón o cangrejo.
La imposibilidad en que se encuentran de hundirnos su laceta en silencio,
disminuye, por otra parte, los riesgos de un ataque imprevisto. Basta con que al
oírlas nos hagamos los muertos para que después de olfateranos y comprobar
nuestra inmovilidad, revoloteen un instante y nos dejen tranquilos.
Contra las mujeres de sexo prehensil, en cambio, casi todas las formas
defensivas resulta ineficaces. Sin duda, los calzoncillos erizables y algunos
otros prventivo, pueden ofrecer sus ventajas; pero la violencia de honda con que
nos arrojan su sexo, rara vez nos da tiempo de utilizarlos, ya que antes de
advertir su presencia, nos desbarrancan en una montaña rusa de espamos
interminables, y no tenemos más remedio que resignarnos a una inmovilidad de
meses, si pretendemos recuperar los kilos que hemos perdido en un instante.
Entre las creaciones que inventan el sexualismo, las mencionadas, sin
embargo, son las menos temibles. Mucho más peligrosas, sin discusión alguna,
resultan las mujeres eléctricas, y esto, por un simple motivo: las mujres eléctricas
operan a distancia.
Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando
como un acumulador, hasta que de pronto entramos en un contacto tan íntimo con
ellas, que nos hospedan sus mismas ondulaciones y sus mismos parásitos.
Es inútil que nos aislemos como una anacoreta o como un piano. Los
pantalones de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra
carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán. Las tachuelas, los alfileres,
los culos de botella que perforan nuestra epidermis, nos emparentan con esos
fetiches africanos acribillados de hierros enmohecidos. Progresivamente, las
descargas que ponen a prueba nuestros nervios de alta tensión, nos galvanizan
desde el occipucio hasta las uñas de los pies. En todo instante se nos escapan
de los poros centtenares de chispas que nos obligan a vivir en pelotas. Hsta que
el día menos pensado, la mujer que nos electriza intensifica tanto sus
descargas sexuales, que termina por electrocutarnos en un espasmo, lleno de
interrupciones y de cortocircuitos.