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Se podrá discutir mi erudición ornitológica y la eficacia de mis
aperturas de ajedrez. Nunca faltará algún zopenco que niegue la exactitud
astronómica de mis horóscopos ¡pero eso sí! a nadie se le ocurrirá dudar,
ni un solo instante, de mi perfecta, de mi abosluta solidaridad.
¿Una colonia de microbios se aloja en los pulmones de una señorita?
Solidario de los microbios, de los pulmones y de la señorita. ¿A un estudiante
se le ocurre esperar el tranvía adentro del ropera de una mujer casada?
Solidario del ropero, de la mujer casada, del tranvía, del estudiante y de la
epera.
A todas horas de la noche, en las fiestas patrais, en el aniversario del
descubrimiento de América, dispuesto a solidarizarme con lo que sea, víctima
de mi solidaridad.
Inútil, completamente inútil, que me resista. La solidaridad ya es un
reflejo en mí, alto tan inconsciente como la dilatación de las pupilas. Si
durante un cent´seimo de segundo consigo desolidariarme de mi solidaridad, en
el cent´seimo de segundo que lo sucede, sugro un verdadero vértigo de
solidaridad.
Solidario de las olas sin velas ... sin esperanza. Solidario del
naufragio de las señoras ballenatos, de los tiburones vestidos de frac, que le
devoran el vientre y la cartera. Solidario de las carteras, de los ballenatos y
de los fraques.
Solidario de los sirvientes y de las ratas que ciruclan en el subsuelo,
junto con los abortos y las flores marchitas.
Solidario de los automóviles, de los cadáveres descompuestos, de las
comincaciones telefónicas que se cortan la mismo tiempo que los collares de
perlas y las sogas de los andamios.
Solidario de los esqueletos que crecen casi tanto como los expedientes;
de los estómagos que ingeiren toneladas de sardinas y de bicarbonato, mientras
se van llenando los depósitos de agua y de objetos perdidos.
Solidario de los carteros, de las amas de cría, de los coroneles, de los
epdicuros, de los contrabandistas.
Solidario por predestinación y por oficio. Solidario por atavismo, por
convencionalismos. Solidario a perpetuidad. Solidario de los insolidarios y
solidario de mi propia solidaridad.
Es inútil que nos aislemos como una anacoreta o como un piano. Los pantalones de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán. Las tachuelas, los alfileres, los culos de botella que perforan nuestra epidermis, nos emparentan con esos fetiches africanos acribillados de hierros enmohecidos. Progresivamente, las descargas que ponen a prueba nuestros nervios de alta tensión, nos galvanizan desde el occipucio hasta las uñas de los pies. En todo instante se nos escapan de los poros centtenares de chispas que nos obligan a vivir en pelotas. Hasta que el día menos pensado, la mujer que nos electriza intensifica tanto sus descargas sexuales, que termina por electrocutarnos en un espasmo, lleno de interrupciones y de cortocircuitos.