24 -El espantapájaros-

 

El 31 de febrero, a las nueve y cuato de la noche, todos los habitantes de la ciudad se convencieron que la muerte es ineludible.

Enfocada por la atención de cada uno, esta evidencia, que por lo general lleva una vida de araña en los repiegues de nuestras circunvoluciones, tendió su tela en todas las conciencia, se derramó en los cerebors hasta impregnarlos como a una esponja.

Desde ese instante, las similitudes más remotas sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que bastaba hallarse ante una lata de sardinas -por ejemplo- para recordar el forro de los féretros, o fijarse en las piedras de una verda, para descubrir su parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio de una enorme consternación, se comprobó que el reovque de los huesos, y que así como rsultba imposible sumergirse en una bañadera, sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón, nadie dejaba de sepultarse entre ls sábanas, sin estudiar el modelado que aduqierirían los repliegues de su mortaja.

El corazón, sobre todo, con su ritmo isócrono y entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si el órgnao que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su tic-tac sobre la almohada, quien no llorara la vida que se le iba yendo a cada instante, escuchaba su marcha como si fuese el eco de sus pasos que se encaminaran a la tumba, o lo que es peor a{un, como si oyese el latido de un aldabón que llamara a la muerte desde el fondo de sus propias entrañas.

La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo mortuorio, hizo que cada cual se refugiara -según su idiosincrasia- ya sea en el misticismo o en la lujuria. Las iglesias, los burdeles, las posadas las sacristías se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en los tranvías, en los paseos públicos, en medio de la calle ... Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud abus{o de la vida, quiso exprimirla como si fuese un limón, pero una ráfaga de cansancio apagó para siempre, esa llamarada de piedad y de vicio.

Los excesos de libertinaje y de la devoción habían durado lo suficiente, sin embargo, como para que se demacraran los cuerpos, como para que los esqueletos adquirisen una importancia cada día mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los focos elecéctivos, cualquiera podía instruirse en los detalles más íntimos de su configuración, pues no sólo se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que la misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida, como si los heses, cansados de yaer en la oscuridad, exigieran salir a tomar sol. Las mujres más legantes -por lo demás- implantaron la moda de arrastrar enomres colas de crespón y no contentas con pasearse en coches fúnebres de primera, se ataviaban como un difunto, para recibir sus visitas sobre su propio túmulo, rodeadas de centenares de cirios y coronas de siemparevivas.

Inútilmente se organizaron romerías, kermeses, fiestas populares. Al aspirar el ambientes de la ciudad, los músicios, contratados en las localidades vecinas, tocaban los "charlestons" como si fuesen marchas fúnebres, y las parejas no podían bailar sin que sus movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de danza macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la voluptuosidad de vivr resultaron de una perfecta ineficacia, pues no solo los tópicos más experimentados adquirían, entre sus labios, una figidez cadavérica, sino que el auditorio sólo abandonaba su indiferencia para gritarles: "¡Muera ese resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de cadáver!"

Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo esqueletoso,  ¿podía dejar de provocar, tarde o temprano, una verdadera epidemia de suicidios?

En tal sentido, por lo menos, la población demostró una inventiva y una vitalidad admirables. Hubo suicidios de todas las especies, para todos los gustos; suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se fundaron sociedades anónimas de suicidas y sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron escuelas preparatorias al suicidio inédito, original. Una familia perfecta -una familia mejor organizada que un baúl "innovtion" -ordenó que la enterrasen viva, en un cajón donde cabián, con toda comodidad, las cuatro generaciones que la adornaba. Ochocientos suicidas, disfrazados de Lázaro, se zambulleron en el asfalto, desde el veinteavo piso de uno de los edificios más céntricos de la ciudad. Un "dandy", después de transformar en ataúd la carrocería de su automóvil, entró en el cementerio, a ciento setenta kilómetros por hora, y al llegar ante la tumba de su querida se descerrajó cuatro tiros en la cabeza.

El desaliento público era demasiado intenso, sin embrgo, como para eu pudiera persistir es ímpetu de aniquilamiento y exterminio. Bien pronto nadie fue capaz de beber un vasito de extricnina, nadie pudo escarbarse las pupilas con una hoja de "gillette". Una dejadez incalificable entorpecía las precauciones que reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido amontonaba basuras en todas partes, transformaba cada rincón en un paraíso de cucarachas. Sin preocuparse de la dignidad que requiere cualquier cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más denigrantes. Ejércitos de ratas invadían las casa con aliento de tumba. El silencio y la peste se paseaban del brazo, por las calles desiertas, y ante la incerci de sus dueños -ya putrefactos- los papagayos sucumbían con el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y de malas palabras.

Una mañana, los millares y millares de cuervos querevoloteaban sobre la ciudad -oscurciéndola en pleno día- se desbandaron ante la presencia de una cuadrilla de aeroplanos.

Se trataba de una misión con fines sanitrios, cuyo rigo científico implacable se evidenció desde el primer momento.

Sin aproximarse demasiado, para evitar cualquier peligro de contagio, los avioens fumigaron las azoteas con toda clase de desinfectantes, arrojaron bombas llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos, globitos hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir el record mundial de defunciones, la población se había reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes.

Fue entonces -y sólo despues de haber alcanzado esta evidencia- cuando se ordenó la destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte.