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Mis nervios desfinan
con la misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad, cuando me acusto,
dejo de atarme a las barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto,
indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin
embargo, he tendio tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme a algún
precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.
Mi digestión inventa
una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino.
Desde la infancia, necesito que me desabrochen los triardores, antes de sentarme
en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el
pañuelo un cadáver de cucaracha.
Todavía, cuando
llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón
derecho es un maní. Miriñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad
de Medicina. Soy poliglota y tartamudo. He perdido a la lotería, hasta las uñas
de los pies, y en el instante de dirmar mi acta matrimonial, me di cuanta que me
había casado con una cacatúa.
Las márgenes de los
libros no son capces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más
optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el
bostezo de las camas deshechas, no siento ninguna propensión por empollarle los
senos a las mujres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca
frecuencia en los preparados de estricnina.
En estas condiciones,
creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender,
con toda tranquilidad, un cigarrillo.