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No era
alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin
embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que
marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera
no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema.
En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra
resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las
cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber
nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en
la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la
memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar,
una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella,
las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera.
No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas,
todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas
cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas
porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una,
en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos
los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra
infranqueable. Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que
retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido.
Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía,
a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los
escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre.
¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un
cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me
perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la
mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían
cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas
congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección.
Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes
de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los
codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y
me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo,
habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de
nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a
organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes,
muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la
acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí,
atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos,
ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero,
pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.
¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus
dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven,
hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de
los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a
opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se
propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en
fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me
permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa
cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo
llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos
de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en
cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un
mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del
ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de
mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan
sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de
cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre
hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice.
Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que
acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la
cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a
tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en
la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias
facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me
volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al
marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre
los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles
lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula
escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla?
Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a
rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de
hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa
de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está.
Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el
timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se
elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse
y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al
tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento
de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían
las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto
moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir
mis pies. Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas,
como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían
vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo. Sin embargo no les había
hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la
vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si
apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas
y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba
la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el
umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en
aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los
ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no
aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada
detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la
vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero
soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso
plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la
ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena
vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida
en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me
decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El
elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg
no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo
aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba
a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente,
gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la
naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a
uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un
mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno
de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del
asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto,
flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía
cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida
de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está
haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía
marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos
pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se
debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente
exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter,
me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras
vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida
escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo,
o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las
diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si
no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no
buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora
de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo,
quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos
movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí
el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer
creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía,
y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que
yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que
yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví
agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de
la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay
por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible
de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me
pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me
detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía
una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí
me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos,
hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño.
Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un
potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a
los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias.
Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las
calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños
seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás,
tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída
arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía
pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto.
Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente
el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme,
lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era,
pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés,
hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma
delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento,
pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado.
Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo
guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era
el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera
evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le
dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje
si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que
tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo,
con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los
acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar
acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como
todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me
atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó
a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma
de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos.
Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo
como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla
derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una
especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el
mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron
soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos
cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía
gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o
de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre
no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué
consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como
si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el
último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes
reviven, ojo. De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y
tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía
animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se
bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un
rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después
me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio,
de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me
sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda
a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo.
Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía
ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un
monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué
haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos
tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo
en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de
poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la
perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi
persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de
que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas
contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente
su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se
tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas
formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la
portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad
que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me
pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso
se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto.
El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la
imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a
espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que
le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más
remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No
se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara
con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía.
Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo
idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o
cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un
modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay
nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca.
Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales
de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos
las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se
hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta,
asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en
el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes
de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar,
dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después
volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que
tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me
había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había
hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más
tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este
dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como
si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé
contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero
si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del
forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche
se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la
mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco.
Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía
estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado
la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves,
atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en
movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo.
El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le
ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo,
violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo
alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah
los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije.
Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera
muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los
primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted
conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa
con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la
mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su
vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me
preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la
intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada
bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera
a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear
otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí
mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que
pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido
mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le
había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando
una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera,
o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por
palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que
temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que
hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al
mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera
que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que
habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que
yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el
caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al
pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme
en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra,
con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de
invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas
jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno
que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o
más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con
un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico
más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no
buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales
cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar,
completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un
entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del
país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En
cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la
puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa.
Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor,
después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo
al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en
marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí
mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la
portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía
las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las
velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté
si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la
primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado
sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera
tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría.
No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del
caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente
sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde
según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un
hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es
verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades,
dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de
la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y
blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en
lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una
copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al
cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a
la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón
de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que
le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía
obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por
otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los
transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el
honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos.
Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho,
ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera,
al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a
su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía,
a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había
razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a
bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención
de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado
el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero
nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un
quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se
acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me
precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla,
dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre
la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de
que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía
el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al
beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las
voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja
de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una.
Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me
salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí
la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida
que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando
en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más
altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche
sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico.
Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío,
olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por
lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche.
Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés
colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El
caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca?
Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi,
pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé
primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio
mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la
ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para
liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede
estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un
billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de
la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero
después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete.
Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba
hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba.
Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz.
Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana,
voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la
mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía
haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.
Samuel Beckett
(Traducción de Álvaro del Amo) © Tusquets Editor, Barcelona, 1970