Mario Benedetti
tangos / poesía / clásicos / notas / pinturas / volver
La vecina orilla (fragmento)
Mi pensión tiene chinches y cucarachas, vive Dios, y las paredes sudan.
Yo también. Además, hay un sólo baño para siete
habitaciones, que en realidad se reducen a seis, pues una está ocupada
por dos franchutes jóvenes, que no son lo que se dice fanáticos
de la ducha. Él tiene una melena que huele a estofado, y ella unas sandalias
abiertas que permiten a la opinión pública enterarse de sus uñas
azabache. Sin embargo, franchutes aparte, el problema del baño es bastante
grave, porque si a los efectos de la ducha son seis habitaciones, en cambio
a los efecto defecatorios volvemos a ser siete: los galos no se bañan,
pero en cambio exoneran el vientre con europea regularidad. O sea que mi alojamiento
no pertenece a la cadena del Hilton ni a la cadena del Sheraton, sino (apronten
la carcajada) ¡a la cadena del Water! Lástima que no se me ocurrió
este horrible chiste cuando estuve con el señor Acuña y su sagrada
familia. Habría tenido que festejarlo, muy piola él, porque conoce
que yo conozco. En la pensión, que se llama, como es lógico, Hirondelle,
porque la dueña dice que sus huéspedes somos aves de paso, en
la pensión digo, hay mucha vida. Vamos a entendernos: cuando yo digo
vida, quiero decir relajo. Por ejemplo: en la pieza 3 reside un punguista. Él
exige que lo llamen Pickpocket, porque se formó en la escuela británica,
pero es muy largo como apodo, así que todos lo llaman Pick, y hasta Picky,
y él se enoja porque dice que es nombre de perro, pero a esta altura
ya no tiene arreglo porque el tercer apodo ingresó a lo que mi profe
de historia llamaba la tradición oral. En la número 4 vive una
parejita joven, de la cual (puesto que yo vivo en la 5) conozco involuntariamente
todos sus ruidos amorosos, que en el caso específico de ella son sencillamente
estereofónicos y que me obligan a imaginarla sin ropas con más
frecuencia de lo que yo quisiera. El marido o lo que sea, se da perfecta cuenta
de mi insoportable situación, pero en vez de tenerme piedad me toma el
pelo y cuando se cruza conmigo me dice su estribillo capcioso: «Che, hoy
te noto más turbado que ayer, ¿qué te sucede?» Yo
lo puteo en silencio, por respeto a la dama sonora, pero él se ríe
como un pájaro loco.
En la 6 viven los franchutes, cuyo aroma se cuela a veces por las rendijas,
pero debo reconocer que nunca hacen ruidos venéreos. Ruidos de otro tipo
sí hacen, ya que él a veces toca la guitarra y ambos cantan canciones
de protesta, en un español que les sale directamente de las amigdalas.
No se meten con nadie. Si olieran mejor, les tendría simpatía.
En la 7 viven dos botijas, dos nenas, bah, que se la pasan escribiendo a máquina.
A veces me despierto de madrugada y sólo oigo las sirenas de la cana
y la maquinita de ellas. ¿Qué escribirán?
Aclaro la 1 y la 2 no las tomo en cuenta porque son las que se reserva la patrona,
cuyo nombre es Rosa, Doña Rosa. Se sabe (en realidad es imposible no
saberlo, porque lo narra dos o tres veces por semana) que es viuda y que su
marido fue peronista de la primera época, cuando Evita. Una tarde se
puso confidencial y bajando la voz me dijo en tono cómplice: «Ahora
él sería otra cosa, ¿me comprende?»
Tengo que conseguir trabajo porque la guita se va acabando y no puedo estar
pendiente de lo que puedan mandarme los viejos, que por otra parte siempre va
a ser poco. Ya fui a dos o tres comercios de Once que pedían personal
en los avisos de Clarín, pero no bien se enteran que aún no tengo
residencia, dicen un no conmovedor. Ahorro hasta en los puchos, pero me parece
un sacrificio idiota. Además hay veces que me vienen incontenibles ganas
de fumar, y no tengo. Menos mal que ayer me encontré con el flaco Diego
y le estuve mangando puchos toda la santa noche. También vino rajado
de la cana. Es claro que él la pasó bastante peor, porque no cayó
de boludo como yo, sino por más prestigiosas razones. Dos veces lo agarraron
(la primera, escribiendo con aerosol en los muros del Cementerio del Buceo una
consigna contra los milicos,y la segunda con un volante que no era precisamente
oficialista). Las dos veces lo movieron lindo, con picana y todo; se aguantó
como un tronco y lo largaron. Pero él se dijo: «La tercera es la
vencida», y se tomó el alíscafo de Villadiego.
Yo lo conocía poco, porque me lleva como cuatro años, y además
él siempre militaba. «Así que vos también sonaste»,
me dijo, cuán amable. «Quién iba a decir, con lo que siempre
te cuidaste.»
Es difícil explicarle a un tipo como él, más quemado que
el ave Fénix, por qué yo no militaba. Traté de decírselo,
pero no entendía nada. «Excusas, botija, excusas.» Me revienta
que un carajito, que apenas me lleva cuatro años, me diga «botija»
con ese dejo sobrador. «Ta bien, ta bien. Pero ahora ¿vas a militar?»
Le pregunto cómo quiere que milite en este caos. No sé por qué
se me ocurrió decir caos. «Siempre se puede dice él. Le
aclaro que antes que nada tengo que hallar trabajo. «Sí eso está
bien. Yo estoy laburando. Si querés te ayudo.» Claro que quiero.
Anoto un nombre y una dirección. Tengo que ir mañana. «Ahora
vení conmigo.» Caminamos como veinte cuadras. Yo hubiera tomado
un colectivo, pero él dice que cuando se lleva una vida sedentaria, es
muy útil caminar, eso beneficia la circulación. Mi tío
Felipe, que es naturista, dice esas mismas aburrideces. Por fin nos detenemos
frente a un edificio de varios pisos. Subimos hasta el 15.
Un tipo de pelo largo y con colgajos nos abre la puerta. Hay como quince, todos
jóvenes. Discuten, pero no puedo enterarme sobre qué. La terminología
me pasa por encima del jopo, no pesco ni una. En un rincón está
una piba que casi nunca participa. Tiene cara de tedio, pero es ella la que
me dice: «¿Te aburrís?» Me encojo de hombros; tal
vez sea un encogimiento afirmativo, porque ella dice «Vení»,
y se mete por un pasillo. La sigo y subimos por una escalera de madera, con
alfombra. No es un apartamento común, sino un penthouse. Después
de la escalera salimos a una galería, y de allí a un jardín.
Sí, hay un jardín, con árboles y todo, y es un piso 15.
También hay sillas, mesas, y algo así como un sofá veraniego
. «Vení», vuelve a decir y se sienta en el sofá veraniego.
Yo me siento también y por primera vez la miro con atención; por
las dudas sonrío. Es morocha, de ojos lindos, oscuros. Será de
mi edad o un poco más. El escote es profundo. No está mal. «¿Te
gusto?», pregunta muy serena. Es probable que se me haya deprevado un
poco la sonrisa. Hay algo de maternal en su carita y a mí siempre me
gustaron las madres. «Bueno, sí, sobre todo como anticipo.»
Ella rie francamente, y sin desabrocharse siquiera la chaqueta, puesto que hay
espacio suficiente, mete una mano y saca un pecho limpito. Yo me siento autorizado
a ayudarla, pero ella me frena de manera inequívoca. «No pienses
mal. De todos modos, hoy es imposible. Regla de tres compuesta, ¿tamos?»
Y como yo dejo traslucir cierto desencanto, agrega: «Perdón, perdón.
Lo hice sólo porque te vi tan aburrido.» Y guarda otra vez el pechito.
Al menos en esta semana, el trabajo me gusta bastante. Hasta ahora no he tenido
quejas. Es claro que al final de la tarde tengo el balero que es una matraca.
Fatiga intelectual. Quién me iba a decir a mi (como estudiante evité
siempre el surmenage) que iba a terminar haciendo semejante concesión:
fatiga intelectual, nada menos, como un traga cualquiera. Para peor, a la salida
me encuentro con Leonor y su hija. Esa familia siempre me cayó bien,
pero hoy me dejaron en ruinas. El marido de Leonor está en el penal de
Libertad. Ella lo vio antes de venirse, y dice que envejeció diez años
en cuatro meses. Lo han reventado. Él fue quién les pidió
que se vinieran. Leonor no quería, pero parece que él se angustiaba
tanto que al final ella le prometió que sí. Ahora no saben que
hacer. Laura, la hija, me mira esperanzada, como si yo pudiera darles una idea
salvadora. Pero, aunque me estrujo el cerebelo, no se me ocurre nada. Y Leonor
que llora despacito, sin armar escombro. Ni siquiera llora para ella. Le pregunto
a Laura por Enrique, su hermano, que en primaria fue mi compañero de
banco. «Hace un año que no sabemos de él. Está borrado.
Todos los días compramos los diarios de Montevideo para ver si aparece
el alguna nómina, mejor dicho, con el pánico de que aparezca en
alguna.» Y yo parado como un imbécil, sin saber que decirles, ni
qué hacer. Les cuento que trabajo en una editorial, les digo que si llego
a saber de algún trabajo para Laura les aviso. Me dejan el teléfono
de unos amigos. Después se van, apretadas una contra la otra, como protegiéndose.
No puedo comer nada. Una vergüenza. A la noche, cuando me acuesto, de repente
me viene como una sacudida, un estremecimiento, qué sé yo, y lloro
como un cuarto de hora. Y todo por una desgracia que no es mía. ¿O
será?