Patricia Diaz Bialet

 

 

 

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Los oídos de mi niñez

Yo naci cuando la música se rebelaba como una perla en las manos de una reina.
En la época en que el miedo retrasaba su herencia
y las quimeras se conservaban todavia frescas.
Veía pasar las piernas de los hombres
y sus negras cabelleras de búho en la tormenta.
(Y eran de los otros las acusaciones y las calumnias.)
Nací el dia en que John Lennon se alejaba de las multitudes
y las voces de Supertramp se erguían para acusar a los desafinados.
Nací cuando Astor Piazzolla era un hombre joven
y las leyendas de Charles Aznavour y Los Plateros se volvían más deliciosas aún.
Recorrí los tributos a Fred Astaire
y los muslos de seda de Cyd Charisse.
Nací cuando Freddy Mercury no sonaba aún con su muerte
y Antonio Carlos Jobim embalsamaba a las mujeres de Ipanema.
(Tenía vestidos de,gamuza para eI invierno de Buenos Aires
y sobretodos de hiedra amenazados por la indiferencia.)
Yo nací cuando la política era algo secreto.
Entonces pasábamos las noches de los sábados bailando desenfrenadamente
y hacíamos promesas de amor después de las tres de la mañana
y encontrábamos el hilo transparente de la pasión
desatando nuestra ropa bajo el umbral de alguna casona antigua.
Y conservábamos las manos limpias.
Y el cine nos parecía una máscara de humo.
Éramos cristalinos como el agua del aljibe
y montábamos potros con la facilidad de la Iluvia caida sobre la playa.
Nos refugiábamos en los cuerpos pequeños de los hombres.
Nos entregábamos al alcohol
y luego dábamos vuelta la espalda.
No voy a decir que nada nos costaba.
Voy a decir que viví demasiado.
Voy a decir que no conocí a Bach hasta hace poco.
Voy a decir que caía de rodillas ante las trampas
y luego recobraba el aliento.
Y que la edad no era una enfermedad incurable.
Voy a decir que el tiempo me sobrepasa.
Cómo no recordar la noche en que los automóviles fueron celdas con luces encendidas
y descubrí que te amaba.
Como no recordar la permanencia de la madrugada debajo de tus ojos
y mi cuerpo jadeante frente a las delicias de la cena.
Pero tú has podido olvidar el gusto del salmón
y las enfermedades de mi adolescencia.
En cambio yo continúo con mi vida o corro hacia atrás.
Puedo hacer lo que me plazca.
Porque la poesía se distiende en mi memoria
como una muñeca incompleta.
Repara mi dolor con vendas ajadas
y me seduce otra vez.
Ahora estoy de pie frente a tu departamento
robando las Ilaves del mìsterio
o acariciando una guitarra vacía
o quizas aprobando la velocidad de tu astucia.
Ahora estoy rasguñando las piedras de Sui Generis
o cavando la pared de Pink Floyd
o maniobrando en los ríos oscuros de Louis Armstrong
o cayendo por el aljibe de mi niñez.
Aunque es doloroso el encuentro después de tantos años.
Es doloroso repetir las palabras de nuestra contraseña
y saber que no quieres mirarme de frente
ya que te acercas a la furia de tu propio verdugo
y no tienes nada en las manos que pueda hacerlo más bondadoso.
Yo nací cuando la voz de Marilyn Monroe era un lamento.
El poeta Vicente Huidobro ya habfa resucitado
y Shakespeare continuaba viviendo.
Nací cuando Brasil era un pais felíz todavía.
Al mismo tiempo en que se despertaban los soldados
en los lugares en donde los ojos se estiran para lograr una
/visión más incompleta.
Nací cuando los valses de Strauss adornaban a las novias
y la frialdad de Alemania se imponía como la muerte.
Podía escuchar el latido del corazón de Hernán Figueroa Reyes
y el costado de Almendra en el hábito de la tarde.
Buenos Aires era la fuente de la sangre no imaginada.
El laberinto de los artistas.
O las venas de Alejandra Pizarnik junto a las tijeras.
Era la rapidez de los colegios de donde una desea alejarse.
Era la luz verdosa que se despierta de repente
en la serpiente de autos a lo largo de la avenida.
Nadie venía hasta aquí.
Sólo nosotros.
Yo nací cuando la luna era inalcanzable.
(Él tenia ojos de cielo
y hacia soplar la maravilla de sus alas
hasta voltear mí cuerpo cubierto por la vergüenza.)
Recuerdo reuniones, citas,
Podia escuchar el latido del corazón de Hernán Figueroa Reyes
y el costado de Almendra en el hábito de la tarde.
Buenos Aires era la fuente de la sangre no: imaginada.
El laberinto de los artistas.
bailes vespertinos
y hasta los parques de diversiones.
Películas que vi demasiado tarde.
Cafés con gusto a sueño después del amor.
Nací aunque me lo hayan impedido las masacres de Vietnam.
Aunque el Oriente se destrozaba una vez más
y los trenes del Japón hacían milagros con las leyes de gravedad.
Imaginaba el mundo apedreado de ios mártires
o las figuras sin tiempo de Pompeya.
Lagunas con monstruos que sólo pueden ser fotografiados por casualidad
y fantásticas naves extraterrestres con seres parecidos a mí.
Pero todos lo han olvidado
excepto yo
porque poseo la impiedad de los violines de los tangos.
Lloré junto a la muerte de Sarah Vaughan
o la dulzura opaca de Bárbara Mujica.
Ahora reconstruyo la vida de los poetas surrealistas
o me asombro ante la falta de oportunidades.
Me cubro la piel con las pinceladas de Gaugin.
Me apego a mi sillón de pana roja
y nadie se atreve a tocar mis papeles.
Sé que los objetos nos atropellan en cuanto cerramos los ojos.
Sé que la noche cambia las palabras
por ilusiones que resucitan de los escombros.
Sé que nada se pierde.
Todos los tiempos de mi vida
en este anillo interminable que es la memoria.
Sé que las canciones que les cantan a los chicos
pueden calmarme de repente.
Mi padre tenia una voz arrancada del centro de la tierra
y se alejaba despacio
para que no sintiéramos miedo.
Ahora sé que mis poemas
tienen la música de los recuerdos anteriores a mí.

Extraído de "El hombre del sombrero azul" Editorial Dunken.1998.


 

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