Félix C. Lucas

 

 

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Fiesta

Un hombre quiso recostarse en un diván; pero al hacerlo se dio cuenta de que la pata estaba rota y cayó al piso estruendosamente en medio de la reunión. Todos estaban esperando que llegara el Embajador. Algunos estaban afuera, parados en lo alto de la escalera que daba al hall principal, intentando ver desde ahí llegar la limusina que traería a Alfredo Gentil y a su señora. Fundamentalmente querían ver a la mujer. Porque Gentil se había casado hacía muy poco con alguien ajeno al ambiente y esto había producido una gran expectativa en los allegados y en los curiosos. Muchas de las personas que estaban allí, no habían sido invitadas y también había una decena de periodistas de distintos medios. Detrás de unos cortinados gruesos, un equipo de gente preparaba las cámaras para transmitir la recepción por un canal de televisión.
El hombre había querido recostarse para descansar un poco, porque todo el día había estado andando de aquí para allá, sin poder ni siquiera detenerse un momento para comer un sandwich. Pero de todo esto se dio cuenta en el momento en que cayó para atrás de tal modo que su espalda fue a dar contra el piso. A pesar del golpe, no se lastimó y poco a poco fue dándose cuenta de que un grupo de gente que estaba muy cerca de él empezaba a mirarlo de tanto en tanto y a hacer comentarios por lo bajo. El hombre en seguida sospechó que hablaban de su caída y trató de poner cara de disimulo. Miraba para otro lado pero no podía evitar tratar de oír la charla.
No estaba preparado para estas situaciones, no conocía las normas de convivencia de esa clase social. Ahora sentía un gran hueco en ese aspecto, al tener que codearse a menudo con gente de la alta sociedad. Siempre había supuesto que esas cosas se aprendían con el tiempo. Y muchas veces había oído a su novia, Elizabeth, decirle que él no tenía algo que se llamaba roce.
Elizabeth lo había conocido en unas vacaciones en la costa y era hija de un conocido empresario de la industria textil. Había hecho la carrera de derecho y aunque no trabajaba, tenía relación con los buffetes más grandes de la ciudad. Elizabeth también le decía que el protocolo de esas reuniones lo aprendería con el tiempo.
Pero todo esto se lo decía antes de que ella se fuera y lo dejara solo.
En ese momento, cuando era observado así por esa gente y ahí en el piso, pensó que nunca aprendería ciertas cosas y aún más: que nunca aprendería más nada.
Ese grupo de gente, que hubiera sido un grupo más de invitados al banquete, se convirtió muy pronto en un grupo de espectadores y después en un grupo de perseguidores. De golpe se habían transformado en miradas repentinas y por turno; y el hombre empezó a sentir que ya no podría moverse tranquilamente por la fiesta. Y a eso tendría que haber ido: a moverse libremente, a hablar con la gente. Debía hacer de cuenta que conocía a la gran mayoría, debía simular que en él había algo así como un desinterés; que estaba allí del mismo modo en que todo el resto estaba ahí reunido.
Pero no, por un rato estuvo como paralizado, detenido en un rincón muy cerca del sillón y mirando de reojo cómo venían hasta él dos camareros y acomodaban el destrozo que él mismo había hecho. De tanto en tanto miraba con cierto miedo al grupo de los perseguidores y un escalofrío le corría por todo el cuerpo.
Por suerte, al hombre esta sensación no le duró más de una hora y después se recompuso y abandonó su puesto semioculto detrás de unas columnas del salón para acercarse a la mesa y tomar una copa del champagne que estaban sirviendo.
Era una mesa larga en la que se hubieran podido sentar unas cuarenta personas, pero esa noche habían sacado las sillas y habían dispuesto todo como para que la gente se sirviera las comidas frías y las bebidas que los mozos llevaban y traían desde la cocina. El Embajador Gentil todavía no había llegado y sin duda tampoco los invitados más importantes, pero al hombre en ese momento no le importó y se dedicó a beber su copa mirando a su alrededor y fumando un cigarrillo. La gente recorría el lugar y se saludaba, casi todo el mundo se conocía y la prensa formaba un pequeño gheto a un costado. Los hombres en su mayoría habían concurrido con sus esposas y también se podían ver algunas mujeres solas que sin duda serían funcionarias del gobierno o altas ejecutivas de alguna empresa o simplemente prostitutas de lujo. Era una fiesta elegante, donde el brillo de los trajes competía con la suntuosidad del decorado.
El hombre estaba un poco cansado. Ya habían pasado las once de la noche y todavía no llegaba la comitiva oficial. Miraba para todos lados y también miraba su reloj sin temor de demostrar su ansiedad.
A la medianoche, un gran ruido se escuchó fuera de la casa. La gente acudió a mirar. Algunos casi corrieron y por un instante toda esa elegancia pareció haberse perdido y el hombre se dio cuenta de eso y de pronto se encontró pensando que la mayoría de las personas que estaban en el lugar, casi como acompañándolo, estarían en su misma situación: no sabían cómo comportarse en una reunión de alta sociedad. Entonces creyó que todo era una gran farsa y temió haberse equivocado de sitio. Pero a los cinco minutos, mientras él volvía a servirse una copa de champagne, se abrieron las puertas y por ellas entraron el Embajador y su señora. Ella venía tomada del brazo, muy bien vestida; de tal modo que todo lo que llevaba puesto parecía pensado para ella. Su aspecto era muy jovial y sofisticado. Acaparó la atención del público presente y parecía que todos estaban concentrados en descifrar, en predecir algún misterio que ella llevara oculto en su figura. Caminaba con gracia por el lugar, haciendo sonrisas a un lado y al otro, prestando caras y gestos a los fotógrafos que se apiñaban a los costados de un pasillo largo y alfombrado. El Embajador también la miraba. Subieron las luces del salón y una banda en vivo comenzó a tocar un tema de moda que tenía una cadencia muy sensual. Y parecía que las caderas de la mujer, metidas en el vestido ceñido, estaban diseñadas para moverse al compás de esa música. La gente se había callado y el Embajador seguía con su cara colorada mirando de costado a su flamante esposa, como si la acabara de comprar en un mercado de artículos exóticos.
El hombre dejó su copa apoyada en el respaldo de un sillón de madera y avanzó tambaleante, sin que la gente lo notara, porque todos estaban bajo el efecto hipnótico que producía la curiosidad. Dejó su copa y muy despacio cruzó el salón para verla más de cerca. Fue esquivando las personas que encontró a su paso y que por lo bajo murmuraban comentando los zapatos, lo corto del vestido de lycra y seda, lo snob del peinado, lo artificioso de los pechos y la apacible mirada de la mujer de Gentil. El hombre se quedó casi frente a frente del pasillo por donde avanzaba la pareja. Esperó y lentamente puso la mano en el bolsillo interior de su smoking. Sacó un revólver y disparó a la mujer gritando:
- ¡Perra!
El segundo disparo fue certero y la mujer muy pronto se convirtió en una mancha roja. Todo antes de que los guardias se lo llevaran.

 

Algunos poemas

Mirame,
hace tanto tiempo que
no veníamos por aquí.

Decime
por qué no.

Donde se encuentran los otros:
hay una pared
blanca
que nos cuenta
dónde, cómo y cuándo
nos veremos
en el silencio.

..........

Estuviste
en un cónclave
donde se hacen los secretos y me dejaste

una queja sola en un hueco
de silencio.

Dejá,
que se caigan
en cataratas los lamentos,
que me dejen.

..........

Hay dos puertas
para ir
a otro lado,
como si fuera tan fácil:

de ninguna manera
volveré
a caer en esa trampa.
Ese
es el secreto
que nunca te contaré:
ya no te creo
nada.

 

Una simpre pregunta sobre la ingenuidad

A mi entender, el señor Diógenes Fonseca L. se equivoca mucho en el número de enero de CORREO de poesía. En su pequeña columna "La cita en la postal de Fonseca" reconozco algunos logros significativos; pero en la mencionada edición es hiperbólicamente críptico. Pareciera que ese día el escritor estaba cansado, un poco apurado... quién sabe. El tema es que comienza diciendo: "al final hacer de cuenta que hay algo más allá de lo que vemos" (la cita es casi textual) y lo que vemos es a todas luces algo de lo que es muy fácil dudar. Con esto quiero decir que el error es casi una falla en el supuesto mismo de donde parte: ¿acaso no está teniendo demasiada confianza en las experiencias sensibles?
De cualquier manera, hago esta aclaración sólo para hablar de lo extraño que parece hoy una persona con una fe tan ciega en sus sentidos. Hasta un niño ejerce la duda sobre lo que ve, oye, huele, toca, degusta. Pareciera que estamos insertos en un circuito de experiencias falseadas. No en vano es casi mítico aquel capítulo donde el Super Agente 86 habla de "la falsa puerta que se encuentra en el falso edificio de la falsa ciudad"; porque las relaciones con la realidad que nos rodea se han ido conviertiendo en un verdadero espionaje que requiere entrenamientos y habilidades específicas. Por ejemplo, nadie puede vivir hoy sin conocer los códigos y los supuestos en base a los cuales se arman los complejísimos discursos televisivo y publicitario. El plano de lo metafórico se ha extendido tanto y ciertos recursos de referencia a realidades distantes se han difundido de manera tan masiva, que los procesos de adaptación que padecemos a todo momento nos convierten en héroes de lo virtual. Quijotes que abordamos de coté, mirando de reojo y sin tocar un sinúmero de ideas y objetos de los cuales no tenemos ninguna experiencia sensible.

Bueno, seguramente esto ha sido tan hermético como el texto de Fonseca con el que comencé. Pero al menos quede claro que la duda es una herramienta o un arma (en el sentido de la defensa) sin la cual no podemos ni pensar en transitar este fin de siglo. ¿Acaso, cuando admiramos un cuerpo que nos seduce sabemos en qué porcentaje es plástico?

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