Gustave Flaubert

 

 

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Madame Bovary (fragmento)

Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director,
Es eguido de un «novato» con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
-Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.
El «novato», que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.
Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila.
Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el «novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.
-Levántese -le dijo el profesor.
El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reír.
Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.
-Deje ya en paz su gorra -dijo el profesor, que era hombre de chispa.
Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.
-Levántese -le ordenó el profesor‘, y dígame su nombre.
El «novato», tartajeando, articuló un nombre ininteligible:
-¡Repita!
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase. «¡Más alto!», gritó el profesor, «¡más alto!».
El «novato», tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llanar a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.
Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari, Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.
Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.
-¿Qué busca? -le preguntó el profesor.
-Mi go... -repuso tímidamente el «novato», dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.
-¡Quinientos versos a toda la clase! -pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego una nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! -continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro-: y usted, «el nuevo», me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Luego, en tono más suave:
-Ya encontrará su gorra: no se la han robado.
Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.
Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en el colegio.
Su padre, el señor Charles-Denis-Bartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia 1812 en asuntos de reclutamiento y obligado por aquella época a dejar el servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor abandonar toda especulación.
Por doscientos francos al año, encontró en un pueblo, en los confines del País de Caux, y de la Picardía, para alquilar una especie de vivienda, mitad granja, mitad casa señorial; y despechado, consumido de pena, envidiando a todo el mundo, se encerró a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.

Su mujer, en otro tiempo, había estado loca por él; lo había amado con mil servilismos, que le apartaron todavía más de ella.
En otra época jovial, expansiva y tan enamorada, se había vuelto, al envejecer, como el vino destapado que se convierte en vinagre, de humor difícil, chillona y nerviosa. ¡Había sufrido tanto, sin quejarse, al principio, cuando le veía correr detrás de todas las mozas del pueblo y regresar de noche de veinte lugares de perdición, hastiado y apestando a vino! Después, su orgullo se había rebelado. Entonces se calló tragándose la rabia en un estoicismo mudo que guardó hasta su muerte.
Siempre andaba de compras y de negocios. Iba a visitar a los procuradores, al presidente de la audiencia, recordaba el vencimiento de las letras, obtenía aplazamientos, y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba los obreros, pagaba las cuentas, mientras que, sin preocuparse de nada, el señor, continuamente embotado en una somnolencia gruñona de la que no se despertaba más que para decirle cosas desagradables, permanecía fumando al lado del fuego, escupiendo en las cenizas.
Cuando tuvo un niño, hubo que buscarle una nodriza. Vuelto a casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con golosinas; su padre le dejaba corretear descalzo, y para dárselas de filósofo, decía que incluso podía muy bien ir completamente desnudo, como las crías de los animales. Contrariamente a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza un cierto ideal viril de la infancia según el cual trataba de formar a su hijo, deseando que se educase duramente, a la espartana, para que adquiriese una buena constitución. Le hac(a acostarse en una cams sin calentar, le dabs a beber grandes tragos de ron y le enseñaba a hacer burla de las procesiones. Pero de naturaleza apacible, el niño respondfa mal a los esfuerzos paternos. Su madre le llevaba siempre pegado a sus faldas, le recortaba figuras de cartón, le contaba cuentos, conversaba con él en monólogos interminables, llenos de alegrías melancólicas y de zalamerías parlanchinas. En la soledad de su vida, trasplantó a aquella cabeza infantil todas sus frustraciones. Soñaba con posiciones elevadas, le veía ya alto, guapo, inteligente, situado, ingeniero de caminos, canales y puertos o magistrado. Le enseñó a leer a incluso, con un viejo piano que tenía, aprendió a cantar dos o tres pequeñas romanzas. Pero a todo esto el señor Bovary, poco interesado por las letras, decía que todo aquello no valía la pena.
¿Tendrían algún. día con qué mantenerle en las escuelas del estado, comprarle un cargo o un traspaso de una tienda? Por otra parte, un hombre con tupé triunfa siempre en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios mientras que el niño andaba suelto por el pueblo.
Se iba con los labradores y espantaba a terronazos los cuervos que volaban. Comía moras a lo largo de las cunetas, guardaba los pavos con una vara, segaba las mieses, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia y en las grandes fiestas pedía al sacristán que le dejase tocar las campanas, para colgarse con todo su peso de la cuerda grande y sentirse transportado por ella en su vaivén.
Así creció como un roble, adquiriendo fuertes manos y bellos colores.
A los doce años, su madre consiguió que comenzara sus estudios. Encargaron de ellos al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y tan mal aprovechadas, que no podían servir de gran cosa. Era en los momentos perdidos cuando se las daba, en la sacristía, de pie, deprisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto, se instalaban los dos juntos: los moscardones y las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la luz. Hacía calor, el chico se dormía, y el bueno del preceptor, amodorrado, con las manos sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, al regresar de llevar el Viático a un enfermo de los alrededores, veía a Carlos vagando por el campo, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar un verbo al pie de un árbol. Hasta que venía a interrumpirles la lluvia o un conocido que pasaba. Por lo demás, el cura estaba contento de su discípulo e incluso decía que tenía buena memoria.
Carlos no podía quedarse así. La señora Bovary tomó una decisión. Avergonzado, o más bien cansado, su marido cedió sin resistencia y se aguardó un año más hasta que el chico hiciera la Primera Comunión.
Pasaron otros seis meses, y al año siguiente, por fin, mandaron a Carlos al Colegio de Rouen, adonde le llevó su padre en persona, a finales de octubre, por la feria de San Román.
Hoy ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un chico de temperamento moderado, que jugaba en los recreos, trabajaba en las horas de estudio, estaba atento en clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Tenía por tutor a un ferretero mayorista de la calle Ganterie, que le sacaba una vez al mes, los domingos, después de cerrar su tienda, le hacía pasearse por el puerto para ver los barcos y después le volvía a acompañar al colegio, antes de la cena. Todos los jueves por la noche escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres lacres; después repasaba sus apuntes de historia, o bien un viejo tomo de Anacharsis que andaba por la sala de estudios. En el paseo charlaba con el criado, que era del campo como él.
A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre hacia la mitad de la clase; una vez incluso ganó un primer accéssit de historia natural. Pero, al terminar el tercer año, sus padres le retiraron del colegio para hacerle estudiar medicina, convencidos de que podía por sí solo terminar el bachillerato.
Su madre le buscó una habitación en un cuarto piso, que daba a l’Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido. Ultimó los detalles de la pensión, se procuró unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó buscar a su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una pequeña estufa de hierro junto con la leña necesaria para que su pobre hijo se calentara. Al cabo de una semana se marchó, después de hacer mil recomendaciones a su hijo para que se comportase bien, ahora que iba a «quedarse solo».
El programa de asignaturas que leyó en el tablón de anuncios le hizo el efecto de un mazazo: clases de anatomía, patología, fisiología, farmacia, química, y botánica, y de clínica y terapéutica, sin contar la higiene y la materia médica, nombres todos cuyas etimologías ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.
No se enteró de nada de todo aquello por más que escuchaba, no captaba nada. Sin embargo, trabajaba, tenía los cuadernos forrados, seguía todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía con su tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas con los ojos vendados sin saber lo que hace.
Para evitarle gastos, su madre le mandaba cada semana, por el recadero, un trozo de ternera asada al horno, con lo que comía a mediodía cuando volvía del hospital dando patadas a la pared. Después había que salir corriendo para las lecciones, al anfiteatro, al hospicio, y volver a casa recorriendo todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena de su patrón, volvía a su habitación y reanudaba su trabajo con las ropas mojadas que humeaban sobre su cuerpo delante de la estufa al rojo.
En las hermosas tardes de verano, a la hora en que las calles tibias están vacías, cuando las criadas juegan al volante en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba. El río que hace de este barrio de Rouen como una innoble pequeña Venecia, corría allá abajo, amarillo, violeta, o azul, entre puentes, y algunos obreros agachados a la orilla se lavaban los brazos en el agua.
De lo alto de los desvanes salían unas varas de las que colgaban madejas de algodón puestas a secar al aire. Énfrente, por encima de los tejados, se extendía el cielo abierto y puro, con el sol rojizo del ocaso. ¡Qué bien se debía de estar allí! !Qué frescor bajo el bosque de hayas! Y el muchacho abría las ventanas de la nariz para aspirar los buenos olores del campo, que no llegaban hasta él.
Adelgazó, creció y su cara tomó una especie de expresión doliente que le hizo casi interesante.
Naturalmente, por pereza, llegó a desligarse de todas las resoluciones que había tomado. Un día faltó a la visita, al siguiente a clase, y saboreando la pereza poco a poco, no volvió más.
Se aficionó a la taberna con la pasión del dominó. Encerrarse cada noche en un sucio establecimiento público, para golpear sobre mesas de mármol con huesecitos de cordero marcados con puntos negros, le parecía un acto precioso de su libertad que le aumentaba su propia estimación. Era como la iniciación en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos, y al entrar ponía la mano en el pomo de la puerta con un goce casi sensual.
Entonces muchas cosas reprimidas en él se liberaron; aprendió de memoria coplas que cantaba en las fiestas de bienvenida. Se entusiasmó por Béranger, aprendió también a hacer ponche y conoció el amor.
Gracias a toda esa actuación, fracasó por completo en su examen-de «oficial de sanidad». Aquella misma noche le esperaban en casa para celebrar su éxito.
Marchó a pie y se detuvo a la entrada del pueblo, donde mandó a buscar a su madre, a quien contó todo. Ella le consoló, achacando el suspenso a la injusticia de los examinadores, y le tranquilizó un poco encargándose de arreglar las cosas. Sólo cinco años después el señor Bovary supo la verdad; como ya había pasado mucho tiempo, la aceptó, ya que no podía suponer que un hijo suyo fuese un tonto.
Carlos volvió al trabajo y preparó sin interrupción las materias de su examen cuyas cuestiones se aprendió previamente de memoria. Aprobó con bastante buena nota. ¡Qué día tan feliz para su madre! Hubo una gran cena.
¿Adónde iría a ejercer su profesión? A Tostes. Allí no había más que un médico ya viejo. Desde hacía mucho tiempo la señora Bovary esperaba su muerte, y aún no se había ido al otro barrio el buen señor cuando Carlos estaba establecido frente a su antecesor.
Pero la misión de la señora Bovary no terminó con haber criado a su hijo, haberle hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para ejercerla: necesitaba una mujer. Y le buscó una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.
Aunque era fea, seca como un palo y con tantos granos en la cara como brotes en una primavera, la verdad es que a la señora Dubuc no le faltaban partidos para escoger. Para conseguir su propósito, mamá Bovary tuvo que espantarlos a todos, y desbarató muy hábilmente las intrigas de un chacinero que estaba apoyado por los curas.
Carlos había vislumbrado en el matrimonio la llegada de una situación mejor, imaginando que sería más libre y que podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer fue el ama; delante de todo el mundo él tenía que decir esto, no decir aquello, guardar abstinencia los viernes, vestirse como ella quería, apremiar, siguiendo sus órdenes, a los clientes morosos. Ella le abría las cartas, le seguía los pasos y le escuchaba a través del tabique dar sus consultas cuando tenía mujeres en su despacho.
Había que servirle su chocolate todas las mañanas, y necesitaba cuidados sin fin. Se quejaba continuamente de los nervios, del pecho, de sus humores. El ruido de pasos le molestaba; si se iban, no podía soportar la soledad; volvían a su lado y era para verla morir, sin duda. Por la noche, cuando Carlos regresaba a su casa, sacaba por debajo de sus ropas sus largos brazos flacos, se los pasaba alrededor del cuello y haciéndole que se sentara en el borde de la cama se ponía a hablarle de sus penas: ¡la estaba olvidando, amaba a otra! Ya le habían advertido que sería desgraciada; y terminaba pidiéndole algún jarabe para su salud y un poco más de amor.


 

 

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