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Michel Foucault

La arqueología del saber. Las ciencias humanas en la episteme moderna.


En todo caso, lo que manifiesta lo propio de las ciencias humanas no es, como puede verse muy bien, este objeto privilegiado y singularmente embrollado que es el hombre. Por la buena razón de que no es el hombre el que las constituye y les ofrece un dominio específico, sino que es la disposición general de la episteme la que les hace un lugar, las llama y las instaura -permitiéndoles así constituir al hombre como su objeto. Se dirá, pues, que hay «ciencia humana» no por todas aquellas partes en que se trata del hombre, sino siempre que se analiza, en la dimensión propia de lo inconsciente, las normas, las reglas, los conjuntos significativos que develan a la conciencia las condiciones de sus formas y de sus contenidos. Hablar de «ciencias del hombre» en cualquier otro caso es un puro y simple abuso de lenguaje. Se mide por ello cuán vanas y ociosas son todas las molestas discusiones para saber si tales conocimientos pueden ser llamados científicos en realidad y a qué condiciones deberán sujetarse para convertirse en tales. Las «ciencias del hombre» forman parte de la episteme moderna como la química, la medicina o cualquier otra ciencia; o también como la gramática y la historia natural formaban parte de la episteme clásica. Pero decir que forman parte del campo epistemológico significa tan sólo que su positividad está enraizada en él, que allí encuentran su condición de existencia, que, por tanto, no son únicamente ilusiones, quimeras seudocientíficas, motivadas en el nivel de las opiniones, de los intereses, de las creencias, que no son lo que otros llaman, usando un nombre caprichoso, «ideología». Pero, a pesar de todo, esto no quiere decir que sean ciencias.

Si es verdad que toda ciencia, sea la que fuere, al ser interrogada en el nivel arqueológico y cuando se trata de desencallar el suelo de su positividad, revela siempre la configuración epistemológica que la ha hecho posible, en cambio toda configuración epistemológica, aun cuando sea perfectamente asignable en su positividad, puede muy bien no ser una ciencia: pero no por este hecho se reduce a una impostura. Hay que distinguir con cuidado tres cosas: hay temas con pretensiones científicas que pueden encontrarse en el nivel de las opiniones y que no forman parte (o ya no la forman) de la red epistemológica de una cultura: a partir del siglo XVII, por ejemplo, la magia natural dejó de pertenecer a la episteme occidental, pero se prolongó durante largo tiempo en el juego de las creencias y las valoraciones afectivas. En seguida encontramos las figuras epistemológicas cuyo dibujo, posición y funcionamiento pueden ser restituidos en su positividad por un análisis de tipo arqueológico; y a su vez, pueden obedecer a dos grandes organizaciones diferentes: las unas presentan los caracteres de objetividad y de sistematización que permiten definirlas como ciencias; las otras no responden a estos criterios, es decir, su forma de coherencia y su relación con su objeto están determinadas por su positividad sola. Éstas bien pueden no poseer los criterios formales de un conocimiento científico: pertenecen, sin embargo, al dominio positivo del saber. Sería, pues, igualmente vano e injusto el analizadas como fenómenos de opinión o el confrontadas por medio de la historia o de la crítica con las formaciones propiamente científicas; sería aún más absurdo el tratarlas como una combinación que mezclaría de acuerdo con proporciones variables «elementos racionales'' y otros que no lo serían. Es necesario remplazarlas al nivel de la positividad que las hace posibles y determina necesariamente su forma. Así, pues, la arqueología tiene dos tareas con respecto a ellas: determinar la manera en que se disponen en la episteme en la que están enraizadas; mostrar también en qué se diferencia radicalmente su configuración de la de las ciencias en sentido estricto. Esta configuración que les es particular no debe ser tratada como un fenómeno negativo: no es la presencia de un obstáculo, no es una deficiencia interna lo que las hace fracasar en el umbral de las formas científicas. Constituyen en su figura propia, al lado de las ciencias y sobre el mismo suelo arqueológico, otras configuraciones del saber.

Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid 1968, p.354-355.

 

Las unidades del discurso


Hay que realizar, ante todo, un trabajo negativo: liberarse de todo un juego de nociones que diversifican, cada una a su modo, el tema de la continuidad. No tienen, sin duda, una estructura conceptual rigurosa; pero su función es precisa. Tal es la noción de tradición, la cual trata de proveer de un estatuto temporal singular a un conjunto de fenómenos a la vez sucesivos e idénticos (o al menos análogos); permite repensar la dispersión de la historia en la forma de la misma; autoriza a reducir la diferencia propia de todo comienzo, para remontar sin interrupción en la asignación indefinida del origen; gracias a ella, se pueden aislar las novedades sobre un fondo de permanencia, y transferir su mérito a la originalidad, al genio, a la decisión propia de los individuos. Tal es también la noción de influencias, que suministra un soporte -demasiado mágico para poder ser bien analizado- a los hechos de transmisión y de comunicación; que refiere a un proceso de índole causal (pero sin delimitación rigurosa ni definición teórica) los fenómenos de semejanza o de repetición; que liga, a distancia y a través del tiempo -como por la acción de un medio de propagación-, a unidades definidas como individuos, obras, nociones o teorías. Tales son las nociones de desarrollo y de evolución: permiten reagrupar una sucesión de acontecimientos dispersos, referirlos a un mismo y único principio organizador, someterlos al poder ejemplar de la vida (con sus juegos de adaptación, su capacidad de innovación, la correlación incesante de sus diferentes elementos, sus sistemas de asimilación y de intercambios), descubrir, en obra ya en cada comienzo, un principio de coherencia y el esbozo de una unidad futura, dominar el tiempo por una relación perpetuamente reversible entre un origen y un término jamás dados, siempre operantes. Tales son, todavía las nociones de «mentalidad» o de «espíritu», que permiten establecer entre los fenómenos simultáneos o sucesivos de una época dada una comunidad de sentido, lazos simbólicos, un juego de semejanza y de espejo, o que hacen surgir como principio de unidad y de explicación la soberanía de una conciencia colectiva. Es preciso revisar esas síntesis fabricadas, esos agrupamientos que se admiten de ordinario antes de todo examen, esos vínculos cuya validez se reconoce al entrar en el juego. Es preciso desalojar esas formas y esas fuerzas oscuras por las que se tiene costumbre de ligar entre sí los discursos de los hombres; hay que arrogarlas de la sombra en que reinan. Y más que dejarlas ver espontáneamente, aceptar el no tener que ver, por un cuidado de método y en primera instancia, sino con una población de acontecimientos dispersos.


La arqueología del saber, Siglo XXI, México 1978, p. 33-35.

La muerte del hombre


En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido -la cultura europea a partir del siglo XVI- puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante largo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos. De hecho, entre todas las mutaciones que han afectado al saber de las cosas y de su orden, el saber de las identidades, las diferencias, los caracteres, los equivalentes, las palabras -en breve, el medio de todos los episodios de esta profunda historia de lo Mismo- una sola, la que se inició hace un siglo y medio y que quizá está en vías de cerrarse, dejó aparecer la figura del hombre. Y no se trató de la liberación de una vieja inquietud, del paso de la conciencia luminosa de una preocupación milenaria, del acceso a la objetividad de lo que desde hacía mucho tiempo permanecía preso en las creencias o en las filosofías; fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin.

Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a finales del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena.


Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1978, p. 375.

 

El sordo trabajo de las palabras

La exterioridad del grafismo y de lo plástico, tan visible en Magritte, está simbolizada por la no-relación -o, en todo caso, por la relación muy compleja y muy aleatoria entre el cuadro y su título. Esta distancia tan larga que impide que uno pueda ser a la vez, y de un solo golpe, lector y espectador- asegura la emergencia abrupta de la imagen por encima de la horizontalidad de las palabras. «Los títulos están escogidos de tal modo que impiden que mis cuadros se sitúen en una región familiar que el automatismo del pensamiento no dejaría de suscitar con el fin de sustraerse a la inquietud.» Magritte da un nombre a sus cuadros (algo así como la mano anónima que ha designado la pipa mediante el enunciado «esto no es una pipa») para mantener a raya a la denominación. Y, sin embargo, en este espacio quebrado y a la deriva se anudan extrañas relaciones, se producen intrusiones, bruscas invasiones destructivas, caídas de imágenes en medio de las palabras, relámpagos verbales que surcan los dibujos y los hacen saltar en pedazos. Pacientemente, Klee construye un espacio sin nombre ni geometría entrecruzando la cadena de los signos y la trama de las figuras. Magritte, por su parte, socava en secreto un espacio que parece mantener en la disposición tradicional. Pero lo surca de palabras: y la vieja pirámide de la perspectiva ya no es más que una topera a punto de hundirse.
Al dibujo incluso más prudente le ha bastado un escrito como «Esto no es una pipa», para que al punto la figura esté coaccionada a salir de sí misma, a aislarse de su espacio, y finalmente a ponerse a flotar, lejos o cerca de ella misma, no se sabe, semejante o diferente de sí misma. En oposición a Ceci n'est pas une pipe, L'Art de la conversation: en un paisaje de principios del mundo o de gigantomaquia, dos personajes minúsculos están hablando: discurso inaudible, susurro que al punto es recuperado por el silencio de las piedras, por el silencio de ese muro que está inclinado con sus bloques enormes sobre los dos charlatanes mudos; ahora bien, esos bloques, encaramados en desorden unos sobre otros, forman en su base un conjunto de letras que a su vez forman una palabra fácil de descifrar: REVE (que, mirando mejor, podemos completar en TREVE o CREVE),* como si todas estas palabras frágiles y sin peso hubiesen recibido el poder de organizar el caos de las piedras. O como si, por el contrario, detrás de la charla despierta pero al punto perdida de los hombres, las cosas pudiesen componer, en su mutismo y su dormir, una palabra: una palabra estable que nada podrá borrar; ahora bien, esta palabra designa las más fugitivas imágenes. Pero eso no es todo: pues es en el sueño donde los hombres, por fin reducidos al silencio, comunican con la significación de las cosas y donde se dejan penetrar por esas palabras enigmáticas, insistentes, que vienen de otra parte. Ceci n'est pas une pipe era la incisión del discurso en la forma de las cosas, era su poder ambiguo de negar y desdoblar. LArt de la conversation es la gravitación autónoma de las cosas que forman sus propias palabras ante la indiferencia de los hombres, y se las imponen, sin que éstos ni siquiera lo sepan, en su charla cotidiana.
Entre estos dos extremos, la obra de Magritte despliega el juego de las palabras y las imágenes. Los títulos, a menudo inventados después y por otros, se insertan en las figuras en las que su conexión es taba si no marcada, al menos autorizada de antemano, y en las que desempeñan un papel ambiguo: clavijas que sostienen, termitas que roen y hacen caer. El rostro de un hombre completamente serio, sin movimiento alguno de los labios, sin un pliegue de los ojos, vuela en «pedazos» bajo el efecto de una risa que no es suya, que nadie oye, y que no proviene de ninguna parte. La «tarde que cae» no puede caer sin romper un cristal de la ventana cuyos fragmentos -todavía portadores, en sus láminas agudas, en sus llamas de vidrio, de los reflejos del sol- cubren el suelo y el apoyo de la ventana: las palabras que llaman “caída”, a la desaparición del sol, han arrastrado, con la imagen que forman, no sólo el cristal, sino ese otro sol que se ha dibujado como un doble en la superficie trasparente y lisa. Como un badajo en una campana, la llave se mantiene en la vertical «en el ojo de la cerradura» y hace sonar en ella hasta el absurdo la expresión familiar. Por otra parte, oigamos a Magritte: «Entre las palabras y los objetos se pueden crear nuevas relaciones y precisar algunas características del lenguaje y de los objetos generalmente ignoradas en la vida cotidiana.» 0 también: «De vez en cuando, el nombre de un objeto hace las veces de una imagen. Una palabra puede ocupar el lugar de un objeto en la realidad. Una imagen puede tomar el lugar de una palabra en una proposición.» Y esto no implica en absoluto contradicción, ya que se refiere a la vez a la red inextricable de las imágenes y de las palabras, y a la ausencia de lugar común que pueda sostenerlas: «En un cuadro, las palabras poseen la misma sustancia que las imágenes. Vemos de otro modo las imágenes y las palabras en un cuadro.»
De esas sustituciones, de esas asimilaciones substanciales, existen muchos ejemplos en la obra de Magritte. El Personaje que anda hacia el horizonte (1928) es ese famoso hombre visto de espaldas, con sombrero y abrigo oscuros, las manos en los bolsillos; está colocado entre cinco manchas coloreadas; tres están por el suelo y llevan, en cursiva, las palabras fusil, sillón, caballo; otra, por encima de la cabeza, se llama nube; por último, en el límite entre el suelo y el cielo, otra mancha vagamente triangular se llama horizonte. Estamos muy lejos de Klee y de su mirada-lectura; no se trata en modo alguno de entrecruzar los signos y las figuras especiales en una forma única y absolutamente nueva; las palabras no se enlazan directamente con los otros elementos pictóricos; no son más que inscripciones sobre manchas y fe.-mas, su distribución de arriba abajo, de izquierda a derecha se realiza según la organización tradicional de un cuadro. No cabe duda de que el horizonte está al fondo, la nube en lo alto, el fusil a la izquierda de la vertical. Pero en ese lugar familiar las palabras no reemplazan a los objetos ausentes: no ocupan sitios vacíos, o huecos, pues esas manchas que llevan inscripciones son masas espesas, voluminosas, especies de piedras o de menhires cuya sombra inclinada se ex tiende por el suelo al lado de la del hombre. Estos <,porta-palabras» son más densos, más sustanciales que los propios objetos, son cosas apenas formadas (un vago triángulo para el horizonte, un rectángulo para el caballo, una verticalidad para el fusil), sin figura ni identidad, ese tipo de cosas que uno no puede nombrar y que precisamente «se llaman» a sí mismas, lleva- un nombre preciso y familiar. Es- te cuadro es lo contrario de un jeroglífico, de uno de esos encadenamientos de forma tan fácilmente reconocibles, que uno puede nombrarles al momento, y en los que la mecánica misma de esa formulación lleva consigo la articulación de una frase cuyo sentido no tiene relación alguna con lo que se ve; aquí las formas son tan vagas que nadie podría darles nombre si no se designasen a sí mismas; y al cuadro real que se ve -manchas, sombras, siluetas- viene a superponerse la posibilidad invisible de un cuadro a la vez familiar, por las figuras que pondrían en escena, e insólito, por la yuxtaposición del sillón y el caballo. Un objeto en un cuadro es un volumen organizado y coloreado de tal manera que su forma se reconoce al momento, sin necesidad de nombrarlo; en el objeto, la masa necesaria es reabsorbida, el nombre inútil es despedido; Magritte elude el objeto y deja el nombre directamente superpuesto a la masa. El huso sustancial del objeto ya no está representado más que por sus dos puntos extremos, la masa que hace sombra y el nombre que designa.
«El alfabeto de las revelaciones» se opone de un modo bastante exacto al «hombre que anda hacia el horizonte»: un gran marco de madera dividido en dos paneles; a la derecha, formas simples, perfectamente reconocibles, una pipa, una llave, una hoja, un vaso; ahora bien, en la parte inferior del panel, la figuración de un desgarrón muestra que esas formas no son nada más que recortes en una hoja de papel sin espesor; en el otro panel, una especie de bramante enmarañado e inextricable no dibuja ninguna forma reconocible (a no ser, quizás, y aún así es muy dudoso: LA, LE). Nada de masa nada de nombre, forma sin volumen, recorte vacío, ése es el objeto: el objeto que había desaparecido del cuadro precedente.
No hay que engañarse: en un espacio en el que cada elemento parece obedecer al único principio de la representación plástica y de la semejanza, los signos lingüísticos, que parecían excluidos, que merodeaban a lo lejos alrededor de la imagen, y a los que lo arbitrario del título parecía haber apartado para siempre, se han aproximado subrepticiamente; han introducido en la solidez de la imagen, en su meticulosa semejanza, un desorden, un orden que sólo a ellos pertenece. Han hecho huir al objeto, que revela su delgadez de película.
Klee tejía, para poder disponer sus signos plásticos, un nuevo espacio. Magritte deja reinar el viejo espacio de la representación, pero sólo en la superficie, pues ya no es más que una piedra lisa que porta figuras y palabras: debajo, no hay nada. Es la losa de una tumba: las incisiones que dibujan las figuras y las que han marcado las letras sólo comunican por el vacío, por ese no-lugar que se oculta bajo la solidez del mármol. Tan sólo señalaré que esta ausencia suele remontar hasta su superficie y aflora en el propio cuadro: cuando Magritte da la versión de Madame Recamier o del Balcon, reemplaza los personajes de la pintura tradicional por ataúdes: el vacío contenido invisiblemente entre las tablas de roble encerado suelta el espacio que componían el volumen de los cuerpos vivos, la ostentación de los vestidos, la dirección de la mirada y todos esos rostros prestos a hablar, el «no-lugar» surge «en persona» en lugar de las personas y allí donde ya no hay persona alguna.
Y cuando la palabra adquiere la solidez de un objeto, pienso en ese pedazo de parquet en el que está escrito con pintura blanca la palabra «sirena» con un dedo gigantesco. alzado, que atraviesa el suelo verticalmente en lugar de la i y dirigido hacia el cascabel que le sirve de punto, la palabra y el objeto no tienden a constituir una sola figura: están dispuestos, por el contrario, según dos direcciones diferentes; y simulando y ocultando la i, el dedo índice que representa la función designadora de la palabra, y forma una de esas torres en lo alto de las cuales se han colocado sirenas, no apunta más que hacia el sempiterno cascabel.

Extraído de: “Esto no es una pipa, ensayo sobre Magritte” Michel Foucault. Editorial Anagrama. Colección Argumentos 1981.


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