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Immanuel Kant

Sólo el hombre es sujeto de deberes


Juzgando según la mera razón, el hombre no tiene deberes más que hacia el hombre (hacia él mismo o hacia otro); porque su deber hacia cualquier sujeto es una coacción moral ejercida por la voluntad de éste. Por tanto, el sujeto que coacciona (que obliga) tiene que ser, en primer lugar, una persona, en segundo lugar, esta persona tiene que estar dada como un objeto de la experiencia: porque el hombre tiene que actuar en pro del fin de la voluntad de esta persona, y esto sólo puede suceder en la relación recíproca entre dos seres existentes [...]. Ahora bien, contando con toda nuestra experiencia, no conocemos ningún otro ser capaz de obligación (activa o pasiva) más que el hombre. De aquí que el hombre no pueda tener ningún deber hacia cualquier otro ser más que hacia el hombre y en el caso que se imagine que tiene un deber semejante, esto sucede por una anfibología de los conceptos de reflexión, y su presunto deber hacia otros seres es sencillamente un deber hacia sí mismo; a este malentendido llega al confundir su deber con respecto a otros seres con su deber hacia esos seres.

Este presunto deber puede referirse a objetos no personales o a objetos ciertamente personales pero absolutamente invisibles (que no se pueden exponer a los sentidos externos). Los primeros (no humanos) pueden ser la simple naturaleza no material, la parte de la naturaleza organizada para la reproducción, pero carente de sensación, o la parte de la naturaleza dotada de sensación y arbitrio (los minerales, las plantas, los animales); los segundos (sobrehumanos) pueden concebirse como seres espirituales (los ángeles, Dios). Nos preguntamos ahora si hay una relación de deber entre los seres de ambas clases y el hombre, y cuál es.

Con respecto a lo bello en la naturaleza, aunque inanimado, la propensión a la simple destrucción (spiritus destructionis) se opone al deber del hombre hacia sí mismo: porque debilita o destruye en el hombre aquel sentimiento que, sin duda, todavía no es moral por sí solo, pero que predispone al menos a aquella disposición de la sensibilidad que favorece en buena medida la moralidad, es decir, predispone a amar algo también sin un propósito de utilidad (por ejemplo, las bellas cristalizaciones, la indescriptible belleza del reino vegetal).

Con respecto a la parte viviente, aunque no racional, de la creación, el trato violento y cruel a los animales se opone mucho más íntimamente al deber del hombre hacia sí mismo, porque con ello se embota en el hombre la compasión por su sufrimiento, debilitándose así y destruyéndose paulatinamente una predisposición natural muy útil a la moralidad en la relación con los demás hombres; si bien el hombre tiene derecho a matarlos con rapidez (sin sufrimiento) o también a que trabajen intensamente, aunque no más allá de sus fuerzas [...], son, por el contrario, abominables los experimentos físicos acompañados de torturas, que tienen por fin únicamente la especulación, cuando el fin pudiera alcanzarse también sin ellos. Incluso la gratitud por los servicios largo tiempo prestados por un viejo caballo o por un perro (como si fueran miembros de la casa) forma parte indirectamente del deber de los hombres, es decir, del deber con respecto a estos animales, pero si lo consideramos directamente, es sólo un deber del hombre hacia sí mismo.


La metafísica de las costumbres, Doctr. de la virt., parte 1, § 16-17 (Tecnos, Madrid 1994, 2ª ed., p. 308-310).


Belleza libre y belleza adherente

Existen distintas clases de belleza: la libre (pulchritudo vaga) y la meramente adherente (pulchritudo adhaerens). La primera no presupone concepto alguno de lo que sea el objeto; la segunda lo presupone y, además, presupone la perfección del objeto bajo ese concepto. Las especies de la primera se llaman bellezas de tal o cual cosa (existentes en sí); la segunda, en cuanto aneja a un concepto (belleza condicional), se atribuye a los objetos que se hallan bajo el concepto de un fin especial. Las flores son bellezas naturales libres. No es fácil que nadie, como no sea un botánico, sepa qué cosa en sí es una flor, y aun ése, que la considera órgano de reproducción de la planta, no tiene en cuenta para nada ese fin natural cuando juzga por medio del gusto. Por lo tanto, este juicio no se funda en ninguna clase de perfección, en ninguna finalidad interna, a que se refiere la composición de lo diverso. Muchos pájaros (el loro, el colibrí, el ave del paraíso) y multitud de testáceos marinos, son bellezas en sí, que no pertenecen a ningún objeto determinado por conceptos con vistas a su fin, sino que gustan libremente y por sí mismas. Así, las grecas, el follaje de orlas o empapelados, etc., nada significan de por sí, no representan ningún objeto bajo un concepto determinado, y son bellezas libres. En la misma especie puede incluirse lo que en música se llama fantasías (sin tema), y aun toda la música sin texto. En el juicio de una belleza libre (por la mera forma) es puro el juicio del gusto. [...] Pero la belleza de un hombre (y, dentro de la misma especie, de un varón, mujer o niño), la de un caballo, de un edificio (iglesia, palacio, arsenal, quinta), presupone un concepto del fin a que está destinado, de lo que la cosa debe ser y, por ende, un concepto de su perfección, siendo, por consiguiente, belleza adherente. Pues bien, al igual que la unión de lo agradable (de la sensación) con la belleza que propiamente afecta sólo a la forma, enturbiaba la pureza del juicio de gusto, también la enturbia la unión de la belleza con lo bueno (en virtud de lo cual, lo diverso es bueno para la cosa misma, según su fin).


Crítica del juicio, §16 (Losada, Buenos Aires 1968, p. 68-69).

 

El principio de causalidad

Yo percibo que los fenómenos se siguen unos de otros, es decir, que el estado de las cosas en un tiempo es opuesto al estado anterior. En realidad, lo que hago es, pues, enlazar dos percepciones en el tiempo. Ahora bien, el enlace no es obra del simple sentido y de la intuición, sino que es, en este caso, producto de una facultad sintética de la imaginación, la cual determina el sentido interno con respecto a la relación temporal. Pero la imaginación puede ligar los dos mencionados estados de dos formas distintas, de modo que sea uno o el otro el que preceda en el tiempo. En efecto, no podemos percibir el tiempo en sí mismo, como no podemos determinar en el objeto, empíricamente, por así decirlo, lo que precede y lo que sigue. De lo único que tengo, pues, conciencia es de que mi imaginación pone una cosa antes y la otra después, no de que un estado preceda al otro en el objeto. O, en otras palabras, con la mera percepción queda sin determinar cuál sea la relación objetiva de los fenómenos que se suceden unos a otros. Para que ésta sea conocida de forma determinada, tenemos que pensar de tal forma la relación entre ambos estados, que quede determinado necesariamente cuál es el estado que hemos de poner antes, cuál el que hemos de poner después y que no los hemos de poner a la inversa. Pero un concepto que conlleve la necesidad de unidad sintética no puede ser más que un concepto puro del entendimiento, un concepto que no se halla en la percepción y que es, en este caso, el de la relación de causa y efecto. El primero de estos términos determina el segundo en el tiempo como consecuencia, no como algo que sólo pueda preceder en la imaginación (o que pueda incluso no ser percibido en absoluto). Consiguientemente la misma experiencia, es decir, el conocimiento empírico de los fenómenos, sólo es posible gracias a que sometemos la sucesión de los mismos y, consiguientemente, todo cambio, a la ley de la causalidad. Los fenómenos sólo son, pues, posibles, considerados como objetos de la experiencia, en virtud de esta misma ley.


Crítica de la razón pura, B 234 (Alfaguara, Madrid 1988, 6ª ed., p. 221-222).

 

Lo sublime


Pero cuando llamamos una cosa, no solamente grande, sino grande de todos modos, absolutamente, en todo respecto (sobre toda comparación), es decir, sublime, se ve en seguida que no consentimos en buscar para ella, fuera de ella, una medida que le convenga, sino sólo consentimos en buscarla dentro de ella.Es una magnitud que sólo a sí misma es igual. De aquí se colige que se ha de buscar lo sublime, no en las cosas de la naturaleza, sino solamente en nuestras ideas; determinar, empero, en cuál de ellas se encuentra, debemos dejarlo para la deducción.

La definición anterior puede expresarse también así: Sublime es aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña. Se ve fácilmente por esto que nada puede darse en la naturaleza, por muy grande que lo juzguemos, que no pueda, considerado en otra relación, ser rebajado hasta lo infinitamente pequeño, y, al revés nada tan pequeño que no pueda, en comparación con medidas más pequeñas aún, ampliarse en nuestra imaginación hasta el tamaño de un mundo. El telescopio nos ha dado una rica materia para hacer la primera observación; el microscopio, para la segunda. Nada, por tanto, de lo que puede ser objeto de los sentidos puede llamarse sublime, considerándolo de ese modo. Pero justamente porque en nuestra imaginación hay una tendencia a progresar en lo infinito y en nuestra razón una pretensión a totalidad absoluta, como idea real, por eso esa misma inacomodación de nuestra facultad de apreciar las magnitudes de las cosas en el mundo sensible es, para esa idea, el despertar del sentimiento de una facultad suprasensible en nosotros y el uso que el Juicio hace naturalmente de algunos objetos para este último (el sentimiento), pero no el objeto de los sentidos, es lo absolutamente grande, siendo frente a él todo otro uso pequeño. Por lo tanto, ha de llamarse sublime, no el objeto, sino la disposición del espíritu, mediante una cierta representación que ocupa el Juicio reflexionante.

Podemos, pues, añadir a las anteriores formas de la definición de lo sublime esta más: Sublime es lo que, sólo porque se puede pensar, demuestra una facultad del espíritu que supera toda medida de los sentidos.


Crítica del juicio (Espasa Calpe, Madrid 1981, 2ª ed., p. 151-152).

 

La paz perpetua.(Fragmento)

Sección Primera que contiene los artículos preliminares para la paz perpetua entre los Estados

1. «No debe considerarse válido ningún tratado de paz que se haya celebrado con la reserva secreta sobre alguna causa de guerra en el futuro.»

Se trataría, en ese caso, simplemente de un mero armisticio, un aplazamiento de las hostilidades, no de la paz, que significa el fin de todas las hostilidades. La añadidura del calificativo eterna es un pleonasmo sospechoso. Las causas existentes para una guerra en el futuro, aunque quizá ahora no conocidas ni siquiera para los negociadores, se destruyen en su conjunto por el tratado de paz, por mucho que pudieran aparecer en una penetrante investigación de los documentos de archivo. —La reserva (reservatio mentalis) sobre viejas pretensiones a las que, por el momento, ninguna de las partes hace mención porque están demasiado agotadas para proseguir la guerra, con la perversa intención de aprovechar la primera oportunidad en el futuro para este fin, pertenece a la casuística jesuítica y no se corresponde con la dignidad de los gobernantes así como tampoco se corresponde con la dignidad de un ministro la complacencia en semejantes cálculos, si se juzga el asunto tal como es en sí mismo.

Si, en cambio, se sitúa el verdadero honor del Estado, como hace la concepción ilustrada de la prudencia política, en el continuo incremento del poder sin importar los medios, aquella valoración parecerá pedante y escolar.

2. «Ningún Estado independiente (grande o pequeño, lo mismo da) podrá ser adquirido por otro mediante herencia, permuta, compra o donación.»

Un Estado no es un patrimonio (patrimonium) (como el suelo sobre el que tiene su sede). Es una sociedad de hombres sobre la que nadie más que ella misma tiene que mandar y disponer. Injertarlo en otro Estado, a él que como un tronco tiene sus propias raíces, significa eliminar su existencia como persona moral y convertirlo en una cosa, contradiciendo, por tanto, la idea del contrato originario sin el que no puede pensarse ningún derecho sobre un pueblo. Todo el mundo conoce a qué peligros ha conducido a Europa, hasta los tiempos más recientes, este prejuicio sobre el modo de adquisición, pues las otras partes del mundo no lo han conocido nunca, de poder, incluso, contraerse matrimonios entre Estados; este modo de adquisición es, en parte, un nuevo instrumento para aumentar la potencia sin gastos de fuerzas mediante pactos de familia, y, en parte, sirve para ampliar, por esta vía, las posesiones territoriales. —Hay que contar también el alquiler de tropas a otro Estado contra un enemigo no común, pues en este caso se usa y abusa de los súbditos a capricho, como si fueran cosas.

3. «Los ejércitos permanentes (miles perpetus) deben desaparecer totalmente con el tiempo.»

Pues suponen una amenaza de guerra para otros Estados con su disposición a aparecer siempre preparados para ella. Estos Estados se estimulan mutuamente a superarse dentro de un conjunto que aumenta sin cesar y, al resultar finalmente más opresiva la paz que una guerra corta, por los gastos generados por el armamento, se convierten ellos mismos en la causa de guerras ofensivas, al objeto de liberarse de esta carga; añádese a esto que ser tomados a cambio de dinero para matar o ser muertos parece implicar un abuso de los hombres como meras máquinas e instrumentos en manos de otro (del Estado); este uso no se armoniza bien con el derecho de la humanidad en nuestra propia persona. Otra cosa muy distinta es defenderse y defender a la patria de los ataques del exterior con las prácticas militares voluntarias de los ciudadanos, realizadas periódicamente. —Lo mismo ocurriría con la formación de un tesoro, pues, considerado por los demás Estados como una amenaza de guerra, les forzaría a un ataque adelantado si no se opusiera a ello la dificultad de calcular su magnitud (porque de los tres poderes, el militar, el de alianzas y el del dinero, este último podría ser ciertamente el medio más seguro de guerra).

4. «No debe emitirse deuda pública en relación con los asuntos de política exterior

Esta fuente de financiación no es sospechosa para buscar, dentro o fuera del Estado, un fomento de la economía (mejora de los caminos, nuevas colonizaciones creación de depósitos para los años malos, etc.). Pero un sistema de crédito, como instrumento en manos de las potencias para sus relaciones recíprocas, puede crecer indefinidamente y resulta siempre un poder financiero para exigir en el momento presente (pues seguramente no todos los acreedores lo harán a la vez) las deudas garantizadas (la ingeniosa invención de un pueblo de comerciantes en este siglo); es decir, es un tesoro para la guerra que supera a los tesoros de todos los demás Estados en conjunto y que sólo puede agotarse por la caída de los precios (que se mantendrán, sin embargo, largo tiempo gracias a la revitalización del comercio por los efectos que éste tiene sobre la industria y la riqueza). Esta facilidad para hacer la guerra unida a la tendencia de los detentadores del poder, que parece estar ínsita en la naturaleza humana, es, por tanto, un gran obstáculo para la paz perpetua; para prohibir esto debía existir, con mayor razón, un artículo preliminar, porque al final la inevitable bancarrota del Estado implicará a algunos otros Estados sin culpa, lo que constituiría una lesión pública de estos últimos. En ese caso, otros Estados, al menos, tienen derecho a aliarse contra semejante Estado y sus pretensiones.

5. «Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y gobierno de otro.»

Pues, ¿qué le daría derecho a ello?, ¿quizá el escándalo que dé a los súbditos de otro Estado? Pero este escándalo puede servir más bien de advertencia, al mostrar la gran desgracia que un pueblo se ha atraído sobre por sí por vivir sin leyes; además el mal ejemplo que una persona libre da a otra no es en absoluto ninguna lesión (como scandalum acceptum). Sin embargo, no resulta aplicable al caso de que un Estado se divida en dos partes a consecuencia de disensiones internas y cada una de las partes represente un Estado particular con la pretensión de ser el todo; que un tercer Estado preste entonces ayuda a una de las partes no podría ser considerado como injerencia en la constitución de otro Estado (pues sólo existe anarquía). Sin embargo, mientras esta lucha interna no se haya decidido, la injerencia de potencias extranjeras sería una violación de los derechos de un pueblo independiente que combate una enfermedad interna; sería, incluso, un escándalo y pondría en peligro la autonomía de todos los Estados.

6. «Ningún Estado en guerra con otro debe permitirse tales hostilidades que hagan imposible la confianza mutua en la paz futura, como el empleo en el otro Estado de asesinos (percussores), envenenadores (venefici), el quebrantamiento de capitulaciones, la inducción a la traición (perduellio), etc.»

Estas son estratagemas deshonrosas, pues aun en plena guerra ha de existir alguna confianza en la mentalidad del enemigo, ya que de lo contrario no se podría acordar nunca la paz y las hostilidades se desviarían hacia una guerra de exterminio (bellum internecinum); la guerra es, ciertamente, el medio tristemente necesario en el estado de naturaleza para afirmar el derecho por la fuerza (estado de naturaleza donde no existe ningún tribunal de justicia que pueda juzgar con la fuerza del derecho); en la guerra ninguna de las dos partes puede ser declarada enemigo injusto (porque esto presupone ya una sentencia judicial) sino que el resultado entre ambas partes decide de qué lado está el derecho (igual que ante los llamados juicios de Dios); no puede concebirse, por el contrario, una guerra de castigo entre Estados (bellum punitivum) (pues no se da entre ellos la relación de un superior a un inferior). De todo esto se sigue que una guerra de exterminio, en la que puede producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cementerio de la especie humana y por consiguiente no puede permitirse ni una guerra semejante ni el uso de los medios conducentes a ella. Que los citados medios conducen inevitablemente a ella se desprende de que esas artes infernales, por sí mismas viles, cuando se utilizan no se mantienen por mucho tiempo dentro de los límites de la guerra sino que se trasladan también a la situación de paz, como ocurre, por ejemplo, en el empleo de espías (uti exploratoribus), en donde se aprovecha la indignidad de otros (la cual no puede eliminarse de golpe); de esta manera se destruiría por completo la voluntad de paz.

Aunque todas las leyes citadas son leyes prohibitivas (leges prohibitivae) objetivamente, es decir, en la intención de los que detentan el poder, hay algunas que tienen una eficacia rígida, sin consideración de las circunstancias, que obligan inmediatamente a un no hacer (leges strictae, como los números 1, 5, 6), mientras que otras (como los números 2, 3, 4), sin ser excepciones a la norma jurídica, pero tomando en cuenta las circunstancias al ser aplicadas, ampliando subjetivamente la capacidad, contienen una autorización para aplazar la ejecución de la norma sin perder de vista el fin, que permite, por ejemplo, la demora en la restitución de ciertos Estados después de perdida la libertad del número 2, no ad calendas graecas (como solía prometer Augusto), lo que supondría su no realización, sino sólo para que la restitución no se haga de manera apresurada y de manera contraria a la propia intención. La prohibición afecta, en este caso, sólo al modo de adquisición, que no debe valer en lo sucesivo, pero no afecta a la posesión que, si bien no tiene el título jurídico necesario, sí fue considerada como conforme a derecho por la opinión pública de todos los Estados en su tiempo (en el de la adquisición putativa).

Kant, Immanuel. La paz perpetua. Presentación de Antonio Truyol y Serra. Traducción de Joaquín Abellán. Madrid. Editorial Tecnos, 1985.

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