María del Carmen Mendiola

 

 

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La culpa

Los hombres de ojos tremendos se despertaron temprano. Miraron a su alrededor. Cada uno en su cama blanca y perfecta. El mundo estaba oscuro y sólo se oía a lo lejos el golpear de un yunque. Se levantaron rápida y eficientemente. En sus amaneceres iguales nunca hubo un lugar para demorarse en el roce sensual de las sábanas sobre la piel. Afeitaron con precisión sus caras finas, respetando el bigote. No tuvo trabajo el peine con los cabellos cortos. De todos modos, instantes después quedarían escondidos bajo la rígida gorra. El silencio se quebró con el ritmo de los pasos sobre el encerado. Desde distintos puntos de la ciudad callada, avanzaron al unísono, hacia un anónimo punto preciso de encuentro. Un punto gris. Una cita sin nombre. Los hombres de ojos tremendos se reunieron sin hablarse porque todos sabían a dónde iban y qué debían hacer. Estaban listos. Cruzaron desiertas calles y arboledas eternas. La construcción enorme, de rejas iguales, los esperaba también en silencio. Las puertas que cerraban los pasillos se abrieron mágicamente. Al fin encontraron la escalera y se pusieron en fila para descender. Empezaban a percibir el calor y los gemidos. Ellos bajaban. Bajaban. El acorde de los pasos, perfecto y previsible. A cada escalón llegaban los ayes con mayor claridad. Y el calor crecía, hasta el fondo mismo del abismo. Hasta allí, nada los detenía. No hacía falta palabra alguna. Sólo bajar. Desde el hueco donde se perdía el último escalón, les llegó la mirada de los ojos asustados. Pero ellos no se detuvieron. Siguieron hasta llegar al borde de los miedos y a la sombra de un cuerpo en la pared. Los brazos de los hombres de ojos tremendos se movieron al mismo tiempo hacia la cintura. En el fondo de la tierra los tres proyectiles estallaron a la vez. Y vieron que la mirada húmeda se apagaba contra el muro. Se dieron vuelta a un tiempo y buscaron la escalera. Tantearon tratando de hallar el primer escalón. Primero con la punta de la bota. Después, ya más impacientes, caminando a lo largo de la pared. Pronto usaron sus manos impecables, recorriendo la piedras y las grietas. No veían nada. Se pusieron en cuclillas. Pero no la encontraron. Se desesperaron, y aun así no fueron capaces de hablar. Al cabo de las horas, eternas, se volvieron los unos hacia los otros buscando ayuda. Y se vieron. Y se encontraron los ojos tremendos y vacíos. Supieron que no había escalera para regresar.


Este cuento fue extraído de la revista "EL DUENDE" de marzo de 1996.

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