Ernesto Sábato

 

 

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Sobre héroes y tumbas (fragmento)

Pareció despertar y dijo:
-Algunas cosas las he visto yo mismo, otras las he oído de tatita, pero sobre todo de madre, porque tatita era callado y raramente hablaba. Así que cuando venía a matear el general Hornos o
el coronel Ocampo, mientras recordaban cosas del tiempo viejo y de la Legión, tatita se limitaba a escuchar y a decir, de vez en cuando, que cosa ¿no? o así es compadre.
Volvió a cabecear y a dormirse por un instante, pero despertó muy pronto y dijo:
-Eso es, Elisita, eso es. Pobre niña que bajó al río, enloquecida, cuando tuvo noticias de la muerte de su novio. De la quinta si que me acuerdo, porque al almirante yo no lo alcancé a ver. Ya lo creo que se querían con mi abuelo Patricio y abuela Dolores, a pesar de que él era federal. Ya te contaré algún día la historia curiosa de mi abuelo, que no se Llamaba Olmos sino Elmtrees, y que llegó aquí como teniente del ejército inglés, cuando las invasiones. Curiosa historia, ya lo creo (se rió y tosió).
Cabeceó y repentinamente empezó a roncar.
Martín volvió a mirar hacia la puerta, pero ningún ruido se oía. ¿Dónde estaba Alejandra? ¿Qué hacía en su pieza? También pensó que si no se había ido era por no dejar solo al viejo, que ni si-
quiera lo oía y tal vez ni siquiera lo veía: el viejo seguía su existencia subterránea y misteriosa, sin preocuparse de él ni de nadie que viviera en este tiempo, aislado por los anos, por la sordera y por la presbicia, pero sobre todo por la memoria del pasado, que se interponía como una oscura muralla de sueno, viviendo en el fondo de un pozo, recordando negros, cabalgatas, degüellos y episodios de la Legión. No se había quedado por consideración al viejo, sino porque estaba como inmovilizado por una especie de temor a atravesar aquellas regiones dc la realidad en que parecía habitar el abuelo, el loco y hasta b propia Alejandra. Territorio misterioso e insano, disparatado y tenue como los sueños, tan sobrecogedor como los sueños. Sin embargo, se levantó de la silla donde parecía haber quedado clavado y sigilosamente empezó a alejarse del viejo, entre los trastos de remate, observando, vigilado por los antepasados de las paredes, mirando la caja en la vitrina. Llegó así hasta la puerta y quedó frente a ella, sin atreverse a abrirla. Se acercó y
puso su oído contra la hendidura: tenía la impresión de que el loco estaba del otro lado, esperando su salida con el clarinete en la mano. Hasta creyó oír su respiración. Entonces, asustado, volvió lentamente hacia su silla y se sentó.
-Nada más que treinta y cinco leguas -murmuró de pronto el viejo.
Sí, quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediento a varias cuadras a
la redonda, destilando los horribles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cinco días más de galope, si tienen suerte.
En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.
-Porque en la quebrada el sol es muy fuerte, hijo, porque son tierras muy altas y el aire es purísimo. Así que a los dos días de marcha el cuerpo estaba hinchado y el olor se sentía a varias cua-
dras, decía mi padre, y al tercer día hubo que descarnarlo, eso es.
El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus compañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Oribe tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.
¿quien quiere hacerlo? i.9uién puede hacerlo?
El coronel Alejandro Danel lo hará.
Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo de monte. A través de sus lágrimas contempla el cuerpo desnudo y deforme de su jefe. También lo miran duros y pensati-vos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.
Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida. Cabeceó y dijo:
-Durante el gobierno de don Bernardino lo nombraron capitán de milicias en la Guardia de la Horqueta, que así se llama el fortín, que ahora es el pueblo de Capitán Olmos. Después fue alcal-
de, hasta que subieron los federales. ¿De qué te estaba hablando?
-De cuando dejó el cargo de alcalde, señor (¿quién?).
-Eso es, cl cargo de alcalde. Lo dejó cuando subieron los federales, eso es. Y a quien quería oirlo, tal vez para que sus palabras llegaran hasta don Juan Manuel, le decía que con las vacas y los in-
dios tenía de sobra y que no tenía tiempo para la política (risita).
Pero el Restaurador, que no era manco, i qué iba a ser !, nunca creyó en aquellas palabras (risitas). Y fijate si no andaría descaminado que mi abuelo vino a anoticiarse que don Juan Manuel le mandaba cartas al alcalde de La Horqueta en que le decía que no se le sacase el ojo al inglés Olmos (risitas y toses), porque a él le constaba que
andaba conspirando con otros estancieros del Salto y del Pergamino. El ladino no se equivocaba, cuándo, si era un lince! Porque efectivamente el abuelo andaba en conversaciones y así se vio cuando el general Lavalle desembarcó en San Pedro, en agosto del 40.
Se presentó allí con su caballada y con sus dos hijos mayores: Celedonio, mi padre, que entonces tenía dieciocho años, y tío Panchito, que tenía un año más. ;Desdichada campaña, aquella del 40!
Abuelo aguantó en Quebracho Herrado hasta la última bala de cañón, cubriendo la retirada de Lavalle. Pudo huir, pero no quiso.
Y cuando todo estaba perdido, disparó la última bala que les quedaba a sus cañones y se rindió a las tropas de Oribe. Mientras se enteraba de la muerte de Panchito, el hijo que más quería, sólo dijo: “Al menos se ha salvado el general”. Y así terminó su vida en esta tierra mi abuelo don Patricio Olmos.
El viejo cabeceó, mientras murmuraba: ‘’Armistrón, eso es, Armistrón” y de pronto se durmió profundamente.

Extraído de “Sobre héroes y tumbas” Edición Definitiva de Ernesto Sábato.
Editorial Seix Barral S.A. Barcelona 1991.

 

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