Julio Verne

 

 

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Algunos días en la tierra

El viaje continuó sin mayores novedades durante casi todo un mes. Pero una visión fatídica habría de cambiar nuestros ánimos desde el 11 de diciembre.
Aquel día, me hallaba dedicado a la lectura en la biblioteca, mientras que Conseil y Ned Land observaban las aguas luminosas a través de un gran vidrio que había en una de las paredes, y que hacía las veces de mirador.
El Nautilus, por su parte, permanecía inmóvil. Una vez Ilenos sus depositos, se mantenía a una profundidad de mil metros, región de los océanos poco habitada, en la que tan sólo viven los peces de gran tamaño.
... De pronto, Conseil vino a interrumpir mi lectura.
-¿Quiere venir, señor, un instante? -me dijo con una entonación particular.
-¿Qué sucede, Conseil?
-Mire, señor...
Me levanté, me situé detrás del vidrio y observé. En un principio, no pude divisar más que una masa negruzca en mitad del campo iluminado por la luz. Aquella masa parecía inmóvil y como suspendida en medio de las aguas.
La observé atentamente, tratando de reconocer y darme cuenta de qué se trataba, cuando súbitamente pasó por mi cabeza una idea acompañada de una imagen.
-iEs un navío! -exclamé.
-Sí, es cierto -dijo a su vez el canadiense-, sin duda que se trata de un buque abandonado, que se ha ido a pique.
Ned Land tenía razón. Nos encontrábamos en presencia de un navio, cuyas velas rajadas y sus mástiles quebrados daban la impresión de un barco fantasma. Su casco parecía estar todavía en buen estado, por lo que el naufragio, probablemente, había ocurrido hacía tan sólo unas cuantas horas. El barco estaba apoyado sobre el fondo del mar, de lado, como a punto de darse vuelta, e iba Ilenándose poco a poco de agua. Y allí fue cuando tuvimos aquella fatídica visión que nos entristeció amargamente: los cadáveres de algunos hombres y de una mujer estaban tendidos sobre la cubierta.
Durante un buen rato permanecimos mudos observando aquel barco fantasma, con el corazón saltando dentro de nuestros pechos. Habíamos vistos un naufragio en su memento más terrible: cuando la nave se va a pique, Ilevándose consigo, al fondo del mar, a sus tripulantes. Entretanto, el Nautilus daba media vuelta en torno al navío sumergido, de forma que, cuando pasó por el lado de la popa, pude leer lo siguiente: FLORIDA, Sunderland.
El día 2 de enero Ilevábamos recorridas once mil trescientas cuarenta millas, o sea, cinco mil doscientas cincuenta leguas, desde nuestro punto de partida en los mares del Japón. El 4 de enero, exactamente, avistamos las costas de la Papuasia. El capitán Nemo aprovechó el memento para darme a conocer sus planes de Ilegar al océano Indico a través del estrecho de Torres, mientras Ned Land manifestaba su alegría ya que aquella ruta le acercaba a los mares europeos.
El mar no se veía para nada tranquilo, y eso nos inquietaba un poco.
Hacia las tres de la tarde, las aguas se agitaron más y más, y la marea estaba casi en su punto de peligro. De pronto me sentí derribado por un choque. El Nautilus acababa de embestir contra un escollo y quedó inmóvil, ligeramente inclinado a babor. Cuando me hube incorporado, vi en la plataforma al capitán Nemo y a su segundo. Examinaban la situación del navío, a la vez que cambiaban algunas palabras que no pude entender, por ser pronunciadas en su incomprensible idioma. Estábamos cerca de inmensos bancos de coral, así es que era lo más probable que hubiésemos chocado contra uno de ellos. Mientras hacía estas renexiones, se acercó a mí el capitán, que se encontraba tranquilo, sin demostrar ningún gesto de alteración. -iUn accidente? -le pregunté.
-No,,a, bien un incidente... -me respondió.
-Un incidente, sin embargo, que puede obligarle a estar detenido mucho tiempo y a hacer fracasar su viaje submarino.
-El Nautilus no está perdido ni mucho menos -me dijo-, y tanto es así que le doy mi palabra de honor que aún le quedan muchas maravillas por ver, profesor Aronnax. Nuestro viaje apenas si ha comenzado, y además no deseo tampoco privarme tan pronto del placer de su compañía.
-Sin embargo, capitán, por lo que puedo observar, el Nautilus ha encallado en los bancos de coral estando en pleamar, lo cual hace suponer que, teniendo en cuenta la poca intensidad de las mareas del Pacífico, le va a resultar imposible ponerlo en posición correcta.
Pero el capitán se limító a responderme que con la marea sería absolutamente posible mover la nave. Dentro de cinco días habría luna Ilena y eso elevaría las masas de agua. Las mareas, en gran parte, tienen que ver con las fases de la luna, como si ella fuese un gran imán que desde el cielo maneja los movimientos del mar.
Rato después apareció Ned Land, quien me dijo:
-iQué hay, señor Aronnax?
-Nada, amigo Ned... Que habremos de esperar tranquilamente a la marea.
-iSin hacer absolutamente nada?
-Así parece ser...
-Entonces ha Ilegado el momento de salir de aquí, pues estoy convencido de que el capitán Nemo no logrará mover la nave. Tendrá que venderla como chatarra.
-Amigo Ned, ten paciencia. Dentro de cuatro días sabremos si el capitán está equivocado o no. De todos modos, huir podría ser interesante, de hallarnos a la vista de las costas de Inglaterra o de Francia. Pero en estos parajes de la Paupasia es completamente insensato pensarlo.
-Pero podríamos tantear el terreno, señor -insistió Ned-. Ahí tenemos una isla; en la isla hay árboles, y bajo esos árboles, animales terrestres con magníficas chuletas y filetes.
-Tiene razón Land -apoyó Conseil-. El señor podría pedir al capitán que nos dejará visitar la isla.
-No creo que consienta -dije.
-Puede intentarlo, señor -insistió Conseil-. No perderemos nada con ello. -Salvo que el capitán desconfíe de nosotros por creer que pensamos huir, y nos vigile más severamente.
Sin embargo, por condescendencia hacia mis dos compañeros, accedí a su idea y con gran sorpresa mía el capitán no tuvo ninguna objeción al respecto y hasta puso un bote a nuestra disposición.
A las ocho y media, el bote del Nautilus encallaba suavemente en una arenosa playa, después de haber atravesado sin problemas el anillo de coral que rodeaba la isla de Gueboroar.
Confieso que me sentí muy emocionado de pisar tierra. Ned Land se arrojó al suelo con verdadero júbilo; Conseil tampoco disimulaba su alegría. Hacia dos meses que permanecíamos en el submarino sin pisar algo sólido, salve en el fondo del mar cuando habíamos salido de cacería.
En pocos minutos nos alejamos de la costa. La isla estaba cubierta por enormes árboles, algunos de hasta sesenta metros, que aparecían unidos entre sí por largas lianas, verdaderas hamacas naturales. Pronto nos internamos en la selva. Ned Land divisó un cocotero, derribó algunos de sus frutos, los partió y nos bebimos su leche y comimos su pulpa con una glotonería que dejaba en muy mal lugar la mesa del Nautilus. Acordamos Ilevar una buena provisión a la nave.
Ibamos de sorpresa en sorpresa, pues pronto descubrimos un árbol de pan y luego uno de plátanos.
Aquella excursión nos iba a deparar la oportunidad de saborear alimentos que hacía mucho tiempo no habíamos probado. Continuamos nuestro camino y encontramos infinidad de aves y animales que pudimos cazar con las escopetas que Ilevábamos, préstamo que nos había hecho amablemente el capitán Nemo. Imaginarán, entonces, el gran banquete que pudimos darnos en la isla. Conseil demostró no haber perdido sus dotes de cocinero. Y Ned Land nos impresionó con sus buenas ideas para cocer la carne al fuego.
Después de aquel gran almuerzo, y mientras reposábamos charlando tranquilamente, divisamos a lo lejos un grupo de indígenas en actitud hostil, al parecer dispuestos a atacarnos, pues gritaban y agitaban sus lanzas en el aire.
Tomamos nuestras provisiones y las armas lo más rápido posible, y nos alejamos de aquel lugar dispuestos a evitar a toda costa cualquier incidente. Caminamos durante casi toda la tarde, manteniéndonos siempre alerta de no cruzarnos con aquellos indígenas que, lo más probable, era que fueran caníbales.
Finalmente, a las cinco, abandonamos la costa de la isla y media hora después atracábamos al costado del submarino.

Extraído de: Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Editorial Andrés Bello, mayo de 1996. Chile.

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