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Antonio Caponnetto

MORIR  EN SANTA CRUZ

Oscar Kuperman, al que los medios llaman líder piquetero, pero cuyo nombre técnico -al igual que el de todos quienes se dedican a similar actividad-  no puede sino ser el de delincuente, ha decidido sincerarse. Y ha explicitado al fin lo que bien sabíamos de personajes de esta catadura: que no llora la muerte del policía santacruceño que él contribuyó a asesinar; es más, que la justifica y la explica como algo que está en la lógica misma de los hechos. "Un tipo que está en un aparato represivo” –sostuvo-  “entrenado para reprimir, también sabe que en algún momento va a recibir un fierrazo en la cabeza; está entrenado para eso [...]No puedo solidarizarme con un policía; no puedo ver a un policía como a un trabajador porque sostiene el aparato represivo que defiende al sistema" (La Nación, 9-2-06, p. 8)

Acallemos por un instante la indignación que tamaña inmoralidad suscita. Hagamos silencio momentáneamente ante la iniquidad de no querer advertir que “el sistema” al que el policía caído se vio obligado a custodiar es, precisamente, el que encarnan y del que medran personajes ruinosos y siniestros como los fautores del crimen y sus apologistas.Omitamos también, siquiera fugazmente, la justa ira que nos sobreviene ante tamaño trastrocamiento de la realidad, en virtud del cual toda represión es mala per se, aunque lo sea del homicidio, convirtiéndose entonces en victimarios a las víctimas y en vulgares verdugos a los que están obligados institucionalmente a defender el orden alterado por los crápulas. Ni una palabra profiramos ahora de las muchísimas que corresponderían decir al respecto.

Pero hay algo sobre lo que debemos pronunciarnos. Pues la lógica de Kuperman sería válida, si quisiera significar, prima facie, que todo policía está adiestrado para la lucha, y conteste ante Dios y ante su propia alma de que puede sorprenderlo la parca en cualquier recodo previsible o imprevisto de su diario y abnegado trajín. Gloria y honor ante quien tal vocación abraza. Por extensión sería también válida la feral argumentación, si quisiera decírsenos que todo aquel que se encuadra en la violencia, que practica la militancia, que ejercita el combate, que se entrena en el uso de las armas o que cultiva la fuerza física para manifestarse, sabe que puede recibir un fierrazo y la misma muerte. Variante discursiva más o menos racional de lo que el vulgo suele expresar instintivamente cuando dice “el que busca encuentra”, o “murió en su ley”.

Pero entonces, si forma parte de la lógica de los hechos que un policía pueda ser liquidado cruelmente en una refriega, a balas y a fierrazos, sin el elemental derecho humano de que alguien llore su muerte; y si la misma y extraña lógica convalida la impunidad para los sicarios y hasta el futuro nombramiento en algún rentado cargo público; entonces, repetimos, lo mismo se diga de Kosteki y de Santillán, que libremente eligieron el camino del piquete, de la capucha, del palo, de la cadena, cuando no del armamento oculto, del caos visible, de la ilegalidad estruendosa y sostenida. Lo  menos que podían saber es que en algún momento podría tocarles el fierrazo de aquellas instituciones que, teóricamente, están determinadas por las leyes vigentes para impedir el delito. Y lo mismo y potenciadamente se diga de los llorados guerrilleros, miembros de ejércitos internacionales con sólidas estructuras económicas y castrenses. Lo mínimo que podían saber es que les aguardaba la captura, el tormento, la desaparición o los mortíferos vuelos. Que lo sabían y estaban entrenados para ello, lo prueba –entre otras cosas- las previsiones para autoeliminarse que solían tomar sus más jugados conductores.

Todos lo sabían y lo sabemos, menos los que desde hace treinta años vienen haciéndonos creer que tratábase aquel terrorismo marxista de un puñado de efebos inocentes perseguidos por insaciables genocidas. Y que sus muertes, lejos de estar en la lógica trágica de quien desata una guerra, fueron sanguinarias ocurrencias  de militares sádicos. Hoy, que con irritante lenidad gobiernan los capitanejos de aquellas bandas entrenadas y financiadas para segar vidas cristianas y argentinas, es comprensible que Kuperman sincere su odio sin que rija para él la figura de la apología del crimen. Como no rige, es claro, para el Presidente y sus secuaces, abocados sistemáticamente a la glorificación de la guerrilla.

El cortador de rutas habló con veraz vileza, y no queda para él, por el momento,  sino el menosprecio de los hombres de bien, supuesto que no le alcanzará la justicia de las Argibay y Zaffaroni. Pero el cinismo y la hipocresía de Kirchner en la ocasión, abren una nueva y grotesca página en su prontuario de hombre inferior. Porque fingiendo un correctivo al deslenguado ha dicho textualmente que “a los argentinos, después de todas las cosas que nos pasaron nos debe importar la muerte de todos" (La Nación, ibidem). Si algo cobra un patetismo tan atroz cuanto sistemático en el gobierno de quien así acaba de expresarse, es  su vejamen constante a la memoria de los caídos en la justísima contienda contra el marxismo, el ultraje a los muertos de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, colocándose ostensiblemente de parte de sus sicarios, con quienes ejecuta un plan de calculado y rencoroso desquite.

No creemos en este súbito lamento de Kirchner por la muerte del humilde Suboficial Jorge Sayago. Antes bien, afirmamos que él es el primer culpable del horrendo crimen, como lo es de todos los desmanes permitidos y cohonestados, sino alentados por su insensata gestión. Él mismo ha declarado –sin medir la gravedad de tamaña subversión de valores- que envió a “ la policía santacruceña, desarmada y democráticamente” (ibidem). En buen castellano,es reconocer la existencia de una doble y demencial actitud, por la que los insurrectos pueden portar las armas que se les antoje, agrupados y movilizados por todo el país en rígidas organizaciones de jefaturas autocráticas, mientras que las fuerzas de seguridad, para enfrentar sus tropelías, carecerán de armamentos y propiciarán el diálogo democrático. Pocas veces la depravación política y la ruindad ética se concertaron en tan armónica coyunda. Y pocas veces asistió la patria, azorada, a tamaña manifestación de oportunismo, propia de un hato de indecentes. Bien decía Miguel Angel Etcheverrigaray, que “llorar levantado en vilo del amor es tradición, es llorar como varón y no como cocodrilo”. No es entonces el  de Kirchner, ante el policía caído, aquel llanto viril  levantado en vilo del amor, sino el gimoteo tramposo del criminal que asiste al velatorio de su víctima para pasar inadvertido.

Pronto se olvidará la muerte de Sayago, así como las penurias de sus seres queridos. Pronto e inícuamente se olvidan los muchos policías agredidos a mansalva por la turbamulta roja. Nosotros no los olvidamos, y recordamos al respecto esa página significativa de Eugenio Montes recreando el acto testamentario de Schopenhauer. Hastiado del resentimiento y del desenfreno de las masas, el pesimista de Francfort se dispone a testar. “No tiene a nadie a su lado. Sólo tiene dos sombras que lo siguen: la sombra bella, tenue y dulce de la resignación silenciosa, y la sombra demoníaca de la revolución plebeya. Las mira, hondamente a las dos. Las pesa. Y lega su fortuna a las familias de los soldados que supieron morir sin un grito, frente a la plebe airada.”

Quienes no tenemos para testar otra fortuna que el servicio a Dios y la pasión por la Argentina, hagamos pesar nuestro legado. Para que desaparezca cuanto antes del horizonte patrio esta sombra demoníaca que hoy se enseñorea y lo cubre de tinieblas.

Fuente:
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