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Jorge Asís

La frontera del 24

La izquierda impone su visión de la historia por ausencia conceptual del peronismo.

 

CHOQUE DE DECEPCIONES

La izquierda puso una considerable cantidad de miles de muertos que sabe cotizar a la hora del balance.
Pero impuso también la plácida interpretación de la historia.
Trátase de una versión dramáticamente libre. A la que el peronismo, al fin y al cabo, termina adaptándose. Para, en adelante, callar. Como si apostara por la clarificación del silencio.

a) Por carencia de identidad.
b) Por impotencia intelectual y política.
c) Por abúlica dejadez, mera culposidad.
d) Innumerables otros.
(Táchese lo que no corresponda).

Desde el peronismo suele ser más preferible repartir que pensar.
En treinta años, no se logró elaborar una convincente explicación política del gobierno de la señora María Estela Martínez.
Una manera impertinente de aceptar que el peronismo, en definitiva, no alcanzó a digerir, aún, aquellas decisiones sustancialmente ilustrativas del último Perón.

Por lo tanto, mientras la izquierda se desmorona implacablemente en las justas electorales, de pronto adquiere relevancia humanitaria y suele unificarse, con sus peores luces, para la ocasión. A partir del amparo de sus miles de muertos.
La izquierda se dispone entonces otra vez a capitalizar, culturalmente y en el escenario, las consecuencias históricas del golpe militar que en el fondo ayudó a engendrar.
Suele tensarse la cuerda interpretativa hasta la radicalización de las categorías. Al extremo de evaluarse que, antes del golpe de 24, se asistía al invariable enfrentamiento entre las distintas orientaciones de la guerrilla y la Triple A.
Con la sociedad civil, entera, de rehén.
Y es precisamente el rigor impuesto de aquella guerra, secretamente clandestina, entre las opciones de la guerrilla y la Triple A, que impide analizar, con fundamento cientificista, la turbulenta gestión de la señora Isabel. A la que se debe, por principios, degradar. O al menos coincidir en que no estaba preparada, como si se tratara de una virtual descalificación póstuma de la última década del General.

La identificación absoluta de Isabel, con el aún no entendido López Rega, signa el caos de su administración. A propósito, López Rega quedó como tranquilizante privatizador absoluto de la Triple A. Consigue, Lopecito, desde el Purgatorio, que los peronistas se coman sin masticación el amague extorsivo de la dialéctica. Y hagan cola para olvidarse, para siempre, de la etapa ferozmente vergonzante. Para recordar, apenas, entre mesas de iguales.

La inhibitoria extorsión mediática logra, por otra parte, la imposibilidad de establecer otros parámetros de interpretación.
Ángulos probables que permitan abordar, sin intención de acomodar tendenciosamente la selectividad de los datos, aquel acontecimiento macabro del 24. Del que la izquierda se adueña, sin siquiera admitir que fue fundamental para la construcción del golpe que abominan.
Como si no se hubiera asistido, aquel fronterizo 24, al derrocamiento de un gobierno peronista.

El triunfo como producto del fracaso

El regreso triunfal de Perón al Poder, después de dieciocho años, signaba, en el 73, como un símbolo, el fracaso inexorable del que se venía. Y del fracaso que simultáneamente se avecinaba.

Con su masacre, Ezeiza anticipa el aceleramiento de la pendiente, hacia el colapso.
Primera constatación: la epopeya grandiosamente personal de Perón, con su exitoso sistema de acumulación política, representaba el descalabro inexorable de cualquier proyecto colectivo de Nación.

Prisionero de su superior inteligencia comparativa, Perón, indudablemente, sabía, sobre todo después de la batalla de Ezeiza, que el amontonamiento movimientista, internamente confrontacional, iba a conducir a la tragedia.
Una víctima del celebrado mecanismo de construcción sumatoria, a derecha e izquierda. Gestador de una dinámica de dependencia que se le volvería, ineludiblemente, a Perón, en contra.
Una manera del maquiavelismo que aún entiende erróneamente el ejercicio del poder, a partir de la obstaculización del crecimiento de cualquier subordinado.
Trátase de una especie de jefatura, incuestionablemente hegemónica, que no admite, ni siquiera como posibilidad, el surgimiento de continuadores.
Definir entonces que el heredero único era el pueblo, se convertía en la retórica fórmula para aceptar que, después de Perón, no podía quedar nada.
Porque el tiempo iba a vencer indefectiblemente a la organización.
Por lo tanto, su caída, o simplemente el absurdo previsible de su muerte, podía representar la antesala del diluvio. O del desierto.

Perón entonces irrumpía para frustrar al pueblo peronista que lo construía como líder.
Justamente cuando comenzaba a aceptarlo, acaso por resignación, el otro resto de la sociedad. Harto ya de gestar sus propios, intransferibles fracasos.
El contrerismo gorilista que, con la versatilidad del rencor, con legitimidad, lo despreciaba.

Aquel Perón del 73 traía ciertos altibajos de claridad. Pero le faltaba tiempo.
Lapsos de claridad que le permitían descubrir, antes del descalabro, que la penúltima oportunidad de salvación consistía en la utopía de sumar a su principal adversario.
Balbín.

La decepción como objetivo

En la frontera de los 80 años, con algunos jugadores mentales que le respondían sólo de a ratos, Perón debía enfrentarse con los rigores de una decepción.
La decepción fue Cámpora.
Pero hubiera sido cualquier otro el sujeto decepcionador.
Porque su objetivo, como el de "la juventud maravillosa", consistía en decepcionarse.
El Perón de los setenta tenía un diseño de modelo de sociedad que sólo podía ser presidido por él. Un virus similar impregnaría al Menem de los noventa. Acaso también al Kirchner de los dos mil.


Haber superado las procacidades calientes del exilio tropical.
Haberse batido a la distancia, con baluartes de significación, como sus camaradas Aramburu y Lanusse.
Haber tenido que neutralizar, de manera violentamente diplomática, a desafiantes pesados que se disponían a la trasgresión de armar. Como Vandor.
En fin, la epopeya mítica de Perón, jalonada de tantas hazañas festejadas por la popular, merecía un epílogo más grandioso que el plano principal de la distancia.
La mejor alternativa entonces distaba de consistir en entregar el poder, al fin y al cabo, a un odontólogo de insuficiente lealtad.
Un vicario avivado a punta de aplausos, como Cámpora, repentinamente entusiasmado con el protagonismo revolucionario.
Copado por los "zurdos", diría el General, que ya había elegido el camino contrario. Su exclusivo camino natural.
A propósito de los montoneros belicosos que crecieron invocándolo. Y que se habían especializado, sin interés de modificar conductas, en la poética terrible de la muerte.
Montoneros tendenciosos que precisamente pensaban edificar, con aquel mascarón afectivo de Cámpora, y la lateralidad utilitaria del propio Perón, la Patria -justamente- Socialista.

Asístese al juego hipócrita de un malentendido trágicamente menor:
Perón supo utilizarlos, a los Montoneros, para el objetivo del regreso triunfal.
Los montoneros supieron utilizarlo, a Perón, como pretexto para construir una revolución socialista. Faena que distaba, a pesar de la conveniencia de algún reportaje, de ser el objetivo estratégico de Perón.

La decepción, que encarna Cámpora, legitima que Perón deba disponerse a asumir, en adelante, la clave de su proyecto real. La toma del poder total.
En medio del desbarajuste de contradicciones, de bandas entrecruzadas que ejecutaban a la perfección el lenguaje de la pólvora, Perón debía asumir el arbitrio de llevar, como segunda, a su esposa.
El 60 por ciento de la sociedad argentina decide entregarse y votar Perón-Perón. Concientemente, aquel 23 de setiembre de 1973, por alucinación colectiva o mera síntesis histórica.

La decisión de llevar, como segunda, a Isabel Martínez, marca el quiebre definitivo con la otrora juventud maravillosa. La que había ofrendado su sangre por el regreso, como anticipo de la revolución, y adhería a la tesis recursiva del cerco.
La juventud se decepciona con el Perón que artificialmente había construido.
Porque el objetivo de los Montoneros, en realidad, era decepcionarse.
Del mismo modo que Perón se decepciona con Cámpora, por haberse entregado, a los pies de los próximos decepcionados que lo iban a desafiar.
Semejante cruce de decepciones espirituales iba a producir, en el interior del peronismo, un choque que sólo podía aclararse a los balazos sucios.
En adelante, sería el turno del lenguaje numerológico de los cadáveres, con el marco de una sociedad paralizada.

Ciertas aniquilaciones

Aquel montonerismo reclamatorio fue calificado, por el líder construido con plastilina voluntaria, de imberbe. Peor aún, de estúpido.
El montonerismo entonces le da la espalda, para siempre, al General.
Al pretexto de Perón que servía para dignificarlos. Para sumarse, con matices, después, a la guerra demencial que había declarado la izquierda, algo más seria, del ERP.
Con el foco a liberarse incluido, en un recodo del Tucumán, a los efectos de ofrecer el otro pretexto. El de ciertas aniquilaciones que aún se discuten.

El Bañero y el Dentista

Nadie podría haber imaginado que treinta años después, a aquellos imberbes, a los que Perón echaba de la Plaza, un tal Eduardo Duhalde iba a colocarlos, enceguecido por el rencor, en la casa de gobierno.
Para darles, a los imberbes sobrevivientes, ya avejentados, para nada estúpidos, capitalizados con la memoria de sus mártires, una segunda oportunidad histórica.
Asístese entonces a la plenitud de la imberbocracia.

Duhalde representa, en cierto modo, una reencarnación política de Cámpora.
Es el bañero el que rescata, del olvido, al odontólogo.
Sin embargo ya no quedaba ningún atisbo de Perón para amonestarlo.
De manera que el neomontonerismo de Kirchner irrumpió para quedarse.

Final con Walsh

Para finalizar la primer entrega de esta serie, para debatir en familia, evoquemos a Rodolfo Walsh.
En su trascendente esquela, dirigida al terceto de la junta militar, en 1977, para el primer aniversario del 24 de marzo, Rodolfo Walsh les dice:
"... ustedes derrocaron el gobierno del que formaban parte".

Walsh, en cierto modo, tenía razón. Aunque a los tiros, aquellos militares, que iban a especializarse en el ámbito suicidario de la carnicería, habían quedado del lado de la legalidad.
Muy próximos a las matanzas selectivas ejecutadas por la obscenidad parapolicial de la Triple A.
Más adelante, desde su intento de escape, Walsh insiste:
"Hoy las Tres A son las tres armas..."

El 24 de marzo se impone también como una frontera. Donde se intensifica, en materia de ejecuciones, y al por mayor, la continuidad.

 


 

La frontera del 24 (II Parte)

La subversiÓn funcional

Sólo la lucha antisubversiva pudo unificar la esquizofrenia del Proceso Militar que no merece llamarse Dictadura.

la señora Hebe de Bonafini, oradora principal en los fastos del próximo 24, se la nota algo desencantada con la idea aquella de la Revolución.
"Me doy cuenta que las revoluciones están cada vez más lejos", sostiene, desde el magnífico reportaje editado en el Portal La Vaca.
"Porque la gente no está formada para la Revolución", agrega, con su admirable franqueza.
Entre la estructuración de sus desbordes, la señora Bonafini suele brindar, en general, positivo material para la reflexión.
Por ejemplo se le plantea, en La Vaca, un dilema moral. Una disyuntiva contrafáctica.
Dícese que los desaparecidos, por ejemplo, porque eran revolucionarios, nunca hubieran apoyado, como Bonafini, a un gobierno como el de Kirchner.
Sin embargo Bonafini descalifica a los impugnadores. "Son los mismos que criticaban a sus hijos cuando querían hacer la revolución armada".
Para reforzar el oficialismo de su argumentación lanza, como perla, la siguiente verdad, sin desperdicio en otro contexto:
"Muchos de los que estaban (en la lucha armada), con nuestros hijos, hoy participan del gobierno. Muchísima gente del ERP, del PRT, de Montoneros, están en el gobierno. Nilda Garré ¿querés más que eso? Eduardo Duhalde, el de la Secretaría de Derechos Humanos...".

En vísperas de los fastos treintañales, se impone el abordaje temático, al menos, con algunas migajas de seriedad.
Por ejemplo habría que definir qué es, exactamente, lo que se homenajea el próximo 24.
Una manera de saber qué es lo que se repudia. O se reivindica.

a).- Condenar el horror violentamente moral de las desapariciones.
b).- Repudiar el conglomerado de barbaridades represivas que se simplifican, con el auxilio de la semántica, con el vocablo "excesos".
c).- Avalar, acaso, como marco referencial, la opción generacional de la lucha armada.
d).- Reivindicar históricamente aquel planteo político de asunción de la violencia, en contra de un Estado, aunque tambaleante, de Derecho.
e).- Movilizar para que Nunca Más vuelva a ocurrir otro genocidio.
f ).- Otros items.

Táchese lo que no corresponda. Agréguese lo que se considere prioritario.

Dictaduras son más serias

Los fastos del 24, al fin y al cabo, podrían servir para aclarar determinados aspectos concretos que se dan por sobreentendidos, con la precipitación de la impunidad.
En principio, el Proceso de Reorganización Nacional, dista de merecer el calificativo respetable de Dictadura.
Porque las Dictaduras, ante todo, suelen ser comparablemente más serias.
Trátase de una ofensa técnica a la concepción clásica de Dictadura.

El Proceso, a lo sumo, fue la aplicación política de un militarismo brutalmente autoritario.
Provisto de una esquizofrenia perceptible, trágicamente carnavalesca.
Arranca en marzo del 76 con el compromiso de exterminar, "agotadas las instancias", a los subversivos, y en nombre del occidente cristiano y defensa de nuestro "estilo de vida”.
Para terminar, seis años después, durante la liquidación bastardeadora de la causa de Malvinas, abrazados al Kaddaffi menos presentable de la época. Y al aún vigente Fidel Castro.
Dictadores ambos, en definitiva, más considerables.
Dictadores perpetuos que imponen respeto, veneración o rencor.
Y no solamente el terror, que no sirvió para edificar -mientras se trataba de aniquilar al comunismo que se derrumbaba-, las bases de un modelo económico capitalista.
Como supo construirlo un dictador como Franco en España. Como Pinochet, en Chile.
Hasta para las dictaduras, entonces, la Argentina se dedicó a ser trucha.

El per saltum

A pesar de la distracción, mayoritariamente profesional, de la dirigencia peronista que se dedica a mirar hacia otra parte, debe aceptarse, como punto de partida, que el pronunciamiento militar del 24 de marzo de 1976, derroca al gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón.
Que precisamente remite al lapso que produce, en la dinámica interior del peronismo, la culposa pasión por el olvido.
Un ciclo entendido como un pozo de tinieblas, el que abarca la decisiva turbulencia desde el 73 al 76. Tramo del que nadie intenta hacerse cargo.
Sobre todo a partir de la muerte del General, que supo, como Gardel, morirse a tiempo.
Habrá que adherir, en todo caso, por comodidad, al per saltum de la historia. Y recomenzar directamente la cronología en el 76.

Accede, el Proceso Militar, con injusta veleidad de dictadura, con un notable consenso social que carece de utilidad hasta para constar en actas. Un dato prescindible, poco interesante y molesto para la sociedad que aguardaba favorablemente la irrupción.
Accede, el Proceso, autolegitimado por la necesidad explicablemente frívola de contar con "un gobierno fuerte que imponga el orden".
Y ante el desbarajuste, absolutamente previsible, del caos.
Un caos que debe interpretarse, en realidad, como un objetivo de inteligencia, previamente marcado.

Sin embargo, para trasladarle una cierta rigurosidad al análisis, no debe prescindirse de la desconcertante flojedad de la dirigencia política.
Ataviada con la firme vocación para no estar a la altura, otra vez, de las circunstancias.
Téngase en cuenta que se trata de una dirigencia que ya dejaba, a los militares, hacer.
Hacer, en este caso, significaba matar.
Debe ser repudiado entonces el golpe, como primera constatación, sólo por haber ocurrido.

La subversión unificadora

El exterminio de "la subversión" fue el principal pilar que sostenía la patológica esquizofrenia del Proceso. Con la soberbia inculta del facto, y durante los primeros cinco años.
Hasta poco antes del descalabro bastardeador de la causa de Malvinas.
En medio de tensos proyectos sectoriales que se entrecruzaban. Disputas políticas con conspiraciones de bandas que se tiraban con cadáveres.
Y que tenían, todos, incluso las bandas, un feliz destino de fracaso.

El aperturismo transicional de Videla estaba signado por la intencionalidad de una salida política. Entonces Videla se aferraba al éxito del superministro Martínez de Hoz.
Ambos combatidos, desde los albores del delirio, por el almirante Massera.

Mostraba, Videla, en su inveterada indulgencia de paloma, una de las caras menos perversas del militarismo esquizofrénico.
Aparte, con el amateurismo político que lo caracterizaba, Videla conducía hacia la utopía racionalmente estructurada del general Viola.
Por entonces, la dupla Videla-Viola entusiasmaba, aunque sea incorrecto afirmarlo, hasta a los misericordiosos sectores sobrevivientes de una izquierda que dependía de la franquicia soviética. Mientras advertían, desde la clandestinidad, contra el "golpe pinochetista" que promovían los halcones.
Y seducía, el proyecto Viola, "con la sabia administración de sus silencios", a irreprochables comunicadores sociales que suelen, en la actualidad, brindar lecciones academicistas sobre la democracia.

"Vendrá Viola y seremos felices", declaró en la época nuestro Oberdán Rocamora, con su imperdonable ironía y en un pasquín marginalmente olvidado.
La felicidad a la que aludía Rocamora duró menos, en definitiva, que la gestión del propio Viola.

Otra cara principal de la esquizofrenia militarista del Proceso la representaba el populismo impetuosamente marino del Almirante Massera.
Un proyecto azul que cotidianamente le hacía la guerra a Videla. Aunque atacaba a Martínez de Hoz. Con la perversión recuperatoria de un montonerismo reciclado para la literatura. Que admite otros ángulos para entender la riqueza demencial de aquella ficción.

(Paréntesis de color para respirar)

Prométese entonces contar, por ejemplo, y como nota de color, la historia del marino actualmente preso. Iba a ver a Boca en compañía de un recuperado que colaboraba, en su condición de preso, en el Museo postrero de la ESMA.
Cuéntase que debían pegarle, al recuperado, para que dejara de entregar más gente de la necesaria.
Cuéntase que a la primer persona que entregó, el pobrecito, y antes que le dieran un sopapo, fue a su mujer. Por la que supo reclamar, después, hasta económicamente.
De todos modos solían abrazarse, represor y reprimido, cuando ocurrían los goles.
Se burlaban, a los saltos, de las "gallinas". Insultaban, juntos, con las venas inflamadas de la sien, al árbitro. Invariablemente comían después una pizza. Y el marino lo depositaba, como fin dominical de fiesta, en el próximo Museo de la Memoria).

* * * * * * * *

Desde la delirancia fundacional de la planificación del general Díaz Bessone.
Hasta la vertiente del militar malo, fuertemente autoritario, el cuco pinochetista que representaban los generales Suárez Mason, del Primer Cuerpo, Camps, Policía de la provincia de Buenos Aires, o el Cachorro Menéndez, de Córdoba.
Un grupete que mantenía canales refinados de complicidad con Massera, para hacerle la contra al "liberalismo salvaje" de Martínez de Hoz.
Al fin y al cabo, Martínez de Hoz no tuvo fuerzas "para achicar", como pregonaba, "el Estado". Y "para agrandar", con la trivialidad de una consigna, "la Nación".
También coincidían, Massera y los Halcones, entre tinieblas de logias. Y en boicotear las proyecciones de la "salida política" de las palomas, interesadas entonces en la franelera benevolencia del diálogo. Claro que las presiones eran lingüísticas, aunque complementadas con la recurrencia de algún bombazo. Como los que estallaban en la residencia del próximo radical Ricardo Yofre, que se atrevía a diseñar salidas del laberinto para el secretario de la presidencia, el general Villarreal. Una especie de Parrilli menos inexpresivo.

La multiplicidad de las vertientes entrecruzadas, la confabulación permanente de intrigas y traiciones, con la carga de chupados que se distribuían, sólo mantenía un carril unificador.
La lucha contra "las bandas subversivas".
Sin el pretexto conmovedor de la "subversión marxista apátrida", aquel mamarracho del Proceso con veleidades de dictadura, se desvanecía, entre sus contradicciones internas y el fracaso económico. Como un pan de manteca en el asfalto del verano.
La lucha antisubversiva mantuvo entonces, para las distintas caras de la esquizofrenia, el significado del recurso unificador de condenar al "imperialismo yanqui", en una concentración de la militancia universitaria de los setenta.

En cierto modo, la Guerra de Malvinas suple, como proyecto movilizador que unificaba, el estigma de la lucha antisubversiva.
Como se habían acabado "los zurdos", había que guerrear, en adelante, con los ingleses. Conducidos por el general Galtieri y conmovidos por el espectro patrióticamente total de solidarios del espectáculo que incitaban a donar, desde monedas hasta emociones.
Con la chiquilinada estratégica de no preveer que se iba a luchar, también, contra los americanos y la OTAN. Contra los hegemonizadores de valores que, en el fondo, inicialmente, se suponía defender.
De pronto, la esquizofrenia del Proceso encontraba, en el antiimperialismo, su paradójico destino.
Después de haber exterminado, innecesariamente, a tanta juventud impregnada de un fervoroso antiimperialismo de verdad, que sintonizaba a la perfección con el marco latinoamericano de tanta esperanza folklórica que conducía a la degradación.

El general Bignone, al final, presidió después La Comisión Liquidadora, y en adelante, al Proceso, cualquier desenterrado se le animaba.
Para desvanecerse, abruptamente, aquel Proceso, entre el retrete de la historia y el "escarnio" generado por los inocentes que, con cierta complacencia, lo construyeron.
En adelante, "la sociedad Argentina recuperaba la democracia que merecía".
Democracia de la derrota, diría el ensayista Alejandro Horowitz, con lucidez de subastador de categorías.

A pesar de la coincidente funcionalidad de la guerrilla, el golpe del 24 de marzo pudo haberse evitado.
Pudo haberse mantenido la frágil convalecencia institucional.
Después de todo, el poder político había encomendado la tarea patriótica de aniquilación.
"Del accionar" de los diversos grupos guerrilleros que plantaban un virulento desafío al sistema jurídico, con demenciales acciones armadas y atentados que aún, irresponsablemente, se celebran.
Movilizados por la sublime idea aquella de la Revolución.
La Revolución que desencanta, ahora, en La Vaca, a la señora de Bonafini.

Por lo tanto, reducir la histérica complejidad del Proceso, a las cinematográficas situaciones límites del terrorismo de estado, constituye una frivolidad analítica.
Del mismo modo, también representa, al menos, un error, la reivindicación política de aquellos miles de jóvenes que fueron impulsados generacionalmente a recurrir al lenguaje de las armas.
Sin que medie, siquiera, la posibilidad de una autocrítica. Porque nunca podrá legitimarse el patetismo de tanta pasión por la matanza.
Cultivar la memoria de las equivocaciones puede convertirse en otra manera banal, emotivamente grotesca, de tergiversar la historia.

Sin embargo otra vez, el difuso conglomerado reclamatorio de la izquierda, por ausencia definitiva del peronismo reversible y conceptual, se dispone a apropiarse de las consecuencias nefastas del golpe del 24 que finalmente ayudó a provocar.
Para repudiar, treinta años después, el militarismo que pudo mantenerse seis años, merced al pretexto de la subversión funcional.
Por la existencia de la subversión que legitimaba sus fatales despropósitos.
Y hasta, incluso, su catastrófico fracaso. 

 

Fuente: www.jorgeasisdigital.com
Artículos publicados el miércoles 22 de febrero de 2006 a las 19:41
y el jueves 2 de marzo de 2006 a las 11:48

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