El
cristianismo de las catacumbas
El
Cristianismo, nacido en Palestina con la predicación de Jesús, se difundió en
Roma, alrededor del año 42, con la llegada en la capital del imperio del
apóstol Simón, denominado Pedro por el mismo Jesús.
Pedro
había emigrado desde Jerusalén cuando Herodes Antipas, gobernador de Palestina,
para congraciarse con el emperador Calígula, entre los años 41 y 43 había
desatado una oleada persecutoria en contra de los hebreos seguidores de Jesús
de Nazareth. Durante la persecución Pedro fue encarcelado, pero evadiendo de la
prisión al poco tiempo, en modo milagroso. En aquella circunstancia el apóstol Jaime
fue martirizado; Juan el evangelista y los apóstoles Tomás y Bartolomé fueron
obligados a abandonar Jerusalén, encontrando, el primero, refugio en Efeso
(Asia Menor) y los otros dos respectivamente en Partia y Arabia.
Pablo de
Tarso, hebreo y antiguo perseguidor de los seguidores de Jesús de Nazareth, fue
buscado por los jefes de la Sinagoga come traidor y hereje, luego de su
milagrosa conversión acaecida durante un viaje hacia Damasco. Tuvo que buscar
refugio primero en el desierto arábico y sucesivamente en Antioquia donde
pondrá el centro operativo de su acción misionera entre los Gentiles. El
apóstol Jaime el Menor será lapidado en Judea entre el año 62 y el 63 d.C.
Max
Weber ha observado al respecto: "La exacerbación profunda de las
relaciones entre judaísmo y cristianismo fue provocada, en los primeros siglos,
no por los cristianos, sino más bien por los judíos. Los hebreos utilizaron la
posición precaria de los cristianos, desprotegidos hacia la obligación de
rendir culto al emperador romano, para azuzar en contra de ellos la fuerza del
Estado. Por eso, los hebreos fueron considerados entonces por los cristianos
como los principales responsables de la persecución que ellos sufrieron" [1].
A su
llegada en Roma, Pedro es acogido por una comunidad pequeña pero viva y bien
organizada, a la que él otorga una fisonomía definitiva estructurada en forma
ministerial. Salvo un ocasional regreso a Jerusalén para el primer Concilio Apostólico
del año 50 - él vive preferentemente en la capital del imperio como su primer
obispo hasta el día de su martirio, acaecido en julio del 64, durante la
persecución anticristiana de Nerón. Es sepultado en el mismo lugar donde se
edificará después la basílica de San Pedro.
Según
una opinión largamente difundida y comúnmente aceptada, se cree que las
comunidades cristianas primitivas hayan sufrido una permanente, brutal
persecución a lo largo los primeros tres siglos de la difusión del cristianismo
en los territorios del imperio romano. Lo que non deja de parecer algo
paradójico, cuando las leyes romanas toleraban y hasta permitían la libertad de
culto y Roma acogía todas las divinidades de los pueblos conquistados.
Pero al
respecto, toda generalización es incorrecta, come se deduce de las acuciosas
investigaciones históricas recientes, entre las cuales se destaca la obra de la
italiana Marta Sordi, catedrática de la Universidad Católica de Milán [2].
Cierta
historiografía nos ha acostumbrado a considerar la conducta del imperio romano
hacia los cristianos de una manera unívoca, según una actitud cuando no
persecutoria, decididamente hostil. En efecto la postura de la autoridad
imperial en relación al cristianismo fue alterna, según la política de las
dinastías imperiales o los humores de los emperadores que se sucedieron en el
poder. Considerado inicialmente como una variación del judaísmo, el
cristianismo asumió luego un perfil teológico original diferenciándose
notablemente de la comunidad israelita, considerada en Roma con general
desconfianza a causa del estado de recurrente agitación política de la
Palestina hebrea.
La
primera persecución de las autoridades romanas en contra de los cristianos
empieza después del año 62 d.C. en aplicación de un senatus consultus del
35 d.C. que rechazaba una propuesta del emperador Tiberio (14-37 d.C.) de
otorgar licitud al culto de Cristo; en cambio el Senado proclamó al
cristianismo como una superstitio ilicita; esto es: algo ajeno a la
concepción religiosa de los romanos, puesto que - según ellos - la religión
debía tener un sentido cívico y social expresado mediante un culto público en
el ámbito de la Civitas.
Tal
persecución es desatada por el emperador Nerón, quien para desviar la
hostilidad popular hacia su persona, el año 64 acusa a los cristianos de ser
los criminales incendiarios de Roma (v. Tácito, An. XV,44). Padecen el
martirio millares de cristianos destrozados de manera horrible. El mismo año
Pedro es crucificado en la colina del Vaticano. Sucesivamente el apóstol Pablo
viene decapitado cual ciudadano romano por el hierro honorable de una espada
(junio del año 67).
La
muerte violenta de Nerón abrió pronto para la religión cristiana una época de
relativa tolerancia que se manifestará durante los reinados de Galba (68-69),
Otón (69), Vitelio (69), Vespasiano (69-79) fundador de la dinastía Flavia y
Tito (79-81).
La
persecución se reanuda con Domiciano (81-96), quien extiende a los cristianos
la violenta represión en contra de los sectores estoicos de la oposición
senatorial que rehusaba, a la par con los cristianos, de aceptar la pretensión
del emperador de ser adorado cual dominus y deus.
Aquí se
manifiesta aquella convergencia entre romanismo, estoicismo y cristianismo
considerada por María Sordi "naturaliter estoica", pero "de
un estoicismo todo moral y político y no filosófico" en el cual la
antigua alma romana se manifestaba - según observó puntualmente Tertuliano -
"naturaliter cristiana". [3]
Durante
esa persecución hubo mártires cristianos en Asia Menor, mientras que san Juan
fue desterrado en la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis. En Roma
fueron ajusticiados estoicos y cristianos al mismo tiempo; entre ellos,por
una sospecha imprecisa y débil (ex tenuisima suspicione), fue
martirizado un primo del mismo emperador, el cónsul Flavio Clemente, junto a su
sobrina Flavia Domitilla considerada cristiana y al cónsul Acilio Glabrio.
La
hostilidad hacia la religión cristiana aflora nuevamente durante la dinastía de
los Antoninos (96-193), en los períodos de Trajano, Antonino Pío y Marco
Aurelio.
Trajano
(98-117) en un rescrito dirigido a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia -
quien le había puesto el interrogante de cómo tratar a los cristianos
denunciados por ciudadanos privados - afirmó: el ser cristiano es un hecho
delictivo que merece el castigo de muerte cuando el acusado admite públicamente
su condición de cristiano, puesto que, según disposiciones anteriores, "no
es licito ser cristiano". Pero - agregaba el emperador - " no hay que
buscarlos para perseguirlos".
El
reinado de Adriano (117-138) marca para los cristianos una pausa de tolerancia
y, según algunos observadores, hasta de simpatía. El emperador Adriano, de
cultura helenizante, se esforzó por dar una interpretación más equitativa a las
normas sobre los cultos religiosos, como aparece en la respuesta que él envió
al procónsul de Asia, Minucio Fundano [4].
Antonino
Pío (138-161), emperador profundamente devoto a los dioses romanos, propuse la pietas
como ideal de su gobierno; cumplió siempre con sus deberes de pontifex
maximus en el culto público, destacándose como un restaurador de la
tradición religiosa de Roma considerada superior a todas las religiones
extranjeras, especialmente las orientales. Los efectos negativos de la política
religiosa de Antonino Pio sobre los cristianos no acabaron pero en una masiva
represión sangrienta.
Con
Marco Aurelio (161-180), quien asoció Lucio Vero (161-169) a su gobierno,
rebrota una persecución cruenta mediante la praxis de procesar a los cristiano
denunciados no por individuos privados, sino por la iniciativa pública de los
magistrados imperiales.
Pero en
las postrimerías del reinado del emperador filósofo, en los escritos de los
apologistas cristianos Meliton de Sardes y Atenágoras de Atenas, se asoma la
posibilidad de una coexistencia pacífica entre el cristianismo y el imperio
romano.
El
cristianismo vive una relativa calma entre los años 180 y 193, cuando asciende
al imperio Septimio Severo (193-211); quien inicialmente parece benevolente con
los cristianos, tanto que en el 196 se celebran diversos sínodos de obispos
cristianos para definir la fecha de la pascua. En el año 197 Tertuliano escribe
su Liber Apologeticus. Pero en 202, el emperador emana un edicto para
prohibir, bajo pena grave, toda actividad de proselitismo tanto de los hebreos
como de los cristianos. El cambio de actitud de Septimio Severo, fue
probablemente influido por la difusión dentro del cristianismo de la corriente
ontanista, que en su expresión más radical se presentaba como contraría al
orden estatal y era especialmente activa en Asia Menor y en Galia. Se desató,
entonces, una nueva persecución cruenta en varias partes del imperio,
especialmente en Alejandría, Cartago, Capadocia, Antioquia.
La
tolerancia religiosa regresó con Caracalla (211-217) - quien dictó una amnistía
para los deportados, incluyendo a los cristianos - y con Alejandro Severo
(222-235) cuya madre, Julia Mamea, tuvo declarada simpatía por el cristianismo.
Pero con
la llegada al poder de Maximino Tracio (235-238) se ordenó la eliminación
física de los jefes de la iglesia cristiana, culpables de enseñar al Evangelio.
Por el
contrario, Felipe el Arabe (244-249) manifestó abierta benevolencia hacia el
cristianismo, al punto de ser considerado un cristiano oculto.
El
emperador Trajano Decio (249-251), con un decreto persecutorio, constriñó a
todos los ciudadanos del imperio a ofrecer un sacrificio público a los dioses
para a obtener un certificado obligatorio (libellum) que demostrara
haberlo hecho. Para salvarse, muchos cristianos, por su debilidad definidos lapsi,
incluidos algunos obispos, se doblegaron al edicto imperial; pero muchos más
enfrentaron con heroísmo la persecución manteniéndose públicamente en su fe.
Con
Valeriano (253-260), la persecución se volvió general según una planificación
establecida que prohibía al clero cristiano, de los obispos a los diáconos,
todo acto de culto publicó (pero no de culto privado) y decretaba la pena
capital para aquellos clérigos superiores que no hubiesen obedecido. Los laicos
cristianos de alto rango que no sacrificaban a los dioses fueron degradados de
sus funciones y privados de sus bienes; cuando el castigo no les inducía al
arrepentimiento, padecían la muerte. Pero la gran mayoría de los cristianos, clérigos
y laicos, resistió impávida conservando su fe.
El
emperador Galieno (259-268) ordenó el cese de la persecución ordenada por su
padre Valeriano y publicó un edicto para devolver a la iglesia cristiana los
lugares de culto antes expropiados, anunciándolo con estas palabras dirigidas a
Dionisio, Pina, Demetrio y a los demás obispos: "He mandado que el
beneficio di mi don se extienda por todo el mundo"
Regresó
así un largo período de tolerancia que durará hasta la gran persecución
ordenada por Diocleciano (284-305). Quien, en los primeros veinte años de
gobierno - siendo su co-emperador Maximiano (286-305) - demostró indiferencia
hacia el problema religioso. Preocupado sucesivamente por la influencia
negativa de los cultos mistéricos orientales que habían inundado el imperio,
empezó con el reprimir a los maniqueos, extendiendo luego la persecución a los
cristianos. En poco más de un año publicó cuatros edictos imperiales en los que
se ordenaba la destrucción de todos los lugares del culto cristiano, imponiendo
prisión por el clero, además de la obligación para todas las poblaciones del
imperio de sacrificar a las deidades paganas. Se trató de la última persecución
anticristiana que alcanzó mucho rigor en Hispania y en las regiones orientales
del imperio. En Roma se consumió el martirio de San Sebastián, Santa Inés y de
los santos Cosme y Damián.
Durante
casi tres siglos, a causa de la inicial desconfianza y de la sucesiva
hostilidad degradada de vez en cuando en sangrientas y brutales persecuciones,
los cristianos fueron impedidos de practicar públicamente su religión, siendo
obligados a disfrazar sus reuniones, encubrir sus ceremonias religiosas y a
ocultar sus muertos, pagando un alto tributo de sangre para conservar y
propagar su fe.
Ese fue el
largo período heroico del cristianismo de las catacumbas, donde algo nuevo y
prodigioso estaba acaeciendo: allí no se bautizaban en la nueva fe solo romanos
paganos, allí se preparaba y disponía el bautismo de las antigua tradiciones
del mundo pagano por el día en que Roma abandonaría los dioses falaces para
reconocer en sus mitos el sello del Dios Ignoto, del Cristo venido sobre la
tierra como el Salvador victorioso de la humanidad [5].
Los
cristianos y el imperio romano
La
hostilidad que el cristianismo encontró en ese largo período, no se transformó
en normas amparadas explícitamente en una prohibición jurídica, siendo ajena a
la mentalidad del romano el recurrir al derecho para reprimir una religión
extranjera. La represión del cristianismo, incluso en los períodos
persecutorios más violentos, se manifestó con medidas policiales y de orden
público, motivadas principalmente por el rechazo de los cristianos a practicar
el culto divino a la maiestas imperial. En estas medidas policiales, el
cristianismo era reputado como una superstitio; esto es: una corrupción
del concepto religioso vigente en Roma, donde la religión presentaba un
carácter social público enmarcado en una tradición nacional, mientras que el
cristianismo primitivo - como hemos ya visto - era generalmente considerado en
Roma un culto individual de carácter privado,con rasgos de fanatismo
que se contraponían a la moderación y a la racionalidad del sentido religioso
derivado de la antigua tradición romana.
Los
cristianos, en cambio, desde un principio se preocuparon de manifestar su
respeto hacia las autoridades del imperio: "Estamos sometidos a toda
institución humana por amor del Señor" afirmaba Pedro desde Roma; y
Pablo en su famosa Epístola a los Romanos (57 d.C.) recomendaba: "Toda
persona debe someterse a las autoridades superiores, porque no hay autoridad si
no de Dios; y aquellas que existen han sido ordenadas por Dios. Por lo tanto
quien se rebela a la autoridad se opone al orden establecido por Dios. Los
magistrados no son temidos por quienes obran bien, sino por aquellos que abran
mal. ¿No quieres temer a la autoridad? ¡Obra bien y serás alabado!".
Esta
epístola de San Pablo, considerada como su testamento espiritual, ha sido
interpretada en clave escatológica: el destino de los cristianos es la
ciudadanía celeste, siendo transitoria la presencia cristiana sobre la tierra.
Pablo exhorta, por lo tanto, al respeto de las autoridades políticas terrenales
porque en el orden cósmico el principio de autoridad proviene de Dios, quien ha
otorgado el poder a las autoridades (exousiai) para la tarea específica
de practicar el bien, pero no en el sentido teológico de la salvación eterna,
sino simplemente en el sentido jurídico de acatar la ley para respetar el orden
natural proveniente de Dios.
El
resentimiento popular hostil a los cristianos, suscitado por los neronianos
entre la población romana, estimuló a los intelectuales de la sociedad culta,
más sensible hacia la conciencia nacional, a considerar el cristianismo como superstitio
nova, prava y maléfica, términos que se usaban para definir toda novedad
religiosa extranjera perversa (prava) y nociva (malefica) sólo
por el hecho de ser ajena a la ancestral tradición religiosa romana. Ya en la
época de Domiciano, la motivación esgrimida para perseguir a los cristianos era
aquella de impiedad establecida en el Institutum Neronianum, cuyo
fundamento básico era: Ut christiani non sint (esto es: "No está
permitido ser cristiano"). Desobedecer a tal criterio - a pesar de que
nunca se codificó come una ley escrita - significaba ponerse afuera de la
comunidad cívica y religiosa de los romanos; es decir: ser impíos y
merecedores del máximo rigor previsto por una culpa de tipo religioso, pero no
político.
El culto
al Dominus Imperator y a la Diosa Roma dispuesto por Domiciano y
el esmero cortesano de su funcionarios en el imponerlo, especialmente en la
provincias orientales del Imperio, habían provocado la protesta solemne y
vehemente contenida en el Apocalipsis del apóstol Juan hacia la nueva
Babilonia identificada en aquella Roma dominada por la dos bestias, la que sale
del mar y la que sale de la tierra: representación simbólica del carácter
demoníaco del poder político [6].
El
historiador italiano Giorgio Jossa, supone que "las improvisas
calamidades y adversidades" mencionadas en una "Carta de
Clemente romano a los cristianos de Corinto" constituyan una
referencia indirecta a la represión sufrida en el tiempo de Domiciano. En
esta carta el autor, después de haber invocado de Dios paz y concordia,
solicita obediencia hacia todos aquellos que "nos mandan y guían sobre
la tierra",en el presupuesto que la autoridad y el mando
fueron otorgados por Dios; actitud que induce al historiador italiano ya
mencionado a entrever un tentativo de Clemente Romano (representante autorizado
de la iglesia cristiana) de acreditar una evaluación positiva de la dinastía
Flavia en razón de la sustancial tolerancia demostrada por ella, con la
excepción de Domiciano, hacia el cristianismo [7].
En la
misma carta, el autor exhorta a la comunidad de Corinto, angustiada por luchas
y polémicas internas, a la armonía social (homonoia), poniendo como
modelo la jerarquía de las legiones romanas. Es interesante destacar que este
documento, donde aparecen oraciones por los gobernantes imperiales, fue incluido
en las colecciones del Nuevo Testamento de muchas iglesias antiguas.
Esta
actitud no debe parecer extraña en el ámbito cristiano, puesto que en la
defensa de la nueva fe, los apologista cristiano del II° y III° siglo no
manifiestan rasgo alguno de rebelión (stasis) al imperio y de oposición
al emperador; ellos sólo arguyen una justificación del rechazo al culto
imperial exponiendo el derecho de los cristianos de adorar a su Dios. Se trata
de una defensa del cristianismo donde se ilustra al poder político romano la
ventaja que ofrece el monoteísmo cristiano: un solo Dios omnipotente resultaba
más poderoso y conveniente que una corte de dioses ocasionalmente borrachos y
litigiosos entre sí.
Ya en el
Apologeticum 24 de Tertuliano, se asoma la motivación fundamental que
postula la posible conjunción de la Iglesia cristiana con el Imperio, en un
encuentro providencial del monoteísmo con la monarquía imperial [8]. Argumento, este, que aflora además en el Dialogo
con Trifón del apologista Justino (160 d.C.), donde el autor, hijo de un
funcionario imperial en Efeso, cuenta su itinerario al cristianismo desde la
filosofía griega.
Para
Justino el cristianismo es la manifestación plena y visible del logos que
se hace presente de modo misterioso en la humanidad ya antes de la encarnación
de Cristo, esparciendo sus semillas no sólo entre los judíos, sino entre todos
los hombres, incluidos los mejores filósofos y legisladores de Grecia y Roma.
Según
Justino, el cristianismo es la culminación de un largo trayecto de la
humanidad, iniciado tanto en el Antiguo Testamento como en la filosofía griega
y en el derecho romano.
La
adhesión a la fe cristiana no implica, entonces, la renegación de la tradición
romana, puesto que, aclara Justino, nomos y logos, tradición y
razón, pertenecen también al cristianismo.
Pero,
siendo que en el mundo anterior al cristianismo Satanás había prevalecido, se
hace necesaria la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo Jesús para
restituir logos y nomos al reino de Dios.
En este
marco teológico Justino reconoce al imperio romano una función específica de
salvación. Puesto que lo romanos son inocentes de la sangre de Cristo, Roma
aparece como un instrumento de la voluntad de Dios; esta se hace visible en la
coincidencia entre la expansión del imperio y la encarnación de Jesús, hijo de
Dios.
Una
pugna intelectual con el filósofo cínico Crescencio, es causa del martirio de
Justino; quien es ejecutado junto a seis compañeros, bajo la prefectura de
Junio Rústico (165 d.C.).
En la
vertiente opuesta, la opinión dominante de la cultura romana sobre los
cristianos se encuentra en los escritos de Tácito (55-120), Plinio el Joven
(61-114) y Suetonio (69-160). El primero reputa que la religión cristiana es
una superstición exitiabilis (esto es: perniciosa, funesta); el segundo
la define prava (perversa) y el tercero la califica de malefica. Suetonio,
además, agrega como elemento negativo del cristianismo el ser un culto nuevo (superstitio
nova). Tácito, a su vez, considera que los cristianos son hostiles a la
convivencia humana y por consiguiente culpables de odium humani generis; esto
es: practicar su religión en lugares no públicos, reservados y talvez ocultos.
Es
evidente, aquí, que Tácito olvidaba un hecho fundamental: la hostilidad hacia
el cristianismo estaba impidiendo que el culto cristiano fuera practicado en
público, mientras que las persecuciones obligaban a los cristianos a
organizarse como una iglesia domestica, a refugiarse en las catacumbas o a
ocultarse en otros lugares.
Plinio,
de su parte, en su famosa carta al emperador Trajano (112 d.C.) cuenta de haber
averiguado en los interrogatorios que los cristianos se reunían en la madrugada
de ciertos días para cantarle a Cristo come a un Dio (quasi dios), para
tomar alimento común en forma inocente, obligándose además a no cometer delito
alguno (robar, rapiñar, mentir, cometer adulterio). El procónsul de Bitinia
admitía así, de modo indirecto, la inocencia de los cristianos.
Las
definiciones adversas hacia el cristianismo de Plinio el Joven, Tácito y
Suetonio atestiguan un cambio con respeto a la época de la Dinastía Flavia,
cuando la actitud anticristiana de Domiciano había encontrado un consenso
escaso entre la opinión pública.
Pero, al
mismo tiempo, la carta de Plinio a Trajano y el rescrito del emperador nos
atestiguan que no existía hasta aquel momento una ley general de proscripción
de la religión cristiana en los territorios del imperio romano. En contra de
los cristianos se podía utilizar sólo lo ius coërcitionis, atribuido
como poder policial a los gobernadores romanos de las provincias [9].
En
efecto los gobernadores imperiales hicieron largo uso de la discrecionalidad en
aplicar sus facultades en materia de jurisdicción criminal durante los procesos
abiertos en contra de los cristianos acusados ante los tribunales romanos. Esto
resulta en un trozo de Ad Scapulam de Tertuliano, documento donde se
cita la conducta de varios gobernadores africanos como distinta de aquella del
procónsul Scapula, quien había tenido una rigurosa actitud represiva hacia la
religión cristiana.
Como
bien nos aclara Marta Sordi en la obra "I cristiani e l'impero
romano", que hemos citado, los emperadores romano estaban convencidos
de que el cristianismo no constituía un peligro político.
El único
delito de los cristianos consistía en rehusar el culto hacia los dioses paganos
del imperio, lo que los exponía a la acusación de ateísmo y de otras culpas
consideradas tenebrosas o infames, como los flagitia citados por Tácito,
no siendo el cristianismo reputado culto lícito hasta la época de Galieno, como
- en cambio - lo era el judaísmo desde los tiempo de César.
Considerando
que, después de Nerón y Domiciano, el culto imperial ya no era impuesto, la
acusación de no practicarlo elevada en contra de los cristianos constituía un
pretexto patente para acusarlos de deslealtad hacia el imperio y justificar así
la persecución de ellos. Además el ser cristiano fue siempre considerado una
culpa individual (superstitio illicita) de carácter religioso, pero el
cristianismo nunca fue mencionado por las autoridades imperiales como iglesia,
lo que habría comportado su condena como collegium illicitum.
Se dio
entonces una curiosa situación: mientras que los paganos intransigentes
presionaban a las autoridades imperiales para obtener un mayor rigor hacia los
seguidores del cristianismo, los cristianos mismos, relevaban la contradicción
insita en la actitud hacia ellos y mediante escritos dirigidos a los
emperadores, reiteraban la lealtad del cristianismo hacia el imperio.
Tal
situación continuó hasta la llegada al poder de Marco Aurelio; quien confundiendo
el entero cristianismo con la herejía montanista, que había asimilado el
espíritu rebelde del judaísmo del I° e II° siglo, estimulando actitudes en
contra del imperio y de la sociedad romana en busca del martirio, lo indujeron
a levantar la prohibición de perseguir de oficio a los cristianos, emitida por
Trajano, permitiendo la búsqueda oficial de los "sacrílegos", como
entonces ellos eran considerados.
El rigor
de Marco Aurelio se atenuó en los últimos años de su gobierno. Influido por la
reacción de los apologistas cristianos Melitón, Atenágoras y Apolinares, el
emperador pidió a los cristianos de respaldar la lealtad profesada hacia el
imperio con una colaboración abierta, abandonando la clandestinidad que nunca
fue una libre elección de ellos, sino una necesitad causada por las
persecuciones. Esto acaecerá bajo el reinado de su hijo Cómodo, cuando la
iglesia cristiana sale a luz pública pidiendo la propiedad de sus cementerios y
de los lugares de culto y reunión, puestos hasta entonces bajo la protección de
la propiedad privada.
Devenida
religio licita bajo el gobierno de Galieno, los cristianos eminentes,
comprometidos en cargos de la administración imperial o del ejercito, están
explícitamente exonerados de rendir culto a los dioses paganos; el cristianismo
goza entonces de cuarenta años de paz, interrumpidos improvisamente por la
persecución feroz de Diocleciano; persecución que fue detenida en Occidente
después de la dimisión del co-emperador Maximiano y suspendida en el resto del
imperio por el emperador Galerio. Seis días antes de morir por un cáncer en la
garganta, este emperador emanaba desde Sárdica (311 d.C.) un airado Edicto
donde deploraba la obstinada locura de lo cristianos en rehusar a la religión
de la antigua Roma; reconocida además la inutilidad de las persecuciones en
contra de ellos, que en lugar de amedrentarlos los habían fortalecidos,
declaraba tolerado públicamente su culto y los exhortaba a rezar a su Dios por
la salud del emperador.
La
iglesia cristiana, obligada por largo tiempo a la penumbra de las catacumbas,
sale definitivamente victoriosa a la luz de las catedrales, bautizando en el
sol de la Verdad la antigua celebración del Natalis Solis Invicti como
la fiesta solemne de la Natividad de Jesús, fijada el día 25 de diciembre.
Estaba
concluyéndose, así, la larga y contradictoria relación entre el imperio romano
y el cristianismo después de más de dos siglos, durante los cuales la clase
dirigente romana había intentado, por las buenas y por las malas, de absorber a
los cristianos en el tejido social de la civitas romana. Sin embargo, el
resultado conclusivo había sido aquel de una gradual pero radical
transformación de la civitas misma en un sentido cristiano. Tal
trasformación culmina con la ascensión al poder de Constantino que inicia un
intenso proceso de romanización del cristianismo asumido como religión
universal (católica) del imperio.
La
romanización del cristianismo, evento metapolítico
La
tolerancia religiosa del edicto de Sárdica, otorgada a regañadientes por
Galerio in articulo mortis a quellos irreductibles cristianos, es
enaltecida como libertad religiosa dos años después en el Edicto de Milán
(313). Este fue emitido por Constantino "Para dar a los cristianos y a
todos los demás el poder de seguir la religión que uno quiera", como
recita en latín el documento imperial: Ut daremos et christianis et omnibus
liberam potestam sequendi religiones quam quisque voluisset.
"Así,
pues, continua el Edicto, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio
esta nuestra voluntad, para que ninguno se niegue en absoluto la licencia de
seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a
cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle".
Marta
Sordi destaca, al respecto, que el Edicto de Sárdica, firmado por Galerio,
concede el perdón imperial a los cristianos a pesar de su obstinación en
confesar a su religión, mientras que el Edicto de Milán emitido por Constantino
resalta la libertad espiritual de todo ser humano, ensalzando el valor de la
conciencia que profesa su fe religiosa.
Se trata
de un vigoroso y hasta imprevisto salto adelante, debido a un misterioso y
desconcertante evento que había precedido la victoria conseguida el 28 de
octubre de 312 por Constantino sobre su oponente Maxencio en la batalla de Saxa
Rubra, localidad en la ribera derecha del río Tiber, cerca de Puente Milvio.
Constantino,
proclamado "Augusto" por las legiones romanas de Galia, después la
muerte de su padre (el "Augusto" Constancio Cloro) en el 306 d.C.,
debió enfrentarse a Maxencio quien reclamaba para sí el titulo imperial. La
noche anterior a la batalla de Ponte Milvio, tuvo una visión reveladora. Come
nos cuenta Eusebio de Cesarea, quien será después consejero eclesiástico del
emperador, Constantino vio en sueño la cruz de Cristo resplandecer sobre el
disco del sol, mientras que una voz misteriosa le prometía: In hoc signo
vinces. Por eso, aseguran los historiadores, durante la batalla los
legionarios constantinianos, ostentando sobre su lábaro y sus escudos una cruz
con el monograma cristiano, desbarataron a las huestes adversarias y el mismo
Maxencio murió ahogado en las aguas del Tíber.
Comentando
su victoria a un gobernador de África, Constantino escribirá: "He
aprendido que el Dios cristiano castiga aquellos que lo ofenden y premia
quienes lo sirven".
El
sueño, como también el apologista Lactancio refiere, indujo a Constantino,
seguidor del culto solar como lo había sido su padre Constancio Cloro, a
reconocer en el Sol, summus deus con muchos nombres, al Dios de los
cristianos: un Dios omnisciente y omnipotente, Dios Único que superaba y
sustituía al Olimpo de los dioses paganos. Constantino entonces buscó en Él la
suprema salvación del imperio de Roma.
El hecho
que después del edicto de Milán, Constantino no haya renunciado formalmente a
su cargo de Pontifex Maximus, que permitiera a sus legionarios continuar
en los cultos paganos por ulteriores diez años, que hubiera grabado en sus
moneda el monograma cristiano, pero manteniendo en la otra cara el símbolo del
sol, que fuera bautizado poco antes de su muerte; todo eso ha inducido varios
comentaristas a deducir que su conducta hacia el cristianismo estaba inspirada
por una aptitud de conveniencia política. Esto es: utilizar la religión
cristiana para establecer una sola ley, un solo emperador, una sola religión
uniformada en lo máximo posible, para todos los hombres libres del imperio.
Pero los hechos consumidos desmienten la hipótesis de una hipocresía política
constantiniana.
Constantino
celebra su victoria sobre Maxencio ascendiendo al Capitolio, pero sustituye la
ceremonia del triunfo con aquella del adventus, sin dar gracias al dios
Júpiter Optimo y Máximo y compartiendo además la publica laetitia con el
pueblo y el Senado. De aquel momento opera en él, por instinctu divinitatis,
la gracia de la conversión cristiana, mientras que culminaun
dúplice proceso por parte de los cristianos: la aceptación de la tradición
política y militar de Roma y el contemporáneo rechazo de su tradición
religiosa, como queda grabado en el arco triunfal elevado en su honor (315).
La
práctica del buen gobierno transitaba así misteriosamente desde el nivel social
a los espacios de una "metafísica de los principios", elevando la
política a las cumbres de la metapolitica, concebida en la dimensión
escatológica de "ciencia de los fines últimos" [10].
En
efecto, después de haber unificado en su persona el poder político supremo, en
el año 325 Constantino convoca en Nicea un concilio cristiano ecuménico para
enfrentar y resolver la cuestión teológica provocada por Ario, obispo de origen
líbico, quien sostenía ser Cristo, segunda persona de la Trinidad divina, homooios
(es decir: símil) y no homooúsion (esto es: consustancial)
a Dios Padre.
El
concilio de Nicea sanciona como herética la interpretación arriana de la
doctrina trinitaria, confirmando la fe cristiana según el símbolo apostólico
acogido en el Credo como todavía lo conocemos.
Al
respecto, Marta Sordi observa con agudeza: la conversión de Constantino, antes
que la del hombre tocado en el corazón, fue en primer lugar la conversión de un
emperador que reconoció públicamente la fuerza del cristianismo proveniente de
la verdad de su Dios; pero esto no avala algún cálculo político o militar suyo,
siendo que en aquella época los cristianos eran todavía una minoría en todo el
imperio, especialmente en Roma, y el poder cultural estaba en las manos de los
paganos.
En la
visión de Constantino, como se lee en el relato de Eusebio, "el Dios
con muchos nombres" asume el nombre y el símbolo de Cristo. Esto
explica, según Marta Sordi, porque Constantino haya mantenido hasta el año 320
el símbolo del sol en sus monedas, habiendo percibido su conversión al
Cristianismo no como la renegación de una religión falsa, la solar, sino como
la superación cristiana de una religiosidad incompleta.
La
motivación profunda de la conversión de Constantino es, entonces, de haberse convencido
que el Dios cristiano non sólo era el más fuerte, sino que el Verdadero y
Único.
Apoyándose
en la ayuda divina del Dios único predicado por el cristianismo, Constantino
restaura la pax deorumy restablecela alianza con la
divinidad. Él contribuye, así, a definir la esfera de libertad de las
conciencias y a conservar al mismo tiempo la religión como fundamento del
Estado, según la antigua tradición romana; esto es: romanizar al
cristianismo. Pero el acaecimiento fue posible porque siglos
enteros de historia romana prepararon y nutrieron aquel misterioso y
providencial evento, ya grabado en el arquitrabe de una antigua casa patricia,
ubicada en el cerro Esquilino en la era de Augusto, donde se leía: "La
Mens Divina ha escogido el lugar más propicio para que la Urbs
extendiera su dominio a todo el Orbis".
El 26 de
febrero de 1937, recordando aquella inscripción vista en sus años mozos, el
cardenal de la iglesia católica Ildefonso Schuster, siendo arzobispo de Milán,
así comentaba: "En los consejos arcanos de la Divina Mens - como decía
el epigrafista del Esquilino - o mejor de la Divina Providencia como decimos
nosotros los Cristianos, estaba dispuesto que la universalidad del Imperio
romano fuera la condición o el clima histórico más propicio para la fundación
de otro imperio espiritual, imperio de verdad y de bondad que en Roma misma
tenía que suceder para ampliar aquel de Augusto. Todavía hoy en día, en virtud
de la Iglesia Católica, el Imperio romano, después de dos mil años no ha
terminado, porque la Divina Mens le aseguró en el tiempo y en el espacio los
límites de la eternidad. Esto es el sentido preciso y religioso recogido en el
título clásico de Ciudad Eterna atribuido a la Urbe Roma" [11] .
En ese
mismo sentido, en la mitad del siglo pasado un eminente romanista como Guido
Manacorda afirmaba: "Si en el curso de la historia hay una concepción
que amerita de ser definida precristiana, puesto que el catolicismo significa
universalidad, esa es la romanitas" [12].
El
vocablo Romanitas es usado por primera vez - aclaraba aún Manacorda -
por el apologista cristiano Tertuliano, quien en un librito del III° siglo
d.C., escribía: "Romanitas omnia salus" (en la romanidad hay
salvación para todos).
En la romanitas,
enseñaba Manacorda, están resumidos tres elementos peculiares de la
civilización: la dignitas, la gravitas yla maiestas. Mientras
que los griegos presentaban al hombre nudo para distinguirlo de la divinidad,
los romanos vestían a la persona con la toga para adornar la dignitas
humana con la gravitas y la maiestas: virtudes, estas que
serán atestiguadas heroicamente por los cristianos de cara al martirio durante
las persecuciones.
Otra
característica precristiana de los romanos es su profundo sentido de la pietas
dirigido en cuatro direcciones: hacia la familia (pietas erga parientes),
hacia la patria (pietas erga patriam), hacia los muertos (pietas erga
mortuos) y hacia los dioses (pietas erga deos).
El mito
romano por excelencia, pues, es aquel del Pius Aeneas: el combatiente
troyano que deja su patria destruida llevando consigo los "lares"
familiares, el joven hijo y cargando el viejo padre; esto es: el mito del miles
pacificus que puede aparecer algo contradictorio en un pueblo como el
romano, considerado belicoso según cierta retórica historiográfica superficial,
mientras que la investigación histórica seria va restituyendo al hombre romano
su característica de vir pacificus, concepto muy lejano de aquel de
"pacifista" como especialmente hoy este mismo vocablo es entendido.
En
textos de Cicerón, Tito Livio, Suetonio, Floro encontramos la definición de la
guerra como bellum iustum ac pium; esto es: el recurso a las armas debe
ser autorizado no sólo por el derecho, sino que no puede prescindir de la
voluntad divina. De aquí la preocupación romana "de poner,
especialmente por motivos religiosos, obstáculos rituales al efectivo inicio de
las hostilidades bélicas, para conceder a los adversarios limites
razonables a su reflexión" [13]. Por eso, los actos de guerra empezaban sólo después de haber invocado
el dios Júpiter y el curso de las hostilidades bélicas estaba puesto bajo la
protección del dios Marte (dios agreste y no sólo dios de las armas), cuya
facultad era la de restaurar el orden violado por la guerra.
Pero la
religiosidad ancestral de la romanitas asignaba una especial atribución
al dios Jano Quirino, indicado por Ovidio como la divinidad más antigua y
eminente del Panteón romano. Jano era invocado en las plegarias antes que
Júpiter, por ser considerado guardián del universo, dotado del poder de abrir y
serrar todo, de escrutar en el mundo interior y en el exterior, puerta (ianua)
de los dioses y de los hombres, del "Principio" y del
"Fin", símbolo de la ambivalencia universal que contempla en conjunto
el día y la noche, el pasado y el futuro, la guerra y la paz. De aquí su
representación de Jano bifronte:una ambivalencia que guarda en
sí misma el misterio de la unidad prodigiosa del axisis mundi.
Por eso
las puertas del templo de Jano, orientadas respectivamente hacia oriente y
hacia occidente, mientras que estaban selladas en tiempos de paz, se abrían en
caso de guerra indicando simbólicamente que las legiones de Roma marchaban en
la justa dirección; es decir: que las armas actuaban no por arbitrio, sino por
derecho.
La
historia del mito nos aclara que los romanos importaron desde Grecia el culto
de Istía, en Roma denominada Vesta; pero con esa diferencia: para los
griegos Istía se limitaba a proteger el fuego domestico, en cambio en Roma el
fuego domestico de Vesta abarcaba un sentido universal, extendiéndose de la
"securitas domus" a la "aeternitas imperii".
Si el fuego de Vesta se apaga, para el romano no se disgrega sólo la familia,
se extingue la universalidad polifónica del imperio.
El voto
de castidad virginal de las Vestales, tiene entonces un significado muy
profundo en la sociedad patriarcal romana fundada sobre un solidísimo concepto
de la familia. Por eso ellas, que asumían el apelativo de "Virgo
Mater", renunciaban a la maternidad familiar para asumir la "maternitas
imperii"; esto es:la maternidad del imperio, simbolizada en el
privilegio de ser escoltadas por los "lictores".
Toda la
liturgia ancestral de la romanitas parece preparar el camino para el
mensaje providencial cristiano, incluso cuando el espacio religioso del imperio
es invadido por cultos extranjeros, como es el caso del mitraísmo introducido
en el espacio romano alrededor de los años 70 d.C., por los legionarios que
servían en las fronteras orientales del Imperio.
El culto
de Mitra, cuyas raíces remontaban en la prehistoria indoeuropea, estaba
ampliamente difuso en las legiones romanas ya a finales del siglo II°.
El
mitraísmo declaraba la inmortalidad del alma, un futuro juicio y la
resurrección de los muertos, en sorprendente analogía con la creencia de los cristianos
y que nos permite entender el hecho que hasta el apologista Tertuliano hubiera
transitado al cristianismo desde el mitraísmo donde se había iniciado cuando
joven. Su estructura jerarquizada atrajo luego al mitraísmo la simpatía de las
autoridades imperiales, favoreciendo su fuerte expansión en Roma.
En su
iconografía más notoria, Mitra está retratado en el acto de matar a un toro
teniendo a su lado dos tedóforos: uno, Caute, con la antorcha levantada
para simbolizar el aurora y el otro, Cautopate, con la antorcha dirigida
hacia el suelo representando el ocaso. La figura central de Mitra simboliza
además el Sol en su cenit.
El
adepto de Mitra era iniciado como un soldado en permanente combate en contra
del mal interior y exterior, entrenado al uso de armas cuales la abstinencia y
la continencia para conservar la pureza de su espíritu. En el banquete, momento
sagrado esencial de su liturgia, el sacerdote mitraíco distribuía pan y agua
mezclada con haoma para sellar así la amistad entre Mitra, el Sol y los
fieles.
A
finales del siglo III° (año 274), se produjo un sincretismo entra los cultos
solares de procedencia oriental y el mitraísmo, que se cristalizó en la
religión del Sol Invictus, reconocida por el emperador Aureliano; quien
estableció un cuerpo estatal de sacerdotes, cuya máxima autoridad llevaba el
título de pontifex solis invicti: dignidad que sucesivamente será
asumida por el mismo Constantino.
El
cristianismo encontraba, entonces, en estos antecedentes religiosos un terreno
fértil para su difusión, favorecida por la economía misteriosa de la gracia
divina y aún nutrida por la sangre de sus mártires y el fervor de sus
discípulos.
Cuando
en la era de Constantino el Imperio se hermanó con la Iglesia, se completó el
proceso metapolítico de la romanización del Cristianismo, nacido en los tiempos
de Augusto y prefigurado en el episodio del centurión romano de Cafarnao; quien
con humildad pide a Jesús su intervención para salvarle el hijo moribundo.
En sus
tiempos precristianos, Roma había reunido en el Panteón los simulacros de todas
las divinidades paganas de su imperio, intentando así una síntesis sincrética
que, aún siendo copia falsa de la auténtica Divinidad, despejaba el camino a la
religión del Dios verdadero.
Por eso
Attilio Mordini se atrevió a sostener que la Roma de los Césares en realidad
nunca fue un imperio, siendo sólo anhelito del imperio verdadero que será
constituido sucesivamente por Carlos Magno; quien lo fundará sobre la verdad
cristiana salida de las catacumbas, donde la fe de los mártires y de los
confesores había preparado el reencuentro entre la tradición precristiana y el
misterio theandrico del "Verbo hecho carne" [14].
El
Cristianismo victorioso se hizo una religión militante, cuyo espíritu quedó
simbolizado en la figura deslumbrante del Cristo legionario grabada en un
mosaico bizantino del siglo V°. Las antinomias entre "bárbaro y griego,
gentil y judío" se resolvieron y disolvieron en la ecumenicidad romana; la
concepción sagrada de la romanitas alcanzó su plenitud en el verbum
del Mesías Jesús.
El
centro de la Iglesia universal se estableció en Roma al lado del Capitolio,
donde su roca (Capitolii immobile saxum)fue consagrada por la
piedra bíblica; y el Imperio Romano se transformó en el gran monte que, según
la visión profética de Daniel, había brotado de esa piedra [15].
La
historia de Roma, considerada perfecta y ejemplar por el genio católico de
Giambattista Vico [16], se elevó, así, hacia el sentido misterioso de la historia ideal
eterna, que providencialmente rige los pueblos y las naciones de la tierra.
Bibliografía esencial
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Notas
[1] Menzionado por
VITTORIO MESSORI, Pensare la storia.Una lettura cattolica dell'avventura
umana. Ed. Paoline , Milano 1992.
[2] MARTA SORDI, Il
cristianesino e Roma, Cappelli, Bologna 1965 ; I cristiani e l'impero
romano, Jaka Book, Milano 1984.
[3] M. SORDI, I
cristiani e l'impero romano, p.53. María Sordi reconoce pero que la simpatía que los cristiano habían
encontrado entre los estoicos durante el siglo I° no se renovó nel siglo II°,
cuando en la cultura oficial griego y romana - de Plinio, a Tacito, Marco
Aurelio, Elio Arístide, Celso - aparece cierto desprecio hacia los cristianos.
EUSEBIO, Historia Eccles., IV, 9, I-3. En un pasaje de su documento, Adriano refiriéndose a
los cristianos, escribe: "Si alguien los acusa y demuestra que ellos
hacen algo en contra de las leyes, tu decides según la gravedad de la culpa.
Pero, por Hercules, si alguien presenta esta denuncia con intención calumniosa,
expresa tu opinión sobre esta conducta vergonzosa y preocúpate de castigarla".
[5] Véase al
respeto: ATTILIO MORDINI, Il tempio del cristianesimo. Ed. Dell'Albero,
Torino 1963.
[6] Es esta la tesis
de GIORGIO JOSSA, I cristiani e l'impero romano. Da Tiberio a Marco Aurelio.
Carocci Ed., Roma 2000. Cap. 2°: "I cristiani e l'impero nell'etá dei
Flavi - La persecuzione di Domiziano", pag.73-82.
[7] G.JOSSA, Obra
cit., pag.82-85.
[8] En su Apología,
Tertuliano (antes de inclinarse hacia una versión moderada del montanismo)
afirma que los cristianos rezan a Dios para obtener: "Imperium
segurum, exercitus fortes, orbem quietum" (Apol. 30, 4),
agregando - para contestar a las acusaciones de los paganos intransigentes -
que: "Noster est magis Caesar a nostro Deo constitutus
"(Apol. 33, 1).
[9] Esa es la tesis
de J. MOREAU, La persecuzione del cristianísimo nell'impero romano (ed.
italiana), Brescia 1977.
[10] Véase al respeto:
SILVANO PANUNZIO, Metapolítica.La Roma eterna e la Nuova Gerusalemme
(dostomos),Ed. Volpe, Roma 1979.
[11] Esta palabras del
benedictino Cardenal Shuster, que forman parte de una clase magistral dictada
por el purpurado católico en el Castillo "Sforzesco" de Milán , están
reproducidas en la revista Carattere, n. 1 Enero-Febrero de 1969,
editada en Verona, p.25-26.
[12] GUIDO MANACORDA, Il
senso della "romanitas" en revista Carattere n.0,
diciembre 1954, p.
[13] Véase MARTA
SORDI, Bellum iustum ac pium, en Contributi di Storia Antica, XXVIII,
Milán 2002, p.3-11.
[14] A. MORDINI, Obra
cit., p.37-38.
[15] V. SOLOVIEV,
La Russia e la Chiesa universale, (II ed.) Milano 1960.
[16] Véase, G. B.VICO,
Scienza Nuova ( bajo la dirección de F.Amerio), Ed. La Scuola, Brescia
1958, p. 136.
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