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Enzo Prestileo

Idiotas

La metáfora del baile sobre la lujosa cubierta del trasatlántico más famoso de la historia no tiene mucho que ver con nuestro derrotero histórico, pues, que se sepa, el Titanic nunca regresó a la superficie luego de su cinematográfico naufragio, y mucho menos, por ende, pudo volver a navegar. Hasta el ave Fénix resurgió de sus cenizas sólo una vez.

Para no tener que interpretar frases cargadas de doble y triple sentido en lo referente al meollo de la cuestión, vale la pena aclararlo de entrada: somos un rebaño de idiotas, conducidos por el mejor ejemplar de entre nosotros, directo hacia un abismo.
Los argentinos nos empecinamos en que la reiterativa piedra se corra del camino sin amagar siquiera un cambio de rumbo para evitarla. Es más, en cada reintento la embestimos con mayor fuerza, creyendo que la desintegraremos con nuestra tozudez. Sin embargo ahí está, y aunque cuesta creer que los minerales estén poseídos por algún hálito de vida, ya varios de nosotros creemos poder percibir la mueca de una sonrisa sobre su calcárea superficie.

Irrita ser tan obviamente obtusos como para servir en bandeja de plata a literatos como Vargas Llosa la posibilidad de decir lo que está a la vista pero nos negamos a ver: que el rey está desnudo. ¿Por qué? Porque somos, de alguna extraña manera, conscientes que esa inconsciencia fingida – valga - nos permitirá un tiempo extra de diversión, aún a sabiendas de que la cuenta será mucho más onerosa que en la anterior ocasión, y que en la anterior, y que en la anterior.

Como el drogadicto irrecuperable, nos aferramos a ese pequeño lapso -¿un año más, dos, cinco?- a lo largo del cual podremos disfrutar de los placeres de viajar en primera clase habiendo abonado un pasaje de turista. Siempre nos fascinó la posibilidad de robar algunos placeres de la vida de los que pagaron por ellos, de la misma manera que nos resistimos a imitarlos en su esfuerzo por acceder al privilegio. La plena conciencia de que el secreto es la perseverancia del día a día nos exaspera.

Por eso nos fascinan hasta el éxtasis los políticos que prometen la felicidad sin sacrificio. Los que nos endulzan los oídos persuadiéndonos de que lo que nos merecemos lo tienen otros que no lo merecen. Se aprovecharon de nuestra buena fe, de nuestra inocencia, por lo tanto es justo que nos sea devuelto sin que tengamos que luchar demasiado por ello.

Llevamos tanto tiempo practicando esta farsa que ya se hizo carne en muchos de nosotros. Incluso en gentes intelectualmente dotadas como para percibir la patraña, pero hipnotizados, incapaces de desarmar de su perverso instrumento a los sucesivos flautistas de Hamelin que nos guían, en éxtasis, hacia otra trampa mortal.

Presumimos de ser un pueblo inteligente, perspicaz, “vivo”, de esa viveza que -ya fue dicho por muchos- es un insulto a la dignidad. Nos creemos superiores al resto de los latinoamericanos, una suerte de europeos indocumentados en este submundo de la miseria al que fuimos transportados por error, pero del que, cuando el administrador note el equívoco, seremos retirados para ser llevados a ese confortable sitio que nos merecemos. Ese sitio que fue construido para nosotros.

Ignorantes. Idiotas. Y liderados, ahora como antes, por los más inescrupulosos mercaderes de la idiotez.

Creemos, por estos días, estar nuevamente encaminados al éxito que nos espera desde siempre. No queremos aceptar que no hicimos nada para salir del pozo, más que dejarnos llevar por unos vientos favorables que soplan sin que se lo pidamos. Preferimos la versión de la llegada de la justicia divina.

No resulta simpático hablar de una muerte helada y vecina cuando disfrutamos de la mejor de las cenas, después de un largo ayuno. Es mucho más sencillo esperar que ocurra lo que ocurrió antes, y antes y antes. Y entonces, a coro con todos los sobrevivientes, gritar a los cuatro vientos que uno profetizó la hecatombe, pero no lo quisieron escuchar.

Estamos fabricando nuestra próxima, cercana, tragedia. Estamos sembrando los vientos más huracanados que podamos imaginar, narcotizados por algunas dulces palabras de venganza contra el monstruo que nuestra larga postración fue engendrando, aquel sobre el cual descargamos toda nuestra bronca por lo que no fue. Mientras, los pocos mercaderes de siempre hacen su agosto sin que nadie los moleste.

Pese a todo, siempre estamos a tiempo de despertar. La vida es una invitación permanente a elegir caminos y alguna vez, cuando menos lo parezca, algo o alguien nos impulsará a elegir el camino difícil. El correcto.

Mientras tanto, quizás aún fuera del alcance de nuestra vista, tras alguna curva del camino, reposa nuestra conocida piedra.

Esa que, tampoco esta vez, podremos esquivar.

Fuente
enzosergio@hotmail.com

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