Rodolfo OliveraSlobodan Milosevic
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Finalmente, Slobodan Milosevic murió. Cómo, no está claro. Que se merece el último círculo del infierno, está fuera de toda duda. Ahora, que al mismo tiempo resucitó políticamente — al punto que cincuenta mil serbios acompañaron su cadáver — es un hecho indiscutible. Sólo hay una forma de resucitar el mal: hacer las cosas peor. En la Yugoslavia de Tito se solía decir que existían: seis Repúblicas, cinco Naciones, cuatro lenguas, tres religiones, dos alfabetos y un partido. El mundo se contentaba con explicarse los sucesivos enfrentamientos con una muletilla: "Los eslavos son ‘inentendibles, incorregibles, intolerantes’". Desde este simplismo, lavaron culpas ajenas e ignoraron la historia durante siglos. Acosados por los Imperios Centrales (los Habsburgo), invadidos por los turcos, arrasados por los Zares, divididos por el nazismo, sometidos por el comunismo, despreciados por Europa, ignorados por los EEUU, las guerras internas fueron consideradas poco menos que "lógicas". Ciertamente no lo fueron, pero resultó la explicación más cómoda para no hacer nada durante años — de muerte — o hacerlo mal cuando se decidieron a actuar. Yugoslavia no se deterioró de repente, sino metódicamente, a lo largo de los ´80, degradándose y alimentando las diferencias. La catástrofe era evidente pero el mundo no quiso verla. "La gente no sabía adónde estaba Croacia, y cuando hablaba de los Balcanes se confundían con el Báltico" (encuesta del New York Times). Serbios (aliados a la ex URSS), croatas (cercanos a Occidente), bosnios (musulmanes geográficamente condenados a quedar en el medio), se mataron prolijamente, dando lugar a una de las peores historias de limpieza étnica de las dos últimas décadas — sólo comparable con Rwanda — y a casi tres millones de desplazados (80% son mujeres y niños). Después Kosovo, ese enclave de población mayoritariamente albanesa en el sur de una Serbia extraordinariamente hostil, donde la temible trilogía Karadjic - Mladic - Milosevic se cansaron de alimentar el sadismo y la crueldad. A la vista de la defectuosa interpretación histórica de los Balcanes, de la pérdida de valor estratégico al final de la Guerra Fría, del pésimo, errático y salvaje comportamiento de algunos dirigentes de los EEUU que declaraban esas masacres como un "problema europeo", y de la Unión Europea inoperante e incapaz de resolver sola sus propios problemas. Por eso resultaba muy útil la idea de que, sencillamente, por allí estaban todos locos y no valía la pena involucrarse. Hubo algunas expresiones sorprendentes, como la de Lawrence Eagleburger, embajador de los EEUU en Yugoslavia: "Ya lo he dicho 38.000 veces: esta tragedia no puede resolverse desde afuera. Hasta que ellos no dejen de matarse, no hay nada que el mundo exterior pueda hacer al respecto". Hasta que un día, volviéndose insostenible y con pretensiones expansivas, después de permitir cinco años de genocidio, decidió intervenir. Primero, blanqueando a un sinvergüenza: Franco Tuchman, líder croata que firmó la paz con los Bosnios en un teatral encuentro en Daytona (EEUU). No se podía "culpar a un aliado", más bien, había que mostrar su buena voluntad para resolver el conflicto... Total, para culpables estaba el otro: el ultranacionalista y pro-ruso Slobodan Milosevic. Para ése, todos los palos serían pocos. Había hecho todos los merecimientos — esto es real — pero no menos que otros. Incluyendo a sus justicieros. La OTAN — que incluye a EEUU — bombardeó. Kosovo se convirtió en Protectorado de la ONU. A cinco años vista, el balance es pésimo: la economía se encuentra estancada, la violencia cambió de mano (de albaneses a serbios) pero no desapareció; los exilios se multiplican; la dirigencia es corrupta cuando no muere asesinada (Tahir Zemaj, de la Liga Democrática Kosovar), o muere tempranamente (el ex presidente Rugova). Y las mafias, de paso, hacen su agosto. Sin olvidar, por ejemplo, que los humanitarios holandeses hicieron la vista gorda en algunos asesinatos masivos que la TV occidental trató infructuosamente de ocultar. Como en toda guerra, nadie ganó; miles de inocentes murieron, los daños fueron cuantiosos, cientos de miles viven en carpas, millones lo perdieron todo — incluso su permanencia — y si se creyó que esto terminaría con los rencores, fue un error grosero. Europa no pudo ser el centro de la reconstrucción; Rusia se concentró en su propia crisis y no avaló la secesión de Kosovo (podía sentar precedente para Chechenia); en EEUU se lavaron las manos ("No hay por qué morir por Kosovo. No es un imperativo categórico", editorial del Washington Post en el 2003), aunque hicieron una propuesta humanitaria extravagante: asilar 20.000 refugiados... en Guantánamo. Por otra parte, el salvataje de la ONU fue tan "exitoso" como el de Rwanda, el de Somalia, o el afgano. Eso sí, todos están contentos porque pudieron (a) ponerle fin a la represión serbia contra los albaneses, y (b) terminar Milosevic. En realidad, ni lo uno ni lo otro: la represión sigue, pero cambió de mano; y Milosevic, muerto en circunstancias dudosas, políticamente resucitó. Hoy esta zona de los Balcanes es el mismo polvorín que en 1999, pero ahora con la Comunidad Internacional (teóricamente) metida en el medio. Es más, bien puede decirse que su impericia e impotencia han generado una nueva crisis, por la incapacidad para resolver la anterior. En esto el fallo fue tan rotundo, que hasta resultó un fiasco lo que más ansiaban: poner en la parrilla a Milosevic, frente al Tribunal Penal Internacional (TPI) en La Haya. "¿Quién imaginaba que el Juicio en la Haya iba a ser un desastre tan grande para el Tribunal Penal Internacional?", dijo Stojan Cerovic, periodista de Vreme, famoso en Belgrado por su hostilidad hacia Milosevic. Lo primero que hizo el serbio fue rechazar asesoramiento jurídico: él, como abogado que era, decidió ser su propio defensor, para lo que elaboró una estrategia más cercana a lo político que al derecho. Primero Milosevic intentó boicotear el juicio protestando contra al traslado a La Haya, sencillamente porque la Corte Constitucional Yugoslava había rechazado la extradición. Por supuesto, esta formalidad no fue atendida por señores que — en otras circunstancias — se muestran tan rigurosos con ellas. Después Milosevic negó legitimidad al Tribunal por ser "un organismo financiado por capitales privados de Occidente", lo que es estrictamente cierto: en 1994 los TPI tenían presupuesto de u$s 276.000; en el 2001 ya era de u$s 94 millones, todos de aporte privado. El tercer paso de "Slobo" (así le decían sus adictos) fue usar el juicio como una tribuna mediatizada. Como el proceso era trascripto en la página web del Tribunal, se filmaba por la CNN y era retransmitido en vivo a Belgrado por tres canales, el acusado manifestó que quería "erigir al pueblo y la opinión pública en Gran Jurado". Porque allí estaba la clave de su defensa: Milosevic nunca negó lo que había hecho, pero le negó autoridad moral a quienes lo juzgaban. Frente a la acusación de limpieza étnica, simplemente recordó el proceso de Croacia y de Bosnia — los acuerdos de Daytona — donde se convalidó todo el pasado de muertes, exculpando a los responsables (Tuchman a la cabeza). Si el tema era el genocidio, "yo no debería estar aquí, al menos no debería estar solo". Peor fue cuando proyectó imágenes de los "daños colaterales" (como los llama Rumsfeld), mostrando los civiles muertos en Belgrado por los bombardeos de la OTAN. "Habrá que analizar si hay una jerarquía de razones por las que a veces se puede y a veces no se puede matar a civiles inocentes", espetó ante jueces muy incómodos. Lo primero que consiguió Milosevic fue que la CNN dejara de transmitir el proceso. Lo segundo fue que el tema saliera del portal del TPI. El acusado se había vuelto acusador; y las posteriores imágenes de Bagdad le jugaron a favor. La impotencia (antes) de la ONU para evitar el conflicto; la impotencia del ACNUR (después) para resolver el problema de los refugiados; la impotencia de la KFOR (hoy) para evitar nuevas persecuciones invertidas; la impotencia de Europa (¿siempre?) para limpiar la basura propia; la impotencia del Tribunal de La Haya para enfrentar argumentos sólidos de un crápula que no pedía perdón, pero que ponía a sus juzgadores en el mismo plano. Todo fue uno. Todo lleva al hoy, a poco de tener que dictar sentencia. Entonces, nada más prolijo, más aséptico, más conveniente que un infarto que terminó con el impresionante acompañamiento silencioso de cincuenta mil serbios. Lo dicho. La única manera de que se diluyan las cosas que se hicieron mal, es hacerlas peor. |