Comentarios sobre el libro
“NACIONALISTAS –La Trayectoria Política de un Grupo Polémico (1927-1983)”- de Luis Fernando BERAZA –Puerto de Palos Ediciones SA, Buenos Aires, 2005.
El nacionalismo argentino –para mayor precisión, el llamado “nacionalismo de derecha” o “nacionalismo católico”- suele atraer, con suerte varia, la atención de ensayistas venidos del periodismo o del campo académico. La obra que aquí se comenta, producto de una prolija búsqueda documental y testimonial, se atiene al rigor historiográfico sin caer en la indigestión erudita. El ciclo del nacionalismo argentino desde fines del segundo gobierno de Hipólito Irigoyen hasta el mandato de Raúl Alfonsín, está descripto con originalidad y agudeza, sin que la atención del lector decaiga en ningún momento. Resulta así un fresco sabiamente compuesto de seis décadas de la historia política nacional en el siglo XX. En otras palabras, una crónica de las caídas y recaídas de nuestro fracaso institucional y frustración colectiva.
Un mérito indudable de la obra reside en acercarse críticamente al nacionalismo superando los clisés, estereotipos y prejuicios clásicos sobre el movimiento (vinculación automática a los golpes militares, adscripción maquinal del nacionalismo argentino al nazismo alemán, adjudicación de un monopolio de la violencia y de la intolerancia, etc.). Beraza supera con elegancia ese obstáculo.
El autor formula críticas muy precisas al nacionalismo y su incapacidad práctica en el mundo de la política. No supo, en el curso de su historia, construir un instrumento político duradero (partido, grupo de presión) por medio del cual concretar sus planteos. Paralelamente, tampoco pudo proponer fórmulas institucionales más valederas que las que –generalmente con acierto- criticaba. El nacionalismo argentino presenta al observador esta pregunta: ¿cómo es posible que un movimiento con más de setenta años de presencia, cuyas orientaciones, temáticas y consignas han permeado de alguna manera a casi todas las otras fuerzas políticas -radicalismo, peronismo, desarrollismo, "partido militar", izquierdas- haya podido acumular tal grado de ineficacia política práctica? Si tomamos como acta de nacimiento del nacionalismo argentino la aparición del periódico "La Nueva República", el 1º de diciembre de 1927, de allí hasta el presente los nacionalistas han estado rondando el poder en 1930, 1942, 1943, 1945, 1955, 1958, 1966/9, 1974/5 y 1976/1982. Nunca lo tuvieron. La pregunta puede también invertirse: ¿cómo es posible que un movimiento de tan reiterada ineficacia práctica haya podido permanecer presente en el plano de las orientaciones, temáticas y consignas por más de tres cuartos de siglo?
Una figura consular
Estas preguntas básicas encuentran respuesta en el libro. Incluso se dibuja, a lo largo de la obra, una figura, que aún permanece entre nosotros, en la cual se recortan nítidamente lo sólido y, a la vez, lo débil del nacionalismo. Me refiero a Marcelo Sánchez Sorondo. La trayectoria de Marcelo, su empeño patriótico, sus aciertos (como aquella solitaria denuncia, desde “Azul y Blanco”, en 1956, de la inútil crueldad, destinada a generar reacciones semejantes, de los fusilamientos de junio), su disposición permanente e intacta para el bien público, nadie, desde ninguna bandería, las discute. Sin embargo, el mayor nivel que alcanzó en la vida política argentina, donde tanto mediocre descuella, fue el de senador suplente por la ciudad de Buenos Aires, en 1973. En ese momento, incluido sin demasiada consistencia dentro de las listas del FREJULI, fue derrotado en la segunda vuelta por un político radical de origen cordobés que comenzó allí una carrera meteórica destinada a un pálido final: Fernando de la Rúa, que por entonces se ganó su apodo de “Chupete”. “Una anécdota porteña”, según calificó el episodio, irónicamente, Sánchez Sorondo en su tiempo.
El libro sugiere preguntas del tipo: ¿cómo se propusieron los nacionalistas articular institucionalmente el país, en caso de conseguir el poder? ¿Cuál fue su aporte al desenvolvimiento político institucional del país?
Autoritarismo no exclusivo
Se ha atribuido al nacionalismo la exclusividad de la ideología autoritaria y se ha visto allí la razón de su fracaso en la respuesta adecuada a aquellos interrogantes.
El nacionalismo argentino ha manifestado casi siempre, pero no exclusivamente, simpatías por la ideología autoritaria. Pero resulta excesivo atribuirle el primado o la exclusividad del autoritarismo en la Argentina. La generación de la Independencia, obligada a una traumática ruptura con el imperio español, mientras por un lado se ve obligada a inventarse un pasado mítico -"se conmueven del Inca las tumbas", etc.- por otro intenta implementar instituciones liberales que no está preparada para manejar y en las que cree de la boca para afuera. Resultado: bellas proclamaciones y autoritarismo en los hechos, es decir, la "mentira constitucional" hispanoamericana que señalara Octavio Paz. Los caudillos aparecen entonces en Latinoamérica, y duran hasta bien entrado el siglo XX, autoritarios por cierto, algo patriarcas y algo padrillos, como una especie de calamidad natural casi benigna después de los desastres de las guerras civiles desatadas a raíz de esa "mentira constitucional". Y no faltaron por cierto, a partir del positivismo comtiano, de Taine, y de Le Bon, quienes hicieran antes que cualquiera de los nuestros una "teoría del caudillismo", del autoritarismo vernáculo, como, p. ej., el historiador venezolano Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936) en una obra de sugestivo título: "Cesarismo Democrático" (1923), donde propicia, de acuerdo con la experiencia de nuestros países, el gobierno autoritario o, como dice, el "gendarme necesario".
La hora de la espada
En esta línea de pensamiento, y siguiendo parecidas huellas intelectuales, Leopoldo Lugones proclamará en 1924, durante las fiestas limeñas del centenario de Ayacucho, haber sonado otra vez "la hora de la espada". (Ezequiel Martínez Estrada, secretario de Lugones en la Biblioteca del Maestro, cuenta que solía decirle, cuando se acercaba el momento de partir hacia la pedana del Círculo de Armas: "Maestro, ha sonado la hora de la espada"). En agosto de 1930, Lugones publicará "La Grande Argentina". En ella, con su prosa sólida aunque no persuasiva, propone sustituir la burocracia política por la burocracia militar, más limpia y eficiente a su juicio. La espada ha de tomar el poder para poner en práctica un programa industrialista; en suma, una "dictadura desarrollista" avant la lettre. Es la teoría del golpe militar más brillante que se haya escrito entre nosotros. Pero no tiene por antecedentes ni a los clásicos de la reacción, ni la Acción Francesa, ni el fascismo italiano. Es la sistematización del "pronunciamiento militar" a la española, a su vez originado en el pronunciamiento caudillesco latinoamericano, hijo, en fin, del autoritarismo de los Borbones. El polvo vuelve al polvo, como se ve, pero todo queda en casita.
Los nacionalistas de los 30 se encuentran ante el fin del ciclo más decisivo para la configuración de la Argentina. En el medio siglo transcurrido desde 1880, el país ha tenido un crecimiento económico formidable fundado en la renta agropecuaria (el PBI argentino, en 1910, equivalía a la mitad del PBI total latinoamericano), un crecimiento también formidable del endeudamiento externo ("la gran deudora del Sud") y un crecimiento demográfico no menos formidable (en 1914 un 30% de la población era extranjero, mientras en los EE.UU., el otro país del melting pot, la proporción era del 14,5%). El sistema político había evolucionado de una república minoritaria con fuerte dosis de "mentira constitucional", donde a la oposición le parecía que sólo le quedaba la vía conspirativa cívico-militar, a una república plebiscitaria, donde el yrigoyenismo arrasaba en las elecciones y a la oposición le parecía que sólo le quedaba...la vía conspirativa cívico militar. Todo ello en medio de una crisis mundial del capitalismo y del Estado de Derecho.
Qué querían los fundadores
Entonces surge la hora de estos jóvenes, nacidos casi todos ellos alrededor del fin de siglo, en medio de la mayor floración intelectual que el Novecientos argentino haya producido. Y se plantean las preguntas que siempre se plantean en esas encrucijadas: ¿cómo nos insertaremos en el mundo? ¿cuáles son nuestras señas de identidad nacional? ¿cómo debería organizarse nuestro sistema político? Ellas fueron asumidas y se propuso responderlas, antes que nadie, por la primera generación nacionalista. La inserción en el mundo requería, a su juicio, romper las "relaciones carnales" con el imperio británico, del cual formábamos parte extraoficialmente (abriéndose así un nuevo episodio en la telenovela de amor-odio hacia nuestra madre patria sustituta, comenzada en nuestra emancipación y no finalizada hasta hoy). Recuperada la renta del comercio exterior, los nacionalistas proponían la resurrección de una mítica Hispanidad, cuyo mayor propagandista, en prosa de orfebre, había sido Ramiro de Maeztu, embajador ante nuestro país, que de ese modo ensoñaba un desquite sobre 1898. La Hispanidad, de paso, ofrecía señas de identidad, muy reductivas por cierto en un país de semejante absorción de diversidades étnicas y culturales. Pero el problema del "ser nacional" habría de tener respuesta, para los nacionalistas, a través del revisionismo histórico. Rosas, el nudo de la polémica revisionista, podía ser presentado como el dictador eficaz, como el paradigma de gobierno autoritario exitoso y popular. ¿Por qué prendieron estas ideas en una república de inmigrantes? Precisamente, por el origen inmigratorio de la mayor parte de la población. Los hombres del 80 entregaron una historia según la cual la Patria estaba definitivamente hecha por ellos y el libro de pases entre próceres cerrado. Las categorías de ese catecismo de argentinidad resultarían siempre remotas y ajenas para el receptor, que adquiría el simple derecho a usufructuarlas. El revisionismo histórico ofrecía a los argentinos descendientes de inmigrantes la posibilidad de proclamar personas no gratas a los "gigantes padres" de la historia recepta y la gloria oficialmente declarada. Por esos efectos perversos que suelen burlar nuestras mejores intenciones, el revisionismo se convirtió en el discurso contestatario de la Argentina inmigratoria.
En la instrumentación política, los nacionalistas recayeron, en buena medida, en la propuesta lugoniana de viejo abolengo, se sentaron a esperar el mesías militar y a proclamar a las fuerzas armadas como Estado de reserva y banco de suplentes de la república. Este aspecto produjo que los nacionalistas, en el curso de los 30, y pese a su papel precursor en el planteo de los temas de su tiempo, perdieran el siglo.
Otras desventajas
Podrían anotarse entre los handicaps ideológicos del nacionalismo la influencia de Charles Maurras, considerado un "pragmático" y disparador de opciones políticas prácticas. Maurras, pensador notable y escritor excelente, era todo lo contrario de un consejero operativo. En 1910 escribió "Si le coup de force est possible" donde se contesta a sí mismo que, efectivamente, el golpe es posible, según el modelo del general Monk, en 1660, y consistiría en la toma por sorpresa, con la "jeunesse sportive", del centro de comunicaciones del ministerio del Interior. La crónica de este golpe anunciado señala que nunca se produjo y que la III República francesa cayó, pero bajo los tanques alemanes. La historia de la Acción Francesa maurrasiana guarda ciertas analogías con la del nacionalismo argentino, en punto a fracasos: baluarte del catolicismo, fue condenada por Roma; realista, fue rechazada por los príncipes de la casa de Francia; denunciante feroz del nazismo alemán en sus comienzos, de sus filas se nutre la colaboración.
Estos handicaps condujeron a la mentada ineficacia práctica a pesar de que los nacionalistas hicieran punta en el planteo de los interrogantes básicos de su tiempo. El peronismo, el radicalismo, el "partido militar" y hasta la denostada izquierda fueron tomando parte de aquellas respuestas, colocándolas bajo otras impostaciones (la lucha contra el "imperialismo británico", el revisionismo histórico, la "concepción católica de la política", incluso las críticas contra la "partidocracia" y la democracia meramente "formal"). En el lenguaje del Proceso de Reorganización Nacional, se encuentran ecos de la vieja prédica nacionalista (bajo los aspectos de "cruzada", "fe", "ortodoxia"/"heterodoxia", etc.). Pero convengamos en que la doctrina de la "seguridad nacional", doctrina de contrainsurgencia surgida en la guerra fría, no es producto del nacionalismo. También puede anotarse que la insurgencia tomaba a su vez, insertándolo en su registro y en su escatología también primaria, latiguillos nacionalistas.
Rosas, la patria, el Estado
Otro handicap político institucional para el nacionalismo resultó de su más brillante éxito cultural: el revisionismo histórico. En efecto, el héroe político modélico del revisionismo es Juan Manuel de Rosas. Bajo el gobierno de Rosas, se afianza una confederación de provincias, unidas por el vínculo del pacto, que van adquiriendo, al ritmo de los conflictos exteriores manejados desde Buenos Aires, la conciencia de una patria común. La “Vida Política de Juan Manuel de Rosas”, de Julio Irazusta, lo muestra inmejorablemente. Pero si Rosas nos enseñó que el proyecto iniciado en el año X había alumbrado una patria, con sus glorias y oprobios consiguientes, no pudo o, más bien, no quiso echar las bases de un Estado nación en el molde de una constitución. En 1852, nación equivalía a constitución; pero para que la constitución fuese viable se requería que existiese una forma estatal en la Argentina, que no estaba. El Estado lo va a edificar, sobre el cañón y la corrupción, Julio Argentino Roca en 1880. Y durará hasta 1989, año de la caída del Muro de Berlín y de la asunción de Carlos Menem.
Los nacionalistas supusieron que Rosas había creado un Estado nacional y pretendieron, sobre ese mito fundacional, definir una política . Cuando en “Acerca de una Política Nacional”, Ramón Doll, comenta el “Ensayo sobre Rosas”, de Julio Irazusta, titula su comentario: “Rosas, creador de un Estado”. Y, efectivamente, esa demostración de que la “confederación empírica” era la conformación de un Estado, fue la finalidad irazustiana. Pero no era así. Y el Estado lo gobernaron otros.
César y Catilina
En octubre de 1935, Ernesto Palacio publica “Catilina contra la Oligarquía”. En enero de 1946 apareció la segunda edición, titulada ahora ”Catilina, una revolución contra la plutocracia en Roma”. En el prólogo, Palacio explica la particular ecuación personal y política que dio origen a la obra. Año 1931. Aquel joven septembrino, que había sido por algún tiempo ministro de Educación en San Juan, y era por entonces codirector, con Rodolfo Irazusta, de “La Nueva República”, se había desilusionado de una revolución que veía como la simple reposición de una clase política en conserva desde 1916. Ahora se buscaba la”fuerza nacionalista del radicalismo” para oponer a De la Torre-Repetto. Triunfó Justo, sin que ese triunfo debiera nada al apoyo reticente de “La Nueva República” y perdieron automáticamente sus redactores. En noviembre de 1931 se imprimió el último número. En ese retiro político obligado, Palacio relee el Bellum Catilinae, de Salustio. Según Nietzsche, la historia puede ser “un remedio contra la resignación”. Advierte la posibilidad de una alegoría: contar la República de Justo bajo los rasgos de los finales de la República romana. El partido democrático, los populares, representaría a los radicales. Mario, el general vencedor de Yugurta, los cimbros y los teutones, sería otro modo de nombrar a Yrigoyen. Uriburu aparecería bajo los rasgos de Lucio Cornelio Sila; la alianza entre el Senado y el ordo equester, entre el patriciado y la oligarquía financiera, le serviría para retratar la alianza entre el Círculo de Armas y la UIA, que veía gestarse en los 30. Cicerón representaría al oligarca reclutado entre los ”hombres nuevos”, esto es, la cepa inmigratoria, como De Tomaso, por ejemplo. Y Catilina: “en él se encarnaba sin esfuerzo mi propia decepción, mi propia indignación, mi propia rebeldía. ¡Sus enemigos eran mis enemigos! ¡Su drama era mi drama!”-
Aquella relectura de Salustio permitió a nuestro escritor la comprensión de un fenómeno político vernáculo que ya había sido examinado desde las páginas del periodismo nacionalista. Me refiero al cesarismo plebiscitario. Según Palacio, las reacciones a lo Sila terminan aliadas a las altas finanzas, cuyos intereses defienden abogados a lo Cicerón. Se conforma una plutocracia blindada, dirigida por gerontes, que no puede ser removida mediante los remedios institucionalizados. Antes bien, requiere el remedio extraordinario de la “dictadura popular”, ejercida a lo César, que oprimiría a la oligarquía para “libertar a la masa del pueblo”. Esa dictadura cesárea permitiría la circulación de las dirigencias políticas: la juventud tomaría el relevo. Cuando la República romana degeneró en plutocracia senil, Catilina tomó las armas contra ella, resultando el precursor de la dictadura imperial de César. Rodolfo Irazusta había ya señalado que el régimen ochentista, una democracia minoritaria de notables, había sido sustituído, a partir de 1916, por una democracia movimientista, personalista y plebiscitaria, que creía encarnar a la nación según los dictados de un César que duraba seis años.
El cesarismo democrático
Ernesto Palacio aceptó la filiación histórica argentina e hispanoamericana del cesarismo democrático. Para él era la única forma posible contra las plutocracias en que degeneran tanto los regímenes constitucionales como los golpes convencionales. Palacio plantea la vía catilinaria hacia el cesarismo democrático. Pero si César es la culminación del proceso, es notable el atractivo que en Palacio ejerce la figura del precursor Catilina. Incluso en el prólogo a la última edición, fechado en diciembre de 1945, con un César inminente, el protagonista sigue siendo Catilina. Lo que propone Palacio, pues, es que una minoría juvenil decidida asuma la representación del demos para imponer una dictadura cesárea. Por el partido armado a la dictadura popular, podría decirse que afirmaba Palacio haciendo suya, románticamente, la causa de Catilina. Creía que de ese modo habría de producirse la circulación de las élites esclerosadas y la ascensión política de las nuevas dirigencias. La vía catilinaria implicaba el partido armado. En 1945, cuando se reedita su libro, Palacio es todavía un catilinario a la espera de un César. Pero cuando publica “Teoría del Estado”, en 1962, es un hombre que está de vuelta del cesarismo plebiscitario. Sobre todo, de la ilusión de que él permitiría el relevo de una clase política agotada por otra en ascenso. Esta sería la función básica de un poder personal, pero aquí los césares plebiscitarios –Perón está, sin nombrarlo, en el fondo del planteo- se han cuidado mucho de dejar crecer una nueva élite. Se dedicaron, más bien, a reclutar elementos subalternos, promover cortesanos y posponer a los hombres de mérito, todo lo cual llama “demagogia inorgánica”. Los césares plebiscitarios argentinos prefieren ignorar el régimen mixto, en que se equilibran el líder, la élite y la masa, sistema descripto por Polibio, alabado por Cicerón y preconizado por Palacio e Irazusta, que creía que Rosas lo había hecho suyo. El cesarismo nativo se mueve con mayorías legislativas genuflexas y una corte de funcionarios corruptos. La atrofia del cesarismo produce catilinarios del todo tipo; entre ellos, el mesías militar del caso. Palacio escribe una teoría del Estado porque quizás ha advertido que a su generación, a la de los padres fundadores, les había faltado una noción del Estado, la que había creído poder recuperar en el ejemplo de Rosas. Les había faltado una noción del Estado y creído que se lo podía construir desde el golpe de Estado. Sin embargo, al pivotear el núcleo de su propuesta sobre el “Estado nación”, los nacionalistas, que coincidían con las críticas antimodernas del pensamiento católico de los 30, ponían paradójicamente como piedra angular de su edificación política un mito moderno.
Es, quizás, en la figura de Ernesto Palacio donde, emblemáticamente, se manifiestan las contradicciones de la generación nacionalista fundadora, una vez que el César –Juan Domingo Perón- aparece en el escenario. Elegido diputado en las listas del Laborismo y la UCR (Junta Renovadora), esa mente brillante se mantuvo en silencio durante todo su mandato legislativo. Habló, mas tarde, por el texto que se cita más arriba. A principios de los 70, este padre fundador del nacionalismo iría a morir, por algún sarcasmo encerrado en las vueltas del destino, en el Club de Residentes Extranjeros.
Otros catilinarios
Dos generaciones después, los jóvenes de Tacuara retomarían el rol de catilinarios. Los populares estaban proscriptos y en el manejo de la república se alternaban émulos de Cicerón y Sila. No era sensato exigirles, ni a ellos ni al resto de su generación, que se entusiasmasen por las instituciones republicanas, en esos tiempos de democracia minoritaria cíclicamente alternada por golpes militares. La “revolución nacional” era el camino y, en la borrachera ideológica de fines de los 60 y principios de los 70, hubo quienes la persiguieron desembocando en el “partido armado”. El César, desde el destierro, impulsa a las “formaciones especiales”. Luego, una sociedad desnorteada exige, como último recurso para escapar a la guerra intestina, el regreso del César y su séquito. Pero los mecanismos de la enemistad absoluta habían alcanzado un punto de no retorno. Era ilusión pura y simple suponer que Perón podía colocarse por encima de los bandos que por igual reclamaban su conducción. La lógica del antagonismo se reduce a sus términos más simples: tu muerte, mi vida. La guerrilla urbana y rural desafía a las fuerzas armadas en su propio terreno. Al terrorismo le responden las ejecuciones “por izquierda” y la primera tanda de desapariciones. Por un plano inclinado se suceden la muerte del caudillo, el interludio isabeliano, el Proceso. El nacionalismo es una baja más en la guerra civil. Se opone, con razón, a la guerrilla y al terrorismo, algunos de cuyos militantes han pasado por él. Pero tampoco participa del Proceso, al que repudia en su política económica. Y si bien la doctrina de la contrainsurgencia, para reforzar la moral de sus cuadros, toma del léxico nacionalista parte de su terminología, las líneas maestras de esa estrategia vienen dictadas desde otra parte. Frente al fatal par de opuestos terrorismo/torturismo, las publicaciones nacionalistas no logran establecer un mensaje propio, y sirven más bien de coro, en ese punto, a las manipulaciones de los servicios de inteligencia.
La democracia y después
El nacionalismo está desdibujado al advenimiento de la democracia. El dato objetivamente cierto de que nuestra democracia es una consecuencia directa de la derrota en la guerra de Malvinas es advertido como un pecado original irredimible. Fracasados casi desde el vamos los esfuerzos para concretar un partido político, el remanente del nacionalismo se ve obligado a depender del liderazgo de soldados de fortuna, que se despintan la cara para entrar al ruedo electoral y terminan acogiéndose al seno complaciente del justicialismo.
Mientras tanto, se derrumba una configuración política del mundo y aparecen los atisbos de la que va a sucederla. Vivimos un interregno signado por la globalización, es decir, la razón tecnológica desbocada, que da lugar a una red de dominio manejada por decisores sin rostro y por la mundialización, esto es, la razón política desenfrenada que arrolla, bajo formas diversas, todo límite. El Estado nacional queda subyugado en ese proceso y la nación no resulta un mito operativo. Sin embargo, el imperativo de mantener la identidad frente al avance homogeneizante del “pensamiento único” se expresa tanto por debajo como por encima de las fronteras estatales, en ciudades, provincias, regiones y grandes espacios culturales.
El nacionalismo no ha sabido reencauzar las líneas básicas de su pensamiento fundacional a este cambio de época. Sus tópicos subsisten porque, en la gran desorientación argentina, que se expresa en la voluntad de no asumir los riesgos del presente, se ha preferido, a instancias de la progresía, negarle al pasado su función propia, que es la de pasar, precisamente, para cristalizarlo en una mimesis permanente de la guerra civil de los 70. Como no nos animamos a vivir la incertidumbre de un interregno, intentamos re-vivir bajo formas romanceadas las circunstancias de más de tres décadas atrás. La terminología nacionalista se utiliza reactivamente en este ejercicio de congelar el pasado marchando en reversa. A veces, ese léxico sirve también para expresar un discurso victimista de corto aliento –y nostálgico del Estado benefactor- frente al arrollamiento globalizante y mundialista.
El nacionalismo se perdió primero la república. No pudo o no supo contribuir a una república posible, donde se reflejen los diversas constelaciones de intereses, aspiraciones y valores de quienes constituyen (para usar un giro nacionalista de cuño maurrasiano) el "país real". Al mismo tiempo, su actitud creaba una buena conciencia y una buena coartada al resto de las intolerancias y autoritarismos que en nuestro país abundan, aun entre quienes profesan democracia y republicanismo: los únicos autoritarios son los fachos de siempre. Ahora, el nacionalismo desaparece con la disolución de la modernidad y la configuración de un nuevo Nomos de la tierra. La modernidad es nuestro último arcaísmo.
Si el ciclo del nacionalismo es la historia de un fracaso, en él se muestra el fracaso colectivo de los argentinos, y no sólo el de un grupo. La momificación de los dos grandes movimientos populistas del siglo XX en aparatos clientelistas reunidos en una suerte de ”partido único de los políticos” que explota una renta de situación, cuyo objetivo es perpetuarse en el día a día, no es, precisamente, la marca de un éxito. Una democracia a la que se le perdido el pueblo y ya no sabe donde está conduce a la indiferencia pública y a la resignación ante cualquier demasía. No es tampoco para celebrar.
El autor del libro comentado concluye que el nacionalismo cumplió su ciclo, y su materia aprovechable, en todo caso, deberá ser reciclada en renovados moldes del pensamiento político. Para alumbrar nuevas respuestas se necesita alcanzar una conciencia de lo que somos y del ámbito al que pertenecemos. Esto es, las mismas preguntas que se plantearon el nacionalismo y otros movimientos hacia fines de los 20 del siglo pasado. Las respuestas no pueden ser ya las mismas, porque no se trata de llegar a donde ellos llegaron, sino de partir de su descubrimiento delo argentino. El libro de Beraza, a mi juicio, se inscribe en esa búsqueda, como otros textos que a veces se pierden en el magma de la literatura superficial de la época.. El nacionalismo quedó atrás, pero hay que conocerlo para alcanzar una nueva y más amplia conciencia de lo que somos. Y para conocerlo, resulta imprescindible esta obra.-
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