Leonardo CastellaniLA INJUSTICIA |
"No conozco páginas más bellas en la historia que aquellas donde veo una gran causa en apariencia vencida, y que encuentra a su servicio hombres tan arrojados que no se entregan a la desesperanza. He ahí los grandes ejemplos que conviene proponer a la generación de nuestro tiempo, para inclinarla a que pongan al servicio de la religión y de la patria un coraje que no se deje quebrar por las derrotas pasajeras del derecho y de la verdad... Pero cualesquiera sean las alternativas de reveses o de éxitos que el futuro les reserve, la recomendación que yo querría darles es que jamás se entreguen al desaliento. Porque Dios, de quien somos y para quien vivimos, no nos manda vencer sino combatir. El honor de una vida, así como su verdadero mérito, consisten en poder repetir hasta el fin aquellas palabras del divino Maestro: "Lo que debimos hacer, lo hicimos" (Lc 17,10). El resto hay que dejarlo en manos de Dios, que da la victoria o que permite la derrota, y que hace contribuir a una y a otra al cumplimiento de sus eternos e impenetrables designios”. Mons. Charles E. Freppel, obispo de Angers, fines del s. XIX.
La injusticia es el disolvente más tenaz que existe. Una injusticia no reparada es una cosa inmortal. Provoca naturalmente en el hombre el deseo de venganza, para restablecer el roto equilibrio; o bien la propensión a responder con otra injusticia; propensión que puede llegar hasta la perversidad, a través de ese afecto que llaman hoy "resentimiento". Es pues, un veneno mortal. Hay una sola manera de no sucumbir a sus efectos: ella consiste en aprovecharlos para robustecer en si mismo la decisión de no ser jamás injusto con nadie. Ni siquiera consigo mismo. Con ayuda de los dolores que provoca en el alma la injusticia sufrida, que en los seres de gran temple moral son extremados- hay que saber ver la fealdad y la deformidad de las propias injusticias –posibles, pasadas y futuras -; y de la injusticia en si. El que ha sufrido una gran injusticia en si mismo, y no ha respondido con otra, no necesita muchas consideraciones para contemplar el punto de San Ignacio de Loyola: "considerar la fealdad del pecado en si mismo, aun dado el caso que no estuviese prohibido". Vemos la fealdad del pecado más fácilmente cuando otro lo inflige, que cuando nosotros lo infligimos. Devolver injusticia por injusticia, o golpe por golpe, no remedia nada. La venganza, que dicen es "el placer los dioses" es un placer solitario y estéril. La "vindicta" es el placer de los dioses, así como el quijotismo es su deporte. Nada más común en nuestra época que la indignación por la injusticia; es una de las características de ella. Esa indignación es natural; y nadie dirá que sea mala. Pero el remedio que se busca ordinariamente es malo, porque casi siempre implica otra injusticia. Pagar con una injusticia la injusticia aumenta la injusticia. El péndulo empujado de un extremo se va al otro; y comienza el movimiento interminable del mal, "el abundar la iniquidad", que dijo Cristo destruiría en los últimos tiempos hasta la misma convivencia. Esta actitud de digerir la injusticia resulta a la postre la mejor venganza. En efecto, ¿qué se propone el odio? El odio se propone esencialmente destruir. Que mejor venganza que ofrecerle el resultado contrario, el ensanchamiento del alma propia, la purificación y mejora de la vitalidad interna. ¿Pero dónde está la alquimia que convierte ese veneno en medicina y alimento? "La ponzoña más dura y obstinada / es la injusticia social… / Una injusticia que no es reparada / es una cosa inmortal… Sí, ¿Donde está el medio? Séneca decía: "Si alguien te ofende no te vengues; si el ofensor es más fuerte que tú, tenle miedo; si es más débil, tenle lástima". El medio de digerir la injusticia es un secreto del cristianismo. Es la actitud heroica, y aparentemente imposible a las fuerzas humanas de devolver bien por mal, de bendecir a los que nos maldicen. El Evangelio contiene muchos secretos, muchos abismos de filosofía moral. El Evangelio asume a Séneca a las alturas de la eficacia total. Las fuerzas psicológicas del hombre son limitadas y pueden sucumbir a un gran dolor moral. "Consolar al triste…" –y eso no con palabras sino con ayuda verdadera, es la mayor de las obras de misericordia -. Un gran dolor moral no consiste en un conjunto de imágenes lúgubres que se pueden espantar o apartar con reflexiones, distracciones o palabrería devota, como creen los santulones. Es pura y simplemente una herida, a veces una convulsión y una tormenta, que puede descuajar el alma y romperle sus raíces. Un gran dolor penetra el alma, la cambia, se incorpora a ella y permanece ya para siempre. ¿En qué forma permanece, como veneno o como espuela? Ese es el problema Un golpe grande que carezca del adecuado lenitivo puede desmoralizar para siempre a un hombre, intimidarlo, anularlo, - y aún amargarlo y pervertirlo. Ese es su efecto natural. Todos los remedios ce la filosofía, elaborados tan sabiamente por Séneca y Boecio, son de efecto "local" y en los casos graves son del todo insuficientes. Sólo el amor cura las heridas del alma. Y sólo un amor sin medida cura las heridas desmedidas. Cristo amó a la humanidad de ese modo. El amor del prójimo es el único remedio de la injusticia social; pero el amor que trajo Cristo es un amor desmedido. El le señaló caracteres enteramente excepcionales; tiene que llegar hasta a amar al enemigo, y dar la vida por el amigo. Y para diferenciarlo de la caridad farisaica, el Maestro señaló su raíz, que es la justicia, y su flor que es la misericordia. Dais limosnas; pero habéis abandonado lo fundamental de la Ley, que es la misericordia y la justicia…". Este es el milagro que dijo Cristo harían sus discípulos "mayor de los que El hizo". Claro que el también lo hizo primero. Pero que gracia. El era El. Amar a los enemigos parece imposible psicológicamente; sobre todo cuando uno los tiene; y más aún cuando los tiene encima. No se puede aprehender a la vez a un hombre como enemigo y como amable, y nuestro amor depende de nuestra aprehensión. No puedo amar sino lo que es "bueno para mí". Además parecería que eso de amar a todos destruye la actividad moral, paraliza la lucha contra el mal, infunde una apatía y una inercia budista, convierte a la sociedad en una tropa de borregos silenciosos o dulzones. Pero hay que advertir, al que hiciere estas objeciones tolstoyanas o gándhicas, tres cosas: Jesucristo no dijo que "no hay enemigos" como Buda; al mandarnos amar aún a nuestros enemigos, implica esa gran división entre los hombres y no deroga el natural amor a los amigos, mayor que a los enemigos. Jesucristo no dijo "amad más a vuestros enemigos o amadlos igual que a vuestros amigos"… Eso sería contra el orden de la caridad, cualesquiera sean las expresiones acaloradas de los Santos, cuando tomados de la "locura de la Cruz" parecerían a veces expresar lo contrario. Jesucristo dijo "amad a vuestros enemigos" pero no dijo "poneos en las manos de vuestros enemigos". Cuando no hay jueces capaces de irrumpir contra la iniquidad cunde la injusticia, se propala el resentimiento y se vuelve casi imposible la convivencia. Esto profetizó claramente nuestro Redentor: "Porque abundó la iniquidad se resfrió la caridad en la mayoría". Como una de las partes de la caridad es la "amistad cívica", que Aristóteles explica, es la base de la convivencia, se sigue que el resentimiento vuelto plaga endémica pone a la sociedad en condiciones casi invivibles. Eso es lo que está pasando hoy. El resentimiento, esa especie de "rencor abstracto" ha sido bastante explicado por Nietzsche y Max Scheller para ser ignorado por nadie. Basta abrir los ojos, tropezamos con él a cada paso. El "resentimiento", así con comillas, no es vulgar rencor, odio o despecho; es indignación reprimida mal o insuficientemente, por fuerza y no por razón, que se irradia concentricamente de objeto en objeto y de zona en zona anímica, hasta contaminar –cosa curiosa- el mismo entendimiento. Hay hoy día "ideologías de resentidos" expuestas en lenguaje científico y con las mayores apariencias de objetividad. Max Scheller ha descubierto el resentimiento en las ideologías socialistas, en muchas herejías medievales, en la apostasía del Emperador Juliano y hasta en el libro "De Contemptu Mundi" del Papa Inocencio II… Hay algunos que tienen la misión o el "deber profesional" de luchar por la justicia. Sea que ella nos alcance personalmente o no, la injusticia es un mal terrible, perceptible a los que poseen el "sentido moral" (sexto sentimiento que diferencia al noble del plebeyo) y luchar contra ella es obra de procomún, aunque en ocasiones parezca como una locura. Don Quijote tuvo esa locura, que en el ideal caballeresco, creado por la Iglesia en Europa, no era locura. Los que tienen el debe profesional de luchar por la justicia son los jueces (los juristas), los gobernantes (los pastores) y los soldados (los guerreros). Desgraciadamente la época moderna ha transformado a los jueces en máquinas, a los gobernantes en economistas y a los soldados en militares; y padecemos una gran escasez de caballeros "andantes", Los caballeros andantes son los que tienen, más que el deber profesional, la pasión, la manía y el vicio de la justicia. Esta disposición natural (sea temperamental, sea adquirida) de suyo debería coincidir con el deber profesional; de hecho hoy día mandan los dos a veces separados. De suyo, así como sacerdotes deberían ser ordenados los que tienen carismas, así jueces deberían ser nombrados los que tienen quijotismo. El juez débil no sólo no hace bien sino causa escándalo; porque se espanta a la faz del potente; por lo cual, el hagiógrafo pide al que quiere ser hecho juez (o gobernante) que tenga "fuerza para atropellar la iniquidad"; y simplemente disuade a todos de "buscar ser nombrados magistrados". La represión del natural deseo de venganza por razones intelectuales o por amor de Dios produce en el alma esa "hambre y sed de justicia" a la cual se prometió la bienaventuranza. Ella es la "sublimación" del rencor y de la natural pasión por la "vindicta"; pasión por el restablecimiento del equilibrio moral. El odio a la injusticia padecida se convierte en horror de la justicia sufrida por los otros. Esa herida siempre abierta nos hace solidarios del dolor del mundo. Es una aparente debilidad, pero sólo en apariencia. San Pablo, el Apóstol de los Romanos decía: "Cuando soy débil es cuando soy más fuerte!". Nunca fue más fuerte que cuando atadas las manos, inclinó el cuello a la segur del verdugo. Entonces fue saciada su sed de justicia y las palabras de sus cartas, pasadas a sangre se volvieron eternas. Ahora lo que interesa sería saber qué va a salir del mundo que nos rodea. Pues bien, no pueden salir más que dos cosas, o una restauración de la justicia o la ruina total de la convivencia. O se produce una gran efusión de amor fraterno, que habrá de tener caracteres casi milagrosos, por el cual sea restaurada la justicia en todas partes, arriba y abajo, en la Iglesia lo mismo que en el Estado, en la sociedad y en la familia, en la vida pública, en el comercio y en el trabajo, en las leyes externas y en el corazón de los hombres –que es donde todo lo demás brota…-. O las actuales condiciones de iniquidad campante y triunfante se continúan y multiplican, prevalecen de más en más los sin corazón y sin ley, se produce un universal e implacable "sálvase quien pueda" y las masas egoístas y atemorizadas caen bajo el poder de los tiranos violentos o mistificadores sutiles, o de esa mezcla de ambos que ha de ser el Gran Emperador Plebeyo; ese "hombre de la Iniquidad" que hace ya dos mil años la Cristiandad apoda con el dictado apostólico de Anticristo. |
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