Volver a Ediciones 2001 Home

Pablo Davoli

CONSIDERACIONES EN TORNO AL “POR QUE”, EL “COMO” Y EL “PARA QUIEN”DE LAS FUERZAS ARMADAS

(A PROPOSITO DEL “MODELO” DE DAVENPORT)

 

I) A MODO DE BREVE INTRODUCCION:

         El presente trabajo consiste en una serie de comentarios analíticos y críticos efectuados en torno al escrito titulado “Profesionales o Pistoleros a Sueldo? La Diferencia está en las Lealtades”, de Manuel M. Davenport, publicado la revista estadounidense “Army” en Mayo de 1.980 y por el “Journal of Professional Military Ethics” (perteneciente a la Academia de la Fuerza Aérea de los E.E.U.U.) en Septiembre de 1.981.

         Cabe aclarar aquí que Manuel M. Davenport es Profesor de Filosofía en la Texas A & M University. Fue Profesor Visitante de Filosofía en la Academia de la Fuerza Aérea durante el año académico de 1.980/81.

 

II) SOBRE EL ABORDAJE EPISTEMOLOGICO DE LA CUESTION

II.a.- UN ABORDAJE EPISTEMOLOGICO DEFICIENTE:

         Bien señala Manuel M. Davenport que, de acuerdo con la literatura contemporánea sobre ética profesional, existen dos parámetros (que, a nuestro entender, son más complementarios que alternativos) para determinar el carácter profesional (o no) de una determinada ocupación.

         Dichos parámetros, a los que Davenport alude mediante la formulación de dos preguntas, a saber: “¿esta ocupación se reconoce como profesional en la historia de la civilización?” y “¿satisface esta ocupación las pautas actualmente aceptadas por una profesión?”, provienen de un enfoque estrictamente sociológico de la cuestión (enfoque sociológico, éste, que, por cierto, no sólo atiende al presente sino también al pasado histórico).

         Se trata, más concretamente, de un enfoque puramente sociológico que, dejando de lado otros datos de esa misma índole, se centra exclusivamente en el consenso público.

         El enfoque sugerido no permite profundizar en el conocimiento del asunto y -desde luego- impide acceder a la esencia del problema planteado. Dicho esto en otros términos, semejante enfoque:

         - Nos deja sin respuestas respecto del “por qué” una ocupación ha sido y/o es considerada por el público como profesión (interrogante, éste, que se ubica todavía en el plano de la investigación sociológica).

         - Tampoco nos aporta demasiado a los efectos de explicar “qué es” la profesión, considerada en sí misma, en forma objetiva e independientemente de lo que el público -de ayer o de hoy, de aquí o de allá- haya considerado o considere sobre el asunto (cuestión, esta última, que va mucho más allá del terreno explorado por la sociología).

         ¡Extraño enfoque epistemológico para un Profesor de Filosofía como Davenport! Sin embargo, la nacionalidad del autor, quien es estadounidense, disipa enseguida nuestra sorpresa. Puesto que es muy común en las corrientes de pensamiento emanadas de los Estados Unidos -en particular- y del mundo anglo-sajón (moderno, por supuesto) -en general- este tipo de abordaje gnoseológico, aferrado celosamente a los sectores materiales, cuantificables y tangibles de la realidad, pretendiendo subsumir la totalidad enorme del “mundo” en las escuetas explicaciones que habilitan los datos recabados en aquellas “parcelas”.

II.b.- UN ABORDAJE EPISTEMOLOGICO RIESGOSO:

         Lo que Davenport nos propone es -primero- definir qué es una profesión y -luego- determinar si la ocupación militar lo es, no de acuerdo con razones objetivas, sino en base al consenso del público. Esto es: definir las cosas según la “voluntad general” lo determine (como lo desee). Aquí hay mucho de “subjetivismo social” (que pregona que las cosas son, no como en realidad son, sino tal como las vemos todos o, al menos, la mayoría de nosotros). O peor aún, de “voluntarismo social” (según el cual las cosas son, sencillamente, como se nos ocurre a todos -o, al menos, a la mayoría- que sean).

         Si se trata de definir algo, esta apelación a la opinión pública generalizada, no debería pasar de ser un “indicador” para el investigador. Indicador, éste, que -no lo negamos- puede ser muy elocuente y hasta revelador en algunos casos, sobre todo en aquellos en los que, a lo largo de los siglos y en diferentes culturas, se verifica un aplastante consenso sobre un determinado tema (verbigracia, la existencia de un Ser Superior o que matar a un inocente está mal). Pero que de ninguna manera puede suplantar la búsqueda racional de las causas objetivas y profundas que hacen que “algo” (por ejemplo, una profesión) sea eso (una profesión) y no otra cosa (un mero deporte o un simple pasatiempo).

         En resumen: a fin de conocer el carácter profesional (o no) de la ocupación militar, así como la función que compete a las Fuerzas Armadas y la importancia que reviste la misma, el consenso del público (lo que “la mayoría piense” al respecto) constituye un instrumento epistemológico de escaso valor. Ello no significa, menester es aclararlo, que dicho consenso no sea importante desde el punto de vista político y militar. Aspectos, éstos, de orden práctico, en los que dicho consenso reviste valor estratégico. Pero esto, como se suele decir, es “arena de otro costal”…

         Arribados a este punto, es preciso señalar que, además de los riesgos gnoseológicos que entraña su acusada endebles epistemológica, el criterio sugerido por Davenport es susceptible, en la práctica, de manipulaciones políticas (en muchos casos, muy fáciles de operar) capaces de desviarlo totalmente respecto de su objeto cognitivo.

         Como ya hemos indicado, Davenport apela a la opinión generalizada. Parece habérsele escapado el dato de que la misma, en las sociedades de masas modernas y post-modernas, ya no constituye tanto una emanación espontánea de la población sino más bien un producto inducido en ella por los “poderes culturales” (expresión, ésta, con la que nos referimos, principalmente, a los medios masivos de comunicación social).

         En apoyo de semejante aserto, que aún suena extraño a muchos, no obstante los elocuentes episodios pasados que lo confirman, baste con referir la “teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal” elaborada por Walter Lippmann en las primeras décadas del siglo XX. Según dicha teoría, los avances tecnológicos habían producido una “revolución en el arte de la democracia”, pues permitían “fabricar consenso”, generando en la población, mediante las nuevas técnicas de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado por ella.[1]

         En consecuencia, dentro del actual contexto social, de la implementación práctica de los parámetros sugeridos por Davenport, resultaría en que la determinación del carácter profesional (o no) de tal o cual ocupación dependería, en última instancia, de lo que los medios de comunicación social hegemónicos decidan al respecto.

         Más concretamente, si nos atenemos al “camino” epistemológico propuesto por Davenport, el carácter profesional (o no) de la actividad militar y -lo que es mucho más grave- el objeto y la finalidad de la misma también quedarían sometidos a los designios de dichos medios (los que, hoy en día, al menos en Occidente, están -en general- en manos de empresarios privados).

III) SOBRE EL CARÁCTER ESPECIAL DE LA OCUPACION MILITAR

 

III.a.- UNA VOCACION ESPECIAL:

         Dice muy bien Davenport que “junto con la medicina, la jurisprudencia y el sacerdocio, (a la ocupación militar) se le ha reconocido como una vocación especial”.

         A nuestro entender, la cita encierra tres aciertos muy importantes. A saber:

         La ocupación militar constituye una vocación:

         La vocación (del latín “vocare”, esto es: “llamado”) constituye un “llamado interior” de la persona, que le imprime un estilo peculiar, le señala un “rumbo” a seguir, le impone un código de conducta y le exige determinadas acciones de cuyo cumplimiento depende su plenitud y felicidad.

         En menos palabras, la vocación de una persona le asigna una misión a la misma, la cual, nacida de las esferas más íntimas del sujeto, le compromete en toda su dimensión existencial (vale decir que involucra tanto su vida pública como su vida privada)[2].

         Surge con evidencia que la vocación es mucho más que una mera ocupación, aunque la misma esté profesionalizada. En todo caso, lo “ocupacional” y lo “profesional” constituyen “exteriorizaciones” del impulso vocacional, que lo manifiestan, canalizan y organizan, proveyendo así a su consumación práctica. Es por ello que hubiese sido más preciso decir que la “ocupación militar” es la “exteriorización” organizada profesionalmente de la “vocación militar”.

         La vocación militar es especial:

         Claro que sí. Porque si bien muchas otras ocupaciones (profesionalizadas o no) son el producto de una vocación personal particular, existen dos diferencias fundamentales. Veamos:

         - La mayoría de las vocaciones no comprometen tan radicalmente a la persona en su esfera privada y en su fuero íntimo (como ya hemos anticipado, la vocación militar está directamente orientada al renunciamiento de la propia vida; esto exige una preparación personal interior, psicológica y espiritual, que condiciona la totalidad del “modus vivendi” del verdadero militar; tanto es así que si un militar no está dispuesto a ofrendar su vida, aunque se encuentre en tiempos de paz, es un mal militar[3]). Vienen a cuento aquí las palabras con las que el Teniente Coronel alemán von der Heydte arengó a su regimiento de asalto, cuando éste se disponía a protagonizar una de las proezas más grandes de la historia militar: “Yo exijo de cada soldado la plena renuncia a todo apetito personal. Quien ha jurado servir a la bandera de Prusia, ¡ya no posee nada suyo!... Porque la abnegación y renuncia de la condición personal es de donde surge la auténtica personalidad marcial... Todo soldado tiene que aprender a creer en la victoria, hasta si en ciertos momentos pareciera inconcebible”.[4]

         - No todas las ocupaciones revisten tanta importancia práctica para la supervivencia y el bienestar de la comunidad organizada (vale decir que la función militar es imprescindible desde el punto de vista político y social). Es, en definitiva, esta importancia la que justifica e, incluso, exige, llegado el caso, la entrega de la propia vida.

         La analogía con las demás vocaciones mencionadas:

         Si bien en mayor o menor medida (lo que dependerá mucho de los casos concretos frente a los cuales nos posiciones) y admitiendo diversos matices, lo mismo que hemos dicho en los apartados anteriores, es aplicable a los galenos, los jueces y los sacerdotes.

         A nadie se le ocurriría que un peluquero deba morir por lograr un buen corte de cabello (principiando por el propio peluquero). Tampoco resulta justo que un contador público muera en el intento de confeccionar correctamente una declaración jurada de impuestos (aunque muchos clientes parezcan creerlo así). Pero, así como está justificado que un militar, de ser necesario, deba dar su propia vida “haciendo su trabajo” en el campo de batalla, también es legítimo esperar de un juez que, llegado el caso, entregue su vida en su afán de hacer Justicia. Y lo mismo vale para el médico, si de sanar y salvar vidas se trata. Como también para el policía y el bombero, por citar otros dos ejemplos más que Davenport omitió.

III.b.- HACIENDO UN POCO DE HISTORIA:

         Según Davenport, la vocación militar ha sido reconocida “como una vocación especial al menos desde el siglo octavo en la civilización occidental, y desde el año 2.500 a.C. en el Asia”.

         Por nuestra parte, consideramos que dicho reconocimiento, en el mundo occidental, se produjo mucho antes de lo que Davenport postula.

         Cuatro siglos antes de Cristo, en su libro “La República”[5], Platón distinguía a los guerreros como un estamento social importante y con identidad propia. Su importancia les ponía por debajo del estamento político y por encima del estamento económico, integrado por labradores, artesanos y comerciantes. Su identidad estaba signada por un valor que, siéndoles propio, debía regir su actividad militar: el coraje.[6]

         Platón consideraba que los estamentos sociales se correspondían con los estadios de la psiquis humana. Esta, según el gran maestro griego, se compone de la siguiente manera: la razón, los deseos nobles y generosos, y los apetitos inferiores. En consecuencia, con la primera se correspondía el estamento social de los políticos (que debían ser los hombres más sabios y virtuosos), con la segunda el estamento social de los guerreros y con la tercera el estamento social de las personas dedicadas a la producción y la comercialización de bienes económicos.

         De manera que, en realidad, el reconocimiento “especial” del que habla Davenport, en Occidente, se produjo en épocas muy anteriores a la que dicho autor señala.

IV) SOBRE EL “CLIENTE”

IV.a.- UNA EQUIVOCA TRASLACION DE CATEGORIAS:

         Fiel al “estilo americano”, Davenport plantea la relación entre los militares y los beneficiarios del servicio que los mismos prestan, en términos de “profesional” y “cliente”.

         Si bien consideramos positiva la profesionalización de las Fuerzas Armadas (en el sentido de proveer a su regularización, así como a la máxima eficacia y eficiencia de las mismas), nos parece un grosero desatino plantear la aludida relación en aquellos términos.

         Semejante planteo es el producto de un traslado indebido de categorías propias del pensamiento económico y mercantil, al estudio de una actividad que, si bien necesita para su desarrollo de recursos económicos y de una sana administración de los mismos, obedece a motivaciones espirituales, responde a exigencias operativas propiamente militares y sirve -en última instancia pero de manera directa- a finalidades políticas (que hacen al Gobierno de la Comunidad Organizada en el Estado para la obtención del Bien Común Temporal).

         Planteando la cuestión como lo hace, Davenport introduce en ella un equívoco de base que puede desembocar en la desnaturalización de la función militar.[7]

         En las primeras décadas del siglo XX, intelectuales de la talla de Max Weber, Werner Sombart, Thomas Mann y Carl Schmitt denunciaban el “espíritu mercantilista” de la época (amante de la “materia”, la “cantidad” y el “lucro”), acusaban a las “naciones fenicias” de su propalación y reclamaban que se despertara en los jóvenes la “vocación por la aventura” y el “heroísmo”, así como un “espíritu guerrero”. Sus preocupaciones abarcaban a toda la sociedad, lo mismo que sus reclamos. ¡Qué dirían, ahora, frente a las ideas de Davenport! ¡Con cuánta mayor fuerza reiterarían aquellas quejas en nuestros días, en los que poco y nada hay de aquél “espíritu de aventura” y “heroísmo” en el seno de nuestras sociedades occidentales, sobre las que el “espíritu mercantilista” ha consolidado su dominio, amenazando, incluso, con asaltar los cuarteles militares, para que los guerreros profesionales se transformen simples y sombríos profesionales de la guerra!

         El gran Sócrates se quejaba de que “el médico ya no cobra por curar, sino que cura para cobrar”. Peligrosa inversión de “binomios” (“medios” y “fines”, lo “principal” y lo “secundario”) que, en el caso de los militares, adquiere mayor gravedad aún.

         En la mayoría de los casos, la legitimidad del trabajo (sea o no profesional) proviene de los efectos útiles que objetiva e indirectamente se derivan de su realización en beneficio del conjunto del cuerpo social, mientras provee en forma directa al sujeto que lo ejerce los recursos necesarios para su subsistencia y la de los suyos. En otras palabras: en la mayoría de los casos, el trabajo constituye, ante todo, un medio de vida para el sujeto que lo realiza y las personas que se encuentran a su cargo. Esto es, por lo demás, lo que dicho sujeto pretende y espera del mismo. Y no está mal, en la medida que de él no se deriven consecuencias perjudiciales para el resto de la Comunidad. Antes bien, de dicho trabajo debe derivarse (aunque sea en forma indirecta y puramente objetiva) efectos sociales positivos. Jugándose en esto, precisamente, la licitud de ese medio de vida que se ha escogido.

         No obstante ello, que es válido para la mayoría de las ocupaciones, en el caso de las “vocaciones especiales” -por usar la terminología de Davenport-, las cosas experimentan (o deberían experimentar) un giro de 180 grados. Porque dichas “vocaciones especiales” están directamente orientadas a proveer determinados bienes (salud, defensa, seguridad, etc.) a la comunidad, exigiendo del sujeto que las realiza su compromiso personal en tal sentido, so pena de no encontrarse plenamente capacitado para el desempeño respectivo. Sólo en segundo término, tanto objetiva como subjetivamente, viene la retribución económica.[8]

         En resumen: mientras que, en el caso de las “ocupaciones ordinarias”, lo principal es el “medio de subsistencia” de quien se encarga de ellas y lo secundario, la “función social” que cumplen objetivamente las mismas; en el caso de las “vocaciones especiales”, pasa exactamente al revés: lo principal debe ser la “función social” y lo secundario, la justa retribución que merecen las actividades efectuadas.

         Es cuando esto, ¡que es tan sencillo de comprender!, no se tiene en claro o en cuenta, que los cuarteles militares se pueblan ya no de guerreros sino de burócratas y simples “oficinistas”, la administración pública y la de Justicia se atosigan de pusilánimes y “ganapanes”, el ámbito de la medicina privada queda en manos de fríos especuladores impiadosos y las instituciones educativas (públicas y privadas) se ven plagadas de maestros displicentes, más preocupados por un ascenso de sueldo que por los progresos de sus educandos. Huelga decir que, de este modo, fallan todos los resortes vitales de la Comunidad otrora Organizada.

IV.b.- EL EXTRAVIO DEL “CLIENTE”:

         Pero los errores de Davenport no se detienen allí.

         En su búsqueda orientada a definir cuáles son los deberes éticos específicos de la profesión militar, se topa, ante todo, con la cuestión del “cliente”. ¿Quién es él? ¿De quién se trata?

         Las respuestas que ofrece Davenport frente a estos interrogantes, dista mucho de ser clara y precisa. Véase si no:

         “Pero si se está en la profesión militar es muy difícil distinguir a los clientes de la humanidad o el público en general.

         “No obstante, las leyes de la guerra establecen que el militar profesional debe distinguir entre sus clientes y la humanidad.

         Dichas leyes sostienen que los delitos contra la humanidad no se justifican simplemente porque el ofensor actúe bajo las órdenes de un militar superior. Este principio, a partir de los juicios de Nuremberg de 1.945, se ha afianzado profundamente en la ley militar de los Estados Unidos.

         “El deber principal del militar profesional, pues, consiste en promover la seguridad y el bienestar de la ‘humanidad’ y este deber, de acuerdo con la ley militar, tiene precedencia sobre las obligaciones hacia los clientes, quienes en cuanto conciudadanos son sólo una parte de la raza humana.

         … se debe admitir que la profesión militar posee la peculiaridad de que sus miembros sirven a una clientela inusitadamente amplia…”.

         Como se puede observar, la contestación de Davenport da demasiadas vueltas sin contribuir demasiado (por no decir que, prácticamente, no contribuye en nada) a dilucidar los interrogantes arriba propuestos. Se trata, en síntesis, de un verdadero dislate. Circunstancia, ésta, que nos obliga a reflexionar por nosotros mismos sobre la cuestión planteada.

         En nuestra opinión, no caben dudas al respecto: el “cliente” de las Fuerzas Armadas es la Nación a la que pertenecen. Es la Comunidad Nacional Políticamente Organizada en un Estado, en cuyo seno existen y cuya suerte comparten, de la que se nutren y por la que han sido creadas.

         Las vagas referencias que hace Davenport a la Humanidad nada agregan ni quitan a la cuestión que nos ocupa, considerada en sí misma. Porque, en definitiva, la Humanidad no es más ni menos que el conjunto total de las Naciones que pueblan el orbe[9]. Y si bien es cierto que el Bien Común General de la Humanidad se ubica por encima de los Bienes Particulares de las Naciones que la constituyen, no menos cierto es que:

         - El Bien Común General de la Humanidad sólo puede fundarse sobre la base de los Bienes Particulares de todas las Naciones. Paralelamente, los Bienes Particulares de las Naciones sólo encuentran las condiciones internacionales adecuadas para alcanzar su plenitud en un contexto global ordenado, justo, pacífico y solidario (siendo eso y no otra cosa, el Bien Común General de la Humanidad; en otras palabras: el Bien Común General de la Humanidad está dado por el conjunto de las condiciones necesarias para el logro pleno del Bien Particular de todas y cada una de las Naciones del orbe).

         - Las obligaciones morales y jurídicas de las Comunidades Nacionales Organizadas hacia el Bien Común General de la Humanidad no recaen en forma directa ni -mucho menos- exclusiva sobre los militares, sino que pesan principalmente y ante todo sobre los “hombros” de los políticos. Aquí resulta propicio recordar la famosa sentencia del gran físico alemán Wernher von Braun: “la guerra la declaran los políticos y la hacen los militares”.[10]

         - El concepto de Bien Común General de la Humanidad no se opone al de Guerra Justa. En muchos casos, el Bien Común General de la Humanidad legitima la producción de un conflicto bélico. Más aún, en algunos supuestos, dicho Bien exige o, al menos, aconseja el choque armado.

         Sólo así las cosas están en su verdadero quicio. A la luz de tales aclaraciones, la opinión de Davenport, según la cual “el deber principal del militar profesional (…) consiste en promover la seguridad y el bienestar de la ‘humanidad’”, nos merece las siguientes objeciones:

         - El deber principal del militar no consiste en la promoción de la seguridad de la Humanidad, sino en la promoción de la defensa de su país. Asegurando la defensa de su país y de sus intereses vitales (legítimos) contribuye, desde su posición de militar de tal o cual nacionalidad, a generar condiciones de seguridad y de justicia (otro “detalle” que se le “escapó” a Davenport) para el conjunto de las Naciones.

         - El deber principal del militar no consiste en la promoción del bienestar de la Humanidad. Esto no sólo es incorrecto porque, como hemos señalado en el punto anterior, refiere la función militar en forma directa a la Humanidad, “salteando” a la propia Comunidad Nacional. Sino también por la amplitud y la diversidad de las tareas que vendrían a formar parte de la actividad militar. Porque, si los militares realmente tuviesen como deber principal la promoción del bienestar, aunque sea el del propio país (y no ya el de toda la Humanidad, como pretende Davenport), deberíamos concluir que los mismos deberían estar abocados a vacunar niños, proveer de trabajo a las masas de desempleados, custodiar el equilibrio ecológico, combatir la ola de violencia que acecha en las grandes aglomeraciones urbanas, alfabetizar a los analfabetos, brindar asistencia espiritual y psicológica a los suicidas, mantener limpias las ciudades, “salvar las ballenas”, etc., etc.[11] De este modo, el objeto específico de la ocupación militar se “diluye” en la totalidad de las actividades necesarias para la subsistencia y el desarrollo pleno de una Comunidad Organizada. Es como si se encargase a los militares de todo y de nada a la vez.

         Acotamos, finalmente, que las ideas que sostiene Davenport acerca del “cliente” de las Fuerzas Armadas y el “deber principal” que les incumbe, resultan muy funcionales desde el punto de vista del proyecto globalista motorizado desde ciertos círculos de poder.

         Dicho proyecto -en sus versiones más radicales, al menos- propende a la desaparición de los Estados Nacionales[12], tal como lo han declarado explícitamente, en diversas ocasiones, algunos de los más importantes “autores intelectuales” del mismo (Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski, Francis Fukuyama, etc.)[13].

         La puesta de las Fuerzas Armadas nacionales al servicio de una abstracta “Humanidad”, a la que Davenport no define, como tampoco define a sus enemigos (actuales o potenciales)[14], omitiendo toda mención del Estado Nacional, resulta por demás de sospechosa desde este punto de vista.

IV.c.- UNA MEMORIA MUY SELECTIVA:

         No queremos concluir el presente apartado sin llamar la atención sobre un punto accesorio, pero digno de ser comentado.

          Refiriéndose a la improcedencia de la “obediencia debida” en los casos de Crímenes contra la Humanidad, dice Davenport: “Este principio, a partir de los juicios de Nuremberg de 1945, se ha afianzado profundamente en la ley militar de los Estados Unidos”.

          No creemos que la realidad de los hechos confirme tan optimista aserto. Porque, en los Estados Unidos, no se juzgó ni condenó a nadie por el mortífero e innecesario bombardeo de la ciudad alemana de Dresde (13/02/45), ni por la destrucción con bombas atómicas de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de Agosto de 1.945, respectivamente).

         De la misma manera, quedaron totalmente impunes los autores y ejecutores de la inhumana Directiva J.C.S. (“Joint Chiefs of Staffs”, o sea: Junta de Jefes de Estado Mayor) N° 1.067, que fue dirigida al General Dwight Eisenhower, Comandante en Jefe de las Fuerzas de Ocupación norteamericanas en Alemania, al final de la Segunda Guerra Mundial. Por causa de dicha Directiva, la población alemana fue deliberadamente sometida a raciones de hambre y se desmanteló en sólo 3 años el 75 % de la capacidad industrial alemana[15]. Tales medidas[16] provocaron la muerte de entre 9.000.000 y 13.000.000 de alemanes, principalmente, mujeres, niños, ancianos, enfermos y mutilados.[17]

         Tampoco se juzgaron las matanzas de poblaciones civiles enteras perpetradas por las Fuerzas Armadas estadounidenses durante la prolongada Guerra de Vietnam (con la sola excepción de la matanza de “My Lai”, ocurrida el 16/03/68, con motivo de la cual se juzgaron a sólo cinco de los involucrados, sin que ninguno de ellos, finalmente, reciba condena efectiva).

         La lista podría seguir…

V) SOBRE LA “DISTANCIA”

 

V.a.- PROFESIONALISMO, SECTARISMO O ENAJENACION:

         Al menos en la generalidad de los casos, es cierto lo que afirma Davenport en cuanto a que el “servicio” del militar se presta mejor en ausencia del “cliente”.

         Dice nuestro autor que dicho fenómeno genera una “distancia” entre el militar y su “clientela”. Y, desde el punto de vista aludido, tiene razón.

         Pero a partir de aquí comienzan nuevamente nuestras disidencias con Davenport. Porque, para él, dicha “distancia” conlleva necesariamente una carga de antipatía del civil hacia el militar. Cuando, en realidad, no necesariamente esto debe ser así.

         Así, por citar sólo un ejemplo, encontramos en nuestra historia nacional el testimonio del Coronel Blas Pico, oficial argentino del Ejército del Norte desde 1.818, que desmiente semejante afirmación. Dice Pico del General Manuel Belgrano que “el proteger, promover y llevar a cabo todo establecimiento piadoso, fueron tan edificantes a los pueblos que tuvieron la felicidad de mirarle bajo la protección de sus armas, que llegaron a amar con la mayor ternura y fraternidad a todo individuo del ejército”.[18]

         Como se ve, todo depende, además de la adhesión popular al conflicto bélico que eventualmente esté teniendo lugar, de la conducta de la tropa y de las órdenes que emanen de su Comandante.

         Todo militar que se precie de serlo, conoce cuán importante es, para el efectivo cumplimiento de la misión que eventualmente le sea asignada, contar con el apoyo y el cariño del Pueblo. Y cuán desmoralizante resulta lo contrario.

         Así, por ejemplo, según han explicado muchos testigos y analistas, la postrera y sorpresiva debacle alemana en la Primera Guerra Mundial, contó entre sus causas principales a la huelga organizada por pequeños grupos comunistas en las fábricas de municiones y en los astilleros. Y no tanto por los problemas logísticos y de aprovisionamiento que se derivaron de dicho paro, sino principalmente por los nefastos efectos espirituales y psicológicos que semejante suceso arrojó sobre las tropas apostadas desde hacía años en las trincheras.

         Por lo demás, resulta sorprendente que Davenport, como estadounidense que es, no haya aprendido la dolorosa lección que la Guerra de Vietnam -guerra impopular como pocas- dejó a su país en este sentido.

         El autor continúa su exposición diciendo que “la índole peculiar de la relación cliente-profesional en la actividad militar no sólo hace que los civiles se resistan a una relación cercana con el personal militar, sino que contribuye a aunar a los miembros de la profesión militar”. Vale decir que aquella “distancia” antipática que signaría las relaciones entre civiles y militares, según Davenport, no sólo se produciría necesariamente sino que también resultaría positiva. Porque ese sería el origen del proverbial “espíritu de cuerpo” y la célebre “camaradería” de los militares.

         Se trata de una definición de tan notorias características castrenses “por la negativa”. Muy desafortunada, por cierto. Porque importa pensar que los militares se juntan y unen, entre otras cosas, por la antipatía que los civiles sienten hacia ellos. Lo cual vendría a ser algo así como aquello de que “no nos une el amor sino el espanto”…

         El “espíritu de cuerpo” y la “camaradería” genuinamente castrenses tienen su verdadero origen en los siguientes factores:

         - La comunidad vocacional que forman los miembros de las Fuerzas Armadas.

         - El legítimo orgullo que les inspira (o les debería inspirar) la importancia del servicio que prestan al conjunto de la Comunidad Organizada.

         - Los particulares códigos comunes que de dicha vocación y de dicho servicio se derivan, tanto para la actuación conjunta profesional, como para la conducta personal y el decoro social.

          - Las fuertes y profundas vivencias compartidas durante el combate o en la preparación para el mismo.[19]

         - Los estrechísimos lazos de solidaridad que exige la actividad militar para lograr su cometido (sobre todo, en pleno combate).

         - La enorme responsabilidad que conlleva el disponer del poder de las armas.

         Un “espíritu de cuerpo” y una “camaradería” fundados en esa “distancia” hostil de la que habla Davenport, no sólo son forzados (y, por tanto, artificiales) sino que también resultan peligrosos. Y esto último, por dos razones muy elementales:

         - Porque privan a los militares del apoyo popular y su calor, los cuales, según demuestra la historia, revisten -por diversas razones- suma importancia a los efectos de lograr un buen desempeño castrense (sobre todo, en el combate y luego del mismo).[20]

         - Porque pueden derivar en un sectarismo faccioso, que enajenando a los militares de la vida comunitaria, les desvíe de su verdadero cometido, el cual consiste, precisamente, en la custodia de la misma y sus intereses (a este último respecto, cabe recordar que nadie muere por lo que no ama y que no se puede amar lo que no se conoce ni, de alguna manera, se comparte).

V.b.- LA BORRACHERA “YANKEE” Y LA SOBRIEDAD AUTENTICAMENTE ARGENTINA:

         La peculiar visión que Davenport tiene de la vida castrense y, más específicamente, de la relación de los militares entre sí, amén de incluir aquella “camaradería que es casi inherentemente anti-civil”, se completa con “la embriaguez de poseer poderes decisivos de destrucción”.

         Ya hemos formulado nuestra crítica a esa idea tan extraña de “camaradería” que postula Davenport. Nos toca ahora manifestar nuestro desacuerdo respecto del otro lazo que, según dicho autor, liga a los militares, “la embriaguez de poseer poderes decisivos de destrucción”.

         No creemos que dicha “embriaguez” constituya necesariamente un vínculo de importancia para los militares. Es más, ni siquiera creemos que dicha “embriaguez” se registre en todos los casos.

         Pero aún hay más: iluminados, como argentinos que somos, por la estampa eminentemente sobria del Gral. D. José de San Martín, no podemos sino calificar dicha “embriaguez” como esencialmente negativa.

         Paralelamente, pensamos que, para una sana constitución moral e institucional de las Fuerzas Armadas, es menester que la ligazón que une a sus miembros sea forjada con los elementos que ya hemos detallado más arriba, a saber: la comunidad vocacional; el orgullo legítimo que nace de saber la importancia que objetivamente reviste el servicio que se presta a la Comunidad Organizada; los severos códigos compartidos para la actuación profesional, el comportamiento personal y el decoro social; las profundas vivencias compartidas; los estrechísimos lazos de solidaridad que exige la función militar para su buen desempeño; y la enorme responsabilidad que implica la disposición del poder de las armas.

         Para finalizar el tratamiento del tema al que hemos dedicado el presente apartado, consideramos necesario advertir que los conceptos vertidos por Davenport pueden conducir fácilmente al equívoco de asociar la función militar con la actividad puramente destructiva.

         Esto no es así. Ante todo, porque la actividad militar sirve para asegurar la subsistencia de una Comunidad Organizada y para asegurar los intereses vitales de la misma. Con tal finalidad, intenta prevenir los ataques potenciales, rechazar los que se efectivicen e, incluso, atacar cuando sea necesario para restaurar el agravio moral o material que injustamente se haya sufrido.

         Resulta muy pertinente traer a colación aquí los conceptos que un pensador tan acreditado como José Ortega y Gasset, a quien nadie en sus cabales se atrevería a tildar de “belicista” o “militarista”, expresara sobre el particular en oportunidad de criticar el “pacifismo” inglés:

         “El pacifista ve en la guerra un daño, un crimen o un vicio. Pero olvida que, antes que eso y por encima de eso, la guerra es un enorme esfuerzo que hacen los hombres para resolver ciertos conflictos. La guerra no es un instinto, sino un invento. Los animales la desconocen y es pura institución humana, como la ciencia o la administración”.[21]

         El filósofo aclara más abajo: “Imaginemos, en efecto, que en un cierto momento todos los hombres renunciasen a la guerra, como Inglaterra, por su parte, ha intentado hacer. ¿Se cree que bastaría con eso, más aún, que con ello se habría dado el más breve paso eficiente en el sentido de la paz? ¡Grave error! La guerra, repitamos, era un medio que habían inventado los hombres para solventar ciertos conflictos. La renuncia a la guerra no suprime estos conflictos. Al contrario, los deja más intactos y menos resueltos que nunca. La ausencia de pasiones, la voluntad pacífica de todos los hombres resultarían completamente ineficaces, porque los conflictos reclamarían solución y, ‘mientras no se inventase otro medio’, la guerra reaparecería inexorablemente en ese imaginario planeta habitado sólo por pacifistas”.[22]

         A tenor de lo explicado por Ortega y Gasset, nos resulta fácil comprender cómo la milicia, que es la encargada de preparar y -eventualmente- hacer la guerra, ha servido históricamente (y sirve aún hoy) para la solución de ciertos conflictos que no han podido ser resueltos de un modo pacífico. Los ejemplos de ello que nos ofrece la Historia Universal son innumerables. Pero muchos más cuantiosos son aún los casos en los que la sola existencia de unas Fuerzas Armadas bien apertrechadas ha servido para evitar ataques y guerras -y, con ello, las injusticias y los horrores que normalmente se desprenden de tales episodios-, disuadiendo, por la simple amenaza del uso de la fuerza, a quienes estaban dispuestos a iniciarla o a introducir el problema que potencialmente la generaría.

         Pero, de acuerdo con el pensador español, la importancia que la actividad guerrera ha revestido históricamente va mucho más allá de lo que es su objeto propio, pues fue ella la que aportó nada menos que el cimiento de base de la civilización: “Ella (la guerra) llevó a uno de los mayores descubrimientos, base de toda civilización: al descubrimiento de la disciplina. Todas las demás formas de disciplina proceden de la primigenia, que fue disciplina militar.[23] El pacifismo está perdido y se convierte en nula beatería si no tiene presente que la guerra es una genial y formidable técnica de vida y para la vida”.[24] [25]

VI. A MODO DE COLOFON:

         El Profesor Davenport ha estructurado su particular concepción de las Fuerzas Armas en torno a los “ejes” ideológicos que no compartimos.

         Se trata de una visión signada por los elementos ideológicos más comunes del “modernismo”. Por citar sólo los más salientes:

         - Materialismo: El “panorama” descripto por Davenport carece de dimensiones meta-físicas. En ningún momento hace referencia alguna a las instancias de orden espiritual que se juegan en la actividad militar -en general- y en el combate -en particular-. De esta “mutilación” cosmovisional provienen, asimismo, las deficiencias epistemológicas que acusa su planteo.

         - Economicismo y mercantilismo: Davenport vertebra sus elucubraciones sobre la base de categorías económicas y mercantiles indebidamente transpoladas al campo de lo militar.

         - Universalismo: La Patria, la Nación y el Estado nacional son conceptos totalmente ausentes en la visión que el autor en cuestión nos ofrece. De allí su incapacidad para determinar a ciencia cierta quién es el “cliente” de la “ocupación” militar.

         Nuestras diferencias con los postulados de Davenport provienen de un “área” tan profunda como la aludida. Tal como era lógico esperar, dichas diferencias se trasladan y manifiestan hasta la mayoría de los aspectos más superficiales que presenta el tema.

         Demás está decir cuán degradados han quedado, luego de esa enorme y terrible crisis que fue el siglo XX[26], los fundamentos ideológicos sobre los que Davenport apoya su concepción de la función militar.

         Los resultados de semejante vertebración ideológica están a la vista de todos, hoy, en Irak y Afganistán. Dichos escenarios bélicos nos ofrecen el innoble espectáculo de una soldadesca reclutada, en gran parte, entre auténticos miserables que, con tal de granjearse un futuro con mayores ventajas y comodidades en el país al que han emigrado, están dispuestos sesgar la vida de extraños en tan lejanas latitudes.

         Los medios de prensa y las documentales[27] nos han informado acerca de una tropa compuesta por individuos que, desconociendo crasamente por qué razón combaten y si dicha razón es valedera o no, se entretienen violando con harta frecuencia los Derechos Humanos de los lugareños; que realizan sus incursiones al estruendoso ritmo de canciones “heavy metal” y tienen el hábito de consumir drogas, tal vez para suplir la falta de verdadero coraje de la que adolecen (¿será ésta una forma de aquella “embriaguez” de la que Davenport hacía apología?).

         Al respecto, resultan por demás de elocuentes la difusión de los suicidios entre tan desconcertada e indisciplinada tropa. No olvidemos que las Fuerzas Armadas estadounidenses se vieron compelidas a enviar, junto con sus contingentes, todo un “ejército” de psicólogos y psiquiatras, para que asistieran a esos desdichados.

         Desde el frío punto de vista de la eficiencia militar, también viene en aval de nuestra crítica el hecho de que, ni con la terrible superioridad material y tecnológica de la que gozan las tropas estadounidenses, ni con todo ese profesionalismo sin alma del que gustan “cacarear”, sean éstas capaces de controlar efectivamente la “caja de pandora” que las ambiciones de sus comandantes civiles y militares les han hecho abrir…[28]

         El auténtico militar argentino se encuentra a segura cubierta de este tipo de groseros errores y de las graves desviaciones a que los mismos dan lugar, gracias a la ejemplaridad del máximo Soldado y Comandante que haya dado a luz nuestro terruño, el Gral. San Martín. En él, cuyas acciones militares fueron irremisiblemente coronadas por la Victoria, tiene su referencia “de cabecera”. Resulta propicio, entonces, cerrar el presente trabajo con algunas de sus sentencias más aleccionadoras:

         “Mi vida es lo menos reservado que poseo; la he consagrado a vuestra seguridad; la perderé con placer por tan digno objeto”.

         “Desde el momento que presté mis primeros servicios a la América del Sud, no me ha acompañado otro objeto que su felicidad. Este es el norte que me ha dirigido y dirigirá hasta el fin de mis días”.

         “El amor a la Patria me hace echar sobre mí toda la responsabilidad si contribuyo a salvarla, aunque después me ahorquen”.

         “Ningún sacrificio ha sido grande para mi corazón, porque aún el esplendor de la victoria es una ventaja subalterna para quien sólo suspira por el bien de los pueblos”.[29]



[1]Para Lippmann, esto no sólo era posible sino también necesario y deseable. Puesto que, según él, los pueblos eran incapaces de conocer y manejar los intereses comunes de la sociedad, cuya gestión, en consecuencia, debía quedar en manos de una “clase especializada”.

   En nuestra opinión, estos conceptos dejan más que en claro cuán escéptico era Lippmann respecto de la viabilidad y la conveniencia de una verdadera democracia. Pero también cuánto apreciaba la utilidad de mantener una suerte de “fachada” democrática (nunca se atrevió a proclamar la necesidad de implementar abiertamente una forma de gobierno aristocrática ni a justificar la legitimidad de la que gozaría la misma).

   Tal como han observado distintos autores (verbigracia: Noam Chomsky en su ensayo “Fabricando el Consenso” y Adrián Salbuchi en su libro “El Cerebro del Mundo - La Cara Oculta de la Globalización”), las ideas de Lippmann fueron instrumentadas en su propio beneficio por las “élites” de los E.E.U.U., en un sentido oligárquico y plutocrático (utilizamos estas expresiones en su sentido clásico).

   Resulta muy elocuente, respecto de las verdaderas intenciones de Lippmann, el hecho de que él mismo pertenecía a dicha “élites” (considerado por muchos como el “decano” de los periodistas de su país, fue miembro del Council on Foreign Relations y Directos de la revista “Foreign Affaire”).

[2]Al sacerdote católico romano, su “trabajo” u “ocupación”, le exige renunciar al matrimonio y a las relaciones sexuales (que son, como es obvio, aspectos privados).

   Pero el caso del militar es, desde cierto punto de vista, más claro aún. Porque la “actividad” que le es propia, eventualmente, le va a exigir ofrendar nada menos que su vida.

[3]Dicho esto en otras palabras: la priorización del afán de preservar su propia vida, constituye un obstáculo grave para el desarrollo de su vocación y la ejecución abnegada y eficiente de sus deberes.

[4]Esto no es puramente retórico.

   Formados bajo semejantes consignas y arengados de ese modo, el regimiento de asalto a cargo de von der Heydte, no obstante estar integrado mayoritariamente por jóvenes con poca experiencia en combate y pese a que se encontraba en una ostensible desventaja numérica y de equipamiento frente a las tropas británicas y griegas que defendían Creta, fue capaz de tomar la isla, lanzándose en paracaídas sobre la misma y ofrendando la vida de 4.000 de sus miembros.

[5]Dedicado, principalmente, a la descripción de un Estado ideal.

[6]De la misma manera, Platón caracterizaba al estamento político con el valor de la sabiduría y al estamento económico con el valor de la templanza.

[7]No se cometa aquí el error de pensar que se trata simplemente de una cuestión terminológica.

   Las palabras portan ideas y conceptos. Son verdaderos “envases” de significados y connotaciones, tan capaces de despertar, orientar, condicionar o desviar nuestro pensamiento, como de excitar nuestras fibras sensibles y emocionales.

   Tal es su importancia que el líder soviético José Stalin no dudó en sentenciar: “Las palabras son balas”.

[8]Esto no significa, de ninguna manera, que avalemos las bajas pagas (en muchos casos, verdaderamente miserables) con las que, en la Argentina de hoy, se injuria y desmoraliza a muchos de los involucrados en este tipo de “ocupaciones especiales”.

   El monto de las pagas debe alcanzar para costear las condiciones que hacen a una vida digna. Y deben ser acordes con la importancia del servicio prestado a la Comunidad y el Estado.

   Simplemente queremos poner las cosas en su quicio, corregir el grueso error conceptual en el que -a nuestro juicio- a incurrido Davenport y reivindicar el acendrado “espíritu de servicio” que debe animar a quienes participan de las “ocupaciones especiales”.

[9]No debe olvidarse que el Hombre, cuyo Bien constituye la verdadera finalidad de la Política, es -por su propia esencia- un ser social y “nacional”.

   Para lograr su Plenitud y Felicidad, debe vivir en Comunidad y no en cualquier Comunidad, sino en aquella a la que, por todo un entramado de vínculos diversos (étnicos, culturales, religiosos, históricos, territoriales, etc.), pertenece.

   Asimismo, el logro de dicha Plenitud tampoco se conforma con que se viva en Comunidad de cualquier manera. Sino que exige la renuncia del “Yo” a todo egoísmo y su puesta al servicio amoroso del “Nosotros” comunitario.

[10]Estamos hablando de la guerra como hecho social, colectivo e institucional. Y es desde este punto de vista que ensayamos nuestras consideraciones. Es por ello que corresponde dejar de lado aquí la cuestión de los Crímenes contra la Humanidad, cuya responsabilidad penal se adjudica en forma individual a sus autores ideológicos y materiales, cómplices, etc., independientemente de los cargos que eventualmente ocupen y de la condición pública que revistan.

   Además, no en toda guerra se cometen Crímenes de Lesa Humanidad, ni todos los delitos de este tipo se cometen en el marco de un conflicto bélico.

   Tampoco toda infracción de los deberes morales y jurídicos exigidos del Bien Común General de la Humanidad constituyen Crímenes contra la Humanidad. De hecho, muchas de dichas infracciones, ni siquiera comportan delitos tipificados por el Derecho Penal.

   La alusión a este tema que hace Davenport al momento de ensayar su fallida definición del “cliente” de los militares, no hace más que agregar confusión y propiciar equívocos.

[11]Davenport parece desconocer el viejo principio de distribución de las actividades necesarias para la subsistencia y el desarrollo de una Comunidad Organizada.

   Es cierto que todas esas actividades deben estar orientadas al Bien de la Comunidad (de hecho, la legitimidad y la importancia de una determinada actividad se miden según los beneficios que la misma aporte en tal sentido). Pero no menos cierto es que dicho Bien Común exige una clara distinción y una justa distribución de las actividades que se deben realizar.

   Por otra parte, Davenport vertió la aseveración que criticamos cuando se encontraba dedicado a la delimitación del objeto específico de la ocupación militar.

[12]Lo que equivaldría a destruir el “medio ambiente social y político” natural del Hombre, así como convertir a la Humanidad en una masa amorfa e indiferenciada, por la enervación de sus partes componentes.

[13]Acotamos, a título ejemplificativo, las siguientes declaraciones:

   “…El resultado es una red de instituciones que en su conjunto expresan la realidad de la interdependencia internacional. Esa red (…) no es una condición estática sino dinámica; implica la expansión progresiva del alcance de la autoridad detentada por distintos cuerpos, instigando el surgimiento, paso a paso, de lo que en verdad conforma una estructura rudimentaria gubernamental confederal de alcances mundiales” (Zbigniew Brzezinski).

   “En pocas palabras, la ‘casa del orden mundial’ tendrá que ser construida desde abajo para arriba (…) impulsando una carrera final alrededor de la soberanía nacional, erosionándola pedazo a pedazo, con lo que se logrará mucho más que con el anticuado método del asalto frontal” (Richard Gardner).

   (Estas citas fueron tomadas de: Salbuchi, Adrián, “El Cerebro del Mundo - La Cara Oculta de la Globalización”, Ediciones del Copista, Córdoba, 2.005, págs. 257 y 445, respectivamente).

[14]¿Quiénes podrán ser los enemigos de la Humanidad? ¿Los animales? ¿Los robots? ¿Alguna especie extra-terrestre, tal vez? ¿O tendremos enemigos de la Humanidad, ¡humanos! pero “menos humanos” que los demás, “a la carta”, según las conveniencias de turno del Nuevo Orden Mundial? Esa película ya la vimos…

[15]Al respecto, cabe aclarar que la capacidad industrial alemana, a principios de 1.945, a pesar de la devastación sufrida y lo inminente de la derrota, era un 5 % más elevada que la registrada en 1.939, cuando comenzaron las hostilidades.

[16]Dichas medidas fueron extraídas de manera fragmentaria del plan que había elaborado Henry Morgenthau (h.), Secretario del Tesoro del Presidente Franklin D. Roosevelt, inspirándose en las terribles proposiciones que Theodore Nathan Kauffman había volcado, en 1.941, en su libro “Germany must perish!” (“¡Alemania debe perecer!).

   El “Plan Morgenthau” (que preveía la partición permanente del territorio alemán y su distribución entre los “Aliados”, así como la reducción por hambre de la población alemana a 1/3 y el desmantelamiento total de la industria germana) no pudo ser implementado (al menos, no de manera completa y en forma oficial) debido al ruidoso rechazo de la opinión pública estadounidense y a la necesidad geopolítica de evitar la expansión soviética sobre Europa occidental (de acuerdo con la distribución acordada por los líderes “aliados” en Yalta). Fue así que se instrumentó el “Plan Marshall”.

[17]Conforme:

   - Bacque, James, “Other Loses” (“Otras pérdidas”).

   - Bacque, James, “Crimes and mercies” (“Crímenes y misericordias”).

   - De Zayas, Alfred M., “Los angloamericanos y la expulsión de los alemanes. 1.944-1.947”.

[18]Citado por: Bruno, Cayetano, “Creo en la Vida Eterna, el ocaso cristiano de los próceres”, Ediciones Didascalia, Tomo I, 2ª Edición, Rosario, 1.992, pág. 29.

[19]A fin de entender en forma cabal cómo las aludidas “vivencias comunes intensas” contribuyen a forjar la verdadera “camaradería” castrense, así como de dimensionar plenamente la sorprendente profundidad que las mismas confieren a ésta, conviene citar las palabras que Oswald Spengler dedicara al tema:

   “Contemplad una bandada de pájaros volando en el éter; ved cómo asciende siempre en la misma forma, cómo torna, cómo planea y baja, cómo va a perderse en la lejanía; y sentiréis la exactitud vegetativa, el tono objetivo, el carácter colectivo de ese movimiento complejo, que no necesita el puente de la intelección para unir el yo con el tú… Así se forja la unidad profunda de un regimiento cuando se precipita como una tromba contra el fuego enemigo…” (Spengler, Oswald, “Decadencia de Occidente”).

[20]Tristemente, nuestro país ofrece un ejemplo reciente de falta de apoyo por parte de la Comunidad (apoyo, éste, que, desde luego, va muchísimo más allá de las ovaciones y las “palmaditas en la espalda”). Se trata de los ex Combatientes de la Guerra de Malvinas, sean éstos militares o civiles.

   La falta de un apoyo serio y comprometido por parte de la Comunidad (salvo excepciones, que siempre las hay) propició la mayor o menor indiferencia (según los casos, pero indiferencia al fin) con que se manejaron los Gobernantes que se han turnado desde 1.982 en adelante, frente a este delicado tema.

   Las consecuencias de ello están a la vista: con el correr de los años se han multiplicado los casos de trastornos mentales (principalmente, por depresión nerviosa) e, incluso, de suicidios entre los aludidos ex Combatientes (lo que ha sucedido mayoritariamente entre los conscriptos civiles que participaron del conflicto).

[21]Ortega y Gasset, José, “La Rebelión de las Masas”, Editorial Planeta - Agostini, Colección “Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo”, España, 1.993, pág. 205.

[22]Ortega y Gasset, José, obra citada, pág. 207.

[23]Resulta pertinente citar aquí las apreciaciones que sobre el particular ha vertido el escritor y periodista mexicano Salvador Borrego, para quien “pese a sus cenizas de destrucción, la guerra también es creadora. No fueron los reposados y sabios senadores los que forjaron el Imperio Romano, sino la espada de César y el empuje de sus legiones; no fueron sólo los siete sabios de Grecia los que hicieron de Grecia el corazón de una época y de una civilización, sino el arrojo espartano de sus guerreros”.

[24]Ortega y Gasset, José, obra citada, págs. 205 y 206.

[25]No entraremos aquí en la compleja cuestión de si el ideal “kantiano” de la “paz perpetua” es, por un lado, posible y, por el otro, bueno y -por ende- deseable.

   Semejante cuestionamiento nos alejaría demasiado de los temas sobre los que nos hemos propuesto discurrir en el presente trabajo.

   Sólo acotaremos, en atención a aquellos que desconocen la existencia de la cuestión aludida, que, paralelamente a los que postulan el ideal de la “paz perpetua” como factible y deseable, existen muchos pensadores que no sólo entienden que es imposible materializar un estado semejante, sino que, a la vez, consideran que tal orden de cosas sería negativo para los hombres.

   El propio Ortega y Gasset, no obstante los reparos que tenía frente al “pacifismo” infantil de algunos de sus contemporáneos, se enrolaba dentro del primer grupo. Pensaba que la guerra podía llegar a ser substituida, en algún momento, si se creaba y desarrollaba un Derecho Internacional práctico y flexible, que arraigue en el comportamiento de los Pueblos, a modo de usos y costumbres. Esta postura no le impedía al pensador español reconocer -como hemos visto que lo hacía- los méritos históricos de la guerra.

   Dentro del segundo grupo encontramos, entre muchos otros, a G. Hegel, F. Nietzsche, J. Fichte, O. Spengler y G. Le Bon. Este último, que es el “padre” de la Psicología Política, sostenía: “La paz perpetua es un sueño, y ni siquiera un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden universal creado por Dios y en ella se desarrollan las más nobles virtudes del hombre: el valor, el espíritu de sacrificio, la lealtad y la ofrenda de la propia vida. Sin la guerra el mundo se hundiría en el fango del materialismo” (respuesta a un folleto pacifista del Instituto de Derecho Internacional “von Moltke”).

[26]Que nadie se llame a confusión: en rigor de verdad, aún no hemos salido de dicha crisis. Porque de una crisis se sale realmente con la elaboración y la instauración de un nuevo modelo (de vida, cultural, político, etc.) que resulta superador del que ha colapsado. Cosa que todavía no se ha producido (la así llamada “Post-modernidad” no es más que el panorama desolado que ha quedado tras la ruina de la “Modernidad”; es el “cadáver” putrefacto del “Modernismo”).

[27]Por ejemplo, la “taquillera” documental para cine dirigida por el estadounidense Michael Moore, titulada “Fahrenheit 9/11”, aparecida hace unos pocos años.

   Independientemente de las evidentes motivaciones “electoralistas” a las que obedeció su rodaje, la película documenta en forma muy ilustrativa la situación y las características de las tropas norteamericanas estacionadas en Afganistán e Irak.

[28]La victoria militar suele exigir una adhesión auténtica del combatiente a los valores típicamente castrenses, así como su genuina convicción en la justicia que legitima su causa.

   Es en este espíritu en el que se debe formar a las tropas. Sólo de él brota el auténtico “profesionalismo” militar.

   El recurso barato de “actuar éticamente” no por amor y convicción, sino por meras razones pragmáticas y utilitarias, tan común en el mundo de los negocios de hoy, aquí no surte efecto alguno. El militar debe adherir desde lo más hondo de su persona a los valores que rigen metafísicamente su actividad, al ideal de su particular vocación. No es posible enfrentar adecuadamente los sufrimientos extremos de la guerra ni, mucho menos, la muerte sin esa adhesión total, sin esa franqueza radical ante uno mismo…

[29]Las citas del Gral. San Martín han sido tomadas de la página “web” del Instituto Nacional Sanmartiniano.

Fuente
Colaboración directa del autor

Volver a Página de Inicio de Ediciones 2001