Nunca le dijimos que no podía

Mi hijo Joey nació con los pies torcidos hacia arriba y las plantas apoyadas en el vientre. Siendo madre primeriza, eso me pareció extraño, pero no sabía qué significaba, en realidad. Pero Joey había nacido con pie zopo.

Los médicos nos aseguraron que , debidamente tratado, podría caminar en forma normal, aunque era probable que tuviera dificultades para correr. Joey pasó sus tres primeros años de vida entre operaciones, yesos, aparatos ortopédicos. Sus piernas fueron masajeadas y ejercitadas. En realidad, quien lo hubiera visto caminar a los siete u ocho años, no habría adivinado que tenía un problema.

Si caminaba mucho (en el parque de diversiones o en el zoológico, por ejemplo), se quejaba de cansancio y dolor en las piernas. Entonces nos deteníamos a descansar y conversábamos de lo que habíamos visto, tomando un refresco o un helado. Nunca le dijimos por qué le dolían las piernas ni por qué eran débiles. No le explicamos que eso era de esperar a causa de su deformidad congénita. Y como no se lo dijimos, él lo ignoraba.

Los chicos del barrio jugaban corriendo, como casi todos los niños. Al verlos, Joey se levantaba de un salto y corría a jugar también. Nunca le dijimos que probablemente no pudiera correr tan bien como los otros. No le explicamos que era distinto. Y como no se lo dijimos, él lo ignoraba.

En séptimo grado, decidió que ingresaría en el equipo de cross-country. Se entrenaba todos los días con el grupo. Parecía esforzarse más que ninguno de los otros. Quizá percibía que ciertas facultades, naturales en tanta gente, no lo eran para él. No le dijimos que, si bien podía correr, probablemente sería siempre el último. Que no debía hacerse ilusiones de integrar el equipo. Ese equipo está formado por los siete mejores corredores de la escuela. Aunque corra todo el grupo, sólo esos siete pueden anotar puntos para la escuela. Y como no le explicamos que probablemente jamás integraría el equipo, él lo ignoraba.

Siguió corriendo entre seis y ocho kilómetros diarios todos los días. Jamás olvidaré aquella vez en que tuvo una fiebre de treinta y ocho grados. No quiso quedarse en casa porque tenía práctica de cross-country. Yo pasé el día preocupada por él. Esperaba que en cualquier momento me llamaran de la escuela para pedirme que fuera a buscarlo. No hubo tal comunicación.

Al terminar el horario de clase fui a la zona de entrenamiento, pensando que, si me veía allí, tal vez decidiera omitir la práctica de la tarde. Lo encontré corriendo por una calle bordeada de árboles, completamente solo. Puse el coche a su lado y lo acompañé a baja velocidad para preguntarle cómo se sentía.

-Bien- me dijo.
Sólo le faltaban tres kilómetros más. El sudor le corría por la cara y tenía los ojos vidriosos por la fiebre. Sin embargo, mantenía la vista fija hacia adelante y seguía corriendo. Nunca le dijimos que no podía correr seis kilómetros con una fiebre de treinta y ocho grados. Y como no se lo explicamos, él lo ignoraba.

Dos semanas después, en vísperas de las carreras de la temporada, se anunciaron los nombres de quienes integrarían el equipo. Joe figuraba sexto en la lista. Había logrado entrar en el equipo. Estaba en séptimo grado, mientras que los otros seis miembros eran del octavo. Nunca le dijimos que probablemente no llegara a integrar el equipo.

Nunca le explicamos que no podía. Y como no se lo dijimos, él lo ignoraba.

Simplemente, pudo.

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