Cuentan los hombres dignos de fe
(pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de
Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un
laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a
entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la
confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de
Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en
el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la
tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no
profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia
tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún
día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los
reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió
sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y
lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y
sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de
bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien
que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar,
ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo
abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea
con Aquél que no muere.
[1] Ésta es la historia que el rector divulgó desde el púlpito, en el relato Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, del mismo autor. (KRNV)