VER AL HOMBRE INVISIBLE
Robert Silverberg
Entonces me
juzgaron culpable, me declararon invisible por espacio de un año, a partir del
11 de mayo del año de gracia de 2104, y me llevaron a una habitación oscura
situada bajo el tribunal para imprimirme la marca en la frente antes de dejarme
libre.
Dos rufianes
pagados por el municipio se encargaron del trabajo. Uno de ellos me arrojó
sobre la silla, mientras el otro alzaba el hierro de marcar.
—No te
dolerá nada —dijo aquel mono babeante al ponerme la marca en la frente. Y en
efecto, noté cierto frescor y eso fue todo.
—Y ahora,
¿qué ocurre? —pregunté.
Pero no hubo
respuesta y ambos se alejaron de mí, saliendo de la habitación sin decir una
palabra. La puerta quedó abierta. Estaba libre para marcharme o para quedarme y
pudrirme allí si lo deseaba. Nadie me hablaría ni me miraría más de una vez,
sólo lo suficiente para ver la señal en mi frente. Yo era invisible.
Debe
entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metafórica. Seguía
conservando mi solidez corporal. La gente podía verme, pero se negaría a
verme.
¿Un castigo
absurdo? Tal vez. Pero, claro, también el crimen era absurdo. Un crimen de
frialdad. Me había negado a compartir la carga de mi prójimo. Había
transgredido la ley en cuatro ocasiones. El castigo de ese crimen era la
invisibilidad durante un año. Se había presentado la denuncia y celebrado el
juicio, y ahora se me había aplicado la señal.
Yo era
invisible.
Salí al
mundo del calor.
Ya había caído
la lluvia de la tarde. Las calles de la ciudad se secaban y hasta mí llegaba el
olor de la vegetación en crecimiento desde los jardines colgantes. Hombres y
mujeres se dedicaban a sus tareas. Yo caminaba entre ellos, pero no me hacían
ningún caso.
El castigo
por hablar con un hombre invisible es la invisibilidad, un mes, un año o más,
según la gravedad de la ofensa. De esto depende todo el concepto. Me pregunté
con qué rigidez se cumpliría la regla.
Pronto lo
descubrí.
Me metí en
un ascensor y dejé que me subieran hasta el Jardín Colgante más próximo. Era
el Once, el jardín de los cactus. Aquellas formas curiosas y retorcidas se
adecuaban a mi estado de ánimo. Salí al descansillo y avancé hacia el
mostrador de recepción para sacar mi entrada. Una mujer de rostro blanco y ojos
vacíos estaba tras el mostrador.
Coloqué
sobre él una moneda. Una sombra de terror, que se desvaneció rápidamente, pasó
por sus ojos.
—Una
entrada —dije.
No hubo
respuesta. La gente hacía cola tras de mí. Repetí la petición. La mujer alzó
la vista impotente y luego miró sobre mi hombro izquierdo. Una mano se extendió
y otra moneda fue depositada en la mesa. Ella la tomó y entregó al hombre su
entrada. Éste la introdujo en la ranura y pasó.
—Yo también
quiero una —insistí con voz tensa.
Otros me
fueron apartando a un lado. Sin una palabra de disculpa. Empecé a comprender el
significado de mi invisibilidad. Me trataban literalmente como si no me vieran.
Hay ciertas
ventajas que compensan. Pasé detrás del mostrador y yo mismo me serví una
ficha sin pagarla. Puesto que era invisible, nadie podía detenerme. Metí la
ficha en la ranura y entré en el jardín.
Pero los
cactus me aburrían. Un inexplicable malestar me abrumó y ya no sentí deseos
de quedarme. Al salir apreté el dedo contra una espina. Brotó la sangre. Al
menos los cactus seguían reconociendo mi existencia. Aunque sólo fuera para
sacarme sangre.
Volví a mi
apartamento. Los libros me esperaban, pero no sentía interés por ellos. Me
tendí en la estrecha cama y puse en actividad el energizador para combatir la
extraña lasitud que me afligía. Pensé en mi invisibilidad.
No seria tan
duro, me dije. Jamás había dependido totalmente de otros seres humanos. En
realidad, ¿no había sido sentenciado en primer lugar por frialdad hacia mis
congéneres? Entonces, ¿qué necesidad tenía de ellos ahora? ¡Que me
ignoraran!
Seria un
descanso. Después de todo, tenia un año de respiro en cuanto al trabajo. Los
hombres invisibles no trabajaban. ¿Cómo iban a hacerlo? ¿Quién acudiría a
consultar a un doctor invisible, o contrataría a un abogado invisible para que
le representara, o entregaría un documento para archivar a un empleado
invisible? Por tanto, nada de trabajo. Ni ingresos tampoco, naturalmente. Pero
los propietarios no cobraban alquiler a los hombres invisibles. Estos iban a
donde querían y no pagaban nada. Acababa de comprobarlo en los Jardines
Colgantes.
La
invisibilidad podía resultar divertida en sociedad, pensé. Me habían
sentenciado tan sólo a una cura de descanso de un año. Estaba seguro de que la
disfrutaría.
No obstante,
había algunos inconvenientes prácticos. La primera noche de mi invisibilidad
fui al mejor restaurante de la ciudad. Pensaba pedir los platos más caros, una
comida de cien unidades, y luego me desvanecería convenientemente antes de la
presentación de la cuenta.
Estaba
confundido. Ni siquiera llegué a sentarme. Esperé en la puerta media hora,
mientras pasaba junto a mí una y otra vez un maitre d'hotel que,
indudablemente, se había enfrentado muchas veces a la misma situación.
Comprendí que ocupar una mesa no me serviría de nada. Ningún camarero me
atendería.
Claro que podía
entrar en la cocina y servirme lo que quisiera. Podía perturbar la rutina de
trabajo del restaurante. Pero me decidí en contra. La sociedad tiene sus modos
de protegerse contra los invisibles. No mediante un castigo directo, por
supuesto, ni con una defensa intencional. ¿Pero quién impugnaría la afirmación
de un chef de que no había visto a nadie ante él cuando se le cayó el puchero
de agua hirviendo contra la pared? La invisibilidad era la invisibilidad, como
una espada de dos filos.
Salí del
restaurante.
Comí en el
automático más cercano. Luego cogí una autotaxi hasta casa. Las máquinas,
como los cactus, no discriminaban a los de mi clase. Sin embargo, me dije,
serian una compañía muy aburrida durante todo un año.
Aquella noche
dormí muy mal.
La segunda
jornada de mi invisibilidad fue un día de tanteos y descubrimientos .
Me fui a dar
un largo paseo, cuidando de mantenerme en los senderos de peatones. Había oído
historias sobre los tipos que disfrutaban atropellando a los que llevan la marca
de la invisibilidad en la frente. Porque no hay recurso contra ellos, ni
castigo. Mi situación tiene sus peligros, peligros intencionados.
Caminé por
las calles, viendo cómo se abría la multitud para dejarme paso. Yo pasaba
entre ellos como un microtomo entre las células. Estaban bien entrenados. A
mediodía, vi a mi primer compañero invisible. Era un hombre alto, de mediana
edad, grueso y digno, que llevaba la marca de la vergüenza en su frente
abombada. Su mirada se cruzó con la mía por un instante. Luego, pasó de
largo. Un hombre invisible, por supuesto, no puede ver a otro como él.
Me sentí
divertido, nada más. Aún saboreaba la novedad de este estilo de vida. Nada podía
herirme. Todavía no.
A última
hora del día, llegué a una de esas casas de baños donde las muchachas
trabajadoras pueden bañarse por un par de monedas. Sonreí maliciosamente y subí
las escaleras. El empleado de la puerta me lanzó apenas una mirada de
asombro—aquello fue un pequeño triunfo para mí—, pero no se atrevió a
detenerme.
Entré.
Me asaltó un
fuerte olor a jabón y sudor. Seguí adelante. Pasé por los vestuarios, donde
colgaban largas filas de monos grises, y se me ocurrió que podía sacar de esos
bolsillos todas las unidades que contuvieran. No lo hice. El robo pierde interés
cuando resulta demasiado fácil. Ya lo sabían los que imaginaron la
invisibilidad.
Seguí
adelante y entré en los baños propiamente dichos.
Había allí
cientos de mujeres. Muchachas núbiles, mujeres viejas o maduras. Algunas
enrojecieron. Otras sonrieron. Muchas me dieron la espalda. Pero todas tuvieron
cuidado de no demostrar una auténtica reacción ante mi presencia. Había
matronas supervisoras montando la guardia. ¿Y quién sabe si informarían de
que alguien se había dado indebida cuenta de la existencia de un invisible?
Así que las
observé mientras se bañaban. Observé quinientos pares de senos en movimiento,
cuerpos desnudos que brillaban bajo la ducha, una enorme masa de carne femenina
al descubierto. Mi reacción era confusa: por un lado, la sensación de haber
hecho algo malo al penetrar en aquel Sanctasanctórum sin que me detuvieran,
pero también, surgiendo lentamente en mi interior, una sensación de.. ¿Pena?
¿Aburrimiento? ¿Repulsión?
No era capaz
de analizarlo. Parecía como si una mano húmeda oprimiese mi cuello. Salí rápidamente.
El olor del agua jabonosa perduró en mi nariz durante muchas horas, y la visión
de la carne rosada persiguió mis sueños aquella noche. Comí solo en uno de
los automáticos. Empezaba a ver que la novedad del castigo se desvanecía muy
pronto.
A la tercera
semana, caí enfermo. Todo empezó con fiebre muy alta, dolor de estómago, vómitos
y otros síntomas de cariz muy feo. A medianoche, estaba seguro de que iba a
morir. Tenía unos retortijones intolerables y, cuando me arrastre hasta el
cuarto de baño, observé en el espejo que tenía el rostro contraído, verdoso
y cubierto de gotas de sudor. La marca de la invisibilidad destacaba como la luz
de un faro en mi frente pálida.
Me eché
durante algún tiempo sobre el suelo de baldosas, disfrutando de su frescura. De
pronto pensé: ¿Y si es el apéndice? ¿Y si se trata de ese resto prehistórico,
ridículo y anticuado? ¿Y si está inflamado y a punto de reventar?
Necesitaba un
médico.
El teléfono
estaba cubierto de polvo. No se habían molestado en desconectarlo, pero yo no
había llamado a nadie desde mi arresto, ni nadie se había atrevido a llamarme.
El castigo por telefonear a un invisible es la invisibilidad. Mis amigos, aunque
lo fueran, se mantenían aislados de todo contacto conmigo.
Cogí el teléfono
y pulsé los botones. Se encendió el panel, y el robot a su cargo preguntó:
—¿Con quién
quiere hablar, señor?
—¡Un médico!
—gemí.
—Por
supuesto, señor.
Palabras mecánicas,
suaves y corteses. No hay modo de declarar invisible a un robot; por lo tanto,
él si podía hablar conmigo.
La pantalla
se iluminó. Una voz habló en tono profesional:
—Vamos a
ver, ¿cuál es el problema?
—Dolor de
estómago. Tal vez apendicitis.
—Enviaré a
un hombre...
Se detuvo. En
mi angustia, yo había cometido el error de alzar el rostro. Sus ojos vinieron a
caer sobre la marca de la frente. La pantalla se ennegreció con la misma
rapidez que si yo fuera un leproso y extendiera mi mano para que él la besara.
—¡Doctor!
—supliqué .
Había
desaparecido. Enterré el rostro entre las manos. Esto era llevar las cosas
demasiado lejos, pensé. ¿Acaso el juramento hipocrático permitía tal
conducta? ¿ Es que un doctor tenia derecho a rechazar la súplica de ayuda de
un enfermo?
Hipócrates
no sabia nada de los invisibles. Nadie le pediría a un médico que atendiera a
un hombre invisible. Sencillamente, para la sociedad en general yo no existía.
Y el médico no puede diagnostica enfermedades en individuos inexistentes.
Quedaba,
pues, entregado a mis sufrimientos.
Era éste uno
de los rasgos menos atractivos de la invisibilidad. Uno podía entrar en la casa
de baños sin que nadie se lo impidiera, pero tampoco te impedían que gimieras
en el lecho del dolor. Una cosa compensa la otra. Y si por casualidad se te
perfora el apéndice, ¡vaya, qué lastima! Será un escarmiento para aquellos
que quieran seguir tu ejemplo!
No se me
perforó el apéndice. Sobreviví, aunque pasé mucho miedo. Un hombre es capaz
de sobrevivir sin conversación humana durante un año. Viaja en coches automáticos
y come en restaurantes automáticos. Pero no hay médicos automáticos. Por
primera vez, me sentí realmente un leproso ante la sociedad. Al convicto que
está en prisión se le concede el auxilio médico cuando se encuentra enfermo.
Mi crimen no había sido lo bastante grave para merecer la prisión, por eso no
me trataría ningún médico aunque enfermara. Era injusto. Maldije a los
diablos que habían inventado tal castigo. Tenía que enfrentarme a solas con
cada amanecer, tan solo como Robinson Crusoe en su isla, aquí, en medio de una
ciudad de doce millones de almas.
¿Cómo
describir mis altibajos de ánimo y los cambios constantes de mi espíritu
conforme iban transcurriendo los meses?
Había
ocasiones en que la invisibilidad suponía un gozo, una delicia, un tesoro. En
esos momentos de locura, me gloriaba el verme exento de las reglas que oprimen a
los hombres corrientes.
Robaba.
Entraba en las tiendas pequeñas y me apoderaba de las mercancías, mientras los
comerciantes, acobardados, temían impedírmelo por si se les acusaba de faltar
a las reglas de mi invisibilidad. Si hubiera sabido que el Estado les
reembolsaba de tales pérdidas, tal vez hubiera sentido menos placer. Pero robaría
igual.
Y entraba
donde quería. La casa de baños jamás me tentó de nuevo, pero sí otros
santuarios. Entraba en los hoteles y recorría los pasillos, abriendo las
puertas al azar. La mayoría de las habitaciones estaban vacías. Otras no.
Y como un
dios, yo lo observaba todo. Me iba endureciendo. Mi desdén por la sociedad
—el crimen principal que me condenó a la invisibilidad— seguía en aumento.
Me quedaba de
pie en las calles vacías durante los períodos de lluvia y gritaba a los
brillantes edificios que se alzaban a cada lado:
—¿Quién
os necesita? ¡Yo no! ¿Quién os necesita para nada?
Me burlaba de
ellos, me reía y les insultaba. Era una especie de locura, producida, supongo,
por la soledad. Entraba en los teatros —donde los felices comedores de loto
permanecían sentados en sus sillas, encantados ante las imágenes
tridimensionales— y me ponía a hacer cabriolas por los pasillos. Nadie se
atrevía a protestar contra mi. El brillo de la marca en mi frente les
aconsejaba que acallaran sus protestas, y eso hacían.
Había malos
momentos, buenos momentos, momentos en que me sentía un gigante y caminaba
rebosante de desprecio entre los imbéciles visibles. Y momentos de locura...,
he de admitirlo. El que ha pasado por la condición de invisibilidad
involuntaria a lo largo de varios meses es probable que quede algo
desequilibrado.
¿Los he
llamado momentos de paranoia? Maniaco-depresivos sería más adecuado. El péndulo
seguía su ritmo. Los días en que únicamente sentía desprecio por los idiotas
visibles que me rodeaban se equilibraban con los días en que el aislamiento me
abrumaba. Entonces recorría las calles interminablemente, hasta más allá de
las arcadas resplandecientes, y miraba las aceras, con sus luces de colores
brillantes. Ni un mendigo se me acercaba. ¿Sabían ustedes que todavía hay
mendigos en nuestro fabuloso siglo? Hasta que me declararon invisible, tampoco
yo lo supe. Fue entonces cuando mis largos paseos me llevaron a los barrios
pobres, donde todo no era tan brillante y donde los viejos de rostro barbudo y
desaseado piden limosna.
Pero nadie me
pidió una moneda. Sólo una vez se me acercó un ciego.
—¡Por el
amor de Dios' —gimió—. Ayúdeme a comprarme unos ojo nuevos en el banco de
ojos.
Eran las
primeras palabras que me dirigía un ser humano el muchos meses. Empecé a
buscar dinero en los bolsillos, con el propósito de darle todas las unidades
que llevara como muestra de gratitud. ¿Por qué no? Podía conseguir muchas más
sin otro esfuerzo que el de cogerlas. Antes de que llegara a sacar el dinero, un
figura de pesadilla introdujo entre los dos sus muletas. Oí que susurraba una
sola palabra: " Invisible". Y ambos se largaron como dos ratones
asustados. Quedé allí en pie, ofreciendo estúpidamente mi dinero.
Ni siquiera
los mendigos. ¡Malditos los que inventasteis este tormento!
De nuevo fui
serenándome. Toda mi arrogancia se desvaneció. Ahora estaba solo. ¿Quién
podría acusarme de frialdad? Me había convertido en un hombre blando, patéticamente
ansioso de un palabra, una sonrisa, una mano amistosa. Ya llevaba seis meses de
invisibilidad.
¡Cómo la
odiaba para entonces! Sus placeres eran vacíos, su tormento insoportable. Me
preguntaba si lograría sobrevivir los seis meses restantes. Créanme, en
aquellas horas negras, la idea del suicidio no me era extraña.
Finalmente,
cometí una gran estupidez. En uno de mis interminables paseos, me encontré con
otro invisible, quizás el tercero o el cuarto, no más, que había visto en
seis meses. Como en los encuentros anteriores, nuestras miradas se cruzaron con
temor, sólo un instante. Luego, él bajó la suya hasta el suelo, me cedió el
paso y siguió caminando. Era un hombre que no tendría más de cuarenta años,
con el pelo oscuro y rizado y un rostro flaco y alargado. Tenía aspecto de
erudito, y me pregunté qué habría hecho para merecer tal castigo. Casi me
venció el deseo de correr tras él y preguntárselo, saber su nombre, hablar
con él y abrazarle.
Cosas todas
prohibidas a la humanidad. Nadie tendrá el menor contacto con un invisible, ni
siquiera otro invisible. Especialmente otro invisible. La sociedad no siente el
menor deseo de fomentar una unión secreta, la camaradería entre sus parias.
Yo lo sabía
muy bien.
Sin embargo,
me volví y le seguí.
A lo largo de
tres manzanas le seguí lentamente, manteniéndome a unos veinte o cincuenta
pasos detrás de él. Los robots de seguridad parecían encontrarse en todas
partes, con sus antenas listas para detectar cualquier infracción, y yo no me
atrevía a hacer nada. Por fin, se metió por una calle lateral, gris y
polvorienta, que al menos tenia cinco siglos, y empezó a caminar con el paso típico
del invisible, propio del que no va a ninguna parte. Me acerqué a él.
—Por favor
—dije en voz muy baja—, nadie nos verá aquí. Podemos hablar. Me llamo...
Giró en
redondo, con ojos aterrados. El rostro muy pálido. Me miró atónito por un
instante. En seguida, saltó hacia adelante, como para huir, escurriéndose a un
lado
Le bloqueé
el paso.
—Espere
—dije—. No tenga miedo, por favor.
Intentó
pasar, sin embargo. Le puse la mano en el hombro Luchó por liberarse.
—Sólo una
palabra —le rogué.
Ni una. Ni
siquiera un "Déjeme en paz" pronunciado con voz ronca. Consiguió
esquivarme y corrió calle abajo. Sus pisadas se fueron haciendo cada vez menos
sonoras, hasta que llegó a la esquina y dio la vuelta a la misma. Yo seguía
mirando hacia allí, vencido por la soledad.
Y el temor,
además. Él no había faltado a las reglas de la invisibilidad, pero yo sí. Le
había visto. Tal vez eso me supusiera un castigo, la prolongación de mi
sentencia de invisibilidad. Miré en torno ansiosamente. No había robots de
seguridad a la vista. Ni uno.
Estaba solo.
Volví sobre
mis pasos, tratando de tranquilizarme, y seguí por la calle. Gradualmente
recuperé el control. Comprendí que había cometido una imperdonable tontería.
La estupidez de mi acción me molestó, pero todavía más su aspecto
sentimental. Extender la mano con aquel pánico a otro invisible; admitir
abiertamente mi soledad, mi necesidad... ¡No! Eso significaba que la sociedad
estaba ganando. Y yo no podía soportarlo.
Me hallé de
nuevo cerca del jardín de los cactus. Tomé el ascensor, le cogí una ficha al
empleado y entré en él. Busqué por unos momentos y encontré al fin un cactus
espectacular, muy retorcido, de unos dos metros y medio de altura. Un monstruo
espinoso. Lo saqué de su maceta, rompí aquellos miembros angulosos en
fragmentos, llenándome las manos de espinas. La gente simulaba no verme. Me
saqué las espinas de las palmas y, con las manos ensangrentadas, bajé de nuevo
en el ascensor, otra vez aislado, de un modo sublime, en mi invisibilidad.
Pasó el
octavo mes, el noveno y el décimo. La ronda de estaciones había efectuado casi
su giro completo. La primavera había dado paso a un verano suave, éste a un
crudo otoño, y el otoño al invierno con sus nevadas quincenales, todavía
permitidas por razones estéticas. El invierno había terminado ya. En los
parques, los árboles se llenaban de botones de verdor. Los del control del
tiempo programaron las lluvias hasta tres veces diarias.
Mi sentencia
se acercaba a su fin.
En los meses
finales de invisibilidad, me había hundido en una especie de torpor. A mi
mente, entregada a sus propios recursos, ya no le interesaba pensar en las
implicaciones de mi situación, de modo que yo vivía día tras día en una
niebla confusa. Leía ansiosamente, sin seleccionar. Aristóteles una noche; la
Biblia al dia siguiente; un folleto de mecánica al otro. No retenía nada. Al
volver una página, la anterior se me borraba de la memoria.
Ya no me
esforzaba por disfrutar de las pocas ventajas de la invisibilidad, la emoción
del voyeur, la impresión fugaz de poder que surge del hecho de cometer
cualquier acción con un limitado temor al castigo. Y digo limitado, porque la
aprobación del Acta de Invisibilidad no había sido acompañada de un acta
contra la naturaleza humana. Pocos hombres dejarían de correr el riesgo de la
invisibilidad por proteger a sus esposas o hijos de las molestias de un
invisible. Nadie permitiría fríamente que un invisible le sacara los ojos.
Nadie toleraría la invasión de su hogar por parte de un invisible. Había
modos de evitar tales infracciones sin demostrar reconocer la existencia del
invisible, como ya he mencionado.
Sin embargo,
muchas cosas estaban a mi alcance. Me negué a probarlas. Dostoievski escribió
no sé dónde: " Si Dios no existe, todo está permitido". Yo enmendaría
sus palabras: Para el hombre invisible, todo está permitido... pero carece de
interés.
Pasaron los
meses, agotadores.
No contaba
los minutos que faltaban para mi liberación. Si he de ser sincero, la verdad es
que se me olvidó por completo el día en que terminaba mi condena. Estaba
leyendo en mi habitación, pasando las páginas aburrido, cuando sonó el
timbre.
No había
sonado en todo un ano. Casi se me había olvidado el significado de aquel
sonido.
Sin embargo,
abrí la puerta. Allí estaban los representantes de la ley. Sin pronunciar
palabra, rompieron el sello que unía la marca a mi frente. El emblema cayó,
haciéndose pedazos.
—Hola,
ciudadano—me dijeron entonces.
Asentí con
gravedad.
—Hola .
—Es el 11
de mayo de 2105. Su condena ha terminado. Queda incorporado de nuevo a la
sociedad. Ya ha pagado su deuda.
—Gracias.
—Venga a
tomar una copa con nosotros.
—Preferiría
no hacerlo.
—Es la
tradición. Venga.
Salí con
ellos. Sentía ahora la frente extrañamente desnuda y, al mirarme al espejo, vi
que había un punto pálido allí donde estuvo el emblema. Me llevaron a un bar
próximo y me invitaron a whisky sintético, puro y fuerte. El camarero me sonrió.
Alguien en el taburete inmediato me dio un golpecito en el hombro y me preguntó
cuál era mi favorito para las carreras de aviones a reacción del día
siguiente. No tenía la menor idea y así se lo dije.
—¿De
verdad? Yo apuesto por Kelso. Pagan cuatro a uno, pero tiene una arrancada
insuperable.
—Lo siento
—dije.
—Lleva
ausente algún tiempo—le comentó en voz baja uno de los del gobierno.
El eufemismo
era inconfundible. Mi vecino me miró la frente y asintió al ver el punto pálido.
Entonces me invitó también a una copa. Acepté, aunque ya sentía los efectos
de la primera. Era un ser humano otra vez. Volvía a ser visible.
No me atreví
a desairarle. Podrían haberme acusado de nuevo del crimen de frialdad. La
quinta ofensa habría significado cinco años de invisibilidad. Había aprendido
a ser humilde.
Regresar a la
visibilidad supuso una transición difícil, naturalmente. Viejos amigos con los
que reunirse, conversaciones que quedaron interrumpidas, relaciones que renovar.
Había sido un exiliado en mi propia ciudad durante un año, y volver nunca es fácil.
Por supuesto,
nadie aludía a mi periodo de invisibilidad. Lo consideraban como una enfermedad
que no es correcto mencionar. Hipocresía, pensaba yo. No obstante, la aceptaba.
Indudablemente todos trataban de no herir mis sentimientos. ¿Acaso se le dice a
un hombre a quien acaban de reemplazarle un estómago canceroso: "Me han
dicho que por poco te mueres"? ¿Acaso se le dice al hombre cuyo anciano
padre ha sido llevado al servicio de eutanasia: "De todas formas, ya estaba
muy viejo e inútil"?
No, claro que
no.
De modo que
había un espacio en blanco en nuestra experiencia compartida, un vacío, una
negrura. Lo que me dejaba muy poco de qué hablar con mis amigos sobre todo
porque había perdido por completo el arte de la conversación. El período de
reajuste supuso para mi toda una prueba.
Aun así
perseveré, pues ya no era la misma persona, altiva y fría, de antes de mi
condena. Había aprendido la humildad en la más dura de todas las escuelas.
Por supuesto,
de vez en cuando vislumbraba un invisible en las calles. Era imposible
evitarlos. Pero, con el adiestramiento tan duro que había tenido, apartaba la
vista de ellos, como si la mirada hubiera ido a caer momentáneamente en algo
sucio y asqueroso procedente de otro mundo.
Fue al cuarto
mes de mi retorno a la visibilidad cuando aprendí la lección definitiva de mi
sentencia. Andaba por los alrededores de la Torre de la Ciudad, ya que había
recuperado mi antiguo empleo en la sección de documentos del gobierno
municipal. Había terminado la jornada de trabajo y caminaba hacia el metro
cuando una mano surgió de entre la multitud y me cogió por el brazo.
—Por favor
—dijo una voz suave—, espere un minuto. No tenga miedo .
Alcé la
vista, asustado. En nuestra ciudad, los desconocidos no acostumbran a abordarle.
Vi el emblema
brillante de la invisibilidad en la frente del hombre. Y entonces le reconocí.
Era el hombre delgado al que me había dirigido, hacía más de medio año, en
aquella calle desierta. Había envejecido. Tenía una mirada salvaje, el pelo
salpicado de gris. Entonces quizá estuviera en el principio de su condena. Tal
vez ahora estuviera cerca del fin.
Me retenía
por el brazo. Yo temblaba. Esto no era una calle desierta. Era la plaza más
abarrotada de gente de la ciudad. Me solté de su mano y empecé a dar la
vuelta.
—¡No! ¡No
se vaya' —gritó—. ¿No tiene piedad de mí? Usted también ha pasado por
esto.
Di un paso
vacilante. De pronto, recordé que también yo le había gritado, que le había
rogado que no me rechazara. Recordé mi abrumadora soledad.
Di otro paso,
alejándome de él.
—¡Cobarde!
—chilló a mis espaldas—. ¡Hábleme! ¡Le desafío! ¡Hábleme, cobarde!
Era
demasiado. Me sentí conmovido. Lágrimas repentinas inundaron mis ojos, me volví
a él y le tendí la mano. Le cogí por la muñeca. El contacto pareció
electrizarle. Un momento después, le tenía en mis brazos, tratando de aliviar
con mi actitud parte de su tristeza.
Los robots de
seguridad nos cercaron. A él lo echaron a un lado, a mí me apresaron. Me
juzgarán de nuevo, y esta vez no será por un crimen de frialdad, sino por el
crimen del afecto. Tal vez me encuentren circunstancias atenuantes y me dejen en
libertad, tal vez no.
No me
importa. Si me condenan, esta vez llevaré mi invisibilidad como un glorioso
escudo de armas.