Las razones para escribir.
Si las palabras se gastaran, si la función que cumplen como garantía de un encuentro entre los hombres que no sea sólo choque de los cuerpos se agotara, nos quedaríamos huérfanos de ideas. Ellas dirigen nuestras acciones y permiten no sólo que nos apropiemos de nuestros actos, sino también que la acción tendida hacia el otro lo incluya como representación, lo constituya como presencia que nos arranca de la inmediatez a la cual la cotidianeidad nos impulsa.
La Argentina acaba de
salir del silencio al cual quedó reducida, en treinta años, dos veces: la primera por el terror, la segunda por los efectos de derrota que este terror ejerció sobre la subjetividad. En el primer caso quedaron enterradas, junto con los cuerpos insepultos, las palabras que acompañaban, de uno u otro modo, la esperanza de un país menos injusto.

Luego, las palabras se gastaron al levantarse la proscripción de pensar, porque se desperdiciaron oportunidades de darles el valor que tenían, y el pensamiento se fue vaciando de sus contenidos fundamentales. Y cuando las palabras se fueron degradando, el desgaste no sólo destruyó la confianza en el discurso político sino incluso en el discurso cotidiano: "¿Yo te juré amor eterno? ¿Acaso cuando convinimos ese contrato firmé algo?" La letra chiquita anula la letra grande, y hay que convertirse en un experto en el discurso para saber si el otro, cuando habla, nos dice exactamente lo que estamos escuchando.

Un país en el cual los hombres estuvieron ciegos durante demasiado tiempo y la Justicia miró sin pudor a quien le hacía el bien, salió del silencio. Primero como ruido: cacerolas y piquetes. Luego, trabajosamente, comenzando un balbuceo en el cual, al modo de alguien que luego de un accidente empieza a recobrar la memoria, con la reaparición de palabras perdidas: solidaridad, derecho civiles, derechos sociales, obligación hacia el semejante, enjuiciamiento moral de la corrupción, vergüenza, y, ¿por qué no? derecho al futuro. Soy parte de ese país, y creo profundamente en el valor de la palabra. Escribo porque creo en ese país, porque creo que aún podemos ser quienes somos, y no lamentarnos más por lo que dejamos de ser. No tengo autocomplacencia con las complicidades y engaños a los cuales nos dejamos arrastrar, pero sé que no todos somos responsables en igual medida de lo ocurrido, y que sólo transformando el ruido con el cual quebramos el silencio en un nuevo modelo discursivo que implique amor y respeto por el otro podremos quebrar lo que parece ser el destino al cual se nos ha condenado sin permitirnos emprender un camino nuevo. Por eso el Dolor País es la recuperación de la sensibilidad adormecida que aunque nos desgarre nos restituye a la vida .

SILVIA BLIECHMAR. Psicoanalista
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