LA PASIÓN DE CRISTO

 

 

SEGÚN ANNA EMMERICH. VERSIÓN CASTELLANA POR Marcelo -

 

“Si no conocéis cómo meditar en cosas elevadas y celestiales, apoyaos en la Pasión de Cristo, y voluntariamente habitad en sus sagradas heridas. Ya que si voláis devotamente a las heridas y preciosos estigmas de Jesús, sentiréis gran alivio en la tribulación'.

Imitación de Cristo, libro II, capít. I.

 

INTRODUCCIÓN

 En la tarde del 18 de Febrero de 1823, un amigo de la Hermana Emmerich fue hacia la cama, donde ella estaba tendida aparentemente durmiendo; y al estar muy conmocionado por la hermosa y dolorosa expresión de su semblante, se sintió interiormente inspirado para elevar su corazón fervientemente hacia Dios, y ofrecer la Pasión de Cristo al Padre Eterno, en unión con los sufrimientos de todos aquellos que han llevado su cruz tras él. Mientras hacía esta corta oración, casualmente fijó sus ojos por un momento sobre las manos estigmatizadas de la Hermana Emmerich. Ella inmediatamente las ocultó bajo el cubrecama, sobresaltándose como si alguien le hubiera dado un golpe. Él se sorprendió ante esto, y le preguntó “¿Qué te ha pasado?”. “Muchas cosas”, respondió, con tono elocuente. Mientras él iba considerando cual podía ser su significado, ella parecía dormida. Al final de cerca de un cuarto de hora, de repente empezó con todo el ansia de una persona teniendo una violenta pelea con otra, extendió ambos brazos, cerrando su mano, como si repeliera un enemigo parado en la parte izquierda de su cama, y exclamó con voz indignada: “¿Qué quieres decir con el contrato de Magdalum?”. Entonces comenzó hablando con el ardor de una persona que está siendo interrogado durante una disputa – “Sí, es aquel maldito espíritu – el mentiroso desde el comienzo – Satanás, que le está reprochando acerca del contrato de Magdalum, y otras cosas de la misma naturaleza, y dice que gastó todo ese dinero en sí mismo”.  Cuando se le preguntó: “¿Quién ha gastado dinero?¿A quién se le está hablando de esa manera? Ella replicó, “A Jesús, mi adorable Esposo, en el Monte de los Olivos”. De nuevo entonces se volvió hacia la izquierda, con gestos amenazadores, y exclamó: “¿Qué queréis decir, oh padre de las mentiras, con vuestro contrato de Magdalum? ¿No liberó veintisiete pobres prisioneros en Thirza, con el dinero proveniente de la venta de Magdalum? Yo lo vi, ¿y os atrevéis a decir que él ha traído confusión a todo el estado, extraviado a sus habitantes, y malgastado el dinero en el que fue vendida? ¡Pero vuestro tiempo ha llegado, maldito espíritu! Seréis encadenado, y el talón de él aplastará vuestra cabeza”.

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Aquí fue interrumpida por la entrada de otra persona; sus amigos pensaron que estaba en un delirio, y se compadecían de ella. La mañana siguiente reconoció que la noche anterior se había imaginado a sí misma siguiendo a nuestro Salvador hasta el Jardín de los Olivos, después de la institución de la Bendita Eucaristía, pero justo en el momento en que alguien había mirado los estigmas en sus manos con cierto grado de veneración, se sintió tan horrorizada de que esto fuera hecho en presencia de nuestro Señor, que apresuradamente las escondió, con un sentimiento de dolor. Ella entonces relató su visión sobre lo que tuvo lugar en el Jardín de los Olivos, y como ella continuó sus narraciones  en los días siguientes, el amigo que la estaba escuchando, fue capaz de conectar las diferentes escenas de la Pasión todas juntas. Pero como, durante la Pascua, ella también estaba conmemorando los combates de nuestro Señor con Satanás en el desierto, tuvo que soportar en su propia persona muchos sufrimientos y tentaciones. De ahí que hubiesen unas pocas pausas en la historia de la Pasión, la que, sin embargo, fue fácilmente completada por medio de algunas comunicaciones posteriores.

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Ella usualmente hablaba en Alemán común, pero en estado de éxtasis, su lenguaje se hacía mucho más puro, y sus narraciones tomaban parte de inmediato de una simplicidad como la de los niños y de una dignificada inspiración. Su amigo escribía todo lo que ella había dicho, apenas llegaba a sus propios aposentos; ya que era raro que pudiera tan siquiera tomar notas en su presencia. El Dador de todos los dones le otorgó memoria, celo, y fuerza para soportar mucha dificultad y fatiga, por lo que ha sido capaz de llevar este trabajo a término. Su conciencia le dice que ha hecho lo mejor, y humildemente pide al lector, si está satisfecho con los resultados de sus trabajos, que le otorguen las dádivas de una oración ocasional.

- M. F. B. El traductor al castellano de esta obra se suma a este pedido.-

 

CAPÍTULO I.

JESÚS EN EL JARDÍN DE LOS OLIVOS.

Cuando Jesús dejó el Cenáculo con los once apóstoles, después de la institución del Adorable Sacramento del Altar, su alma estaba profundamente oprimida y su pesar iba en aumento. Guió a los once, por un camino infrecuentado, al Valle de Josafat. Mientras dejaban la casa, miré la luna, la cual aún no se encontraba llena, elevándose enfrente de la montaña.

Nuestro Divino Señor, mientras caminaba con sus apóstoles por el valle, les dijo que aquí él un día regresaría para juzgar al mundo, pero no en estado de pobreza y humillación, como él entonces estaba, y que los hombres temblarían de miedo, y exclamarían: “Montañas, caigan sobre nosotros”. Sus discípulos no le entendieron, y pensaron, de ningún modo por primera vez aquella noche, que la debilidad y el agotamiento le habían afectado su cerebro. Les dijo a ellos de nuevo: “Todos ustedes se escandalizarán de mí esta noche, porque está escrito, ‘Golpearé a los pastores y las ovejas del rebaño se dispersarán’. Pero después de que sea levantado de nuevo, iré antes de ustedes a Galilea.”

Los apóstoles estaban aún en cierto modo animados por el espíritu del entusiasmo y la devoción con los que su recepción del Sagrado Sacramento y las solemnes y emotivas palabras de Jesús los había inspirado. Ellos ansiosamente se congregaron alrededor de él, y le expresaron su amor en miles de formas diferentes, seriamente afirmando que nunca lo abandonarían. Pero al continuar Jesús hablando de la misma manera, Pedro exclamó: “Aunque todos se escandalizaran de Vos, nunca me escandalizaré”, y nuestro Señor le contestó: “Amén, yo os digo, que esta noche, antes que el gallo cante, me negaréis tres veces”. Pero Pedro volvió a insistir, diciendo: “ Sí, aunque deba morir por Vos, no os negaré”. Y todos los otros apóstoles dijeron lo mismo. Caminaron hacia delante y se detuvieron, por turnos, ya que la tristeza de nuestro Divino Señor continuaba aumentando.  Los apóstoles trataron de confortarlo con argumentos humanos, asegurándole que lo que él preveía no ocurriría. Se cansaron en sus vanos esfuerzos, comenzaron a dudar, y fueron asaltados por la tentación.

Cruzaron el arroyo Cedrón, no por el puente donde, pocas horas después, Jesús fue llevado prisionero, sino que habían dejado la ruta directa. Getsemaní, adonde ellos iban, estaba a casi una milla y media de distancia del cenáculo, ya que eran tres cuartos de milla desde el cenáculo al valle de Josafat, y casi tan lejos desde allí hasta Getsemaní. El lugar llamado Getsemaní (donde últimamente Jesús había pasado varias veces la noche con sus discípulos) era un gran jardín, rodeado de una cerca y conteniendo sólo algunos árboles frutales y flores, mientras que fuera de allí había unas pocas construcciones abiertas y desiertas.

Los apóstoles y varias otras personas tenían llaves de este jardín, el cual fue usado a veces como un lugar de recreación, y a veces como lugar de retiro para oración. Algunas glorietas hechas de hojas y ramas habían sido levantadas allí, y ocho de los apóstoles se quedaron en ellas, y se les unieron después otros apóstoles. El jardín de los olivos estaba separado por una ruta de aquel de Getsemaní, y estaba abierto, rodeado sólo por un muro de tierra, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había cavernas, terrazas, y varios árboles de olivo para ser vistos en este jardín, y era fácil encontrar allí un apropiado lugar para la oración y la meditación. Era a la parte más agreste donde Jesús iba a orar.

Eran casi las nueve en punto cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La luna se había elevado y todavía daba luz en el cielo, aunque la tierra seguía aún oscura. Jesús estaba muy apesadumbrado y dijo a sus apóstoles que el peligro estaba cerca. Los discípulos se sintieron inquietos, y dijo a ocho de aquellos que lo estaban siguiendo, a que permanecieran en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar.  Llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y yendo un poco más adelante, entraron al jardín de los olivos. No hay palabras para describir la pena que oprimía su alma, ya que el tiempo de la prueba estaba cerca. Juan le preguntó como podía ser que él, quien hasta entonces siempre los consoló, estuviera ahora tan abatido. “ Mi alma está apenada hasta la muerte”, fue su respuesta. Y observó sufrimientos y tentaciones rodeándolo por todos lados y acercándose cada vez más, bajo la forma de terribles figuras transportadas en nubes. Entonces dijo a los tres apóstoles: “ Quédense ustedes aquí y velen conmigo. Oren, para que no entréis en tentación.”  Jesús avanzó unos pocos pasos hacia la izquierda, bajo una colina, y se encerró debajo de una roca, en una gruta de unos seis pies de profundidad, mientras los apóstoles permanecían en una especie de cavidad arriba. La tierra se hundía gradualmente cuanto más se entraba en esta gruta, y las plantas que estaban colgando de la roca ocultaban su interior de las personas afuera como una cortina.

Cuando Jesús dejó a sus discípulos, vi un número de espantosas figuras rodeándolo en un círculo cada vez más estrecho.

Su pena y angustia de alma continuaron creciendo, y estaba temblando por doquier cuando entró a la gruta para orar, como un viajero fatigado de caminar que busca rápidamente refugio de una tormenta repentina, pero espantosas visiones lo perseguían aún allí, y se hacían cada vez más claras y discernibles. ¡Ay! Esta pequeña caverna parecía contener el terrible escenario de todos los pecados que han sido o estaban por ser cometidos desde la caída de Adán hasta el fin del mundo, y del castigo que merecen. Era aquí, en el Monte de los Olivos, que Adán y Eva tomaron refugio cuando fueron expulsados del paraíso para vagar sin hogar en la tierra, y habían llorado y se habían lamentado en esta misma gruta.

Sentí que Jesús, al entregarse a la Justicia Divina en satisfacción por los pecados del mundo, causó que su divinidad retornara, de alguna manera, al seno de la Santísima Trinidad, concentrándose, por así decirlo, en su pura, amante e inocente humanidad, y siendo fuerte solamente en su amor inefable, la entregó a la angustia y al sufrimiento.

Cayó sobre su rostro, abrumado con una pena indecible, y todos los pecados del mundo se desplegaron delante de él, bajo incontables formas y en toda su real deformidad. Él los llevó sobre sí, y en su oración ofreció su propia adorable Persona a la justicia de su Divino Padre, en pago por tan terrible deuda. Pero Satanás, quien estaba entronizado entre todos estos horrores, e incluso lleno de diabólica alegría a la vista de ellos, dejó libre su furia contra Jesús, y desplegó delante de los ojos de su alma crecientes visiones terribles, al mismo tiempo que se dirigía a su adorable humanidad con palabras como éstas: “¿Tomaréis incluso este pecado sobre Vos mismo?¿ Estáis dispuesto a cargar su condena?¿Estáis preparado para satisfacer todos estos pecados?”

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Y ahora un gran rayo de luz. Como un luminoso camino en el aire, descendió del Cielo; era una procesión de ángeles que vinieron a Jesús y lo fortalecieron y revigorizaron. Lo que quedaba de la gruta fue llenado con temibles visiones de nuestros crímenes; Jesús tomó a todos sobre sí mismo, pero aquél adorable Corazón, que estaba tan lleno del más perfecto amor por Dios y el Hombre, estaba inundado de angustia, y abrumado bajo el peso de tantos abominables crímenes. Cuando esta enorme masa de iniquidades, como las olas de un océano insondable, había pasado sobre su alma, Satanás trajo innumerables tentaciones, como había hecho anteriormente en el desierto, incluso atreviéndose a aducir varias acusaciones contra él. “¿Y tomáis todas estas cosas sobre Vos mismo”, exclamó, “Vos que no sois inmaculado?” Entonces cargó contra nuestro Señor, con descaro infernal, una multitud de crímenes imaginarios. Le reprochó las faltas de sus discípulos, los escándalos que habían causado, y los disturbios que él había ocasionado en el mundo al abandonar las viejas costumbres. Ningún Fariseo, por más embustero y severo que fuera, podría sobrepasar a Satanás en esta ocasión; le reprochó a Jesús el haber sido la causa de la masacre de los Inocentes, así como de los sufrimientos de sus padres en Egipto, de no haber salvado de la muerte a Juan el Bautista, de haber traído la desunión entre las familias, protegido a hombres de carácter despreciable, de haberse negado a curar a varias personas enfermas, de haber herido a los habitantes de Gergesa al permitir que los hombres poseídos por el demonio vuelquen su tina[1], y que los demonios hicieran que los cerdos se arrojaran al mar; de haber abandonado a su familia, y de derrochar la propiedad de otros; en una palabra, Satanás, con la esperanza de causar que Jesús vacilara, le sugirió toda clase de pensamiento con los que habría tentado en la hora de la muerte a cualquier mortal ordinario que habría ejecutado estas acciones sin una intención sobrehumana; ya que estaba oculto para él el hecho de que Jesús era el Hijo de Dios, y lo tentó sólo como al más justo de los hombres. Nuestro Divino Salvador permitió así a su humanidad preponderar sobre su divinidad, ya que se complacía en soportar aún aquellas tentaciones con las que las almas santas son asaltadas en la hora de la muerte concerniendo a los méritos de sus buenas obras.

Para que él pudiera tomar el cáliz del sufrimiento aún hasta los restos, permitió que el espíritu del mal tentara su sagrada humanidad, como habría tentado a un hombre que deseara atribuir a sus buenas obras algún valor especial en ellas mismas, muy por encima de lo que podrían tener por su unión con los méritos de nuestro Salvador.  No había ninguna acción fuera de la cual no lograra enmarcar alguna acusación, y le reprochó a Jesús, entre otras cosas, de haber gastado el precio de la propiedad de María Magdalena en Magdalum, la cual él había recibido de Lázaro.

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Entre los pecados del mundo que Jesús tomó sobre sí mismo, vi también los míos; y una corriente, en la que claramente veía cada una de mis faltas, parecía fluir hacia mí saliendo de las tentaciones que lo estaban rodeando. Durante este tiempo mis ojos se fijaron en mi Divino Esposo; con él lloré y recé, y con él me dirigí a los ángeles consoladores. ¡Ah! ¡Verdaderamente nuestro querido Señor se retorcía como una oruga bajo el peso de su angustia y sufrimientos!

Mientras Satanás presentaba sus acusaciones contra Jesús, fue con dificultad que pude contener mi indignación, pero cuando él habló sobre la venta de la propiedad de Magdalena, no pude permanecer más en silencio, y exclamé: “¿Cómo podéis reprocharle la venta de esa propiedad como si fuera un crimen?¿No vi por mí misma a nuestro Señor usar la suma que le había sido dada por Lázaro para obras de misericordia, y liberar veintiocho deudores encarcelados en Thirza?”

Al principio Jesús parecía calmo, ya que se arrodilló y oró, pero después de un tiempo su alma se aterró por la vista de los innumerables crímenes de los hombres, y de su ingratitud hacia Dios, y su angustia era tan grande que temblaba y se estremecía mientras exclamaba: “¡Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz! ¡Padre, todas las cosas son posibles para Vos, aleja este cáliz de mí!” Pero al siguiente momento añadió: “Sin embargo, no mi voluntad sino la vuestra sea hecha”. Su voluntad y la de su Padre eran una, pero ahora que su amor había ordenado que debería ser abandonado ante toda la debilidad de la naturaleza humana, tembló ante la perspectiva de la muerte.

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Vi la caverna en la cual estaba arrodillado llena de figuras temibles; vi todos los pecados, maldades, vicios e ingratitud de la humanidad torturándolo y aplastándolo contra la tierra; el horror de la muerte y el terror que sintió como un hombre a la vista de los sufrimientos expiatorios que estaban por venir sobre él, rodearon y asaltaron su Divina Persona bajo la forma de horribles espectros. Se caía de lado a lado, apretando sus manos; su cuerpo cubierto de un sudor frío, y temblaba y estremecía. Entonces se levantó, pero sus rodillas estaban temblando y aparentemente apenas capaces de sostenerlo; su semblante era pálido, y bastante alterado en apariencia, sus labios blancos, y su cabello en punta. Eran alrededor de la diez y media cuando se levantó sobre sus rodillas y, bañado en sudor frío, dirigió sus tambaleantes, débiles pasos hacia sus tres Apóstoles. Con dificultad ascendió el lado izquierdo de la caverna, y alcanzó un lugar donde el suelo era plano, y donde ellos estaban durmiendo, exhaustos de fatiga, pena y ansiedad. Vino a ellos, como un hombre abrumado con amarga pena, a quien el terror lo urge a buscar a sus amigos, pero como también un buen pastor, quien, cuando avisado de la cercanía del peligro, se apresura a visitar a su rebaño, la seguridad de la cual estaba amenazada; ya que él bien sabía que ellos también fueron puestos a prueba por el sufrimiento y la tentación. Las terribles visiones nunca lo dejaron, aún cuando estaba así buscando a sus discípulos. Cuando encontró que estaban durmiendo, golpeó sus manos y cayó sobre sus rodillas al lado de ellos, sobrepasado por la pena y la ansiedad, y dijo: “Simón, ¿dormís?”. Se despertaron, y lo levantaron, y él, en su desolación de espíritu, les dijo: “¿Qué?¿No pueden estar en vigilia una hora conmigo?”. Cuando lo miraron, y lo vieron pálido y exhausto, apenas capaz de sostenerse, bañado en sudor, temblando y estremeciéndose, cuando escucharon cuán cambiada e inaudible su voz se había hecho, no supieron qué pensar, y si no fuera porque aún estaba rodeado de un bien conocido halo de luz, nunca lo habrían reconocido como Jesús. Juan le dijo: “Maestro, ¿Qué os ha sucedido?¿Debo llamar a los otros discípulos?¿Tenemos que empezar la huída?” Jesús le contestó: “Si viviera, enseñara e hiciera milagros otros treinta y tres años más, eso no sería suficiente para el cumplimiento de lo que debe ser completado antes de esta hora mañana. No llames a los ocho; no los traje hasta aquí porque no podrían verme así agonizando sin estar escandalizados; se rendirían a la tentación, olvidarían mucho del pasado, y perderían su confianza en mí. Pero tú, que has visto al Hijo del Hombre transfigurado, también puedes verlo bajo una nube, y en abandono de espíritu; sin embargo, vigila y ora, para que no caigáis en tentación, por que el espíritu en efecto está dispuesto, pero la carne es débil”.

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Con estas palabras él buscó enseguida alentarlos a perseverar, y que sea conocido por ellos el combate que su naturaleza humana estaba sosteniendo contra la muerte, juntamente con la causa de su debilidad. En su abrumadora pena, él permaneció con ellos cerca de un cuarto de hora, y les habló de nuevo. Él entonces regresó a la gruta, con sus sufrimientos mentales estando aún en ascenso, mientras que sus discípulos, por su parte, extendieron sus manos hacia él, lloraron y se abrazaron unos a otros, preguntándose, “¿Qué podrá ser?¿Qué le está pasando? Parece estar en estado de completa desolación”. Después de esto, cubrieron sus cabezas y empezaron a orar, dolorosa y ansiosamente.

Cerca de una hora y media había pasado desde que Jesús entrara al Jardín de los Olivos. Es cierto lo que la Escritura dice que él dijo: “¿No pudieron velar una hora conmigo?”, pero sus palabras no deberían ser tomadas literalmente, no de acuerdo a nuestra forma de contar el tiempo. Los tres apóstoles que estaban con Jesús habían orado al comienzo, pero entonces se habían quedado dormidos, debido a que la tentación había venido sobre ellos, por la razón de querer  confiar en Dios. Los otros ocho, que habían permanecido fuera del Jardín, no se durmieron, ya que las últimas palabras del Señor, tan elocuentes de sufrimiento y tristeza, habían llenado sus corazones de siniestros presagios, y deambulaban por el Monte de los Olivos tratando de encontrar algún lugar de refugio en caso de peligro.

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La ciudad de Jerusalén estaba bastante tranquila; los Judíos estaban en sus casas, atareados en prepararse para la festividad, pero vi, aquí y allá, algunos de los amigos y discípulos de Jesús caminando de un lado al otro, con ansiosos semblantes, conversando seriamente entre ellos, y evidentemente esperando algún gran evento. La Madre de nuestro Señor, Magdalena, Martha, María de Cleofás, María Salomé y Salomé se habían ido del Cenáculo a la casa de María, la madre de Marcos. María estaba alarmada ante los reportes que se estaban esparciendo y deseaba volver a la ciudad con sus amigos, para oír algo acerca de Jesús. Lázaro, Nicodemo, José de Arimatea y algunos parientes de Hebrón, vinieron a verla y a esforzarse en tranquilizarla, ya que, según lo que ellos sabían ya sea de su propio conocimiento o por lo que los discípulos les dijeron de las dolorosas predicciones que Jesús había hecho en el Cenáculo, ellos habían hecho preguntas a algunos Fariseos de su conocimiento, y no habían sido capaces de escuchar sobre ninguna conspiración que al momento estuviera en progreso en contra de Jesús. Estando absolutamente ignorantes de la traición de Judas, ellos aseguraron a María que el peligro no podía ser todavía muy grande, y que los enemigos de Jesús no harían ningún intento sobre su persona, al menos hasta que la festividad termine. María les dijo cuán intranquilo y perturbado de mente había estado últimamente Judas, y cuán abruptamente había dejado el Cenáculo. No tenía duda de que iba a traicionar a nuestro Señor, ya que le había advertido de que era un hijo de la perdición. Las santas mujeres retornaron entonces a la casa de María, la madre de Marcos.

Cuando Jesús, no aliviado de todo el peso de sus sufrimientos, retornó a la gruta, cayó prosternado, con su cara en el suelo y sus brazos extendidos, y oró a su Padre Eterno; pero su alma tenía que sostener un segundo combate interior, el cual duró tres cuartos de hora. Ángeles vinieron y le mostraron, en una serie de visiones, todos los sufrimientos que tenía que soportar para expiar el pecado; cuán grande era la belleza del Hombre, la imagen de Dios, antes de la caída, y cómo esa belleza fue cambiada y aniquilada cuando el pecado entró en el mundo. Él contempló cómo todos los pecados se originaron en aquél de Adán, el significado y la esencia de la concupiscencia. Le mostraron la satisfacción que él debería ofrecer a la Divina Justicia, y cómo ésta consistiría en un grado de sufrimiento en su alma y en su cuerpo, el cual comprendería todos los sufrimientos debidos a la concupiscencia de toda la humanidad, desde que la deuda por toda la raza humana debía ser pagada por aquella humanidad que era la única en ser sin pecado – la humanidad del Hijo del Dios. Los ángeles le mostraron todas estas cosas bajo diferentes formas, y sentí lo que estaban diciendo, a pesar de que no escuché ninguna voz. Ninguna lengua puede describir qué angustia y qué horror abrumaron el alma de Jesús a la vista de tan terrible expiación  - sus sufrimientos eran tan grandes, en efecto, que un sudor de sangre emanaba de todos los poros de su sagrado cuerpo.

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Mientras la adorable humanidad de Cristo estaba así aplastada contra la tierra bajo el espantoso peso del sufrimiento, los ángeles aparecieron llenos de compasión; hubo una pausa, y percibí que estaban seriamente deseando consolarlo, y  rezando a tal efecto ante el trono de Dios. Por un instante parecía haber, por así decirlo, una lucha entre la misericordia y la justicia de Dios y aquel amor que se estaba sacrificando a sí mismo. Se me permitió ver una imagen de Dios, no como antes, sentado en un trono, sino bajo una forma luminosa. Contemplé la divina naturaleza del Hijo en la Persona del Padre, y como si estuviera retraído en su seno, la Persona del Espíritu Santo procedió desde el Padre y el Hijo, estaba por así decirlo, entre ellos y aún así el todo formaba un solo Dios – pero estas cosas son indescriptibles.

Todo esto fue más una percepción interior que una visión bajo distintas formas, y me parecía que la Divina Voluntad de nuestro Señor se retraía de alguna manera dentro del Padre Eterno, para permitir que todos aquellos sufrimientos de los que su voluntad humana buscaba que su Padre le evitara, recayeran sobre su sola humanidad. Vi esto en el momento en que los ángeles, llenos de compasión, estaban deseando consolar a Jesús, quien de hecho, estuvo apenas aliviado en ese momento. Entonces, todo desapareció, y los ángeles se retiraron de nuestro Señor, cuya alma estaba apunto de sostener nuevos ataques.

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Cuando nuestro Redentor, en el Monte de los Olivos, se dignaba experimentar y vencer aquella violenta repugnancia de la naturaleza humana al sufrimiento y a la muerte, lo cual constituye una porción de todos los sufrimientos, al tentador le fue permitido hacerle lo que él hace a todos los hombres que desean sacrificarse en una causa santa. En la primera parte de la agonía, Satanás desplegó delante de los ojos de nuestro Señor la enormidad de aquella deuda de pecado que él estaba por pagar, y fue aún lo suficientemente atrevido y malicioso para buscar faltas en las mismas obras de nuestro Salvador mismo. En la segunda agonía, Jesús contempló, en su total extensión y en toda su amargura, el sufrimiento expiatorio que sería requerido para satisfacer la Justicia Divina. Esto fue desplegado ante él por los ángeles; ya que no pertenece a Satanás mostrar que la expiación fuera posible, y el padre de las mentiras y la desesperación nunca exhibe las obras de la Divina Misericordia ante los hombres. Jesús habiendo victoriosamente resistido todos estos ataques con su entera y absoluta sumisión a la voluntad de su Padre Celestial, tuvo una sucesión de nuevas y aterradoras visiones que fueron presentadas ante sus ojos, y aquel sentimiento de duda y ansiedad, que un hombre en el momento de hacer algún sacrificio siempre experimenta, surgió en el alma de nuestro Señor, al tiempo que se hacía la tremenda pregunta: “¿Y qué cosa buena sale de este sacrificio?” Entonces una imagen más que terrible del futuro se desplegó delante de sus ojos y abrumó su bondadoso corazón con angustia.

Cuando Dios creó al primer Adán, le hizo caer en un profundo sueño, abrió su costado, y tomó una de sus costillas, de la cual creó a Eva, su esposa y la madre de todos los vivientes. Entonces, la trajo a Adán, quien exclamó: “Esta es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne. Por eso el hombre dejará a su padre y madre y se apegará a su esposa, y serán dos en una carne”. Ése era el matrimonio del cual está escrito: “ Este es un gran Sacramento. Hablo en Cristo y en la Iglesia”. Jesucristo, el segundo Adán, se satisfizo en dejar que el sueño venga sobre él – el sueño de la muerte en la cruz, y también se complació en dejar que su lado sea abierto, para que la segunda Eva, su Esposa virgen, la Iglesia, la madre de todos los vivientes, pueda ser formada. Fue su voluntad de darle a ella la sangre de la redención, el agua de la purificación, y su espíritu – los tres que rinden testimonio en la tierra – y de otorgarle también los sagrados Sacramentos, para que ella pueda ser pura, santa e impoluta; él estaba para ser su cabeza, y nosotros estamos para ser sus miembros, bajo sumisión a la cabeza, el hueso de sus huesos, y la carne de su carne. Al tomar la naturaleza humana, para que él pueda sufrir la muerte por nosotros, también dejó a su Eterno Padre, para unirse a su Esposa, la Iglesia, y vino a ser una carne con ella, al alimentarla con el adorable Sacramento del Altar, con el cual él se une incesantemente con nosotros. Se ha complacido en permanecer en la tierra con su Iglesia, hasta que todos estemos unidos por él dentro del rebaño de ella, y él ha dicho: “Las puertas del infierno nunca prevalecerán contra ella”. Para satisfacer su indecible amor por los pecadores, nuestro Señor se había convertido en hombre y un hermano de estos mismos pecadores, para que así él pudiera tomar sobre sí el castigo debido a todos los crímenes de ellos. Él había contemplado con profundo pesar la grandeza de esta deuda y los indecibles sufrimientos por los cuales aquella debía ser absuelta. Aún él se había entregado jubilosamente a la voluntad de su Padre Celestial como una víctima de expiación. Ahora, sin embargo, él contempló todos los futuros sufrimientos, combates, y heridas de su celestial Esposa; en una palabra, contempló la ingratitud de los hombres.

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El alma de Jesús contempló todos los futuros sufrimientos de sus Apóstoles, discípulos y amigos; después de lo cual vio a la primitiva Iglesia, contando sólo pocas almas en su rebaño al principio, y luego, en proporción a que su número se incrementaba, perturbada por herejías y cismas estallando entre sus hijos, quienes repitieron el pecado de Adán por orgullo y desobediencia. Él vio la tibieza, la malicia y la corrupción en un número infinito de cristianos, las mentiras y los engaños de maestros orgullosos, todos los sacrilegios de perversos sacerdotes, las fatales consecuencias de cada pecado, y la abominación de la desolación en el reino de Dios, en el santuario de aquellos ingratos seres humanos a quienes estaba a punto de redimir con su sangre al costo de indecibles sufrimientos.

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Los escándalos de todas las épocas, hasta el día presente e incluso hasta el final del mundo – cada especie de error, engaño, loco fanatismo, obstinación, y la malicia – fueron desplegados ante sus ojos, y contempló, como si estuvieran flotando ante él, todas las apostasías, herejes, y pretendidos reformadores, que engañan a los hombres con una apariencia de santidad. Los corruptores y los corrompidos de todas las épocas lo ultrajaron y atormentaron por no haber sido crucificado según su manera, o por no haber sufrido precisamente como establecieron o imaginaron que debería haberlo hecho. Competían duramente entre ellos para rasgar la túnica sin costuras de su Iglesia; muchos lo maltrataron, insultaron y negaron, y muchos se alejaron despreciativamente, negándolo con sus cabezas, evitando su abrazo compasivo, y huyendo al abismo en donde fueron engullidos. Vio un sinnúmero de otros hombres que no se atrevieron a negarlo abiertamente, pero que siguieron de largo en disgusto ante la visión de las heridas de Su Iglesia, como el Levita que pasó de largo ante el pobre hombre que había caído entre ladrones. Como entre cobardes y desleales hijos, quienes abandonan a su madre en el medio de la noche, al ver a los ladrones y hurtadores a quienes la negligencia o la malicia de esos hijos les ha abierto la puerta, ellos huyeron de su Esposa herida. Él contempló todos estos hombres, a veces separados de la Verdadera Vid, y tomando su descanso en el medio de los árboles frutales silvestres, a veces como ovejas perdidas, abandonados a merced de los lobos, llevados por mercenarios inmorales hacia malos pastizales, y negándose a entrar al seno del Buen Pastor quien dio su vida por sus ovejas. Estuvieron vagando sin hogar en el desierto en el medio de la arena soplada por el viento, y estuvieron obstinadamente determinados a no ver la Ciudad de él emplazada sobre una colina, la cual no podría ser escondida, la Casa de Su Esposa, Su Iglesia construida sobre una roca, y con la cual él ha prometido permanecer hasta el final de los tiempos. Ellos construyeron sobre la arena miserables viviendas, las cuales continuamente derribaban y volvían a construir, pero en las cuales no había ni altar ni sacrificio; tenían veletas en sus techos, y sus doctrinas cambiaban con el viento, consecuentemente estaban siempre en oposición los unos con los otros. Nunca pudieron llegar a un mutuo entendimiento, y estuvieron por siempre despoblados, frecuentemente destruyendo sus propios hogares y lanzando los fragmentos contra la Piedra Fundamental de la Iglesia, la cual siempre permaneció incólume.

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Debido a que no había nada más que oscuridad en los moradas de estos hombres, muchos entre ellos, en vez de dirigir sus pasos hacia el Cirio ubicado en el Candelero de la Casa de la Esposa de Cristo, vagaban con los ojos cerrados por los jardines de la Iglesia, manteniéndose con vida sólo por inhalar los agradables aromas que se esparcían de aquellos, lejos y cerca, extendiendo hacia delante sus manos hacia umbrosos ídolos, y siguiendo estrellas errantes que los guiaban a pozos en los cuales no había agua. Incluso cuando estuvieron en el mismísimo borde del precipicio, ellos se negaron a escuchar la voz de la Esposa que los llamaba, y a pesar de morirse de hambre, se mofaban, insultaban y se burlaban de aquellos sirvientes y mensajeros que fueron enviados para invitarlos a la Fiesta Nupcial. Ellos obstinadamente se negaron a entrar al jardín, porque temían las espinas de la ligustrina, aunque no tenían trigo con el cual satisfacer su hambre ni vino par calmar su sed, sino que estaban simplemente intoxicados con el orgullo y la autoestima, y estando ciegos por sus propias falsas luces, persistieron en afirmar que la Iglesia del Mundo hecha carne era invisible. Jesús los contempló a todos, lloró por ellos, y estaba complacido de sufrir por todos aquellos que no le ven y que no llevaron sus cruces detrás de él en su Ciudad edificada sobre una colina – su Iglesia fundada sobre una roca, a la cual se ha entregado en la Sagrada Eucaristía, y contra la cual las puertas del Infierno nunca prevalecerán.

Portando un lugar prominente en estas visiones dolorosas que eran contempladas por el alma de Jesús, vi a Satanás, que arrastraba y estrangulaba una multitud de hombres redimidos por la sangre de Cristo y santificados por la unción de su Sacramento. Nuestro Divino Salvador contempló con amarga angustia la ingratitud y la corrupción de los Cristianos de la primera era y de todas las siguientes, incluso hasta el final del mundo, y durante todo este tiempo la voz del tentador estaba incesantemente repitiendo: “¿Podéis vos decidiros a sufrir por tan ingratos inmorales?”, mientras las varias apariciones se sucedían unas a otras con intensa rapidez, y tan violentamente cargaron y aplastaron el alma de Jesús, que su sagrada humanidad se vio abrumada con una angustia indecible. Jesús – el Ungido del Señor – el Hijo de Hombre – luchaba y se retorcía mientras caía sobre sus rodillas, con las manos apretadas entre sí, como si estuviera aniquilado bajo el peso de su sufrimiento. Tan violenta era la lucha que entonces tomó lugar entre su voluntad humana y su repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que desde cada poro de su sagrado cuerpo estallaban grandes gotas de sangre, que caían goteando al suelo. En su amarga agonía, miró alrededor, como buscando ayuda, y parecía tomar al cielo, la tierra y a las estrellas del firmamento como testigos de sus sufrimientos.

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Jesús, en su angustia de espíritu, elevó su voz, y dio manifestaciones de varios gemidos de dolor. Los tres Apóstoles se despertaron, escucharon, y estaban deseosos de acercársele, pero Pedro detuvo a Santiago y a Juan, diciendo: “Quédense ustedes aquí; yo me uniré a él”. Entonces vi a Pedro correr precipitadamente y entrar a la gruta. “Maestro”, exclamó, “¿qué os ha sucedido?”. Pero al ver a Jesús, así bañado en su propia sangre, y hundiéndose en el suelo bajo el peso de un miedo mortal y de angustia, retrocedió y se detuvo por un momento, vencido por el terror. Jesús no dio ninguna respuesta, y parecía inconsciente de su presencia. Pedro regresó con los otros dos, y les contó que el Señor no le había respondido excepto mediante quejidos y suspiros. Se volvieron más y más apesadumbrados después de esto, cubrieron sus cabezas, y se sentaron a llorar y rezar.

Regresé entonces con mi Celestial Esposo en su más amarga agonía. Las terribles visiones de la futura ingratitud de los hombres, cuya deuda con la Justicia Divina él estaba llevando sobre sí, continuaron haciéndose más y más vívidas y tremendas. Varias veces lo escuché exclamar: “Oh, Padre mío, ¿puedo quizás yo sufrir por una raza tan ingrata?¡O Padre mío, si este cáliz puede no pasar por mí, pero debiera tomarlo, hágase tu voluntad!

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Entre todas estas apariciones, Satanás tomaba un lugar conspicuo, bajo diferentes formas, las cuales representaban diferentes clases de pecados. A veces aparecía bajo la forma de una gigantesca figura negra, a veces como un tigre, una zorra, un lobo, un dragón o una serpiente. No era, sin embargo, que realmente tomaba alguna de estas formas, sino  meramente algunas de sus características, junto con otras formas horribles. Ninguna de estas espantosas apariciones se asemejaba enteramente a una criatura, sino que eran símbolos de abominación, discordia, contradicción, y pecado – en una palabra, eran demoníacas en toda su extensión. Estas figuras diabólicas incitaban, arrastraban y rompían en pedazos, ante los mismos ojos de Jesús, incontables números de esos hombres por cuya redención él estaba entrando en el doloroso camino de la Cruz. Al principio, raramente vi a la serpiente; pronto, sin embargo, hizo su aparición, con una corona sobre su cabeza. Este odioso reptil era de un tamaño gigantesco, aparentemente poseído de una fortaleza ilimitada, y lideraba incontables legiones de enemigos de Jesús en todas las eras y de todas las naciones. Estando armados con toda clase de armas destructivas, a veces se despedazaban los unos a los otros, y renovaban sus ataques sobre nuestro Salvador con ira redoblada. Era en efecto un vista atroz; ya que acumulaban sobre él los más temibles ultrajes, maldiciéndolo, golpeándolo, hiriéndolo, y rasgándolo en pedazos. Sus armas, espadas y lanzas volaban por el aire, cruzando y recruzando continuamente en todas direcciones, como los mayales de las trilladoras en un inmenso granero; y la ira de cada uno de estos demonios parecía exclusivamente dirigida contra Jesús – aquel grano de trigo celestial descendido a la tierra para morir allí, para alimentar al hombre eternamente con el Pan de la Vida.

Así expuesto a la furia de estas bandas infernales, alguna de las cuales me parecían totalmente compuestas de hombres ciegos, Jesús estaba tan herido y magullado como si sus golpes hubieran sido reales. Lo vi tambaleando de un lado al otro, a veces levantándose, y a veces cayendo de nuevo, mientras la serpiente, en el medio de las muchedumbres, a quienes lideraba incesantemente en contra de Jesús, golpeó el suelo con su cola, y despedazó o devoró a todos aquellos que así derribó al suelo.

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Se me hizo saber que estas apariciones eran de todas las personas que en diversas maneras insultan y ultrajan a Jesús, real y verdaderamente presente en el Sagrado Sacramento. Reconocí entre ellos a todos aquellos que en cualquier forma profanan la Sagrada Eucaristía. Contemplé con horror todos los ultrajes así presentados a nuestro Señor, ya sea por negligencia, irreverencia, y omisión de lo que le era debido; por abierto desprecio, abuso y los más terribles sacrilegios; por la adoración de ídolos mundanos; por la oscuridad espiritual y falso conocimiento; o, finalmente, por error, incredulidad, fanatismo, odio, y abierta persecución. Entre estos hombres vi a muchos que estaban ciegos, paralizados, sordos, mudos, e incluso niños; - hombres ciegos que no verían la verdad; hombres paralíticos que no avanzarían, de acuerdo  a sus direcciones, por la ruta hacia la vida eterna; hombres sordos que se negaron a escuchar sus advertencias y amenazas; hombres mudos que nunca usarían sus voces en su defensa; y finalmente, niños que fueron extraviados por seguir a padres y maestros llenos de amor al mundo y olvido de Dios, que estaban alimentados con lujos terrestres, borrachos de falsa sabiduría y detestando todo lo relacionado con la religión. Entre estos últimos, la vista de quienes especialmente me apenaron debido a que Jesús amaba tanto a los niños, vi muchos acólitos irreverentes, maleducados, que no honraron a nuestro Señor en las sagradas ceremonias en las cuales tomaban parte. Contemplé con terror que muchos sacerdotes, algunos de ellos incluso se hacían pasar como llenos de fe y piedad, también ultrajaron a Jesús en el Adorable Sacramento. Vi a muchos que creían y enseñaban la doctrina de la Real Presencia, pero que no lo tomaban realmente en serio, ya que olvidaron y descuidaron el palacio, trono y asiento del Dios Vivo; es decir, la iglesia, el altar, el tabernáculo, el cáliz, la custodia, los vasos y ornamentos; en una palabra, todo lo que es usado en su adoración, o para adornar su casa.

El completo abandono reinaba en todas partes, todas las cosas eran dejadas para que se desmoronen en polvo y suciedad, y la adoración de Dios estaba, sino internamente profanada, al menos externamente deshonrada. Tampoco esto aconteció por una real pobreza, sino por indiferencia, pereza, preocupación de la mente en vanos asuntos terrestres, y frecuentemente también por el egoísmo y la muerte espiritual; ya que vi abandono de este tipo en iglesias, cuyos pastores y congregaciones eran ricos, o al menos tolerablemente en buena situación. Vi a muchos otros en los cuales ornamentos mundanos, sin gusto, impropios, habían reemplazado los magníficos adornos de una era más piadosa.

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Vi que con frecuencia los hombres más pobres estaban mejor alojados en sus cabañas que el Señor de los cielos y tierra en sus iglesias. ¡Ah! ¡Cuán profundamente la inhospitalidad del hombre apenaba a Jesús, quien se había entregado a ellos para ser su Alimento! Verdaderamente, no hay necesidad de ser rico para recibirlo a él, quien recompensa unas cien veces más el vaso de agua dado a los sedientos; pero qué vergonzosa es nuestra conducta cuando al dar de beber al Divino Señor, quien está sediento por nuestras almas, ¡le damos agua contaminada en un vaso sucio! En consecuencia de todo este abandono veo al débil escandalizado, al Adorable Sacramento profanado, a las iglesias abandonadas, y a los sacerdotes rechazados. Este estado de impureza y negligencia se extendió aún a las almas de los fieles, quienes dejaron el tabernáculo de sus corazones sin preparar y sin limpiar cuando Jesús estaba a punto de entrar en ellos, exactamente igual a como dejaron el tabernáculo de él en el altar. 

Si tuviera que hablar por un año entero, nunca podría detallar todos los insultos presentados a Jesús en el Adorable Sacramento, los cuales se me hicieron saber de esta manera. Vi a sus autores que asaltan a Jesús en bandas, y lo golpean con diferentes armas, correspondiéndose con sus varias ofensas. Vi Cristianos irreverentes de todas las épocas, sacerdotes descuidados o sacrílegos, muchedumbres de comulgantes tibios e indignos, perversos soldados profanando los vasos sagrados, y siervos del diablo haciendo uso de la Sagrado Eucaristía en los terribles misterios de adoración infernal. Entre estas bandas vi un gran número de teólogos, que fueron traídos a la herejía por sus pecados, atacando a Jesús en el Sagrado Sacramento de su Iglesia y, expulsados de su Corazón, por sus palabras y promesas seductoras, a un número de almas por quienes él había derramado su sangre. ¡Ah! Era en verdad una vista terrible, ya que vi a la Iglesia como el Cuerpo de Cristo; todas estas bandas de hombres, quienes se estaban separando de la Iglesia, mutilando y desprendiendo partes enteras de su carne viva. ¡Ay! Él los miró de la forma más conmovedora, y lamentó que debieran causar así su propia y eterna perdición. Él había entregado su propio divino Ser a nosotros para nuestro Alimento en el Sagrado Sacramento, para unir en un sólo cuerpo – aquel de la Iglesia, su Esposa – a los hombres que estaban en una extensión infinita divididos y separados unos de otros; y ahora se contemplaba a sí mismo desgarrado y dividido en dos en aquel mismo cuerpo; por la malicia de falsos maestros, la causa de la separación. Contemplé naciones enteras así expulsadas de su seno, y privadas de toda participación en el tesoro de las gracias dejadas a la Iglesia. Finalmente, vi a todos los que estaban separados de la Iglesia hundirse en las profundidades de la infidelidad, superstición, herejía y falsa filosofía mundana; y ellos dieron rienda suelta a su fiera ira juntándose en grandes grupos para atacar a la Iglesia, siendo incitados por la serpiente que se regocijaba en medio de ellos. ¡Ay! ¡Era como si Jesús mismo hubiera sido desgarrado en miles de pedazos!

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Tan grandes eran mi horror y terror, que mi Celestial Esposo se me apareció, y misericordiosamente colocó su mano sobre mi corazón diciendo: “Nadie aún ha visto todas estas cosas, y vuestro corazón estallaría de pena si no os diera fortaleza”.

Vi la sangre fluyendo en grandes gotas por el pálido rostro de nuestro Salvador, su cabello compactado, y su barba ensangrentada y enredada. Después de la visión que he descrito último, huyó, por así decirlo, de la cueva, y regresó con sus discípulos. Pero se tambaleaba mientras caminaba; su apariencia era aquella de un hombre cubierto de heridas y curvándose bajo una pesada carga, y tropezaba a cada paso.

Cuando se apareció a los Apóstoles, no estaban acostados durmiendo como habían estado la primera vez, pero sus cabezas estaban cubiertas, y se habían hundido sobre sus rodillas, en una actitud frecuentemente asumida por las personas de ese país cuando están con dolor o desean orar. Se habían quedado dormidos, vencidos por la pena y la fatiga. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron.

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Pero cuando, por la luz de la luna, lo vieron parado frente a ellos, su rostro pálido y ensangrentado, y su cabello en desorden, sus ojos cansados al principio no lo reconocieron, ya que estaba indescriptiblemente cambiado. Juntó sus manos, sobre las cuales ellos se levantaron y afectuosamente lo llevaron sobre sus  brazos, y él les contó con dolorosos acentos que al día siguiente sería llevado a morir – que en una hora sería prendido, llevado ante un tribunal, maltratado, ultrajado, castigado y finalmente llevado a una muerte cruel. Les imploró que consuelen a su Madre, y también a Magdalena. Ellos no hicieron ninguna réplica, ya que no sabían qué decir, tan grandemente su apariencia y lenguaje los alarmó, e incluso pensaron que su mente estaría delirando. Cuando quiso regresar a la gruta, no tenía fuerzas para caminar. Vi a Juan y a Santiago llevándolo de regreso, y volver cuando él había entrado a la gruta. Eran entonces alrededor de las once y cuarto.

Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Bendita también abrumada de dolor y angustia de alma, en la casa de María, la madre de Marcos. Ella estaba con Magdalena y María en el jardín perteneciente a la casa, y casi se postraba del dolor, con todo su cuerpo curvado hacia abajo al ponerse de rodillas. Perdió el conocimiento varias veces, ya que contemplaba en espíritu diferentes porciones de la agonía de Jesús. Ella había enviado algunos mensajeros para averiguar acerca de él, pero su profunda ansiedad no soportaría esperar el regreso de ellos, y se fue con Magdalena y Salomé hasta casi el valle de Josafat. Ella caminaba con su cabeza bajo un velo, y sus brazos frecuentemente se estiraban hacia el Monte de los Olivos; ya que contemplaba a Jesús en espíritu bañado en sudor sanguinolento, y sus gestos eran como si deseara con sus manos extendidas limpiar el rostro de su Hijo. Vi estos movimientos interiores de su alma hacia Jesús, quien pensaba en ella, y ponía sus ojos hacia ella, como si buscara su asistencia. Contemplé la comunicación espiritual que tenían el uno con el otro, bajo la forma de rayos pasando entre ellos de aquí para allá. Nuestro Divino Señor pensaba también en Magdalena, se conmovió por la angustia de ella, y entonces recomendó a sus Apóstoles que la consolaran; ya que él sabía que el amor de ella por su Adorable Persona era más grande que aquel sentido por nadie salvo su Madre Bendita, y él previó que ella sufriría mucho por su causa, y que nunca más lo ofendería.

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Alrededor de esta hora, los ocho Apóstoles regresaron a la glorieta de Getsemaní, y después de hablar entre ellos por un momento, terminaron por irse a dormir. Estaban vacilantes, desalentados, y doloridamente tentados. Había estado cada uno buscando un lugar de refugio en caso de peligro, y ansiosamente se preguntaban los unos a los otros: “¿Qué haremos cuando lo condenen a muerte? Hemos dejado todo para seguirlo; somos pobres y la escoria del mundo; nos hemos entregado por completo al servicio de él, y ahora él está tan apesadumbrado y tan abatido, que no puede proporcionarnos consuelo.” Los otros discípulos habían vagado al principio en varias direcciones, pero entonces, habiendo escuchado algo relacionado con las terribles profecías que Jesús había hecho, casi todos se habían retirado  a Bethphage.

Vi a Jesús aún orando en la gruta, luchando contra la repugnancia de sufrir la cual pertenecía a la naturaleza humana, y  abandonándose completamente a la voluntad de su Eterno Padre.  Aquí el abismo se abrió delante de él, y tuvo una visión de la primera parte del Limbo. Vio a Adán y a Eva, los patriarcas, profetas, y hombres justos, los padres de su Madre, y a Juan el Bautista, aguardando su llegada al bajo mundo con tan intenso anhelo, que la vista fortaleció y dio renovado coraje a su amado corazón. ¡Su muerte era para abrir el Cielo a estos cautivos, - su muerte era para liberarlos de aquella prisión en la cual estaban languideciendo en ansiosa esperanza! Cuando Jesús había visto, con profunda emoción, a estos santos de la antigüedad, ángeles le presentaron todos los grupos de santos de las futuras eras, quienes, juntando sus trabajos con los méritos de su Pasión, estaban, a través de él, para ser unidos a su Padre Celestial. De lo más hermosa y consoladora era esta visión, en la cual él contempló la salvación y la santificación fluyendo en incesantes corrientes desde la fuente de la redención abierta por su muerte.

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Los apóstoles, discípulos, vírgenes, mujeres santas, los mártires, confesores, ermitaños, papas, y obispos, y grandes grupos de religiosos de ambos sexos – en una palabra, el ejército completo de los benditos – apareció delante de él. Todos portaban en sus cabezas coronas triunfales, y las flores de sus coronas diferían en forma, color, en aroma, y en perfección, de acuerdo a la diferencia en los sufrimientos, trabajos y victorias que les habían procurado la gloria eterna. Sus vidas completas, y todas sus acciones, méritos, y poder, así como toda la gloria de su triunfo, venían solamente de su unión con los méritos de Jesucristo.

La recíproca influencia ejercida por estos santos unos sobre otros, y la manera en la cual todos ellos bebieron de una sola Fuente – el Adorable Sacramento y la Pasión de nuestro Señor – formaron un espectáculo de lo más conmovedor y maravilloso. Nada acerca de ellos estaba exento de profundo significado – sus obras, martirio, victorias, apariencia, y vestuario, - todo, a pesar de increíblemente variado, estaba confundido entre ellos en infinita armonía y unidad; y esta unidad en la diversidad era producida por los rayos de un solo Sol, por la Pasión del Señor, de la Palabra hecha carne, en quien estaba la vida, la luz de los hombres, la cual brilló en la oscuridad, y la oscuridad no la contuvo.

El ejército de los futuros santos pasó ante el alma de nuestro Señor, que estuvo así colocada entre los deseosos patriarcas, y el grupo triunfante de los futuros benditos, y estos ejércitos juntándose y completándose mutuamente, por así decirlo, rodearon el afectuoso Corazón de nuestro Señor como si fuera una corona de gloria. Este más que conmovedor y consolador espectáculo confirió un grado de fortaleza y confortación al alma de Jesús. ¡Ah! Él amaba tanto a sus hermanos y criaturas que, para conseguir la redención de una sola alma, habría aceptado con alegría todos los sufrimientos a los cuales se estaba consagrando. Como estas visiones se refirieron al futuro, estaban difusas a cierta altura en el aire.

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Pero estas consoladoras visiones se desvanecieron, y los ángeles desplegaron delante de él las escenas de su Pasión bastante cerca de la tierra, ya que estaban a punto de ocurrir. Contemplé cada escena distintivamente retratadas, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras de Jesús en la Cruz, y vi en esta sola visión todo lo que veo en mis meditaciones sobre la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos que le fueron dados a nuestro Señor ante Anás y Caifás, la negación de Pedro, el tribunal de Pilatos, la burla de Herodes, la flagelación y la coronación con espinas, la condena a muerte, la carga de la cruz, la tela de lino presentada por Verónica, la crucifixión, los insultos de los Fariseos, los dolores de María, de Magdalena, y de Juan, la herida de la lanza en su costado, después de la muerte; - en una palabra, cada parte de la Pasión le fue mostrada hasta el más mínimo detalle. Él aceptó todo voluntariamente, sometiéndose a todo por amor al Hombre. Vio también y sintió los sufrimientos soportados en ese momento por su Madre, cuya unión interior con su agonía era tan completa que ella habíase desmayado en los brazos de sus dos amigas.

Cuando las visiones de la Pasión concluyeron, Jesús cayó sobre su rostro como alguien a punto de morir; los ángeles desaparecieron, y el sudor sanguinolento se hizo más copioso, por lo que vi que había empapado su prenda de vestir. Completa oscuridad reinaba en la caverna, cuando contemplé un ángel descender hacia Jesús. Este ángel era de mayor estatura que cualquiera que hubiese visto antes, y su forma incluso era más distinta y más semejante a la un hombre. Estaba vestido como un sacerdote en una larga y flotante prenda de vestir, y portaba ante él, en sus manos, un pequeño vaso, con la forma semejante al cáliz usado en la última Cena. En la parte superior de este cáliz, había un pequeño cuerpo ovalado, del tamaño de un frijol, y que difundía una luz rojiza. El ángel, sin tocar la tierra con sus pies, estiró su mano derecha hacia Jesús, quien se levantó, cuando el ángel colocó el misterioso alimento en su boca, y le dio a beber del cáliz luminoso. Entonces el ángel desapareció.

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Jesús habiendo aceptado libremente el cáliz de sus sufrimientos, y recibido nueva fortaleza, permaneció algunos minutos más en la gruta, absorbido en una meditación calmada, y dando gracias a su Padre Celestial. Estaba aún en una profunda aflicción de espíritu, pero supernaturalmente reconfortado hasta tal grado como para ser capaz de ir hasta adonde estaban sus discípulos sin tambalearse al caminar, o curvándose bajo el peso de sus sufrimientos. Su apariencia aún estaba pálida y alterada, pero su paso era firme y determinado. Había limpiado su rostro con una tela de lino, y rehizo su cabello, el cual caía sobre sus hombros, compactado y húmedo con la sangre.

Cuando Jesús vino a sus discípulos, ellos estaban recostados, como antes, contra la pared de la terraza, dormidos, y con sus cabezas cubiertas. Nuestro Señor les dijo que ese no era momento para dormir, pero que deberían levantarse y orar: “Miren, la hora está cerca, y el Hijo del Hombre deberá ser entregado a manos de los pecadores”, dijo: “Levántense, vamos, miren que está cerca aquel que me traicionará. Hubiera sido mejor para él no haber nacido”. Los Apóstoles se levantaron muy alarmados, y miraron a su alrededor con ansiedad. Cuando de alguna manera se recuperaron, Pedro dijo cálidamente: “Señor, llamaré a los otros para así poder defenderte”. Pero Jesús les señaló a alguna distancia en el valle, del otro lado del arroyo del Cedrón, a un grupo de hombres armados, quienes avanzaban con antorchas, y dijo que uno de entre ellos lo había traicionado. Habló calmadamente, los exhortó a que consolaran a su Madre, y dijo: “Vamos a encontrarnos con ellos – me entregaré sin resistencia a manos de mis enemigos”. Él entonces dejó el Jardín de los Olivos con los tres Apóstoles, y fue a encontrarse con los arqueros en el camino que iba desde ese jardín hasta Getsemaní.

Cuando la Virgen Bendita, bajo el cuidado de Magdalena y Salomé, recuperó sus sentidos, algunos discípulos, quienes habían visto a los soldados acercarse, la condujeron de regreso a la casa de María, la madre de Marcos. Los arqueros tomaron un camino más corto que aquel que Jesús siguió cuando dejó el cenáculo.

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La gruta en la cual Jesús había ese día orado no era aquel en donde usualmente oraba en el Monte de los Olivos. Él comúnmente iba a una cabaña a mayor distancia, en donde, un día, después de haber maldecido a la higuera estéril, había orado con gran aflicción de espíritu, con sus brazos extendidos y apoyados contra una roca.

Las huellas de su cuerpo y manos permanecieron impresas en la piedra, y fueron honradas después, pero no se sabía en qué ocasión el milagro había tenido lugar. He visto varias veces impresiones similares sobre la piedra, tanto de los profetas del Viejo Testamento, o de Jesús, María, o de alguno de los Apóstoles, y he visto también aquellas hechas por el cuerpo de Santa Catalina en el Monte Sinaí. Estas impresiones no parecían profundas, pero se asemejan a las que se harían sobre una gruesa porción de masa si una persona apoyara sobre ella su mano.

CAPÍTULO II

JUDAS Y SU BANDA

Judas no había esperado que su traición produciría resultados tan fatales. Había estado ansioso por obtener la recompensa prometida, y por complacer a los Fariseos al entregarles a Jesús en sus manos, pero nunca había calculado que las cosas irían tan lejos, ni pensó que los enemigos de su Maestro en realidad lo llevarían a juicio y lo crucificarían; su mente estaba absorbida por el amor al beneficio propio, y algunos astutos Fariseos y Saduceos, con quienes había establecido un trato, lo habían constantemente incitado a la traición mediante adulaciones. Estaba harto de la vida fatigosa, itinerante y perseguida que los apóstoles llevaban. Por varios meses había continuamente robado de las limosnas que habían sido puestas a su cuidado, y su avaricia, reprochando los gastos incurridos por Magdalena cuando ella vertió la valiosa unción sobre los pies de nuestro Señor, lo incitó a cometer el mayor de los crímenes. Siempre había esperado a que Jesús estableciera un reino temporal, y que le otorgara algún puesto brillante y lucrativo, pero al encontrarse decepcionado, puso sus pensamientos en amasar una fortuna.  Vio que las persecuciones y sufrimientos se incrementaban para Jesús y sus seguidores, y buscó hacer amigos de entre los poderosos enemigos de nuestro Salvador antes del tiempo del peligro, ya que vio que Jesús no se convirtió en rey, mientras que la real dignidad y poder del Sumo Sacerdote y de aquellos asignados a su servicio, provocaron en su mente una muy fuerte impresión.

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Empezó a ingresar gradualmente a una conexión cercana con sus agentes, quienes estaban constantemente adulándolo, y asegurándole en fuertes términos que, en cualquier caso, un final sería puesto rápidamente a la carrera de nuestro Divino Señor. Él escuchó más y más ansiosamente a las sugerencias criminales de su corrupto corazón, y no había hecho nada durante los últimos pocos días pero avanzaba y retrocedía para inducir a los sacerdotes jefes a llegar a un acuerdo. Pero no estaban deseosos de actuar enseguida, y lo trataron con desprecio. Ellos dijeron que no mediaría suficiente tiempo antes de la festividad, y que habría un tumulto entre la gente. Sólo el Sanedrín escuchó las propuestas de Judas con algún grado de atención. Después que Judas hubiera recibido sacrílegamente el Sacramento Bendito, Satanás tomó completa posesión de él, y salió enseguida para completar su crimen. Él en primer lugar buscó aquellas personas quienes lo habían adulado desde entonces y habían entrado en acuerdos con él, y quienes aún lo recibían con amistad simulada. Algunos otros se unieron a la partida, y entre los que se contaban Anás y Caifás, pero este último lo trató con considerable orgullo y desprecio. Todos estos enemigos de Cristo estaban extremadamente indecisos y lejos de sentirse seguros del éxito ya que desconfiaban de Judas.

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Vi al imperio del Infierno dividido contra sí mismo; Satanás deseaba el crimen de los Judíos, y ansiosamente anhelaba la muerte de Jesús, el Convertidor de almas, el santo Maestro, el hombre Justo, quien le era tan detestado; pero al mismo tiempo sentía un extraordinario miedo interior de la Víctima inocente, quien no se ocultaría de sus perseguidores. Lo vi entonces, por un lado estimulando el odio y la furia de los enemigos de Jesús, y por otro, insinuando a algunos de ellos que Judas era un personaje perverso y desagradable, y que la sentencia no podría pronunciarse antes de la festividad, o que un número suficiente de testigos en contra de Jesús no podría ser reunido.

Cada uno propuso algo diferente, y algunos cuestionaban a Judas diciendo: “¿Seremos capaces de atraparlo?¿Tiene hombres desarmados con él? Y el traidor respondió: “No, está solo con once discípulos; él está bastante deprimido y los once son hombres tímidos”. Les contó que era ahora o nunca el momento de apoderarse de la persona de Jesús, que más tarde él no podría tenerlo más en su poder para entregar a nuestro Señor en sus manos, y que quizás él nunca volvería a él otra vez, ya que por varios días estuvo bien claro que los otros discípulos y Jesús mismo sospechaban de él y ciertamente lo matarían si regresaba con ellos. Él les contó del mismo modo que si no capturaban enseguida la persona de Jesús, se escaparía y regresaría con un  ejército de sus partisanos para proclamarlo rey. Estas amenazas de Judas produjeron algún efecto, sus propuestas fueron aceptadas, y recibió el premio de su traición – treinta piezas de plata. Estas piezas eran oblongas, con hoyos en sus lados, encordadas entre sí mediante anillos en una especie de cadena, y portando ciertas impresiones.

Judas no pudo evitar ser consciente de que se dirigían a él con desprecio y desconfianza, ya que sus gestos y lenguaje traicionaban sus sentimientos, y el orgullo le sugirió devolver el dinero como una ofrenda para el Templo, para hacerles suponer que sus intenciones habían sido justas y desinteresadas. Pero rechazaron su propuesta, debido a que el precio de la sangre no podía ser ofrecido al Templo. Judas vio cuánto lo despreciaban, y su rabia fue excesiva. No había esperado cosechar los amargos frutos de la traición aún antes de que fuera completada, pero él había llegado tan lejos con estos hombres que estaba en su poder, y escapar ya no era más posible. Ellos lo vigilaron cuidadosamente, y no dejarían que dejara su presencia hasta que les hubiera mostrado exactamente qué pasos deberían tomarse para conseguir la persona de Jesús. Tres Fariseos lo acompañaron cuando él bajó a una habitación donde soldados del Templo estaban reunidos (de los cuales solo algunos eran judíos, y el resto eran de varias naciones). Cuando estuvo resuelto, y el necesario número de soldados se juntaron, Judas se apresuró a ir primero hacia el cenáculo, acompañado de un sirviente de los Fariseos, con el propósito de asegurarse de que Jesús había partido, ya que lo habrían atrapado allí sin dificultad, si primero hubieran asegurado las puertas. Acordó enviarles un mensajero con la información requerida.

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Poco tiempo antes cuando Judas había recibido el premio por su traición, un Fariseo había salido y enviado siete esclavos a cortar madera con la cual preparar la Cruz de nuestro Salvador, en caso de que fuera juzgado, ya que al día siguiente no se podría contar con suficiente tiempo al comienzo de la Fiesta de Pascua. Ellos consiguieron esta madera de un lugar a unos tres cuartos de milla de distancia, cerca de un alto muro, donde había una gran cantidad de otra madera perteneciente al Templo, y la arrastraron a un área situada detrás del tribunal de Caifás. La pieza principal de la Cruz vino de un árbol que crecía anteriormente en el valle de Josafat, cerca del arroyo Cedrón, y el cual, habiendo caído sobre la corriente, había sido usado como una especie de puente. Cuando Nehemías escondió el fuego sagrado y los vasos santos en la piscina de Betsaida, había sido arrojado sobre el lugar, junto con otras piezas de madera – luego removido de allí y dejado en una de las márgenes. Esta Cruz estaba preparada de una manera muy especial, ya sea con el objeto de mofarse de la realeza de Jesús o por lo que los hombres llamarían casualidad. Estaba compuesta de cinco piezas de madera, exceptuando la de la inscripción. Vi muchas otras cosas referidas a la Cruz, y el significado de diferentes circunstancias que también se me hicieron saber, pero he olvidado todo ello.

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Judas regresó, y dijo que Jesús no estaba más en el cenáculo, pero que seguramente debía estar en el Monte de los Olivos, en el lugar donde acostumbraba rezar. Solicitó que sólo un pequeño número de hombres podría ser enviado con él, no fuera que los discípulos que estuvieran de vigilancia percibieran algo y levantaran una sedición. Trescientos hombres estaban para ser estacionados en las puertas y en las calles de Ophel, que es una parte de la ciudad situada al sur del Templo, y a través del valle de Millo hasta casi la casa de Anás, en la cima del Monte Sión, para estar listos para enviar refuerzos si fuera necesario, porque, dijo él, toda la gente de la más baja clase social de Ophel era partidaria de Jesús. El traidor del mismo modo les pidió que sean cuidadosos, si no Jesús se escaparía – desde que él, por medios misteriosos, habíase escondido frecuentemente en la montaña y se había hecho invisible repentinamente para aquellos alrededor. Les recomendó, además, que lo sujeten con una cadena y que usen ciertas fórmulas mágicas para evitar que él la rompiera. Los Judíos escucharon todos estos consejos con desdeñosa indiferencia, y replicaron: “Si alguna vez lo tenemos en nuestras manos, tendremos cuidado de no dejarlo ir”.

Judas comenzó a hacer sus arreglos con aquellos que iban a acompañarlo. Él deseaba entrar al jardín antes que ellos, y abrazar y saludar a Jesús como si estuviera regresando como su amigo y discípulo y entonces que los soldados corrieran y atraparan la persona de Jesús. Estaba ansioso de que se pensara que ellos habían llegado allí por casualidad, para así, cuando hicieran su aparición, él huiría como los otros discípulos y no se escucharía más nada de él. Del mismo modo, pensó que, quizás, un tumulto sobrevendría, que los Apóstoles se defenderían, y que Jesús pasaría por en medio de sus enemigos como lo había hecho tan seguido antes. Él se refugiaba en estos pensamientos especialmente, cuando su orgullo fue herido de una manera despreciativa por parte de los Judíos respecto a él; pero no se arrepintió ya que se había entregado por completo a Satanás. Era su deseo también que los soldados que lo siguieran no llevaran cadenas ni cuerdas, y sus cómplices pretendieron acceder a todos su deseos, aunque en realidad actuaron con él como con un traidor que no era confiable, sólo para deshacerse de él tan pronto como hubiera hecho lo que se quería que hiciese. Los soldados recibieron órdenes de mantenerse cerca de Judas, vigilarlo cuidadosamente y no dejarlo escapar hasta que Jesús fuera atrapado, ya que había recibido su recompensa y se temía que pudiera escapar con el dinero y que Jesús no fuera atrapado después de todo, o que otro fuera apresado en su lugar.  La banda de hombres elegidos para acompañar a Judas estaba compuesta de veinte soldados, seleccionados de la guardia del Templo y de otros de los militares que estaban bajo las órdenes de Anás y Caifás. Estaban vestidos de manera muy parecida a los romanos, tenían cascos como ellos, y llevaban tiras colgantes alrededor de sus muslos, pero sus barbas era largas, mientras que los soldados romanos en Jerusalén tenían patillas solamente, y con la barbilla y labio superior afeitados. Todos tenían espadas, algunos de ellos estando también armados con lanzas, y llevaban palos con lámparas y antorchas; pero cuando levantaban campamento sólo prendían una. Al principio se intentaba que Judas fuera acompañado por una escolta más numerosa, pero él dirigió su atención al hecho de que tan gran número de hombres sería muy fácilmente visible, debido a que el Monte de los Olivos dominaba la vista del valle completo. La mayor parte de los soldados permanecieron, por lo tanto, en Ophel, y centinelas fueron estacionados en todos lados para reprimir cualquier intento que pudiera ser hecho para liberar a Jesús. Judas partió con veinte soldados, pero era seguido a cierta distancia por cuatro arqueros, quienes eran solamente alguaciles, llevando cuerdas y cadenas, y detrás de ellos venían los seis agentes con quienes Judas había estado en comunicación por algún tiempo. Uno de ellos era un sacerdote y confidente de Anás, un segundo era adherente de Caifás, el tercero y cuarto eran Fariseos, y los otros dos Saduceos y Herodianos. Estos seis hombres eran cortesanos de Anás y Caifás, actuando en calidad de espías, y siendo los peores enemigos de Jesús.

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Los soldados permanecieron en términos amistosos con Judas hasta que llegaran al lugar donde la ruta divide al Jardín de los Olivos del Jardín de Getsemaní, pero allí se negaron a permitirle avanzar solo, y cambiaron enteramente sus maneras, tratándolo como mucha insolencia y aspereza.

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CAPITULO III

JESÚS ES ARRESTADO.

Jesús estaba parado con sus tres Apóstoles en la ruta entre Getsemaní y el Jardín de los Olivos, cuando Judas y la banda que lo acompañaba hicieron su aparición. Una calurosa disputa surgió entre Judas y los soldados, porque él deseaba acercarse primero y hablarle a Jesús tranquilamente como si nada pasara, y que entonces ellos aparecieran y atraparan a nuestro Salvador, permitiéndole así suponer que Judas no tenía ninguna conexión con el asunto. Pero los hombres respondieron rudamente: “No así, amigo, Vos no escaparéis de nuestras manos hasta que tengamos al Galileo atado con seguridad”, y viendo a los ocho Apóstoles que se apresuraron en volver con Jesús cuando oyeron la disputa que estaba ocurriendo, ellos (no obstante la oposición de Judas) llamaron a los cuatro arqueros, a quienes habían dejado a poca distancia, para asistir. Cuando bajo la luz de la luna Jesús y los tres Apóstoles vieron primero la banda de hombres armados, Pedro deseó repelerlos por la fuerza de las armas, y dijo: “Señor, los otros ocho están muy cerca, ataquemos a los arqueros”, pero Jesús lo instó a mantenerse en paz, y entonces giró y retrocedió unos pocos pasos. En este momento cuatro discípulos salieron del Jardín y preguntaron qué estaba pasando. Judas estaba a punto de replicar, pero los soldados interrumpieron, y no lo dejarían hablar. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Nataniel; este último, quien era hijo del viejo Simeón, se había unido junto con otros pocos a los ocho Apóstoles en Getsemaní, siendo enviados quizás por los amigos de Jesús para saber qué estaba pasando, o posiblemente sólo incitados por la curiosidad y la ansiedad. Los otros discípulos estaban vagando de aquí para allá, a la expectativa, y listos para huir de un momento a otro.

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Jesús  caminó hacia los soldados y dijo con voz clara y firme, “¿A quién buscáis?”. Los líderes respondieron; “A Jesús de Nazaret”. Jesús les dijo: “Yo soy él”. Apenas había pronunciado estas palabras que todos ellos cayeron al suelo, como atacados por apoplejía. Judas, que estaba entre ellos, estaba muy alarmado, y como parecía deseoso de acercarse, Jesús estiró su mano y dijo: “Amigo, ¿a qué lugar has venido?”. Judas balbuceó algo acerca de negocios que lo habían traído. Jesús contestó en pocas palabras, el sentido de las cuales fueron: “Sería mejor para Vos que nunca hubiereis nacido”; sin embargo, no recuerdo exactamente las palabras. Mientras tanto, los soldados se habían levantado, y de nuevo se acercaron a Jesús, pero esperaron la señal del beso con la que Judas había prometido saludar a su Maestro para que ellos pudieran reconocerlo. Pedro y los otros discípulos rodearon a Judas y lo injuriaron con términos desmedidos, llamándolo ladrón y traidor; él trató de morigerar su ira mediante toda clase de mentiras pero sus esfuerzos eran en vano, ya que los soldados aparecieron y se ofrecieron a defenderlo,  y cuyo proceder manifestó la verdad al instante.

Jesús preguntó de nuevo: “¿A quién buscáis?”. Ellos replicaron: “A Jesús de Nazaret”. Jesús contestó: “Os he dicho que soy él, si entonces ustedes me buscan, dejen a éstos seguir su camino”. Ante estas palabras los soldados cayeron por segunda vez al suelo, en convulsiones similares a aquellas de la epilepsia, y los Apóstoles de nuevo rodearon a Judas y expresaron su indignación ante su vergonzosa traición. Jesús dijo a los soldados, “Levántense”, y ello se levantaron, pero al principio casi mudos del terror. Ellos entonces dijeron a Judas que les dé la señal acordada enseguida, ya que sus órdenes eran capturar a nadie más que aquel a quien Judas besara. Judas entonces se acercó a Jesús, y le dio un beso, diciendo: “Saludos, Rabí”. Jesús replicó: “¿Qué Judas os hace traicionar al Hijo del Hombre con un beso?”. Los soldados inmediatamente rodearon a Jesús y los arqueros pusieron sus manos sobre él. Judas quiso huir pero los Apóstoles no lo permitirían; se precipitaron hacia los soldados exclamando: “Maestro, ¿atacamos con la espada?”. Pedro, que era más impetuoso que el resto, tomó la espada y golpeó a Malchus, el siervo del Sumo Sacerdote, quien deseaba alejar a los Apóstoles, y le cortó su oreja derecha; Malchus cayó al suelo y sobrevino un gran tumulto.

129

Los arqueros habían atrapado a Jesús y querían atarlo; mientras que Malchus y el resto de los soldados se quedaron alrededor. Cuando Pedro atacó al anterior, el resto estaba ocupado en rechazar a aquellos entre los discípulos que se acercaban demasiado y en perseguir a aquellos que escapaban. Cuatro discípulos hicieron su aparición a la distancia y miraban temerosamente la escena ante ellos; pero los soldados estaban aún demasiado alarmados ante su última caída como para preocuparse mucho acerca de ellos, y además no querían dejar a nuestro Salvador sin un cierto número de hombres que lo custodiaran. Judas huyó tan pronto había dado el beso de la traición, pero fue encontrado por algunos de los discípulos que lo abrumaron con reproches. Seis Fariseos, sin embargo, vinieron en su ayuda, y él escapó mientras los arqueros estaban demasiado ocupados en atar a Jesús.

Cuando Pedro atacó a Malchus, Jesús le dijo: “Pon de nuevo vuestra espada en su lugar; ya que aquel que toma la espada, morirá por la espada. ¿Pensáis que no puedo pedir ayuda a mi Padre y que me dará pronto más de doce legiones de ángeles? ¿Cómo entonces se cumplirán las Escrituras, ya que eso debe ser hecho?”. Entonces dijo: “Déjenme curar a este hombre”, y acercándose a Malchus, tocó su oreja y fue sanada. Los soldados que estaban parados cerca, así como los arqueros y los seis Fariseos, lejos de conmoverse por este milagro, continuaron insultando a nuestro Señor, y dejaron a los espectadores: “Es un truco del demonio, los poderes de la brujería hicieron parecer que la oreja estaba cortada, y ahora el mismo poder le da la apariencia de estar sanada”.

Entonces Jesús se dirigió a ellos de nuevo: “Ustedes se aparecieron como si fuera a un ladrón, con espadas y palos para apresarme. Me sentaba diariamente con Ustedes enseñando en el Templo, y no pusieron sus manos encima de mí, pero ésta es su hora y la del poder de la oscuridad. Los Fariseos ordenaron que lo ataran aún más fuertemente y contestaron con tono despreciativo: “¡Ah! No pudisteis derribarnos mediante vuestra brujería”. Jesús replicó, pero no recuerdo sus palabras, porque como me fuera revelado después, ellos al igual que Judas, quien tampoco cayó, estaban enteramente bajo el poder de Satanás, por cuanto todos aquellos que cayeron y se levantaron de nuevo fueron posteriormente convertidos y se hicieron Cristianos; sólo habían rodeado a Jesús y no habían puesto sus manos encima de él. Malchus fue al instante convertido por la curación forjada sobre él, y durante el tiempo de la Pasión su empleo fue el de llevar mensajes hacia y desde María y a los otros amigos de nuestro Señor.

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Los arqueros, que ahora procedieron a atar a Jesús con la mayor brutalidad, eran paganos de la peor extracción, bajos, macizos, y activos, con cutis arenoso, semejantes a aquellos esclavos Egipcios, y con piernas, brazos y cuello escasos.

Ataron sus manos lo más ajustadamente posible con fuertes cuerdas nuevas, fijando la muñeca de la mano derecha debajo del codo izquierdo, y la muñeca de la mano izquierda debajo del codo derecho. Rodearon su cintura con una especie de cinturón tachonado con puntas de hierro, y ataron sus manos a él con bandas de mimbre, mientras que en su cuello pusieron un collar cubierto de puntas de hierro, y a este collar estaban adheridas dos correas de cuero, las cuales estaban cruzadas sobre su pecho como una estola y fijadas al cinturón. Fijaron entonces cuatro cuerdas a diferentes partes del cinturón, y por medio de estas sogas arrastraban a nuestro Bendito Señor de lado a lado de la manera más cruel. Las sogas eran nuevas; creo que fueron compradas cuando los fariseos desde un principio se determinaron a arrestar a Jesús. Los Fariseos encendieron antorchas nuevas, y la procesión comenzó. Diez soldados caminaban al frente, los arqueros que sostenían las cuerdas y arrastraban a Jesús les seguían, y los Fariseos y otros diez soldados cortaban la retaguardia. Los discípulos vagaban a la distancia, y lloraban y gemían como si estuvieran asediados por la pena. Sólo Juan seguía y caminaba a no gran distancia de los soldados, hasta que los Fariseos, al verlo, ordenaron a los guardias que lo arrestaran. Ellos se esforzaron en obedecer pero él se escapó, dejando en sus manos una tela con la cual se cubría y de la cual ellos se sujetaron cuando se esforzaron en atraparlo. Él se había desembarazado de su atuendo ya que podría escapar más fácilmente de las manos de sus enemigos, y quedarse con nada puesto excepto una prenda corta sin mangas, y la larga banda que los Judíos usualmente llevan, y que estaba enrollada en su cuello, cabeza y brazos. Los arqueros se comportaron de la manera más cruel con Jesús mientras lo conducían; hacían esto para ganarse el favor de los seis Fariseos, de quienes sabían perfectamente que odiaban y detestaban a nuestro Señor. Lo condujeron a través del camino más árido que pudieron elegir, sobre las rocas más afiladas y a través del más denso cenagal; tiraban de las sogas lo más apretadamente posible; lo golpeaban con cuerdas anudadas como un carnicero golpearía a la bestia que está a punto de matar; y acompañaban este cruel trato con insultos tan innobles e indecentes que no puedo repetirlos. Los pies de Jesús estaban descalzos; llevaba, aparte de la vestimenta ordinaria, una prenda de lana sin costura, y un manto que estaba echado encima de todo. He olvidado declarar que cuando Jesús fue arrestado, fue hecho sin que ninguna orden fuera presentada ni ninguna ceremonia legal tuviera lugar; fue tratado como una persona sin la defensa de la ley.

131

La procesión siguió su curso a buen paso; cuando dejaron la ruta que corre entre el Jardín de los Olivos y aquel de Getsemaní, giraron a la derecha y pronto alcanzaron un puente que estaba extendido sobre el torrente del Cedrón. Cuando Jesús fue al Jardín de los Olivos con los Apóstoles no cruzó por este puente, sino que fue por un camino privado que corría a través del Valle de Josafat, y conducía a otro puente más al sur. El puente sobre el cual los soldados conducían a Jesús era largo, estando extendido no solamente sobre el torrente, el cual era muy grande en esta parte, pero también sobre el valle, que se extiende a una considerable distancia a la derecha e izquierda, y que es mucho más bajo que el lecho del río. Vi a nuestro Señor caer dos veces antes de alcanzar el puente, y estas caídas fueron causadas enteramente por la bárbara manera en la que los soldados lo arrastraban; pero cuando estaban a la mitad del puente dieron rienda suelta a sus inclinaciones brutales, y golpearon a Jesús con tal violencia que lo tiraron del puente hacia el agua, y desdeñosamente le recomendaron calmar allí su sed. Si Dios no lo hubiera preservado, debería haber muerto por la caída; cayó primero sobre su rodilla y luego sobre su rostro, pero se resguardó un poco extendiendo sus manos, las cuales, a pesar de estar antes ajustadamente atadas, se aflojaron, no sé si por milagro o si los soldados habían cortado las cuerdas antes de arrojarlo al agua. Las marcas en sus pies, sus codos y sus dedos fueron milagrosamente impresas en la roca en la que cayó, y estas impresiones fueron después exhibidas para la veneración de los Cristianos. Estas piedras eran menos duras que los corazones no creyentes de los perversos hombres que rodeaban a Jesús, y dieron testimonio en este terrible momento del Divino Poder que las había tocado.

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No había visto a Jesús tomar nada para calmar la sed que lo había consumido desde su agonía en el Jardín, pero bebió cuando cayó en el Cedrón, y lo escuché repetir estas palabras del Salmo profético: “En su sed beberá agua del torrente” (Salmo CX, versículo 7).

Los arqueros aún sostenían los extremos de las cuerdas con las que Jesús fue atado, pero habría sido difícil arrastrarlo fuera del agua por ese lado, teniendo en cuenta un muro que fue construido en la orilla; regresaron  y lo arrastraron a través de casi todo el Cedrón hasta la orilla, y haciéndolo cruzar entonces el puente por segunda vez, acompañando cada una de sus acciones con insultos, blasfemias y golpes. Su larga prenda de lana, que estaba bastante empapada, se adhirió a sus piernas, impidiendo cada movimiento, y haciéndosele casi imposible caminar, y cuando llegó al final del puente cayó muy abajo. Tiraron de él hacia arriba de nuevo de la manera más cruel, lo golpearon con cuerdas, y fijaron los extremos de su prenda empapada al cinturón, ultrajándolo al mismo tiempo de la manera más cobarde. Aún no era totalmente medianoche cuando vi a los cuatro arqueros arrastrando inhumanamente a Jesús  sobre un camino angosto, el cual estaba atestado de piedras, fragmentos de roca, cardos y espinas, en la otra orilla del Cedrón. Los seis brutales Fariseos caminaban tan cerca de nuestro Señor como podían, golpeándolo constantemente con palos de punta gruesa, y viendo que sus pies descalzos y sangrantes se rasgaban por las piedras y cactus, exclamaban desdeñosamente: “Su precursor, Juan el Bautista, ciertamente no ha preparado un buen camino aquí para él”, o “Las palabras de Malaquías: miren, envío mi ángel delante de vuestro rostro, para preparar el camino ante Vos, no se aplican aquí exactamente”. Cada broma emitida por estos hombres incitaba a los arqueros a una mayor crueldad.

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Los enemigos de Jesús notaron que varias personas hicieron su aparición a la distancia; eran solamente discípulos que se habían reunido cuando escucharon que su Maestro fue arrestado, y que estaban ansiosos de descubrir cuál sería el final; pero la vista de ellos ponía inquietos a los Fariseos, no fuera que se hiciera algún intento de rescatar a Jesús y que entonces ellos enviaran por refuerzo de soldados. A muy corta distancia desde una entrada frente al lado sur del Templo, que conduce a través de un pequeño pueblo llamado Ophel hacia Monte Sión, donde estaban situadas las residencias de Anás y Caifás, vi un grupo de casi cincuenta soldados, que llevaban antorchas y parecían listos para algo; el comportamiento de estos hombres era escandaloso y daban grandes gritos tanto para anunciar su llegada como para felicitar a su camaradas ante el éxito de una expedición. Esto causó una leve confusión entre los soldados que conducían a Jesús, y Malchus y otros pocos tomaron ventaja de esto para partir y huir hacia el Monte de los Olivos.

Cuando la banda fresca de soldados dejó Ophel, vi a aquellos discípulos que se habían reunido dispersarse; algunos fueron por un lado, otros por otro. La Virgen Bendita y cerca de nueve de las mujeres santas, llenas de ansiedad, dirigieron sus pasos hacia el Valle de Josafat, acompañadas por Lázaro, Juan el hijo de Marcos, el hijo de Verónica, y el hijo de Simón. El último mencionado estaba en Getsemaní con Nataniel y los ocho Apóstoles, y habían huido cuando los soldados aparecieron. Él estaba dando a la Virgen Bendita el relato de todo lo que había sido hecho, cuando el grupo fresco de soldados se unió a aquellos que conducían a Jesús, y entonces ella escuchó sus vociferaciones tumultuosas, y vio la luz de las antorchas que portaban. Esta visión la abrumó bastante, se puso insensible, y Juan la llevó a la casa de María, la madre de Marcos.

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Los cincuenta soldados que fueron enviados para unirse a aquellos que habían atrapado a Jesús, era un destacamento de una compañía de trescientos soldados apostados para vigilar las puertas y cercanías de Ophel; ya que el traidor Judas había recordado a los Sumos Sacerdotes que los habitantes de Ophel (quienes eran principalmente de la clase trabajadora, y cuyo empleo principal era el de dar agua y madera al Templo) eran los partidarios más apegados a Jesús, y podrían quizás hacer algunos intentos de rescatarlo. El traidor estaba al tanto de que Jesús había ya sea consolado, instruido, asistido y curado las enfermedades de muchos de estos pobres trabajadores, y que Ophel era el lugar donde se detuvo durante su viaje desde Betania hasta Hebrón, cuando Juan el Bautista recién había sido ejecutado. Judas también sabía que Jesús había curado muchos de los albañiles que fueron heridos por la caída de la Torre de Siloé. La mayor parte de los habitantes de Ophel fueron convertidos después de la muerte de nuestro Señor, y se unieron a la primera comunidad Cristiana que fuera formada después de Pentecostés, y cuando los Cristianos se separaron de los Judíos y erigieron nuevas viviendas, ubicaron sus casas y tiendas en el valle que está situado entre el Monte de los Olivos y Ophel, y allí vivió San Esteban. Ophel estaba en una colina al sur del Templo, rodeado de muros, y sus habitantes eran muy pobres. Creo que era más pequeño que Dulmen[2].

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Los sueños de los buenos habitantes de Ophel fueron perturbados por el ruido de los soldados; salieron de sus casas y corrieron a la entrada del pueblo para preguntar la causa del alboroto; pero los soldados los recibieron rudamente, les ordenaron regresar a sus casas, y en respuesta a sus numerosas preguntas dijeron: “Recién hemos arrestado a Jesús, su falso profeta – él que los ha engañado tan groseramente; los Sumos Sacerdotes están a punto de juzgarlo y él será crucificado”. Llantos y lamentaciones se elevaron de todos lados; las pobres mujeres y los niños iban y venían corriendo, llorando y estrujando sus manos; y recordando todos los beneficios que habían recibido de nuestro Señor, cayeron de rodillas para implorar la protección del Cielo. Pero los soldados los empujaron a un lado, los golpearon, los obligaron a regresar a sus casas y exclamaron: “¿Qué más prueba se necesita?¿No muestra la conducta de estas personas llanamente que el Galileo incita a la rebelión?”

Eran, sin embargo, algo precavidos en sus expresiones y comportamiento por temor a causar una insurrección en Ophel, y por lo tanto sólo se esforzaron en alejar a los habitantes de aquellas partes del pueblo por las cuales Jesús fue obligado a cruzar.

Cuando los crueles soldados que conducían a nuestro Señor estuvieron cerca de las puertas de Ophel, él cayó de nuevo, y parecía incapaz de dar un paso más, sobre lo cual uno de ellos, movido por la compasión, le dijo a otro: “Mira que el pobre hombre está perfectamente exhausto, no puede sostenerse con el peso de sus cadenas; si queremos llevarlo a lo del Sumo Sacerdote vivo debemos aflojar las cuerdas con las que sus manos están atadas, para que sea capaz de cuidarse algo cuando cae”. El grupo se detuvo por un momento, los grilletes fueron aflojados, y otro soldado de buen corazón dio algo de agua a Jesús de una fuente cercana. Jesús le agradeció, y habló sobre las “fuentes de agua viva”, de las cuales beberían aquellos que creen en él; pero sus palabras enfurecieron a los Fariseos aún más, y lo abrumaron con insultos y lenguaje contumaz. Vi el corazón del soldado que hizo que desataran a Jesús, como también el de aquel que le dio agua, repentinamente iluminados por la gracia; ambos fueron convertidos antes de la muerte de Jesús, e inmediatamente se unieron a sus discípulos.

La procesión comenzó de nuevo, y alcanzó la puerta de Ophel. Aquí Jesús de nuevo fue saludado por los llantos de pena y simpatías de aquellos que le debían tanta gratitud, y los soldados tenían considerable dificultad en contener a los hombres y mujeres que se apiñaban alrededor desde todas partes.  Golpeaban sus manos, caían de rodillas, se lamentaban y exclamaban: “¡Libérennos a este hombre, libérenlo!¿Quién nos asistirá, quién nos consolará, quién curará nuestras enfermedades?¡Libérenlo!”. Era en efecto conmovedor mirar a Jesús; su rostro estaba blanco, desfigurado, y herido, su cabello desgreñado, su vestimenta ensuciada, y sus salvajes y emborrachados guardias arrastrándolo y golpeándolo con palos como a un pobre animal conducido al matadero. Así era llevado entremedio de los afligidos habitantes de Ophel, y el paralítico a quien había curado, el mudo a quien le restauró el habla, y el ciego cuyos ojos había abierto, unidos, pero en vano, para suplicar por su liberación.

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Muchas personas de entre las clases más bajas y más degradadas habían sido enviadas por Anás y Caifás y los otros enemigos de Jesús, para unirse a la procesión, y asistir a los soldados tanto para maltratar a Jesús como para alejar a los habitantes de Ophel. El pueblo de Ophel estaba asentado sobre una colina, y vi una gran cantidad de madera de construcción ubicada allí lista para edificar. La procesión tenía que proceder hacia debajo de una colina, y entonces pasar a través de una puerta hecha en el muro. De un lado de esta puerta había un gran edificio erigido originalmente por Salomón, y del otro lado la piscina de Betsaida. Después de pasarla, siguieron una dirección oeste hasta una calle empinada llamada Millo, al final de la cual un giro al sur los llevaba hasta la casa de Anás. Los guardias nunca cesaron en su cruel trato para con nuestro Divino Salvador, y se excusaban de esa conducta diciendo que las muchedumbres que se juntaban frente a la procesión los compelía a la severidad. Jesús cayó siete veces entre el Monte de los Olivos y la casa de Anás.

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Los habitantes de Ophel estaban aún en estado de consternación y pena, cuando al ver a la Virgen Bendita, quien pasaba a través del pueblo acompañada por las santas mujeres y algunos otros amigos en su camino desde el Valle del Cedrón hasta la casa de María la madre de Marcos, los excitó aún más e hicieron que el lugar resonara con sollozos y lamentaciones, mientras la rodeaban y casi la llevaban en sus brazos. María estaba sin habla de la pena, y no abrió sus labios después que llegó a la casa de María la madre de Marcos, hasta la llegada de Juan, que le relató todo lo que había visto desde que Jesús abandonara el Cenáculo; y un poco después fue llevada a la casa de Marta, que estaba cerca de la de Lázaro. Pedro y Juan, quienes habían seguido a Jesús a la distancia, fueron deprisa hacia algunos sirvientes del Sumo Sacerdote a quienes este último conocía, para esforzarse por medio de ellos en obtener admisión para entrar al tribunal en donde su Maestro estaba por ser juzgado. Estos sirvientes actuaron como mensajeros, y recién se les había ordenado ir a las casas de los ancianos y otros miembros del Consejo, para citarlos a que se presenten a la reunión que se estaba convocando. Como estaban ansiosos en complacer a los Apóstoles, pero preveían mucha dificultad para obtener su admisión para entrar al tribunal, les dieron capas similares a aquellas que ellos mismos usaban, y los hicieron asistir al llevar mensajes a los miembros para que después pudieran entrar al tribunal de Caifás, y mezclarse, sin ser reconocidos, entre los soldados y falsos testigos, ya que todas las otras personas serían expulsadas. Como Nicodemo, José de Arimatea y otras bien intencionadas personas eran miembros de este Consejo, los Apóstoles se encargaron de hacerles saber lo que se estaba por hacer en el Consejo, asegurando así la presencia de aquellos amigos de Jesús a quienes los Fariseos habían a propósito omitido invitar.  Mientras tanto, Judas vagaba subiendo y bajando empinados y feroces precipicios al sur de Jerusalén, con la desesperación marcada en cada una de sus facciones, y el diablo persiguiéndolo de aquí para allá, llenando su imaginación con aún más oscuras visiones y no permitiéndole un momento de respiro.

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CAPITULO IV

MEDIOS EMPLEADOS POR LOS ENEMIGOS DE JESÚS PARA LLEVAR ADELANTE SUS DESIGNIOS CONTRA ÉL.

Tan pronto Jesús fue arrestado que Anás y Caifás fueron informados, e instantáneamente comenzaron a arreglar sus planes con respecto al curso a ser seguido. La confusión rápidamente reinaba en todas partes – los cuartos fueron iluminados deprisa, los guardias ubicados en las entradas, y mensajeros enviados a diferentes partes de la ciudad para convocar a los miembros del Consejo, los Escribas, y a todos los que tomarían parte en el juicio. Muchos entre ellos se habían reunido en la casa de Caifás tan pronto como el pacto traidor con Judas fue completado, y se habían mantenido allí a la espera del curso de los eventos. Las diferentes clases de ancianos estaban del mismo modo reunidos, y como los Fariseos, Saduceos, y Herodianos estaban congregados en Jerusalén desde todas partes del país por la celebración de la Festividad, y desde hacía tiempo habían concertado medidas con el Consejo para arrestar a nuestro Señor, los Sumos Sacerdotes ahora enviaban por aquellos de quienes sabían eran los más severos contrarios de Jesús, y deseaban de ellos que reunieran los testigos, que reunieran toda prueba posible y que trajeran todo ante el Consejo.  Los orgullosos Saduceos de Nazaret, de Cafarnaúm, de Tirza, de Gabara, de Jotapata, y de Silo, a quienes Jesús había reprobado tantas veces ante la gente, morían verdaderamente por venganza. Se apresuraron a ir a todas las posadas para buscar aquellas personas a quienes conocían de ser enemigos de nuestro Señor, y les ofrecieron sobornos para asegurarse de su aparición. Pero, con la excepción de una pocas calumnias ridículas, las cuales de seguro serían desaprobadas tan pronto fueran investigadas, nada tangible podía ser traído contra Jesús, exceptuando, en efecto, aquellas tontas acusaciones que tantas veces él había refutado en la sinagoga.

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Los enemigos de Jesús se apresuraban, sin embargo, hacia el tribunal de Caifás, escoltados por los Escribas y Fariseos de Jerusalén, y acompañados por muchos de esos comerciantes a quienes nuestro Señor echó del Templo cuando estaban regenteando un mercado allí; también por los doctores orgullosos a quienes él había silenciado delante de toda la gente, e incluso por algunos que no podían perdonar la humillación de ser condenados por su error cuando él discutía con ellos en el Templo a la edad de doce. Había del mismo modo una gran masa de pecadores impenitentes a quienes él se negó a curar, pecadores reincidentes cuyas enfermedades habían vuelto, jóvenes mundanos a quienes él no recibiría como discípulos, personas avaras a quienes él había enfurecido por incentivar a que el dinero que ellos ansiaban conservar fuera distribuido en limosnas. Había otros a cuyos amigos él había curado, y que así habían sido defraudados en sus expectativas de heredar la propiedad; corruptores cuyas víctimas él había convertido; y muchos personajes despreciables que hicieron sus fortunas adulando y promoviendo los vicios de los grandes.

Todos los emisarios de Satanás estaban rebalsando de furia contra todo lo santo, y consecuentemente con un odio indescriptible hacia el Santo de los Santos. Estaban más incitados por los enemigos de nuestro Señor, por ende se reunían en gentíos alrededor del palacio de Caifás, para entregar todas sus falsas acusaciones  y para empeñarse en cubrir con infamia aquel Cordero sin mancha, quien tomó sobre sí mismo los pecados del mundo, y aceptó la carga para reconciliar al hombre con Dios.

Mientras todos estos seres malvados estaban ajetreadamente consultando sobre qué era lo mejor a hacer, la angustia y la ansiedad llenaron los corazones de los amigos de Jesús, ya que eran ignorantes del misterio que estaba a punto de ser cumplido, y deambulaban cerca, suspirando, y escuchando cada opinión diferente. Cada palabra que ellos emitían hacía surgir sentimientos de sospecha de parte de aquellos a quienes ellos se dirigían, y si se mantenían silenciosos, su silencio era tomado como desacertado. Muchos personajes bienintencionados pero débiles e indecisos se rindieron a la tentación, se escandalizaron, y perdieron su fe; en efecto, el número de aquellos que perseveraron era realmente muy pequeño. Las cosas eran iguales a como muchas veces son ahora, las personas estaban deseosas de servir a Dios si no se encontraban con la oposición de sus prójimos, pero se avergonzaban de la Cruz si eran menospreciados por los demás. Los corazones de algunos estaban, sin embargo, tocados por la paciencia exhibida por nuestro Señor en medio de sus sufrimientos, y se alejaron silenciosos y tristes.

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CAPITULO V

UN VISTAZO A JERUSALÉN

Los acostumbrados rezos y preparaciones para la celebración de la festividad estaban completos, la gran parte de los habitantes de la densamente poblada ciudad de Jerusalén, como también los extranjeros congregados allí, estaban sumergidos en el sueño luego de las fatigas del día, cuando, de repente, el arresto de Jesús fue anunciado, y todos se despertaron, tanto sus amigos como sus enemigos y cantidad de personas respondieron a la convocatoria del Sumo Sacerdote, y dejaron sus viviendas para reunirse en su tribunal. En algunas partes la luz de la luna les permitía andar a tientas su camino a salvo a lo largo de las oscuras y tenebrosas calles, pero en otras partes estaban obligados a hacer uso de antorchas. Muy pocas casas estaban construidas con sus ventanas mirando a la calle y, hablando en general, sus puertas estaban en los patios interiores, lo que daba a las estrellas una apariencia aún más tenebrosa de lo que es usual a esta hora. Los pasos de todos estaban dirigidos hacia Sión, y un oyente atento podría haber escuchado a personas detenerse en las puertas de sus amigos, y golpear, para despertarlos – para entonces apurarse, luego detenerse de nuevo para preguntar a otros, y finalmente, partir otra vez con apuro hacia Sión. Los divulgadores de noticias y los sirvientes  se estaban apurando para averiguar qué era lo que estaba pasando, para poder retornar y dar cuenta de los hechos a aquellos que permanecieron en casa; y la puesta de cerrojos y la obstrucción de puertas podría escucharse claramente, ya que muchas personas estaban muy alarmadas y temían una insurrección, mientras se hacían miles de diferentes proposiciones y se daban opiniones, como la siguiente: “Lázaro y sus hermanas pronto sabrán quién es el hombre en quien ellos han puesto tan firme confianza. Joanna, Chusa, Susana, María la madre de Marcos, y Salomé se arrepentirán, pero muy tarde, de la imprudencia de sus conductas; Seraphia, la mujer de Sirach, será compelida a pedirle una disculpa a su marido ahora, ya que él le ha reprochado tantas veces por su parcialidad hacia el Galileo. Los partidarios de este hombre fanático, este incitador a la rebelión, pretendieron estar llenos de compasión por aquellos que consideran las cosas bajo una luz diferente a la de ellos mismos, y ahora no sabrán dónde esconder sus cabezas. Él no encontrará nadie ahora para lanzar mantos y esparcir ramas de olivos a sus pies. Aquellos hipócritas que pretendieron ser mucho mejores que otras personas recibirán su merecido, ya que están todos implicados con el Galileo. Es un asunto mucho más serio de lo que al principio se pensó. Me gustaría saber cómo Nicodemo y José de Arimatea escaparán de ello; los Sumos Sacerdotes han desconfiado de ellos por algún tiempo; hicieron causa común con Lázaro, pero son en extremo astutos. Todo será ahora, sin embargo, traído a la luz”

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Discursos como éstos fueron emitidos por personas que estaban exasperadas, no sólo en contra de los discípulos de Jesús, sino también contra las mujeres santas que habían proveído sus necesidades temporales, y que habían expresado públicamente y sin miedo su veneración hacia sus doctrinas y su creencia en su Divina misión.

Pero aunque muchas personas hablaron de Jesús y de sus seguidores de esta manera despreciativa, aún había otros que sostenían diferentes opiniones, y de éstos algunos estaban temerosos y otros, estando vencidos por la pena, buscaban amigos en quienes descargar sus corazones  y ante quienes, sin miedo, poder liberar sus sentimientos; pero el número de aquellos suficientemente osados a confesar su admiración por Jesús era más bien pequeño.

No obstante, era sólo en partes de Jerusalén que estos disturbios tenían lugar -  en aquellas partes en donde los mensajeros habían sido enviados por los Sumos Sacerdotes y los Fariseos para convocar a los miembros del Consejo y para reunir a los testigos. Me pareció que vi sentimientos de odio y de furia explotando en diferentes partes de la ciudad bajo la forma de flamas, cuyas llamas cruzaban las calles, unidas a otras con las que se encontraban y procedían en dirección a Sión, incrementándose a cada momento, y al final llegar a detenerse bajo el tribunal de Caifás, donde permanecieron, formando un perfecto torbellino de fuego.

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Los soldados romanos no tuvieron parte en lo que estaba pasando; no comprendían los sentimientos excitados de la gente, pero los centinelas se duplicaron, sus cohortes se cuadraron y mantenían una estricta vigilancia; esto en efecto era rutinario en el tiempo de la solemnidad Pascual, a cuenta del vasto número de extraños que estaban entonces reunidos. Los Fariseos se esforzaron en evitar la cercanía de los centinelas, por miedo de ser cuestionados por ellos, y de contraer impureza por contestar sus preguntas. Los Sumos Sacerdotes habían enviado un mensaje a Pilatos indicando sus razones al estacionar soldados alrededor de Ophel y Sión; pero él desconfiaba de sus intenciones ya que mucha animadversión existía entre los Romanos y los Judíos. Él no podía dormir, pero caminó durante la mayor parte de la noche, escuchando los diferentes reportes y emitiendo órdenes en consecuencia con lo que escuchaba; su mujer dormía pero su sueño estaba perturbado por sueños espantosos y gemía y lloraba alternadamente.

En ninguna parte de Jerusalén el arresto de Jesús produjo las mayores y más conmovedoras demostraciones de pena que entre los pobres habitantes de Ophel, la mayor parte de los cuales eran trabajadores de jornada completa, y el resto principalmente empleado en oficios serviles en el servicio del Templo. Las noticias llegaron inesperadamente sobre ellos; por algún tiempo dudaron de la veracidad del informe y oscilaban entre la esperanza y el miedo, pero la visión de su Maestro, su Benefactor, su Consolador, arrastrado por las calles, rasgado, magullado y maltratado en todas las formas imaginables, los llenó de horror, y su pena era aún más incrementada al contemplar a su afligida Madre vagando de calle en calle, acompañada de las mujeres santas, y esforzándose en obtener alguna información concerniente a su Divino Hijo. Estas mujeres santas a menudo eran obligadas a esconderse en rincones y bajo los portales por temor a ser vistas por los enemigos de Jesús; pero aún con estas precauciones eran con frecuencia insultadas y tomadas por mujeres de mala reputación – sus sentimientos eran frecuentemente de temor al escuchar las palabras malignas y las expresiones triunfales de los Judíos crueles, y rara, muy rara vez, una palabra de bondad o piedad impactaba en sus oídos. Estaban completamente exhaustas antes de llegar al lugar de refugio de ellas, pero se esforzaron en consolarse y sostenerse unas a otras  y envolvían sus cabezas con gruesos velos. Cuando al final se sentaron, escucharon un repentino golpe en la puerta y escucharon sin aliento – el golpe se repitió, pero suavemente, por lo que estuvieron seguras de que no era un enemigo, y aún así abrieron la puerta cautelosamente, temiendo una estratagema. Era en efecto un amigo, y ansiosamente le preguntaron pero ninguna consolación derivó de sus palabras; entonces, incapaces de mantenerse quietas salieron y caminaron por un tiempo y entonces regresaron a su lugar de refugio – aún más descorazonadas que antes.

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La mayoría de los Apóstoles, abrumados por el terror, estaban vagando entre los valles que rodeaban Jerusalén, y a veces tomaban refugio en las cavernas debajo del Monte de los Olivos. Empezaban, si se ponían en contacto unos con otros, a hablar en tonos temblorosos y se separaban cuando escuchaban el menor ruido. Primero se ocultaban en una cueva, luego en otra, después se esforzaron en regresar a la ciudad, mientras algunos de entre ellos trepaba hasta la cima del Monte de los Olivos y echaba ansiosos vistazos a las antorchas, cuyas luces podían verse brillar en Sión y alrededores; escuchaban cada sonido distante, hacían miles de diferentes conjeturas y luego regresaban al valle, con la esperanza de conseguir alguna información cierta.

Las calles en la vecindad del tribunal de Caifás estaban brillantemente iluminadas con lámparas y antorchas, pero, mientras las muchedumbres se congregaban alrededor, el ruido y la confusión continuaron incrementándose. Mezclándose con estos sonidos discordantes podían ser escuchados los bramidos de las bestias que estaban atadas en el exterior de los muros de Jerusalén, y el dolorido balido de los corderos. Había algo de lo más conmovedor en el balido de estos corderos que estaban para ser sacrificados al siguiente día en el Templo – el único Cordero que estaba a punto de ser ofrecido en un sacrificio voluntario no abrió su boca, como una oveja en las manos del carnicero, que no se resiste, o el cordero que está silencioso ante el esquilador; y ese Cordero era el Cordero de Dios – el Cordero sin mancha – el verdadero Cordero Pascual – el mismo Jesucristo.       

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El cielo se veía oscuro, tenebroso y amenazante – la luna estaba roja y cubierta de manchas lívidas; parecía como si temiera llegar a su plenitud, porque su Creador estaba entonces por morir.

Luego eché un vistazo hacia fuera de la ciudad y, cerca de la puerta sur, contemplé al traidor, Judas Iscariote, vagando solo, y presa de las torturas de su conciencia culpable; tenía miedo incluso de su propia sombra y era seguido por varios demonios, que se esforzaban en cambiar sus sentimientos de remordimiento en negra desesperación. Miles de espíritus demoníacos se atareaban en todas partes, tentando a los hombres primero a un pecado y luego a otro. Parecía como si las puertas del infierno fueran abiertas de golpe, y Satán locamente esforzándose y ejerciendo todas sus energías para incrementar la pesada carga de iniquidades que el Cordero sin mancha había tomado sobre sí. Los ángeles oscilaban entre la alegría y la pena; deseaban ardientemente caer postrados ante el trono de Dios y obtener permiso para asistir a Jesús, pero al mismo tiempo  estaban llenos de asombro, y sólo podían adorar aquel milagro de la Justicia y Misericordia Divinas que habían existido en el Cielo por toda la eternidad, y que estaba ahora a punto de ser consumado; ya que los ángeles creen, como nosotros, en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y la Tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María, que empezó en esta noche a sufrir bajo Poncio Pilatos, y al siguiente día estaba para ser crucificado, muerto y sepultado, descender al infierno y resucitar al tercer día, ascender al Cielo, estar sentado a la derecho de Dios Padre Todopoderoso, y desde allí venir a juzgar a los vivos y a los muertos; del mismo modo ellos creen en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección del cuerpo, y la vida eterna.

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CAPITULO VI

JESÚS ANTE ANÁS.

Fue hacia medianoche cuando Jesús alcanzó el palacio de Anás,  y sus guardias inmediatamente lo condujeron dentro de un hall muy grande, donde Anás, rodeado de veintiocho consejeros, estaba sentado en una especie de plataforma, elevada un poco sobre el nivel del suelo y colocada frente a la entrada. Los soldados que al principio arrestaron a Jesús ahora lo arrastraron rudamente hasta el pie del tribunal. El cuarto estaba bastante lleno, entre soldados, los sirvientes de Anás, un número de gentuzas que había sido admitido, y los falsos testigos que más adelante se trasladaron al hall de Caifás.

Anás estaba deleitado con el pensamiento de que nuestro Señor fuera traído ante él y estaba esperando atentamente su llegada con la mayor impaciencia. La expresión de su semblante era de lo más repulsiva, y se mostraba en cada uno de sus rasgos no sólo la infernal alegría de la que estaba lleno, sino también toda la astucia y la falsedad de su corazón. Él era el presidente de una especie de tribunal instituido con el propósito de examinar a las personas acusadas de enseñar falsas doctrinas; y si eran condenadas allí, eran llevadas ante el Sumo Sacerdote.

Jesús permanecía ante Anás. Lucía exhausto y demacrado; sus prendas de vestir estaban cubiertas de barro, sus manos engrilladas, su cabeza inclinada hacia abajo, y no decía una palabra. Anás era un delgado anciano de malhumorada apariencia, con una barba rala. Su orgullo y arrogancia eran grandes; y cuando se sentó sonrió irónicamente, pretendiendo que no sabía nada de nada y que estaba completamente asombrado de encontrar que aquel prisionero, de quien se le había recién informado que estaba por ser traído ante él, no era otro que Jesús de Nazaret. “¿Es posible?”, dijo él, “¿Es posible que seáis Jesús de Nazaret?¿Dónde están vuestros discípulos, vuestros numerosos seguidores?¿Dónde está vuestro reino? Temo que las cosas no han resultado como esperabais. Las autoridades, yo presumo, descubrieron que era totalmente el momento de poner un alto a vuestra conducta, irrespetuosa como era hacia Dios y sus sacerdotes, y de tales violaciones al Sábado. ¿Qué discípulos tenéis ahora?¿Dónde se fueron todos?¿Estáis en silencio? ¡Habla, seductor! ¡Habla, Vos incitador de la rebelión! ¿No comisteis el Cordero Pascual de manera ilegal, en tiempo inadecuado, y en un lugar inadecuado?¿No deseáis introducir nuevas doctrinas?¿Quién os dio el derecho de predicar?¿Dónde estudiasteis? ¡Habla!, ¿Cuáles son los principios de vuestra religión?

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Jesús entonces levantó su fatigada cabeza, miró a Anás y dijo: “He hablado abiertamente al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga, y en el Templo, donde todos los Judíos acuden; y en secreto no he hablado nada. ¿Por qué me preguntáis a mí? Pregunta a aquellos que han escuchado lo que les he dicho; mira, ellos saben qué cosas he dicho”.

Ante esta respuesta de Jesús el semblante de Anás se enrojeció de furia e indignación. Un sirviente vil que estaba parado cerca percibió esto e inmediatamente golpeó a nuestro Señor en la cara con su guante de hierro, exclamando al mismo tiempo: “¿Contestáis así al Sumo Sacerdote?”. Jesús estaba casi tan postrado por la violencia del golpe, que cuando los guardias del mismo modo envilecieron y lo golpearon, cayó completamente y sangre goteaba desde su rostro hasta el suelo. Carcajadas, insultos y amargas palabras resonaron en las paredes. Los arqueros lo jalaron rudamente hacia arriba y suavemente contestó: “Si he hablado maldad, da testimonio de la maldad, pero si bien, ¿por qué me golpeáis?”

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Anás se puso aún más enfurecido cuando vio el calmo comportamiento de Jesús, y volteando hacia los testigos, deseó que traigan sus acusaciones. Empezaron todos a hablar al mismo tiempo: “Se ha llamado a sí mismo rey; él dice que Dios es su Padre; que los Fariseos son una generación adúltera. Él causa la insurrección en la gente; cura a los enfermos con la ayuda del diablo en el día del Sabbath. Los habitantes de Ophel se reunían alrededor de él hace poco tiempo, y se dirigían a él con títulos como Salvador y Profeta. Dejaba que lo llamaran Hijo de Dios, dice que es enviado de Dios; predice la destrucción de Jerusalén. Él no ayuna; come con pecadores, con paganos y con publicanos, y se asocia con mujeres de mala reputación. Hace poco tiempo le dijo a un hombre que le dio de beber algo de agua en las puertas de Ophel, “que le daría las aguas de la vida eterna, y que después de beber de ellas no tendría más sed”; seduce a la gente con palabras de doble significado, etc., etc.”

Todas estas acusaciones eran vociferadas al mismo tiempo, algunos de los testigos se pararon delante de Jesús y lo insultaban mientras hablaban con gestos burlones, y los arqueros fueron tan lejos hasta incluso golpearlo, diciendo al mismo tiempo: “¡Habla! ¿Por qué no respondéis?”. Anás y sus adherentes sumaron burlas a los insultos, exclamando en cada pausa entre acusaciones: “Esta es vuestra doctrina, entonces, ¿lo es?¿Qué podéis responder a eso? Emite vuestras órdenes, gran Rey; hombre enviado por Dios, da pruebas de vuestra misión!”. “¿Quién sois?” continuó Anás, en un tono de cortante desprecio, “¿Por quién fuisteis enviado?¿Sois Vos el hijo de un oscuro carpintero o eres Elías, quien fue llevado al cielo en una carroza de fuego? Se dice que aún está vivo y me ha sido dicho  que podéis haceros invisible cuando os place. Tal vez sois el profeta Malaquías, cuyas palabras tan frecuentemente citáis. Algunos dicen que un ángel fue su padre y que del mismo modo sigue aún vivo. Un impostor como lo sois Vos no tendría una mejor oportunidad de engañar personas que haciéndoos pasar por profeta. Dime, sin más preámbulo, ¿a qué clase de reyes vos pertenecéis? Vos sois más grande que Salomón, - al menos, eso es lo que Vos pretendéis, e incluso pretendéis ser creído. Tranquilizaos, no negaré más el título y el cetro que tan justamente se os deben”.

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Anás entonces pidió la hoja de pergamino, cerca de tres pies[3] de largo y seis pulgadas de ancho; en él escribió una serie de palabras en grandes caracteres, y cada palabra expresaba alguna diferente acusación que había sido presentada en contra de nuestro Señor. Él entonces lo enrolló, lo colocó en un pequeño tubo hueco, lo ajustó cuidadosamente en la punta de una caña, y le presentó esta caña a Jesús, diciendo al mismo tiempo, con mofa despreciativa: “Mira el cetro de vuestro reino; contiene vuestros títulos, como también el recuento de los honores con los que estáis imbuido, y de vuestro derecho al trono. Llévalos al Sumo Sacerdote, para que él pueda tomar conocimiento de vuestra dignidad real y os trate de acuerdo a vuestros merecimientos. Aten las manos de este rey y llévenlo ante el Sumo Sacerdote”. 

Las manos de Jesús, que habían sido aflojadas, fueron atadas entonces a lo largo de su pecho de tal manera como para hacerlo sostener el pretendido cetro, que contenía las acusaciones de Anás, y fue conducido a la corte de Caifás, en medio de silbidos, gritos y golpes prodigados sobre él por la gentuza brutal.

La casa de Anás estaba a no más de trescientos pasos de la de Caifás; había altos muros y casas de aspecto común a cada lado del camino, el que estaba iluminado por antorchas y lámparas colocadas en postes, y había un número de Judíos parados alrededor hablando de manera furiosa y excitada. Los soldados apenas podían hacerse paso a través de la multitud, y aquellos que se habían comportado tan vergonzosamente con Jesús en la corte de Anás continuaron sus insultos y el vil trato durante todo el tiempo transcurrido al caminar hacia la casa de Caifás. Vi dinero dado a aquellos que se comportaban peor con Jesús, dado por hombres armados pertenecientes al tribunal, y los vi sacando del camino a todos aquellos que lo veían compasivamente. A los primeros se les permitió entrar a la corte de Caifás.

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CAPITULO VII

EL TRIBUNAL DE CAIFÁS.

Para entrar al tribunal de Caifás las personas tenían que pasar a través de un gran patio, que puede ser llamado el patio exterior; desde allí entraban a un patio interior que se extendía todo alrededor del edificio. El edificio mismo era mucho más grande de largo que de ancho, y en el frente había una especie de vestíbulo abierto rodeado en tres lados por columnas de no gran altura. En el cuarto lado las columnas eran más altas, y detrás de ellas había una habitación casi tan grande como el vestíbulo mismo, donde los asientos de los miembros del Consejo estaban colocados en una especie de plataforma circular elevada sobre el nivel del piso. Aquel asignado al Sumo Sacerdote estaba elevado sobre los otros; el criminal a ser juzgado se paraba en el centro del semicírculo formado por los asientos. Los testigos y acusadores se paraban ya sea al lado o detrás del prisionero. Había tres puertas detrás de los asientos de los jueces que conducían a otro cuarto, lleno del mismo modo con asientos. Este cuarto era usado para consulta secreta. Entradas colocadas de los lados derecho e izquierdo de esta habitación se abrían hacia el patio interior que era circular, como la parte trasera del edificio. Aquellos que dejaban la habitación por la puerta del lado derecho veían en el lado derecho del patio la puerta que conducía a una prisión subterránea excavada bajo la habitación. Había muchas prisiones bajo tierra allí, y fue en una de éstas que Pedro y Pablo fueron confinados una noche entera, cuando habían curado al lisiado en el Templo después de Pentecostés. Tanto la casa como los patios estaban llenos de antorchas y lámparas, que los hacían tan claros como el día. Había una gran fogata encendida en el medio del porche, a cada lado del cual había tubos huecos que servían de chimeneas para el humo, y alrededor de esta fogata había parados soldados, criados serviles, y testigos de la clase más baja que habían recibido sobornos para dar su falso testimonio. Pocas mujeres había también, cuyo trabajo era verter una especie de brebaje rojo para los soldados, y cocinar pasteles, por cuyos servicios recibían una pequeña compensación.

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La mayoría de los jueces estaban ya sentados alrededor de Caifás, los otros entraron poco después, y el porche casi se llenó, entre verdaderos y falsos testigos, mientras muchas otras personas del mismo modo se esforzaron en entrar para gratificar su curiosidad, pero fueron impedidos. Pedro y Juan entraron al patio exterior, con el atuendo de viajeros, poco tiempo antes que Jesús fuera conducido allí, y Juan tuvo éxito en penetrar hasta el patio interior, por medio de un siervo que él conocía. La puerta fue inmediatamente cerrada detrás de él, por lo que Pedro que estaba un poco más atrás, fue dejado afuera. Imploró a la doncella sirviente que le abriera la puerta, pero ella rechazó sus súplicas y aquellas de Juan, y hubiese debido quedarse afuera sino fuera porque Nicodemo y José de Arimatea, quienes llegaron en este momento, lo llevaron con ellos. Los dos Apóstoles entonces devolvieron las capas que habían pedido prestadas, y se colocaron en un lugar desde donde podían ver a los jueces, y escuchar todo lo que pasaba. Caifás estaba sentado en el centro de la plataforma elevada, y setenta de los miembros del Sanedrín estaban colocados alrededor de él, mientras que los oficiales públicos, los Escribas y los Ancianos estaban parados a cada lado, y los falsos testigos detrás de ellos. Los soldados fueron situados desde la base de la plataforma hasta la puerta del vestíbulo a través del cual Jesús estaba por entrar. El semblante de Caifás era solemne en extremo, pero la gravedad estaba acompañada por signos inconfundibles de rabia contenida y siniestras intenciones. Llevaba un largo manto de un pálido color rojo, bordado con flores y adornado con flecos dorados; estaba prendido en los hombros y en el pecho, aparte de estar adornado en el frente con broches dorados. Su cubre-cabeza era alto y adornado con cintas colgantes, los lados estaban abiertos, y se parecía en algo a una mitra de obispo. Caifás había estado esperando con sus adherentes pertenecientes al Gran Consejo por algún tiempo, y tan impaciente estaba que se levantó varias veces, iba al patio exterior con su magnífico atuendo y preguntaba con enfado si Jesús de Nazaret había llegado. Cuando vio la procesión acercándose regresó a su asiento.

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CAPITULO VIII

JESÚS ANTE CAIFÁS.

Jesús fue conducido a través del patio y la gentuza lo recibió con quejidos y silbidos. Al pasar delante de Pedro y Juan, los miró pero sin girar su cabeza por temor a traicionarlos. Apenas había llegado a la cámara del Consejo que Caifás exclamó con tono alto: “¡Vos habéis llegado, entonces, al fin, Vos enemigo de Dios, Vos blasfemo, quien perturba la paz de este lugar santo!”. El tubo que contenía las acusaciones de Anás, y que estaba sujeto al pretendido cetro en las manos de Jesús, fue inmediatamente abierto y leído.

Caifás hizo uso del lenguaje más insultante, y los arqueros de nuevo golpearon y ultrajaron a nuestro Señor, vociferando al mismo tiempo: “¡Contesta enseguida! ¡Habla!¿Sois mudo?”. Caifás, cuyo temple era indescriptiblemente orgulloso y arrogante, se puso aún más furioso de lo que Anás se había puesto, y preguntó miles de cosas una tras otra, pero Jesús permaneció ante él en silencio, con sus ojos mirando hacia abajo. Los arqueros se esforzaron en obligarlo a hablar mediante repetidos golpes, y un niño malicioso presionó su pulgar sobre sus labios, mandándole morderle burlonamente. Los testigos fueron entonces llamados. Los primeros fueron personas de la clase más baja, cuyas acusaciones fueron tan incoherentes e inconsistentes como aquellas expuestas en la corte de Anás, y nada podía sacarse en limpio de ellas; Caifás entonces volteó hacia los principales testigos, los Fariseos y los Saduceos, que se habían reunido desde todas partes del país. Ellos se esforzaron en hablar calmadamente, pero sus rostros y maneras traicionaban la virulenta envidia y el odio con los que sus corazones estaban rebalsando, y repetían una y otra vez las mismas acusaciones, a las que él ya había replicado tantas veces: “Que curó enfermos y expulsó demonios con la ayuda de demonios – que profanó el Sábado – que incitó a la gente a rebelarse – que llamó a los Fariseos una raza de víboras y adúlteros – que predijo la destrucción de Jerusalén – que frecuentaba la compañía de publicanos y pecadores – que reunía  a la gente y se anunciaba como un rey, un profeta, y un Hijo de Dios”. Depusieron que “estaba constantemente hablando de su reino – que prohibía el divorcio – que se llamaba a sí mismo el Pan de la Vida, y decía que todo aquel que no comiera de su carne y bebiera de su sangre no tendría vida eterna”.

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Así distorsionaban y malinterpretaban las palabras por él expresadas, las enseñanzas que había dado, y las parábolas por las cuales había ilustrado sus enseñanzas, dándoles la apariencia de crímenes. Pero estos testigos no se ponían de acuerdo en sus exposiciones, ya que uno decía “se hace llamar rey” y al segundo se contradecía, diciendo “no, él dejaba a las personas llamarlo así; pero en cuanto intentaron proclamarlo rey, escapó”. Otro dijo, “se autoproclama el Hijo de Dios”, pero fue interrumpido por un cuarto, que exclamó “no, sólo se hacía llamar el Hijo de Dios porque hace la voluntad de su Padre Celestial”. Algunos de los testigos declararon que los había curado, pero que sus enfermedades habían vuelto, y que sus pretendidas curaciones fueron hechas sólo mediante magia. Hablaron del mismo modo de la curación de un paralítico en la piscina de Betsaida, pero distorsionaron los hechos para darles la apariencia de crímenes, e incluso en estas acusaciones no se ponían de acuerdo, contradiciéndose unos con otros. Los Fariseos de Séforis, con quienes había tenido una vez una discusión acerca de los divorcios, lo acusaron de enseñar falsas doctrinas, y un joven hombre de Nazaret, a quien le negó convertirse en uno de sus discípulos, fue lo suficientemente amoral como para presentarse como testigo contra él.

Se encontró que era por demás imposible probar ni siquiera un solo hecho, y que los testigos parecían haberse presentado con el sólo propósito de insultar a Jesús, más que para demostrar la verdad de sus declaraciones. Mientras estaban disputando unos con otros, Caifás y algunos de los otros miembros del Consejo se ocuparon en interrogar a Jesús, y de cambiar las respuestas de él por burlas. “¿Qué clase de rey sois Vos? ¡Da pruebas de vuestro poder! ¡Llama a las legiones de ángeles con quienes hablasteis en el Jardín de los Olivos! Responde de inmediato, habla, ¿sois mudo? Habrías sido mucho más sabio de haberos mantenido en silencio en medio de la tonta gentuza: allí Vos realmente hablasteis demasiado”.

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Todas estas preguntas estaban acompañadas de golpes de parte de los empleados subalternos del tribunal, y si nuestro Señor no hubiese sido sostenido desde lo alto, no podría haber sobrevivido este trato. Algunos de los testigos inmorales se esforzaron en probar que era un hijo ilegítimo; pero otros declaraban que su madre era una piadosa Virgen, perteneciente al Templo, y que después ellos vieron que fue confiada a un hombre que temía a Dios. Los testigos acusaban a Jesús y a sus discípulos de que no habían ofrecido sacrificio en el Templo. Es verdad que nunca vi a Jesús o a sus discípulos ofrecer ningún sacrificio en el Templo, excepto el Cordero Pascual; pero José y Ana  solían ofrecer sacrificio frecuentemente  durante sus vidas  por el Niño Jesús. Sin embargo, incluso esta acusación era pueril, ya que los Esenios nunca ofrecían sacrificio, y nadie los dejaba de aprobar por no hacerlo. Los enemigos de Jesús aún continuaron acusándolo de ser un mago, y Caifás afirmó varias veces que la confusión en la declaración de los testigos estaba causada solamente por brujería.

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Algunos dijeron que había comido el Cordero Pascual en el día anterior, lo que era contrario a la ley, y que el año anterior había hecho diferentes alteraciones en la manera de celebrar esta ceremonia. Pero los testigos se contradecían unos con otros hasta tal grado que Caifás y sus adherentes encontraron, para su mayor molestia y furia, que ninguna acusación podía ser realmente probada. Nicodemo y José de Arimatea fueron llamados, y al ordenarles decir cómo fue que lo habían dejado comer la Pascua en el día equivocado en una habitación que les pertenecía a ellos, probaron por antiguos documentos que desde tiempos inmemoriales a los Galileos se les había permitido comer la Pascua un día antes que el resto de los Judíos. Añadieron que todas las otras partes de la ceremonia habían sido hechas de acuerdo a las directivas dadas en la ley, y que personas pertenecientes al Templo estaban presentes en la cena. Esto confundió bastante a los testigos, y Nicodemo aumentó la rabia de los enemigos de Jesús al recalcar los pasajes en los archivos que probaban el derecho de los Galileos, y daba la razón por la cual este privilegio fue otorgado. La razón era esta: los sacrificios no habrían sido finalizados antes del Sábado si las inmensas multitudes que se congregaban con ese propósito hubieran sido todas obligadas a realizar la ceremonia en el mismo día; y aunque los Galileos no se hubieran beneficiado siempre de este derecho, aún así su existencia fue incontestablemente probada por Nicodemo; y la rabia de los Fariseos se intensificó por su remarcación de que los miembros del Consejo tendrían causa de estar grandemente ofendidos ante las gruesas contradicciones en las declaraciones de los testigos, y que la extraordinaria y apurada manera en la cual todo el asunto había sido conducido mostraba que la malicia y la envidia eran los únicos motivos para inducir a los acusadores, y hacerlos presentar el caso en un momento en que todos estaban ocupados en las preparaciones para la festividad más solemne del año. Miraron a Nicodemo furiosamente, y no pudieron replicar, pero continuaron interrogando a los testigos en una manera más precipitada e imprudente. Dos testigos se presentaron al final, que dijeron, “ este hombre dijo: ‘destruiré este Templo hecho por manos, y en tres días construiré otro no hecho por manos’”. Sin embargo, incluso estos testigos no se ponían de acuerdo en sus declaraciones, ya que uno decía que el acusado deseaba construir un nuevo Templo, y que había comido la Pascua en un lugar inusual, pero que deseaba la destrucción del viejo Templo; pero otro dijo: “no es así, el edificio en donde comió la Pascua fue hecho por manos humanas, por lo tanto no pudo referirse a ese”.

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La furia de Caifás era indescriptible; ya que el cruel trato que Jesús había sufrido, su Divina paciencia, y las contradicciones de los testigos, estaban comenzando a crear una gran impresión en muchas personas presentes, unos pocos murmullos se escucharon, y los corazones de algunos fueron tocados de tal forma que no podían silenciar la voz de sus conciencias. Diez soldados dejaron el patio bajo el pretexto de indisposición, pero en realidad estaban abrumados por sus sentimientos.  Mientras pasaban por el lugar en donde Pedro y Juan estaban, exclamaron: “el silencio de Jesús de Nazaret, en medio de tan cruel trato, es sobrehumano: derretiría un corazón de hierro; lo maravilloso es que la tierra no se abra  y se trague tales réprobos como sus acusadores deben ser. Pero dígannos, ¿dónde debemos ir?”. Los dos Apóstoles desconfiaron de los soldados y pensaron que sólo buscaban traicionarlos, o estaban temerosos de que fueran reconocidos por aquellos alrededor y denunciados como discípulos de Jesús, ya que sólo contestaron con una mirada melancólica y en términos generales: “si la verdad los llama, déjense conducir por ella, y todo lo demás se hará por sí sólo”. Los soldados inmediatamente salieron de la habitación y dejaron Jerusalén pronto después.

Se encontraron con personas en las afueras de la ciudad, quienes los dirigieron a las cavernas que quedaban en el sur de Jerusalén, al otro lado del Monte Sión, donde muchos de los Apóstoles habían tomado refugio. Estos últimos al principio se alarmaron al ver extraños entrar a su escondite, pero los soldados pronto alejaron todo temor, y les dieron cuenta de los sufrimientos de Jesús.

El temperamento de Caifás, que ya estaba perturbado, se hizo bastante enfurecido por las declaraciones contradictorias de los dos últimos testigos, y levantándose de su asiento se acercó a Jesús y dijo: “¿No contestáis nada a las cosas que estos testigos dicen contra Vos?”

Jesús no levantó su cabeza ni miró al Sumo Sacerdote, lo que aumentó la rabia de éste al máximo grado; y los arqueros percibiendo esto, tomaron a nuestro Señor del pelo, tiraron su cabeza hacia atrás, y le dieron golpes debajo de la barbilla, pero él mantuvo sus ojos mirando hacia abajo. Caifás levantó sus brazos y exclamó en tono enfurecido: “¡yo os conjuro por el Dios viviente que nos digáis si sois Cristo el Mesías, el Hijo del Dios Vivo!”   

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Una momentánea y solemne pausa se hizo. Entonces Jesús con voz majestuosa y sobrehumana replicó: “Vos lo dijisteis. Sin embargo, os digo, de aquí en más verán al Hijo del Hombre sentándose a la derecha del poder de Dios, y viniendo en las nubes del Cielo”.

Mientras Jesús estaba pronunciando estas palabras, una brillante luz me pareció que lo rodeaba; el Cielo estaba abierto sobre su cabeza; vi al Eterno Padre; pero ninguna palabra de lapicera humana puede describir la visión intuitiva que entonces me fue confiada de él. Del mismo modo vi a los ángeles, y las oraciones de los justos ascendiendo al trono de Dios.

Al mismo tiempo percibí el amplio abismo del infierno como una esfera de fuego a los pies de Caifás; estaba lleno de demonios horribles; sólo una fina gasa parecía separarlo de sus llamas amenazantes. Pude ver la furia demoníaca con la que su corazón se rebalsaba, y toda la casa me parecía como el infierno. En el momento en que nuestro Señor pronunció las solemnes palabras, “Yo soy el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, el infierno pareció estar sacudido desde una extremidad a la otra, y luego, por así decirlo, estallar e inundar a cada persona en la casa de Caifás con sentimientos de odio redoblado hacia nuestro Señor. Estas cosas me son siempre mostradas bajo la apariencia de algún objeto material, lo que les otorga menor dificultad de comprensión, y se imprimen en una manera más clara y convincente en la mente, porque nosotros mismos siendo seres materiales, los hechos nos son más fácilmente ilustrados si se manifiestan por medio de los sentidos. La desesperación y la furia que estas palabras producían en el infierno se me mostraban bajo la apariencia de miles de figuras terroríficas en diferentes lugares. Recuerdo ver, entre otras temibles cosas, un número de pequeños objetos negros, como perros con garras, que caminaban sobre sus patas traseras; sabía en ese momento qué clase de maldad estaba indicada por esta aparición, pero no puedo recordarlo ahora. Vi estos horribles fantasmas entrar en los cuerpos de la mayor parte de los espectadores, o en otros mismos lugares en sus cabezas u hombros. Del mismo modo vi en este momento temibles espectros salir de los sepulcros del otro lado de Sión; creo que eran malos espíritus. Vi en el barrio del Templo muchas otras apariciones, que semejaban prisioneros cargados con cadenas, no sé si eran demonios, o almas condenadas a permanecer en algún lugar particular de la tierra, y que estaban yendo entonces al Limbo, el cual la condenación a muerte de nuestro Señor les había abierto.

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Es extremadamente difícil explicar estos hechos, por temor de escandalizar a aquellos que no tienen conocimiento de tales cosas; pero las personas que las ven las sienten, y frecuentemente causan que los cabellos de su cabeza se pongan de punta. Creo que Juan vio algunas de estas apariciones, ya que lo escuché hablar sobre ellas después. Todos aquellos cuyos corazones no estaban radicalmente corruptos se sintieron aterrados ante estos eventos, pero los endurecidos estaban sensibles a nada más que a un incremento del odio y la rabia en contra de nuestro Señor.

Caifás entonces se levantó y, urgido por Satanás, tomó el extremo de su manto, lo cortó con su cuchillo y lo rasgó de punta a punta, exclamando al mismo tiempo, con fuerte voz: “Ha blasfemado. ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Miren, ahora ustedes han escuchado la blasfemia. ¿Qué pensáis vosotros?”. Todos los que entonces estaban presentes se levantaron, y exclamaron con sorprendente malignidad: “¡Es culpable de muerte!”

Durante toda esta temible escena, los demonios estaban en el más tremendo estado de excitación; parecían tener completa posesión no sólo de los enemigos de Jesús, sino también de sus partidarios y cobardes seguidores. Los poderes de la oscuridad me pareció que proclamaban un triunfo sobre la luz, y los pocos entre los espectadores cuyos corazones aún mantenían un rastro de luz, se llenaron de tal consternación que, cubriendo sus cabezas, inmediatamente partieron. Los testigos que pertenecían a las clases más altas estaban menos endurecidos que los otros; sus conciencias estaban torturadas por el remordimiento, y siguieron el ejemplo de las personas antes mencionadas, y dejaron la sala lo más rápido posible, mientras el resto se juntaba alrededor del fuego en el vestíbulo, y comían y bebían después de recibir pago completo por sus servicios. El Sumo Sacerdote entonces se dirigió a los arqueros, y dijo: “Entrego este rey en sus manos; rindan al blasfemo los honores que les son debidos”. Después de estas palabras se retiró con los miembros de su Consejo hacia la habitación redonda detrás del tribunal, la cual no podía ser vista desde el vestíbulo.

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En medio de la amarga aflicción que inundaba el corazón de Juan, sus pensamientos estaban con la Madre de Jesús; temía que las espantosas noticias de la condenación de su Hijo le pudieran ser comunicadas de repente o que quizás algún enemigo podría dar la información de manera despiadada. Entonces miró a Jesús, y diciendo en voz baja, “Señor, Vos sabéis por qué os dejo”, se retiró rápidamente para buscar a la Virgen Bendita, como si hubiera sido enviado por Jesús mismo. Pedro estaba bastante abrumado entre la ansiedad y la pena, lo que, sumado a la fatiga, lo ponían poco sociable; por lo que, como la mañana estaba fría, fue hacia el fuego donde la mayoría de la gente se calentaba. Hizo lo más posible por esconder su pena en su presencia, ya que no se podía decidir por irse a casa y dejar a su amado Maestro.

CAPITULO IX

LOS INSULTOS RECIBIDOS POR JESÚS EN LA CORTE DE CAIFÁS.

Tan pronto Caifás, con los otros miembros del Consejo, dejó el tribunal que un grupo de miserables rodeó a Jesús como un enjambre de avispas enfurecidas, y comenzaron a amontonar todo insulto imaginable sobre él. Incluso durante el juicio, mientras los testigos estaban hablando, los arqueros y algunos otros no podían contener sus crueles inclinaciones, sólo tironeaban manojos de su pelo y barba, lo escupían, lo golpeaban con sus puños, lo herían con puntas filosas, e incluso metían agujas dentro de su cuerpo; pero cuando Caifás dejó la sala no pusieron límites a su barbarie. Colocaron primero una corona, hecha con paja y corteza de árboles, sobre su cabeza, y luego la sacaron, saludándolo al mismo tiempo con expresiones insultantes, como las siguientes: “Observen al Hijo de David llevando la corona de su padre”, “uno más grande que Salomón está aquí; éste es el rey que está preparando una fiesta de boda para su hijo”. Así pusieron en ridículo aquellas verdades eternas que había enseñado bajo la forma de parábola a aquellos por quienes vino desde el cielo para salvar; y mientras repetían estas burlonas palabras, continuaron golpeándolo con sus puños y palos, y escupiéndole en la cara. Después pusieron una corona de cañas sobre su cabeza, le sacaron su túnica y su escapulario, y entonces echaron un viejo manto rasgado que apenas llegaba a sus rodillas, sobre sus hombros; alrededor de su cuello colgaron una larga cadena de hierro, con un aro de hierro en cada extremo, tachonados con puntas filosas, que magullaban y rasgaban sus rodillas al hacerle caminar. De nuevo maniataron sus brazos, pusieron una caña en su mano, y cubrieron su Divino semblante con saliva. Habían ya lanzado toda clase de suciedad sobre su cabello, como sobre su pecho y sobre el viejo manto. Cubrieron sus ojos con un sucio trapo y lo golpeaban, gritando al mismo tiempo con tono fuerte: “profetízanos, oh Cristo, ¿quién es aquel que os golpea?”. No respondió ni una sola palabra, pero suspiraba y oraba interiormente por ellos.

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Después de muchos, muchos insultos, tomaron la cadena que colgaba de su cuello, lo arrastraron hacia la habitación en la cual el Consejo se había retirado, y con sus palos lo forzaron a entrar, vociferando al mismo tiempo: “¡marchad hacia delante, Vos Rey de Paja! Mostraos al Consejo con la insignia del honor real; nos hemos rendido ante Vos”. Un gran grupo de consejeros, con Caifás a la cabeza, estaba aún en la habitación, y miraban tanto con deleite como con aprobación la vergonzosa escena que fuera actuada, observando con placer las más sagradas ceremonias convertidas en burla. Los impiadosos guardias lo cubrieron con barro y saliva, y con gravedad fingida exclamaron: “recibid la unción profética – la real unción”. Entonces parodiaron impiadosamente las ceremonias bautismales, y el piadoso acto de Magdalena al vaciar un vaso de perfume sobre su cabeza. “¿Cómo podéis Vos presumir”, exclamaron, “de aparecer ante el Consejo en tal condición? Vos purificáis a otros y Vos mismo no sois puro; pero pronto os purificaremos”. Fueron por una palangana de agua sucia, que vertieron sobre su rostro y hombros, mientras doblaban las rodillas ante él, y exclamaban: “Ve vuestra preciosa unción, ve el nardo de trescientos denarios; Vos habéis sido bautizado en la piscina de Betsaida”. Intentaban con esto poner en ridículo el acto de respeto y veneración mostrado por Magdalena, cuando vertió el precioso ungüento sobre su cabeza, en la casa del Fariseo.

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Por sus burlonas palabras concernientes a su bautismo en la piscina de Betsaida, señalaron, aunque no intencionalmente, la semejanza entre Jesús y el cordero Pascual, ya que los corderos eran lavados en primer lugar en el estanque cerca de la puerta Probática, y entonces llevados a la piscina de Betsaida, donde recibían otra purificación antes de ser llevados al Templo para ser sacrificados. Los enemigos de Jesús del mismo modo aludieron al hombre que había estado enfermizo durante treinta y ocho años, y que fue curado por Jesús en la piscina de Betsaida; ya que vi a este hombre lavado o bautizado allí; digo lavado o bautizado porque no recuerdo exactamente las circunstancias.

Arrastraron entonces a Jesús alrededor de la habitación, ante todos los miembros del Consejo, que continuaban dirigiéndose a él con lenguaje reprochativo y ultrajante. Cada semblante se veía diabólico y enfurecido, todo alrededor era oscuro, confuso, y terrible. Nuestro Señor, por el contrario, estaba, desde el momento en que se declaró a sí mismo el Hijo de Dios, rodeado generalmente por un halo de luz. Muchos de la asamblea parecían tener un confuso conocimiento de este hecho, y estar llenos de consternación al percibir que ni los ultrajes ni las ignominias podían alterar la majestuosa expresión de su semblante.

El halo que brillaba alrededor de Jesús desde el momento que declaró ser el Cristo, el Hijo del Dios Vivo, sirvió sólo para incitar a sus enemigos a una furia mayor, y aún así estaba tan resplandeciente que no podían mirar ese halo, y creo que su intención al lanzar el trapo sucio sobre su cabeza era amortiguar su brillo.

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CAPITULO X

LA NEGACIÓN DE SAN PEDRO.

En el momento en que Jesús pronunció las palabras: “Vos lo dijisteis”, y el Sumo Sacerdote rasgó su vestidura, la habitación completa resonó con gritos tumultuosos. Pedro y Juan, que habían sufrido intensamente durante la escena que había sido recién llevada a cabo y que habían sido obligados a presenciar en silencio, no pudieron soportar la visión por más tiempo. Pedro entonces se levantó para dejar la habitación, y pronto después lo siguió Juan. El último fue a la Virgen Bendita, que estaba en la casa de Marta con las mujeres santas, pero el amor de Pedro por Jesús era tan grande, que no se decidió a dejarlo; su corazón estallaba, y lloró amargamente, aunque se esforzó por reprimir y esconder sus lágrimas. Fue imposible para él permanecer en el tribunal, ya que su profunda emoción a la vista de los sufrimientos de su amado Maestro lo habrían traicionado; por lo tanto fue hacia el vestíbulo y se acercó al fuego, alrededor del cual los soldados y la gente común estaban sentados y hablando de la manera más descorazonada y repugnante acerca de los sufrimientos de Jesús, y relatando todo lo que ellos mismos le habían hecho. Pedro estaba silencioso, pero su silencio y su comportamiento abatido hicieron que los circunstantes sospecharan algo. La conserje vino hasta el fuego en mitad de la conversación, lanzó una audaz mirada a Pedro y dijo: “Vos estabais también con Jesús el Galileo”. Estas palabras asustaron y alarmaron a Pedro; tembló ante lo que podría sobrevenir si reconocía la verdad ante sus brutales acompañantes, y entonces contestó rápidamente: “Mujer, no le conozco”, se levantó y dejó el vestíbulo. En este momento el gallo cacareó en algún lugar en las afueras de la ciudad. No recuerdo escucharlo, pero sentí que estaba cacareando. Al salir, otra sirviente lo miró, y dijo a aquellos que estaban con ella: “Este hombre también estaba con él”, y las personas a las que se dirigió inmediatamente demandaron de Pedro que diga si las palabras de ella eran ciertas, diciendo: “¿No sois uno de los discípulos de este hombre?”. Pedro estaba más alarmado que antes, y renovó su negación con estas palabras: “No lo soy; no conozco al hombre”.

Dejó el patio interior y entró en el patio exterior; estaba llorando, y tan grandes eran su ansiedad y pena, que no reflexionó en lo más mínimo en las palabras que acababa de pronunciar. El patio exterior estaba bastante lleno de personas, y algunos se habían trepado a la parte superior del muro para escuchar lo que sucedía en el patio interior al cual les estaba prohibido entrar. Unos pocos discípulos estaban también allí, ya que su ansiedad respecto a Jesús era tan grande que no podían decidirse en permanecer ocultos en las cuevas de Hinnom. Vinieron hacia Pedro, y con muchas lágrimas lo interrogaron acerca de su amado Maestro, pero estaba tan intranquilo y tan temeroso de traicionarse a sí mismo, que brevemente les recomendó que se fueran, ya que era peligroso quedarse, y los dejó inmediatamente. Continuó dando rienda suelta a su violento pesar, mientras ellos se apresuraron a dejar la ciudad. Reconocí entre estos discípulos, que eran alrededor de dieciséis en número, a Bartolomé, Nataniel, Saturnino, Judas Barsabeas, Simón, que después fue obispo de Jerusalén, Zaqueo, y Manahem, el hombre que había nacido ciego y fue curado por nuestro Señor.

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Pedro no podía descansar en ningún lado, y su amor por Jesús lo impulsaba a regresar al patio interior, al cual le fue permitido ingresar, porque José de Arimatea y Nicodemo lo habían hecho entrar en primera instancia. No reentró en el vestíbulo, sino que giró a la derecha y fue hacia la habitación redonda que estaba detrás del tribunal, y en la cual Jesús estaba sobrellevando todo posible insulto e ignominia de parte de sus crueles enemigos. Pedro caminó tímidamente hasta la puerta, y aunque perfectamente conciente que estaba siendo sospechado por todos los presentes de ser partidario de Jesús, aún así no pudo permanecer afuera; su amor por su Maestro lo impulsaba hacia delante; entró en la habitación, avanzó, y pronto estuvo justo en el medio de la muchedumbre que deleitaba sus crueles ojos ante los sufrimientos de Jesús.  Estaban en ese momento arrastrándolo ignominiosamente hacia delante y atrás con la corona de paja sobre su cabeza; lanzó una penosa e incluso severa mirada sobre Pedro, que lo penetró hasta el corazón, pero como estaba aún muy alarmado, y al escuchar en ese momento algunos de los circunstantes decir en alta voz: “¿Quién es ese hombre?”, volvió otra vez al patio, y viendo que las personas en el vestíbulo estaban mirándolo, vino hacia el fuego y permaneció allí por algún tiempo. Varias personas que habían observado su ansioso semblante perturbado empezaron a hablar con oprobios de Jesús, y uno dijo de él: “Vos también sois uno de sus discípulos; Vos sois también Galileo; vuestro propio hablar os traiciona”. Pedro se levantó, intentando dejar la habitación, cuando un hermano de Malchus vino hacia él y dijo: “¿No os vi en el jardín con él?¿No fuisteis Vos quien cortó la oreja de mi hermano?”.

Pedro se puso fuera de sí del terror; comenzó a maldecir y a jurar “que no conocía al hombre”, y salió corriendo del vestíbulo hacia el patio externo; el gallo entonces cacareó otra vez, y Jesús, que en ese momento era conducido a través del patio, lanzó una mirada mezcla de compasión y de pena hacia su Apóstol. Esta mirada de nuestro Señor atravesó a Pedro hasta su mismísimo corazón, le hizo recordar en su mente de la manera más convincente  y terrible las palabras dirigidas a él por nuestro Señor en la noche anterior: “Antes que el gallo cacaree dos veces, tres veces me negaréis”. Él había olvidado todas sus promesas y reafirmaciones hacia nuestro Señor, que moriría antes que negarlo – se había olvidado del aviso que le dio nuestro Señor; pero cuando Jesús lo miró, sintió la enormidad de su falta, y su corazón estaba casi estallando de pena. Había negado a su Señor, cuando su amado Maestro era ultrajado, insultado, entregado a manos de jueces injustos, cuando estaba sufriendo todo con paciencia y en silencio. Sus sentimientos de remordimiento estaban más allá de cualquier expresión; regresó al patio exterior, cubrió su rostro y lloró amargamente; todo temor de ser reconocido se había terminado; estaba listo para proclamar a todo el universo tanto su falta como su arrepentimiento.

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¿Qué hombre se atreverá a afirmar que hubiera mostrado más coraje que Pedro si, con su rápido y ardiente temperamento, estuviera expuesto a tal peligro, turbación, y pena, en un momento también, donde estaba completamente intranquilo entre el miedo y el pesar, y exhausto por los sufrimientos de esa noche triste? Nuestro Señor dejó a Pedro a sus propias fuerzas, y él fue débil, como todos los que olvidan las palabras: “Vigilen y oren, para que vosotros no entréis en tentación”.

CAPITULO XI

MARIA EN LA CASA DE CAIFÁS.

La Bendita Virgen estuvo siempre unida a su Divino Hijo por comunicaciones espirituales interiores; estaba, por lo tanto, plenamente al tanto de todo lo que le sucedía – sufría con él, y estaba unida a él en su continua oración por sus asesinos. Pero sus sentimientos maternales la impulsaban a suplicar de lo más ardientemente a Dios Todopoderoso el no sufrir el crimen a ser completado, y para salvar a su Hijo de tales espantosos tormentos. Ella ansiosamente deseaba regresar a él: y cuando Juan, que había dejado el tribunal en el momento del terrible clamor “Es culpable de muerte”, se levantó, vino a la casa de Lázaro para buscarla y para relatar los pormenores de la espantosa escena de la que recién había sido testigo, ella, como también Magdalena y algunas de las otras mujeres santas, pidieron ser llevadas al lugar donde Jesús estaba sufriendo. Juan, que sólo había dejado a su Salvador para consolar a aquella a quien amaba más, después que a su Divino Maestro, inmediatamente accedió al pedido de ellas, y las condujo a través de las calles, que estaban iluminadas sólo por la luna, y llenas de personas que se apresuraban a ir a sus casas. Las santas mujeres estaban cubiertas estrechamente con velo, pero los sollozos que no podían reprimir, hicieron que muchos que pasaban las observen, y sus sentimientos fueron desgarrados por los epítetos abusivos que oían por casualidad conferidos a Jesús por aquellos que estaban conversando sobre la cuestión de su arresto. La Bendita Virgen, que siempre observó en espíritu el oprobioso trato que su querido Hijo estaba recibiendo, continuó “acumulando todas estas cosas en su corazón”; como él, ella sufría en silencio; pero más de una vez se puso totalmente inconsciente. Algunos de los discípulos de Jesús, que estaban regresando del hall de Caifás, la vieron desmayarse en brazos de las santas mujeres, y, movidos por la piedad, se detenían para mirarla compasivamente, y la saludaban con estas palabras: “¡Saludos! Desdichada Madre – ¡saludos, Madre del Más Santo de Israel, la más afligida de todas las madres!”. María levantaba su cabeza, les daba las gracias y continuaba su triste recorrido.

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Cuando estaban en las cercanías de la casa de Caifás, su pena se renovó ante la vista de un grupo de hombres que estaban muy ocupados bajo una carpa, dejando lista la cruz para la crucifixión de nuestro Señor. Los enemigos de Jesús habían dado órdenes de que la cruz debía ser preparada directamente después de su arresto, así podrían ejecutar sin demora la sentencia que esperaban que Pilatos les diera. Los Romanos ya habían preparado las cruces de los dos ladrones, y los obreros que estaban haciendo la de Jesús estaban muy molestos al haber sido obligados a trabajar en ella durante la noche; no intentaron reprimir su bronca ante esto, y pronunciaban las más terribles maldiciones y juramentos, que atravesaban completamente el corazón de la tierna Madre de Jesús; pero ella rezaba por estas criaturas ciegas que así sin saberlo blasfemaban al Salvador que estaba a punto de morir por su Salvación, y preparaban la cruz para su cruel ejecución.

María, Juan, y las santas mujeres atravesaron el patio exterior adjunto a la casa de Caifás. Se detuvieron bajo el arco de una puerta que se abría hacia el patio interior. El corazón de María estaba con su Divino Hijo, y ardientemente deseaba ver esta puerta abierta, y así podría de nuevo tener la chance de verlo, ya que sabía que solamente ella la separaba de la prisión en la que estaba confinado. La puerta se abrió al fin, y Pedro salió corriendo, su rostro cubierto con su manto, refregando sus manos y llorando amargamente. Por la luz de las antorchas pronto reconoció a Juan y a la Virgen Bendita, pero la vista de ellos solo renovó aquellos terribles sentimientos de remordimiento que la mirada de Jesús había despertado en su pecho. María se le acercó inmediatamente, y dijo: “¡Simón, dime, te ruego, qué ha sido de Jesús, mi Hijo?!”. Estas palabras atravesaron su mismísimo corazón; no podía ni siquiera mirarla, pero volvió su rostro, y de nuevo se refregó las manos. María se colocó cerca de él, y dijo con voz temblorosa por la emoción: “Simón, hijo de Juan, ¿por qué no me contestáis?” – “¡Madre!”, exclamó Pedro, con tono abatido, “O Madre, no me hables – vuestro Hijo está sufriendo más de lo que las palabras pueden expresar: no me hables! Lo han condenado a muerte, y lo he negado tres veces”. Juan se acercó para hacerle más preguntas, pero Pedro salió corriendo del patio como si estuviera fuera de sí, y no se detuvo ni por un momento hasta que llegó a la cueva del Monte de los Olivos – aquella cueva en las rocas en la que la impresión de las manos de nuestro Salvador había sido dejada milagrosamente. Creo que es la cueva en la que Adán buscó refugio para llorar luego de su caída.

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La Virgen Bendita estaba inexpresablemente apenada al oír del dolor agudo infligido sobre el amante corazón de su Divino Hijo, el dolor de escucharse negado por aquél discípulo que lo había reconocido primero como Hijo del Dios Vivo; ella era incapaz de sostenerse, y cayó en la piedra de la puerta, sobre la que la impresión de sus pies y manos permanecen hasta el día de hoy. He visto las piedras, que están preservadas en algún lugar, pero en este momento no puedo recordar dónde. La puerta no fue de nuevo cerrada, ya que la gente se estaba dispersando, y cuando la Virgen Bendita volvió en sí, pidió ser llevada a algún lugar lo más cerca posible de su Divino Hijo. Juan, por lo tanto, la guió a ella y a las santas mujeres hasta el frente de la prisión en donde Jesús estaba confinado. María estaba con Jesús en espíritu, y Jesús estaba con ella; pero esta amante Madre deseaba escuchar con sus propios oídos la voz de su Divino Hijo. Escuchaba y oía no solo sus quejidos, sino también el lenguaje ultrajante de aquellos alrededor de él. Era imposible para las santas mujeres permanecer en el patio por más tiempo sin atraer la atención. La pena de Magdalena era tan violenta que era incapaz de reprimirla; y aunque la Virgen Bendita, por una gracia especial de Dios Todopoderoso, mantenía un exterior calmo y digno en medio de sus sufrimientos, aún así fue reconocida, y oía de pasada duras palabras, como estas: “¿No es aquella la Madre del Galileo? Lo más probable es que su Hijo sea ejecutado, pero no antes de la festividad, a menos, en efecto, que sea el mayor de los criminales”.

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La Virgen Bendita dejó el patio, y fue hasta la fogata en el vestíbulo, donde un cierto número de personas estaban aún paradas. Cuando llegó al lugar donde Jesús había dicho que era el Hijo de Dios, y los malvados Judíos exclamaron “Es culpable de muerte”, ella de nuevo se desmayó, y Juan y las santas mujeres se la llevaron, más en apariencia como un cadáver que como una persona viva. Los circunstantes no dijeron una palabra; parecían golpeados por el asombro y, el silencio, como podría haberse producido en el infierno por el paso de un ser celestial, reinó en ese vestíbulo.

Las santas mujeres de nuevo pasaron por el lugar donde la cruz estaba siendo preparada; los obreros parecían encontrarse con mucha dificultad en completarla como la que encontraron los jueces en pronunciar la sentencia, y fueron obligados a conseguir nueva madera a cada momento, ya que algunos pedazos no encajarían, y otros se rajarían; esto continuó hasta que las diferentes clases de madera fueran colocadas en la cruz de acuerdo a las intenciones de la Divina Providencia. Vi ángeles que obligaban a estos hombres a recomenzar su trabajo, y que no los dejarían descansar, hasta que todo estuviera cumplido de una manera correcta; pero mi recuerdo de esta visión es confuso. 

CAPITULO XII

JESÚS CONFINADO EN UNA PRISIÓN SUBTERRÁNEA.

Los Judíos, habiendo casi agotado su barbarie, encerraron a Jesús en una pequeña prisión abovedada, restos de la cual subsisten hasta hoy. Sólo dos de los arqueros permanecieron con él, y pronto fueron reemplazados por otros dos. Él estaba aún vestido con el viejo manto sucio, y cubierto con saliva y otras suciedades que habían arrojado sobre él; ya que no le habían permitido ponerse su propia ropa de nuevo, pero mantuvieron sus manos fuertemente atadas entre sí.

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Cuando nuestro Señor entró a la prisión, oró de lo más fervientemente para que su Padre Celestial aceptara todo lo que ya había sufrido, y todo lo que estaba por sufrir, como víctima expiatoria, no sólo por sus verdugos, sino también por todos los que en épocas futuras tuvieran que sufrir tormentos como los que él estaba por soportar y ser tentados a la impaciencia o la furia.

Los enemigos de nuestro Señor no le permitieron ni un momento de respiro, ni siquiera en esta tenebrosa prisión, sino que lo ataron a un pilar que estaba en el centro, y no le dejarían recostarse sobre él, aunque estaba tan exhausto por el mal trato, el peso de sus cadenas, y sus numerosas caídas, que apenas podía sostenerse sobre sus hinchados y magullados pies. Nunca, ni por un momento, cesaron de insultarlo; y cuando el primer grupo se cansaba, otro lo reemplazaba.

Es casi imposible de describir todo lo que el Santo de los Santos sufrió de parte de estos despiadados seres; ya que la visión de ello me afectó tan excesivamente que me puse realmente enferma, y sentía como que no podría sobrevivir. Debemos, en efecto, de estar avergonzados de aquella debilidad y susceptibilidad que nos pone incapaces de escuchar calmadamente las descripciones, o de hablar sin repugnancia, de aquellos sufrimientos que nuestro Señor soportó tan calmada y pacientemente por nuestra salvación. El horror que sentimos es tan grande como aquel de un asesino que es forzado a colocar sus manos sobre las heridas que él mismo ha infligido en su víctima. Jesús soportó todo sin abrir su boca; era el hombre, el hombre pecador, quien perpetró todos estos ultrajes en contra de aquel que era al mismo tiempo su Hermano, su Redentor y su Dios. Yo, también, soy una gran pecadora y mis pecados causaron estos sufrimientos. En el día del juicio, cuando las cosas más ocultas sean manifestadas, veremos la participación que hemos tenido por los pecados que tan frecuentemente cometemos, y que son, de hecho, una especie de consentimiento que damos a, y una participación en, las torturas que fueron infligidas en Jesús por sus crueles enemigos. ¡Ay! Si reflexionáramos seriamente sobre esto, deberíamos repetir con mayor fervor las palabras que encontramos tan frecuentemente en los libros de oración: “Señor, concédeme que muera, antes que alguna vez intencionadamente vuelva a ofenderos pecando”.

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Jesús continuó orando por sus enemigos, y ellos al cansarse finalmente lo dejaron en paz por un corto tiempo, cuando se recostó de nuevo en el pilar para descansar, y una brillante luz resplandeció a su alrededor. El día estaba comenzando a amanecer, - el día de su Pasión, de nuestra Redención - , y un débil rayo penetrando la estrecha ventilación de la prisión, cayó sobre el Santo e Inmaculado Cordero, que había tomado sobre sí los pecados del mundo. Jesús giró hacia el rayo de luz, elevó sus manos encadenadas, y, de la manera más conmovedora, dio gracias a su Padre Celestial por el amanecer de ese día, que había sido deseado por tanto tiempo por los profetas, y por el que él mismo había suspirado ardientemente desde el momento de su nacimiento en la tierra, y respecto del cual había dicho a sus discípulos, “Tengo un bautismo con que ser bautizado, ¡y cuán afligido me siento hasta sea cumplido!”. Oré con él; pero no puedo dar las palabras de su oración, ya que estaba tan completamente abrumada, y conmovida de escucharlo agradecer a su Padre por los terribles sufrimientos que ya había soportado por mí, y por los aún mayores que estaba a punto de soportar. Sólo pude repetir una y otra vez con el mayor fervor: “Señor, os imploro, dame estos sufrimientos: me pertenecen, lo he merecido en castigo por mis pecados”. Estuve bastante abrumada por sentimientos de amor y compasión cuando lo miré así dando la bienvenida al primer amanecer del gran día de su Sacrificio, y aquel rayo de luz que penetraba hasta su prisión, podría, en efecto, ser comparado a la visita de un juez que desea ser reconciliado con un criminal antes que la sentencia de muerte que ha pronunciado contra él sea ejecutada.

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Los arqueros, que estaban dormitando, se despertaron por un momento, y lo miraron con sorpresa: no dijeron nada, pero parecían de alguna manera asombrados y atemorizados. Nuestro Divino Señor estuvo confinado en esta prisión  durante una hora, o aproximadamente.

Mientras Jesús estaba en este calabozo, Judas, que había estado deambulando arriba y abajo el valle de Hinnon como un demente, dirigió sus pasos hacia la casa de Caifás, con las treinta piezas de plata, la recompensa por su traición, aún colgando de su cintura. Todo estaba en silencio en derredor, y se dirigió a algunos de los centinelas, sin dejarles saber quién era, y preguntó qué se iba a hacer con el Galileo. “Ha sido condenado a muerte, seguramente será crucificado”, fue su respuesta. Judas caminó de aquí para allá, y escuchaba las diferentes conversaciones que mantenían acerca de Jesús. Algunos hablaban del cruel trato que había recibido, otros de su asombrosa paciencia, mientras otros, de nuevo, discutían acerca del juicio solemne que estaba a punto de tener lugar en la mañana ante el gran Consejo. Mientras el traidor escuchaba ansiosamente las diferentes opiniones dadas, el día amaneció; los miembros del tribunal comenzaron sus preparaciones, y Judas se escabulló detrás del edificio para no ser visto, ya que como Caín buscaba esconderse de los ojos humanos, y la desesperación comenzaba a tomar posesión de su alma. El lugar donde tomó refugio resultó estar en el mismo sitio donde los obreros habían estado preparando la madera para hacer la cruz de nuestro Señor; todo estaba listo, y los hombres estaban dormidos a su lado. Judas se llenó de terror ante esa visión; se estremeció y huyó cuando contempló el instrumento de esa muerte cruel que por una despreciable suma de dinero había puesto sobre su Señor y Maestro; corrió de aquí para allá en absolutas agonías de remordimiento, y finalmente se escondió en una cueva lindante, donde se determinó a esperar el juicio que iba a tener lugar en la mañana.

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CAPITULO XIII

EL JUICIO DE LA MAÑANA.

Caifás, Anás, los ancianos, y los escribas se reunieron de nuevo a la mañana en la gran sala del tribunal, para tener un juicio legal, ya que las reuniones a la noche no eran lícitas, y podían ser sólo consideradas a la luz de audiencias preparatorias. La mayoría de los miembros habían dormido en la casa de Caifás, donde se habían preparado camas para ellos, pero algunos, entre ellos Nicodemo y José de Arimatea, se habían ido a su casa, y regresaron al día siguiente. La reunión estaba atestada, y los miembros comenzaron sus operaciones de la manera más pronta posible. Deseaban condenar a muerte a Jesús enseguida, pero Nicodemo, José, y algunos otros, se opusieron a sus deseos y demandaron que la decisión debería ser pospuesta hasta después de la festividad, por temor de causar una insurrección entre la gente, manteniendo del mismo modo que ningún criminal podía ser condenado justamente sobre la base de cargos que no estaban probados, y que en ese caso ahora ante ellos todos los testigos se contradecían unos a otros. Los Sumos Sacerdotes y sus adherentes se pusieron muy furiosos, y dijeron a José y a Nicodemo, en claros términos, que no estaban sorprendidos ante su expresión de desagrado ante lo que se había hecho, porque ellos mismos eran partidarios del Galileo y de sus doctrinas, y estaban temerosos de ser condenados. El Sumo Sacerdote aún fue más lejos al esforzarse en excluir del Consejo a todos aquellos miembros que fueran en lo más mínimo favorables a Jesús. Estos miembros objetaron que lavaban sus manos ante todos los futuros procedimientos del Consejo, y dejando la habitación fueron al Templo, y desde ese día nunca más retomaron sus asientos en el Consejo. Caifás entonces ordenó a los guardias que trajeran a Jesús una vez más ante su presencia, y que prepararan todo para llevarlo al  tribunal de Pilatos apenas hubiera pronunciado la sentencia. Los emisarios del Consejo se apresuraron a ir a la prisión, y con su usual brutalidad desataron las manos de Jesús, jalaron el viejo manto que habían puesto sobre sus hombros, y lo hicieron ponerse su propia vestidura ensuciada, y habiendo asegurado cuerdas alrededor de su cintura, lo arrastraron fuera de la prisión. La apariencia de Jesús, cuando pasó por entre medio de la muchedumbre que ya se había reunido enfrente de la casa, era la de una víctima conducida para ser sacrificada; su semblante estaba totalmente cambiado y desfigurado por el maltrato, y sus vestimentas manchadas y rasgadas; pero la visión de sus sufrimientos, lejos de excitar un sentimiento de compasión en los Judíos de corazón endurecido, simplemente los llenó de disgusto, e incrementó su furia. Compasión, en efecto, era un sentimiento desconocido en sus crueles pechos.  

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Caifás que no hizo ni el menor esfuerzo para contener su odio, se dirigió a nuestro Señor altaneramente con estas palabras: “si Vos sois el Cristo, dínoslo sencillamente”. Entonces Jesús levantó su cabeza, y respondió con gran dignidad y calma: “Si te lo digo, no me creerás; y si también te lo preguntara, no me contestarás, ni me dejarás ir. Pero de aquí en más el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios”. Los Sumos Sacerdotes se miraron unos a otros, y dijeron a Jesús, con una risa despreciativa: “¿Sois Vos, entonces, el Hijo de Dios?”. Y Jesús contestó, con la voz de la verdad eterna: “Tú dices que lo soy”. Ante estas palabras todos exclamaron: “¿Qué necesidad tenemos de más testimonio? Ya que nosotros mismos lo hemos escuchado de su misma boca”.

Todos se levantaron inmediatamente y competían entre ellos para ver quién acumulaba más epítetos ultrajantes contra Jesús, a quien llamaban un pobre cretino, que aspiraba a ser su Mesías, y pretendía estar habilitado para sentarse a la derecha de Dios. Ordenaron a los arqueros que ataran sus manos otra vez, y que aseguraran una cadena alrededor de su cuello (esto usualmente se hacía a los criminales condenados a muerte), y se prepararon entonces para conducirlo ante Pilatos, donde un mensajero ya había sido despachado para rogarle que tenga todo listo para juzgar a un criminal, ya que era necesario no producir ninguna demora teniendo el cuenta el día festivo.

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Los Sacerdotes Judíos murmuraron entre ellos al ser obligados a recurrir a un gobernador Romano para la confirmación de la sentencia, pero era necesario, ya que no tenían el derecho de condenar criminales exceptuando las cosas concernientes a la religión y al Templo solamente, y no podían pasar una sentencia de muerte. Deseaban probar que Jesús era un enemigo para el emperador, y esta acusación concernía aquellos departamentos que estaban bajo la jurisdicción de Pilatos. Los soldados estaban parados frente a la casa, rodeados por un gran grupo de enemigos de Jesús, y de personas comunes atraídas por la curiosidad. Los Sumos Sacerdotes y una parte del Consejo caminaban a la cabeza de la procesión, y Jesús, conducido por arqueros, y custodiado por soldados, les seguía, mientras la gentuza iba a la cola. Estaban obligados a descender el Monte Sión, y a cruzar parte de la ciudad baja para alcanzar el palacio de Pilatos, y muchos sacerdotes que habían concurrido al Consejo, fueron después al Templo inmediatamente después, ya que era necesario prepararse para la festividad.

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CAPITULO XIV

LA DESESPERACIÓN DE JUDAS.

Mientras los Judíos estaban conduciendo a Jesús ante Pilatos, el traidor Judas caminaba por ahí escuchando la conversación de la muchedumbre que venía detrás, y sus oídos fueron golpeados por palabras  como estas: “Están llevándolo ante Pilatos; los Sumos Sacerdotes han condenado al Galileo a muerte; será crucificado; conseguirán su muerte; ha sido ya espantosamente maltratado; su paciencia es maravillosa; no responde; sus únicas palabras son las de que él es el Mesías, y que se sentará a la derecha de Dios; lo crucificarán en base a aquellas palabras; si no las hubiera dicho no lo habrían condenado a muerte. El cretino que lo vendió era uno de sus discípulos, y poco tiempo antes había comido con él el Cordero Pascual; ni por nada del mundo hubiese querido tener algo que ver con tal acto; sin embargo culpable el Galileo puede ser, por ningún motivo ha vendido a su amigo por dinero; semejante personaje infame como este discípulo es infinitamente más merecedor de muerte”. Entonces, pero demasiado tarde, la angustia, la desesperación y el remordimiento tomaron posesión de la mente de Judas. Satanás inmediatamente lo incitó a huir. Huyó como si mil furias estuvieran en sus talones, y el bolso que estaba colgando en su costado lo golpeaba mientras corría, y lo impulsaba como un espolón desde el infierno; pero lo tomó entre sus manos para evitar que se volara. Huyó lo más lejos posible, pero ¿a dónde huía? No hacia la muchedumbre, para así arrojarse a los pies de Jesús, su misericordioso Salvador, implorar su perdón y rogar morir con él, - no para confesar su falta con verdadero arrepentimiento ante Dios, sino para esforzarse en aliviarse ante lo enorme de su crimen, y el precio de su traición. Corrió como fuera de sí hacia el Templo, donde varios miembros del Consejo se habían reunido tras el juicio a Jesús. Se miraron unos a otros con sorpresa; y entonces dirigieron sus altaneros semblantes, donde una sonrisa de ironía era visible, hacia Judas. Él con un frenético gesto sacó las treinta piezas de plata de su costado, y sosteniéndolas hacia delante con su mano derecha, exclamó con acentos de la más profunda desesperación, “Tomen de vuelta su plata – esa plata con la que me sobornaron para traicionar a un hombre justo; tomen de vuelta su plata; liberen a Jesús; nuestro pacto ha terminado; he pecado gravemente, ya que he traicionado sangre inocente”. Los sacerdotes le contestaron de la manera más despreciativa, y, como si estuvieran temerosos de contaminarse por el contacto con la recompensa del traidor, no tocarían la plata que él les extendió, pero replicaron, “¿Qué tenemos que ver con vuestro pecado? Si Vos pensáis que has vendido sangre inocente, es vuestro propio asunto; nosotros sabemos por lo que hemos pagado, y lo hemos juzgado como merecedor de muerte. Vos tenéis vuestro dinero, no se diga más”. Le dirigieron esas palabras en tono abrupto, con el que los hombres usualmente hablan cuando están ansiosos de deshacerse de una persona problemática, e inmediatamente se levantaron y se fueron. Estas palabras llenaron a Judas de tal ira y desesperación que se puso casi frenético: su cabello se puso de punta; rasgó en dos la bolsa que contenía las treinta monedas de plata, las lanzó en el Templo, y huyó hacia las afueras de la ciudad.

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De nuevo, lo contemplé corriendo deprisa de aquí para allá como demente en el valle de Hinnon: Satanás estaba a su lado en una forma horrible, susurrando en su oído, para esforzarse en llevarlo a la desesperación, todas las maldiciones que los profetas habían lanzado sobre este valle, donde los Judíos antiguamente sacrificaban sus hijos a los ídolos.

Parecía como si todas estas maldiciones fueran dirigidas contra él, como en estas palabras: “Ellos irán y verán los cadáveres de aquellos que han pecado contra mí, cuyos gusanos no mueren, y cuyo fuego nunca se extinguirá”. Entonces el demonio murmuró en sus oídos: “Caín, ¿dónde está vuestro hermano Abel?¿Qué habéis hecho? – su sangre clama a mí por venganza, estáis maldito sobre la tierra, un vagabundo para siempre”. Cuando llegó al torrente de Cedrón, y vio el Monte de los Olivos, se estremeció, se volvió, y de nuevo las palabras vibraron en su oído: “Amigo, ¿a dónde has venido? Judas, ¿traicionasteis Vos al Hijo del Hombre con un beso?”. El horror llenó su alma, su cabeza comenzó a vagar, y el demonio socarrón de nuevo susurró, “Aquí David cruzó el Cedrón cuando huyó de Absalón. Absalón puso fin a su vida colgándose. Fue de Vos que David habló cuando dijo:[4] “Y me pagaron mal por bien; odiado por mi amor. Que Satanás se pare a su derecha; cuando sea juzgado, que salga condenado. Que sus días sean pocos, y que su puesto de autoridad sea tomado por otro. Que la iniquidad de sus padres sea recordada a la vista del Señor; y que no se permita que el pecado de su madre sea borrado, porque no ha recordado mostrar piedad, sino que persiguió al pobre y al mendigo, y al de corazón roto, para matarlo. Y amaba maldecir, y esa maldición vendrá sobre él. Y se ponía la maldición como una vestimenta, y se metía como agua en sus entrañas, y como aceite entre sus huesos. Que sea sobre él como una vestimenta y como una faja, con la cual esté ceñido continuamente”. Abrumado por estos terribles pensamientos Judas salió corriendo, y llegó hasta el pie de la montaña. Era un lugar tenebroso y desolado, lleno de desperdicios y restos pútridos; sonidos discordantes procedentes de la ciudad reverberaban en sus oídos, y Satanás continuamente repetía, “Están a punto de matarlo; Vos lo habéis vendido. ¿No conocéis las palabras de la ley: ‘aquel que vende un alma entre sus hermanos, y recibe el precio por ello, déjenlo morir la muerte’? Pon fin a vuestra miseria, desgraciado; pon fin a vuestra miseria”. Abrumado por la desesperación Judas se sacó la faja, y se colgó de un árbol que crecía en una hendidura de la roca, y después de morir su cuerpo estalló violentamente en pedazos, y sus intestinos se esparcieron alrededor.

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CAPITULO XV

JESÚS ES LLEVADO ANTE PILATOS.

Los maliciosos enemigos de nuestro Salvador lo condujeron por la parte más pública de la ciudad para llevarlo ante Pilatos, parte que en ese momento estaba llena de Judíos venidos de todas partes del país para las festividades de Pascua, sin hablar de una multitud de extranjeros. La procesión se desplazaba lentamente, bajando por la parte norte de la montaña de Sión, atravesó una calle angosta situada abajo, y entonces se dirigió a la sección de Acre a lo largo de la parte occidental del Templo, frente al gran forum donde estaba el mercado. Caifás, Anás y muchos otros del Principal Consejo, caminaban delante con atuendos de la festividad; eran seguidos por una multitud de escribas y muchos otros Judíos, entre quienes había falsos testigos, y los malvados Fariseos que habían tenido la parte más prominente en acusar a Jesús. Nuestro Señor seguía a corta distancia; estaba rodeado por una banda de soldados, y era conducido por arqueros. La multitud se apiñaba por todos lados y seguía la procesión, haciendo tronar los más terrible juramentos e imprecaciones, mientras que un grupo de personas estaban apresurando de aquí para allá, empujándose y codeándose unos a otros. Jesús estaba despojado de todo, excepto su ropa interior, que estaba manchada y ensuciada por lo que le habían arrojado; una larga cadena estaba colgando alrededor de su cuello, que golpeaba sus rodillas al caminar; sus manos estaban maniatadas como el día anterior, y los arqueros lo arrastraban con las cuerdas que habían asegurado alrededor de su cintura. Tambaleaba más que caminaba, y era casi irreconocible por los efectos de sus sufrimientos durante la noche; - estaba pálido, macilento, su cara inflamada e incluso sangrando, y sus impiadosos perseguidores continuaron atormentándolo más y más a cada momento. Habían juntado a su alrededor a la escoria de la gente, para hacer de su desgraciada entrada actual a la ciudad una parodia de su entrada triunfal en Domingo de Ramos. Se mofaban, y con gestos burlones lo llamaban rey, y lanzaban en su camino piedras, pedazos de madera, y trapos sucios; se reían de él, y a través de miles de discursos burlones se mofaban de él, durante esta simulada entrada triunfal.

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En la esquina de un edificio, no lejos de la casa de Caifás, la afligida Madre de Jesús, con Juan y Magdalena, estaban buscándolo. El alma de ella siempre estuvo unida a la de él; pero impulsada por su amor, no dejó de probar ningún medio que pudiera permitirle realmente acercarse a él. Ella permaneció en el Cenáculo por algún tiempo tras su visita de medianoche al tribunal de Caifás, impotente y muda de la pena; pero cuando Jesús fue arrastrado desde prisión, para ser de nuevo traído ante sus jueces, se levantó, se puso el velo y el manto alrededor de ella, y dijo a Magdalena y a Juan: “Sigamos a mi Hijo hasta la corte de Pilatos; debo verlo de nuevo”. Fueron a un lugar por el que la procesión debía pasar, y esperaron por ella. La Madre de Jesús sabía que su Hijo estaba sufriendo terriblemente, pero nunca pudo haber concebido la deplorable, conmovedora condición a la que fue reducido por la brutalidad de sus enemigos. Su imaginación se lo había retratado como sufriendo horrendamente, pero aún sostenido e iluminado por la santidad, el amor, y la paciencia. Ahora, sin embargo, la triste realidad  estalló sobre ella. Primero en la procesión aparecieron los sacerdotes, aquellos amargos enemigos de su Divino Hijo. Estaban  cubiertos con flamantes mantos; pero ¡ah!, terrible es decirlo, en vez de parecer resplandecientes en su carácter de sacerdotes del Más Supremo, estaban transformados en sacerdotes de Satanás, ya que nadie podía mirar sus semblantes maliciosos sin contemplar allí, retratadas en vívidos colores, las malignas pasiones con las que las almas se llenan – engaño, infernal astucia, y una furiosa ansiedad de llevar adelante el más tremendo de los crímenes, la muerte de su Señor y Salvador, el único Hijo de Dios. Detrás seguían los falsos testigos, sus pérfidos acusadores, rodeados del populacho vociferante; y al final de todo – él mismo – su Hijo – Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, cargado con cadenas, apenas capaz de sostenerse, pero impiadosamente arrastrado por sus enemigos infernales, recibiendo golpes de algunos, bofetadas de otros, y de toda la chusma congregada, maldiciones, ultrajes, y el lenguaje más calumnioso. Podía haber sido perfectamente irreconocible aún para sus ojos maternales, desnudo como estaba salvo un rasgado remanente de su vestimenta, si no hubiera notado el contraste entre su comportamiento y el de sus viles atormentadores. Él sólo en medio de la persecución y sufriendo parecía calmo y resignado, y lejos de devolver golpe por golpe, nunca levantó sus manos sino en actos de súplica hacia su Padre Eterno por el perdón de sus enemigos. Al acercarse él, ella fue incapaz de contenerse más tiempo, sino que exclamó con emocionantes acentos: “¡Ay!¿Es aquel mi Hijo? ¡Ah, sí! Veo que es mi amado Hijo. ¡Oh, Jesús, mi Jesús!”. Cuando la procesión estuvo casi enfrente, Jesús la miró con una expresión del más grande amor y compasión; esta mirada fue demasiado para la descorazonada madre: quedó por el momento totalmente inconsciente, pero rápidamente se despertó, y acompañó al discípulo amado hasta el palacio de Pilatos.

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Los habitantes de la ciudad de Ophel estaban todos reunidos en un lugar abierto para encontrarse con Jesús, pero lejos de suministrar alivio, añadieron un nuevo ingrediente para su copa de dolor; le infligieron ese agudo dolor que siempre debe ser sentido por aquellos que ven a sus amigos abandonándolos en la hora de la adversidad. Jesús había hecho mucho por los habitantes de Ophel, pero tan pronto lo vieron reducido a tal estado de miseria y degradación, que entonces su fe se sacudió; no podían creer más que él fuera un rey, un profeta, el Mesías, y el Hijo de Dios. Los Fariseos se burlaban y se reían de ellos, basándose en la admiración que habían expresado anteriormente por Jesús. “Miren a su rey ahora”, exclamaron; “Háganle homenaje; ¿no tienen felicitaciones que ofrecerle ahora que está a punto de ser coronado, y sentado en su trono? Todos sus milagros alardeados han llegado a su fin; el Sumo Sacerdote ha puesto fin a sus trucos y brujería”.

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A pesar del recuerdo que estas pobres personas tenían de los milagros y curaciones maravillosas que habían sido hechos ante sus propios ojos por Jesús; a pesar de los grandes beneficios que les había otorgado, su fe fue sacudida al contemplarlo así menospreciado y señalado como objeto de desprecio por el Sumo Sacerdote y los miembros del Sanedrín, que eran considerados en Jerusalén con la mayor veneración. Algunos se alejaron dudando, mientras otros permanecieron y se esforzaron en unirse a la chusma, pero fueron impedidos por los guardias, que habían sido enviados por los Fariseos, para prevenir revueltas y confusión.

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CAPITULO XVI

DESCRIPCIÓN DEL PALACIO DE PILATOS Y EDIFICIOS ADYACENTES.

Al pie del ángulo noroeste de la montaña del Templo estaba situado el palacio del gobernador Pilatos. Estaba bastante elevado, pues se llegaba a través de varios escalones de mármol, y dominaba una plaza espaciosa circundada de galerías de columnas donde se mantenían los comerciantes: un cuerpo de guardia y cuatro entradas, al oeste, al norte, al este y al sur en donde se encontraba el palacio de Pilatos, interrumpían  este recinto del mercado que se llamaba el forum y que, hacia el oeste se extendía nuevamente mas allá del ángulo noroeste de la montaña del Templo. Desde este punto del forum se podía ver la montaña de Sión. Estaba más elevado que las calles que allí terminaban; en ciertos lugares las casas de las calles aledañas se apoyaban sobre el lado exterior de su recinto. El palacio de Pilatos no estaba cerca, sino que estaba separado por un patio espacioso. Este patio tenía por puerta, hacia el oriente, un gran arco que daba a una calle que llevaba a la puerta de las Ovejas y luego hasta el Monte de los Olivos, al oeste había otro arco por el cual se iba hacia Sión, a través del barrio de Acre. Desde la escalera de Pilatos, se tenía vista, al norte, por encima del patio, hasta el forum, a cuya entrada estaban las columnas y algunos asientos de piedra mirando hacia el palacio. Los sacerdotes judíos no iban mas allá de estos asientos, para no contaminarse al entrar en el tribunal de Pilatos. El límite que no debían franquear estaba marcado por una línea trazada sobre el pavimento del patio. Cerca de la parte occidental del patio estaba edificado, en el recinto del mercado, un gran cuerpo de guardia, que se unía al norte con el forum y el pretorio. Se llamaba pretorio la parte del palacio donde Pilatos pasaba sentencia. Ese cuerpo de guardia estaba rodeado de columnas: al centro se encontraba un espacio a cielo abierto, y por debajo dominaban las prisiones en donde los dos ladrones estaban encerrados. Allí estaba lleno de soldados romanos. No lejos de este cuerpo de guardia, cerca de las galerías que la rodeaban, se elevaba en el mismo forum la columna donde Jesús fue flagelado; había varias otras en el recinto de la plaza, las más cercanas servían para infligir los castigos corporales, las más lejanas para atar las bestias puestas en venta. Enfrente del cuerpo de guardia se elevaba, por encima del forum, una terraza donde se encontraban los bancos de piedra; era como un tribunal. Desde ese sitio, llamado Gabbatha, Pilatos pronunciaba sus sentencias solemnes. La escalera de mármol que se alzaba hacia el palacio conducía a una terraza descubierta, desde donde Pilatos hablaba a los acusadores sentados en los bancos de piedra a la entrada del forum. Se podía mantener hablando en voz alta y claramente.

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Detrás del palacio de Pilatos había otras terrazas más elevadas, con jardines y una casa de recreo. Estos jardines unían el palacio del gobernador con la residencia de su mujer que se llamaba Claudia Procles. Detrás de estos edificios había además una fosa que los separaba de la montaña del Templo. Estaban también de ese lado las casas habitadas por los sirvientes del Templo. Cerca de la parte oriental del palacio de Pilatos, se encontraba ese tribunal de Herodes el Grande, en donde los Santos Inocentes fueron degollados en un patio interior. Había algunos cambios en la distribución, la entrada está ubicada hoy en día hacia el oriente: había también, sin embargo, una para Pilatos que lindaba con su palacio. De ese lado de la villa corrían cuatro calles en dirección oeste; tres conducían al palacio de Pilatos y al forum, la cuarta pasaba por el norte del forum y conducía a la puerta por la cual se iba a Bethsur. Cerca de esta puerta y en esta calle estaba la hermosa casa que poseía Lázaro en Jerusalén, y donde Martha también tenía su morada. Aquella de las cuatro calles que estaba más cercana al Templo venía de la Puerta de la Ovejas, cerca de la cual se encontraba a la derecha de la entrada, una especie de lodazal delante de la puerta. La piscina estaba rodeada de algunos edificios. Era aquí donde se lavaban primero los corderos antes de conducirlos al Templo; eran lavados por segunda vez solemnemente en la piscina de Bethsaida, al sur del Templo. En la segunda calle había una casa que perteneció a Santa Ana, madre de María, donde su familia y ella residían y preparaban sus ofrendas para cuando venían a Jerusalén para las festividades. Fue también en esta casa, si no me equivoco, donde se celebraron los esponsales de José y María. El forum, como ya dije, estaba más elevado que las calles adyacentes, y había en éstas acueductos que desembocaban en la piscina de las Ovejas. Había un forum semejante en la montaña de Sión, frente al antiguo castillo de David. El Cenáculo estaba al sudeste, en las proximidades, y al norte se encontraba el tribunal de Anás y aquel de Caifás. El castillo de David era una fortaleza abandonada, con los patios, los salones y las caballerías vacíos que se alquilaban a las caravanas y a los extranjeros para ellos y sus animales de montar. Ha estado largo tiempo en esta situación de ruina, ciertamente antes del tiempo de la natividad de nuestro Señor. Vi a los Magos con su numerosa comitiva entrar en él antes de entrar en Jerusalén.

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Cuando en meditación contemplo las ruinas de viejos castillos y templos, y veo su estado descuidado y abandonado, y reflexiono en los usos que se les dan ahora, tan diferentes de las intenciones de aquellos que los levantaron, mi mente siempre se vuelve hacia los eventos de nuestros propios días, cuando tantos de los hermosos edificios erigidos por nuestros piadosos y celosos ancestros están ya sea destruidos, estropeados, o usados con propósitos mundanos, sino malignos. La pequeña iglesia de nuestro convento, en la que nuestro Señor se digna habitar, a pesar de nuestra indignidad, y que fue para mí como un paraíso en la tierra, está ahora sin techo ni ventanas, y todos los monumentos están desgastados o son llevados. Nuestro amado convento, también, ¿qué será de él en el corto plazo? Ese convento, donde yo era más feliz en mi pequeña celda con mi silla rota, a como un rey pudiera estarlo en su trono, ya que desde su ventana contemplaba esa parte de la iglesia que contenía el Bendito Sacramento. En pocos años, quizás, nadie sabrá que alguna vez existió, - nadie sabrá que una vez contuvo cientos de almas consagradas a Dios, quienes pasaban sus días implorando su piedad sobre los pecadores. Pero Dios sabrá todo, nunca olvida, - el pasado y el futuro se presentan por igual ante Él. Él es quien me revela eventos que tuvieron lugar hace tanto tiempo, y en el día del juicio, cuando todo sea rendido, y cada deuda pagada, aún hasta el centavo, él recordará tanto las buenas como las malas obras hechas en lugares desde hace mucho olvidados. Con Dios no hay excepción de personas o lugares, sus ojos ven todo, incluso la Viña de Naboth. Es una tradición entre nosotros que nuestro convento fue originalmente fundado por dos pobres monjas, cuyas posesiones mundanas consistían en una jarra de aceite y una saca de frijoles. En el último día Dios las recompensará por la manera en que pusieron este pequeño talento a interés, y por la gran cosecha que ellas segaron y presentaron a Él. A menudo se dice que las pobres almas permanecen en el purgatorio en castigo por lo que nos parecen crímenes tan pequeños como el de no haber restituido unas pocas monedas sobre las que tenían ilícita posesión. Que Dios entonces tenga piedad de aquellos que se han hecho de la propiedad del pobre, o de la Iglesia.



[1] El 11 de Diciembre de 1812, en sus visiones de la vida pública de Jesús, ella vio a nuestro Señor permitir que los demonios que había expulsado de los hombres de Gergesa entraran en una manada de cerdos. Vio también, en esta ocasión en particular, que los hombres poseídos primero volcaron una gran tina llena con algún líquido fermentado.

 

[2] Dulmen es una pequeña ciudad en Westphalia, donde la Hermana Emmerich vivía en aquel tiempo.

 

[3] Un pie equivale a 12 pulgadas o a cerca de 30 cm. Una pulgada equivale a 2,54 cm.

 

[4] Salmos 109: 5 a 19

 

Traducido por Marcelo