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JESÚS ANTE PILATOS
Eran cerca de las ocho de la mañana, de acuerdo a nuestro método de contar el tiempo, cuando la procesión alcanzó el palacio de Pilatos. Anás, Caifás, y los jefes del Sanedrín se detuvieron en una parte entre el forum y la entrada al Pretorio, donde algunos asientos de piedra estaban colocados para ellos. Los guardias brutales arrastraron a Jesús hasta el pie del tramo de escaleras que conducía al asiento de juicio de Pilatos. Pilatos estaba reposando en una silla confortable, en una terraza que dominaba el forum, y una pequeña mesa de tres patas estaba al lado de él, en la que estaba colocada la insignia de su jerarquía, y otras pocas cosas. Él estaba rodeado de oficiales y soldados vestidos con la usual magnificencia del ejército Romano. Los Judíos y los sacerdotes no entraron al Pretorio, por temor a contaminarse, sino que permanecieron afuera.
Cuando Pilatos vio entrar a la tumultuosa procesión, y percibió cuán vergonzosamente los crueles Judíos habían tratado a su prisionero, se levantó, y se dirigió a ellos en un tono tan despreciativo como el que pudo haber asumido un general victorioso hacia el jefe derrotado de una villa insignificante: “¿A qué vienen tan temprano?¿Por qué han maltratado este prisionero tan vergonzosamente? ¿No es posible contenerse de despedazar y empezar a ejecutar así a sus criminales aún antes de ser juzgados?”. Ellos no contestaron nada, pero gritaron a los guardias: “¡Entréguenselo – dénselo para ser juzgado!” y entonces, dirigiéndose a Pilatos, dijeron “Escucha nuestras acusaciones contra este malhechor; ya que no podemos entrar al tribunal sin que nos contaminemos”. Apenas habían terminado estas palabras, que una voz se oyó salir de entre la densa multitud; procedía de un anciano hombre de apariencia venerable, de imponente estatura, quien exclamó, “Hacen bien en no entrar al Pretorio, ya que ha sido santificado por la sangre de Inocentes; hay sino una sóla Persona que tiene el derecho de entrar, y que sólo él puede entrar, porque él sólo es puro como los Inocentes que fueron masacrados allí”. La persona que emitió esta palabras con fuerte voz, y que luego desapareció entre la muchedumbre, era un hombre rico de nombre Zadoc, primo hermano de Obed, el marido de Verónica; dos de los hijos de él estaban entre los inocentes que Herodes había causado que fueran masacrados ante el nacimiento de nuestro Salvador. Desde ese terrible momento había abandonado el mundo y, junto con su esposa, seguía las reglas de los Esenios. Él había visto una vez a nuestro Salvador en la casa de Lázaro, y allí lo escuchó disertar, y la vista de la bárbara manera en la que fue arrastrado ante Pilatos devolvió a su mente todo lo que él mismo había sufrido cuando sus bebés fueron tan cruelmente asesinados ante sus ojos, y se determinó a dar su público testimonio sobre su creencia en la inocencia de Jesús. Los perseguidores de nuestro Señor estaban por demás irritados ante la manera soberbia que Pilatos asumió hacia ellos, y por la humilde posición que estaban obligados a ocupar, como para darse cuenta de las palabras de un extraño.
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Los brutales guardias arrastraron a nuestro Señor cuesta arriba de la escalera de mármol, y lo condujeron hasta el final de la terraza, desde donde Pilatos estaba conferenciando con los sacerdotes Judíos. El gobernador Romano había a menudo escuchado de Jesús, aunque nunca lo había visto, y ahora estaba perfectamente asombrado ante la calma dignidad de compostura de un hombre llevado ante él en tan lamentable condición. El inhumano comportamiento de los sacerdotes y ancianos lo exasperaban e incrementaba su desprecio hacia ellos, y les informó bastante rápido que no tenía la menor intención de condenar a Jesús sin pruebas satisfactorias de la verdad de sus acusaciones. “¿Qué acusaciones traen contra este hombre?”, dijo él, dirigiéndose a los sacerdotes en el tono más despreciativo posible. “Si él no fuera un malhechor no lo hubiéramos entregado a Vos”, replicaron los sacerdotes hoscamente. “Llévenlo”, dijo Pilatos, “y júzguenlo de acuerdo a su ley”. “Vos sabéis bien”, replicaron ellos, “que no nos es lícito condenar ningún hombre a muerte”. Los enemigos de Jesús estaban furiosos – deseaban terminar el proceso, y tener a su víctima ejecutada lo más rápido posible, para estar listos en el día de la festividad para preparar el cordero Pascual, sin saber, miserables desdichados como eran, que a quien ellos habían arrastrado ante el tribunal de un juez idólatra (en cuya casa no entrarían, por temor de contaminarse antes de participar de la víctima figurativa), que él, y sólo él, era el verdadero Cordero Pascual, del cual el otro era sólo una sombra.
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Pilatos, sin embargo, al final les ordenó presentar sus acusaciones. Estas acusaciones eran tres en número, y presentaron diez testigos para atestar la veracidad de cada una. Su gran objetivo eran hacer que Pilatos creyera que Jesús era el líder de una conspiración contra el emperador, para que pudiera así condenarlo a muerte como un rebelde. Ellos mismos eran impotentes en tales asuntos, permitiéndoles juzgar no otra cosa sino ofensas religiosas. Su primer esfuerzo fue condenarlo por seducir a la gente, incitándola a la rebelión, y de ser un enemigo de la paz y la tranquilidad públicas. Para probar estos cargos presentaron algunos falsos testigos, y declararon del mismo modo que violó el Sabbath, y que incluso lo profanó al curar un enfermo en ese día. Ante esta acusación Pilatos los interrumpió, y dijo en tono burlón, “Es muy evidente que ninguno de ustedes mismos estuvo enfermo, de haberlo estado no se quejarían de ser curados en el día de Sabbath”. “Él seduce a la gente, e inculca las doctrinas más repugnantes. Incluso dice, que ninguna persona puede obtener la vida eterna a menos que coma su carne y beba su sangre”. Pilatos estaba bastante irritado ante el intenso odio que sus palabras y semblantes expresaban y, volviéndose con una mirada de desprecio, exclamó, “Ustedes bien ciertamente deben desear seguir sus doctrinas y obtener vida eterna, ya que están sedientos tanto por su carne como por su sangre”.
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Los Judíos entonces presentaron la segunda acusación contra Jesús, la cual era que prohibía a la gente pagar tributo al emperador. Estas palabras excitaron la indignación de Pilatos, ya que era su cargo el ver que todos los impuestos fueran correctamente pagados, y exclamó con tono furioso, “Esa es una mentira! Yo debo saber sobre eso más que ustedes”. Esto obligó a los enemigos de nuestro Señor a proceder a la tercera acusación, la que hicieron con palabras como éstas: “Aunque este hombre es de dudoso nacimiento, es el jefe de un gran grupo. Cuando estaba a la cabeza de ellos, lanzaba maldiciones sobre Jerusalén, y relataba parábolas de doble significado concernientes a un rey que está preparando una fiesta de bodas para su hijo. La multitud que había reunido en una montaña se esforzó una vez en hacerlo su rey; pero era más pronto de lo que esperaba; sus planes no estaban maduros; por ello se escapó y se escondió. Posteriormente ha avanzado mucho más: no fue sino el otro día que entró en Jerusalén a la cabeza de una tumultuosa asamblea, que por sus órdenes hacía que la gente desgarrara el aire con aclamaciones de ‘Hosanna al Hijo de David! Bendito sea el reino de nuestro Padre David, que está ahora comenzando’. Obligaba a sus partidarios a que le rindieran honores reales, y les dice que él es el Cristo, el Ungido del Señor, el Mesías, el rey prometido a los Judíos, y desea que se dirijan a él con estos excelsos títulos”. Diez testigos dieron testimonio concerniente a estas cosas.
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La última acusación – aquella de que Jesús se hacía llamar rey – hizo cierta impresión en Pilatos; se puso algo pensativo, dejó la terraza y, lanzando una mirada escrutinadora sobre Jesús, fue hasta el apartamento adjunto, y ordenó a los guardias que lo trajeran sólo a él ante su presencia. Pilatos no sólo era supersticioso, sino también extremadamente pobre de espíritu y susceptible. Había escuchado a menudo, durante el curso de su educación pagana, la mención acerca de hijos de sus dioses que habían habitado algún tiempo sobre la tierra; estaba también totalmente al tanto de que los profetas Judíos habían predicho desde hace mucho que uno aparecería de entre ellos que debería ser el Ungido del Señor, su Salvador, y Libertador de su esclavitud; y que muchos de entre el pueblo creían en esto firmemente. Recordaba también que habían venido reyes desde el este ante Herodes, el predecesor del actual monarca de ese nombre, para rendir homenaje al recién nacido rey de los Judíos, y que Herodes en base a esto había dado órdenes para la masacre de los inocentes. Había a menudo oído de las tradiciones concernientes al Mesías y al rey de los Judíos, e incluso las examinó con alguna curiosidad; aunque por supuesto, siendo un pagano, sin la menor creencia. Si hubiera creído en ellas por completo, probablemente hubiera estado de acuerdo con los Herodianos, y con aquellos Judíos que esperaban un rey poderoso y victorioso. Con tales impresiones, la idea de los Judíos acusando a un pobre y miserable individuo, a quien habían traído a su presencia, de colocarse como el rey prometido y el Mesías, le parecía absurdo; pero como los enemigos de Jesús trajeron estos cargos en prueba de traición contra del emperador, creyó correcto interrogarlo privadamente acerca de ellos.
“¿Sois Vos el rey de los Judíos?” dijo Pilatos, mirando a nuestro Señor, e incapaz de contener su asombro ante la divina expresión de su semblante.
Jesús contestó, “¿Decís eso por ti mismo, u otros os lo han dicho de mí?”
Pilatos se ofendió de que Jesús pensara que era posible para él creer en tal cosa, y contestó, “¿Soy yo un Judío? Vuestra propia nación y los sacerdotes jefes os han entregado a mí como merecedor de muerte: ¿Qué habéis hecho?”.
Jesús contesta majestuosamente, “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi sirvientes ciertamente se esforzarían para que yo no fuera entregado a los Judíos; ahora bien, mi reino no es de aquí”.
Pilatos se conmovió algo con estas palabras solemnes, y le dijo en tono más serio, “¿Sois un rey, entonces?”
Jesús contestó, “Vos decís que yo soy un rey. Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para que diera testimonio de la verdad. Todos los que son de la verdad oyen mi voz”.
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Pilatos lo miró, y levantándose de su asiento dijo, “¡La verdad!¿Qué es la verdad?”
Entonces intercambiaron unas pocas palabras más, las que no recuerdo, y Pilatos regresó a la terraza. Las respuestas y la compostura de Jesús estaban más allá de su comprensión; pero vio llanamente que su supuesto de realeza no chocaría con aquel del emperador, ya que era por ningún reino terrenal sobre el que reclamaba; por cuanto el emperador no se preocupaba por nada más allá de este mundo. Entonces se dirigió a los sacerdotes jefes desde la terraza, y dijo: “No encuentro ninguna causa en él”. Los enemigos de Jesús se pusieron furiosos, y pronunciaron miles de diferentes acusaciones contra nuestro Salvador. Pero Él permaneció en silencio, solamente ocupado en rezar por sus viles enemigos, y no replicó cuando Pilatos se dirigió a él con estas palabras: “¿No contestáis nada? ¡Mira de cuantas cosas os acusan!” Pilatos estaba lleno de asombro, y dijo: “Veo sencillamente que todo lo que alegan es falso”. Pero sus acusadores, cuya ira continuó creciendo, exclamaron: “¿No encuentras ninguna causa en él?¿No es un crimen incitar a la gente a que haga revueltas en todas partes del reino? – para esparcir sus falsas doctrinas, no sólo aquí, sino también en Galilea?”
La mención de Galilea hizo vacilar a Pilatos; reflexionó por un momento, y entonces preguntó: “¿Este hombre es un Galileo, y un súbdito de Herodes?”. Ellos contestaron, “Lo es, sus padres vivían en Nazaret, y su actual morada está en Cafarnaúm”.
“Siendo ese el caso”, replicó Pilatos, “llévenlo ante Herodes; él está aquí por la festividad, y puede juzgarlo enseguida, ya que es su súbdito”. Jesús fue inmediatamente conducido fuera del tribunal, y Pilatos despachó un oficial a Herodes, para informarle que Jesús de Nazaret, que era su súbdito, estaba por serle enviado para ser juzgado. Pilatos tenía dos razones para seguir esta línea de conducta; en primer lugar estaba encantado de haberse escapado de dar sentencia, ya que se sentía bastante incómodo acerca de todo el asunto; y en segundo lugar estaba gustoso de tener una oportunidad de complacer a Herodes, con quien había tenido un desacuerdo, ya que sabía que él estaba muy curioso de ver a Jesús.
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Los enemigos de nuestro Señor estaban enfurecidos al ser despedidos así por Pilatos en presencia de toda la multitud, dieron rienda suelta a su furia maltratándolo aún más que antes. Lo maniataron de nuevo, y entonces no cesaron de abrumarlo con maldiciones y golpes mientras lo conducían rápidamente a través del gentío, hacia el palacio de Herodes, que estaba situado a no gran distancia del forum. Algunos soldados romanos se habían unido a la procesión.
Durante el tiempo del juicio Claudia Procles, la mujer de Pilatos, le había enviado frecuentes mensajes para insinuarle que deseaba sumamente hablar con él; y cuando Jesús fue enviado a Herodes, ella se colocó en un balcón y observó la cruel conducta de sus enemigos con sentimientos mezclados de temor, pena y horror.
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EL ORIGEN DEL CAMINO DE LA CRUZ
Durante toda la escena que recién hemos acabado de describir, la Madre de Jesús, con Magdalena y Juan, habían hecho un receso en el forum: estaban abrumados con el más amargo dolor, que aún se incrementó por todo lo que oían y veían. Cuando Jesús fue llevado ante Herodes, Juan condujo a la Virgen Bendita y a Magdalena sobre las partes que habían sido santificadas por los pasos de él. Miraron de nuevo la casa de Caifás, la de Anás, Ophel, Getsemaní, y el Jardín de los Olivos; se detuvieron y contemplaron cada sitio donde él había caído, o donde había sufrido particularmente; y lloraron silenciosamente ante el pensamiento de todo por lo que había pasado. La Virgen Bendita se arrodillaba frecuentemente y besaba el suelo donde su Hijo había caído, mientras Magdalena estrujaba sus manos en amargo pesar, y Juan, aunque no podía contener sus propias lágrimas, se esforzaba en consolar a sus acompañantes, las sostenía y las seguía guiando. Así fue practicada por primera vez la santa devoción del “Camino de la Cruz”; así fueron honrados por primera vez los Misterios de la Pasión de Jesús, incluso antes de que esa Pasión fuera consumada., y la Virgen Bendita, aquel modelo de pureza sin mancha, fue la primera en demostrar la profunda veneración sentida por la Iglesia por nuestro querido Señor. ¿Cuán dulce y consolador es seguir a su Inmaculada Madre, pasando por aquí y por allá, y humedeciendo por completo los sitios sagrados con sus lágrimas. Pero, ah!¿quién puede describir la aguda, aguda espada de dolor que entonces traspasaba su tierna alma? Ella que había llevado al Salvador del mundo en su casta matriz, y que lo había amamantado por tanto tiempo – ella que lo había concebido a él que era la Palabra de Dios, en Dios desde toda la eternidad, y verdadero Dios, - ella bajo cuyo corazón, lleno de gracia, él se había dignado a morar nueve meses, que lo sintió vivir dentro de ella antes que apareciera a los hombres para impartirles la bendición de la salvación y enseñarles sus celestiales doctrinas; ella sufrió con Jesús, compartiendo con él no sólo los sufrimientos de su amarga Pasión, sino también aquel ardiente deseo de redimir al hombre caído mediante una muerte ignominiosa, que a él lo consumía.
En esta conmovedora manera la más pura y santa Virgen colocó los cimientos de la devoción llamada el Camino de la Cruz; así en cada estación, marcada por los sufrimientos de su Hijo, acumuló en su corazón los méritos inagotables de su Pasión, y los reunió como piedras preciosas o flores de dulce aroma para ser presentadas como ofrenda escogida al Padre Eterno en nombre de todos los verdaderos creyentes. La pena de Magdalena era tan intensa como para hacerla casi una persona insana. El santo e ilimitado amor que ella sentía por nuestro Señor la impulsaban a arrojarse a sus pies, y aí verter allí los sentimientos de su corazón (como vertió una vez el precioso Ungüento sobre su cabeza al sentarse a la mesa); pero cuando a punto de seguir este impulso, una oscura brecha parecía intervenir entre ella misma y él. El arrepentimiento que ella sentía por sus faltas era inmenso, y no menos intenso era su gratitud por su perdón; pero cuando ansiaba ofrecer actos de amor y agradecimiento como precioso incienso a los pies de Jesús, ella lo contemplaba traicionado, sufriendo, y a punto de morir por la expiación de las ofensas de ella, las que él había tomado sobre sí, y esta vista la llenaba de horror, y casi hacía despedazar su alma con sentimientos de amor, arrepentimiento y gratitud. La vista de la ingratitud de aquellos por quienes él estaba a punto de morir incrementó la amargura de estos sentimientos diez veces más, y cada paso, palabra, o movimiento demostraba la agonía de su alma. El corazón de Juan estaba lleno de amor, y sufría intensamente, pero no pronunció ni una sola palabra. Apoyaba a la Madre de su amado Maestro en esta su primera peregrinación a través de las estaciones del Camino de la Cruz, y la asistía en dar el ejemplo de aquella devoción que desde entonces ha sido practicada con tanto fervor por los miembros de la Iglesia Cristiana.
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PILATOS Y SU ESPOSA.
Mientras los Judíos estaban conduciendo a Jesús hasta Herodes, vi a Pilatos ir hacia su esposa, Claudia Procles. Ella se dio prisa en encontrarse con él, y entraron juntos en una pequeña casa de recreo que estaba en una de las terrazas detrás del palacio. Claudia parecía estar muy exaltada, y bajo la influencia del miedo. Era una mujer alta de fina apariencia, aunque extremadamente pálida. Su cabello estaba trenzado y algo ornamentado, pero parcialmente cubierto por un largo velo que caía grácilmente sobre sus hombros. Llevaba aros, un collar, y su flamante vestido estaba recogido y sostenido por una especie de broche. Conversó con Pilatos por un largo rato, y le rogó por todo lo que él consideraba sagrado, a que no hiriera a Jesús, a aquel Profeta, a aquel Santo de Santos; y relató los sueños extraordinarios o visiones que había tenido acerca de él la noche previa.
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Mientras ella estaba hablando vi la mayor parte de estas visiones: las siguientes eran las más sorprendentes. En primer lugar, los eventos principales en la vida de nuestro Señor – la anunciación, la natividad, la adoración de los pastores y la de los reyes, la profecía de Simeón y la de Ana, la fuga a Egipto, la masacre de los inocentes, y la tentación de nuestro Señor en el desierto. A ella se le había mostrado también en su sueño las características más llamativas de la vida pública de Jesús. A ella se le aparecía siempre envuelto con una luz resplandeciente, pero sus malévolos y crueles enemigos estaban bajo las más horribles y repulsivas formas imaginables. Ella vio sus intensos sufrimientos, su paciencia, y su amor inagotable, también la angustia de su Madre, y la perfecta resignación de ella. Estas visiones llenaron a la esposa de Pilatos con la mayor ansiedad y terror, particularmente al estar acompañadas de símbolos que la hacían comprender su significado, y sus tiernos sentimientos estaban aterrados por la vista de tales escenas espantosas. Ella había sufrido a causa de éstas durante toda la noche; a veces eran oscuras, pero más a menudo eran claras y distinguibles; y cuando amaneció y fue despertada por el ruido de la gentuza que estaba arrastrando a Jesús para ser juzgado, echó un vistazo a la procesión e inmediatamente vio que la víctima que no se resistía en medio de la muchedumbre, atado, sufriendo, y tan inhumanamente tratado como para apenas ser reconocido, no era otro que aquel brillante y glorioso ser que tantas veces había sido traído ante sus ojos en las visiones de la pasada noche. Ella estaba grandemente afectada por esta vista, e inmediatamente envió por Pilatos, y le dio un recuento de todo lo que le había sucedido. Hablaba con mucha vehemencia y emoción; y aunque había una gran parte de lo que había visto que no podía comprender, menos expresar, aun así le rogó e imploró a su esposo en los más conmovedores términos para que le concediera su pedido.
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Pilatos estaba asombrado como preocupado por las palabras de su esposa. Comparó la narración con todo lo que él había previamente escuchado acerca de Jesús; y reflexionó en el odio de los Judíos, el majestuoso silencio de nuestro Salvador, y las misteriosas respuestas que le había dado a sus preguntas. Dudó por algún momento, pero al final fue vencido por las súplicas de su esposa, y le digo que ya había declarado su convicción sobre la inocencia de Jesús, y que no lo condenaría, porque vio que las acusaciones eran meras invenciones de sus enemigos. Habló acerca de las palabras de Jesús hacia él, prometió a su esposa que nada lo induciría a condenar a este hombre justo, e incluso le dio un anillo antes de que salieran como prenda de su promesa.
El carácter de Pilatos era inmoral e indeciso, pero sus peores cualidades eran un orgullo extremo y una maldad que nunca lo hacían dudar en la ejecución de una acción injusta, mientras que respondiera a sus fines. Era excesivamente supersticioso, y al estar en alguna dificultad recurría a hechizos y embrujos. Estaba muy intrigado y alarmado ante el juicio de Jesús; y lo vi corriendo de acá para allá, ofreciendo incienso primero a un dios, luego a otro, e implorando de ellos que lo asistieran; pero Satanás llenó su imaginación con aún mayor confusión; primero instilaba una falsa idea y luego otra en su mente. Él entonces recurrió a una de sus favoritas prácticas supersticiosas, aquella de observar a los sagrados pollos comer, pero en vano, - su mente permanecía envuelta en oscuridad, y se ponía más y más indeciso. Primero pensó que absolvería a nuestro Salvador, de quien sabía bien que era inocente, pero entonces tuvo miedo de provocar la ira de sus falsos dioses si lo salvaba, ya que se imaginaba que podría ser una suerte de semidiós, y que sería ofensivo para ellos. “Es posible”, decía interiormente, “que este hombre pueda ser realmente aquel rey de los Judíos sobre cuya venida hay tantas profecías. Era un rey de los Judíos a quienes los Magos vinieron desde el Este para adorar. Tal vez, es un enemigo secreto de nuestro dioses y del emperador; podría ser muy imprudente de mi parte el salvar su vida. ¿Quién sabe si su muerte no sería un triunfo para mis dioses?”. Entonces recordó los maravillosos sueños descritos a él por su esposa, quien nunca había visto a Jesús, y de nuevo cambió, y decidió que sería más seguro no condenarlo. Trato de persuadirse de que deseaba dar una justa sentencia; pero se engañaba, porque cuando se preguntó: “¿Qué es la verdad?”, no esperó por la respuesta. Su mente estaba llena de confusión, y estaba prácticamente sin saber cómo actuar, ya que su único deseo era no asumir ningún riesgo sobre sí mismo.
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JESÚS ANTE HERODES.
El palacio del Tetrarca Herodes estaba construido en la lado norte del forum, en la nueva ciudad; no muy lejos de aquel de Pilatos. Una escolta de soldados romanos, en su mayor parte de aquella parte del país situada entre Suiza e Italia, se había unido a la procesión. Los enemigos de Jesús estaban completamente furiosos ante el embrollo en el que fueron compelidos al tener que ir y venir, y por lo tanto, descargaban su ira sobre él. El mensajero de Pilatos había precedido a la procesión, consecuentemente Herodes los estaba esperando. Estaba sentado en una pila de almohadones, amontonados entre sí de manera que formaran una especie de trono, en un hall espacioso, y rodeado de cortesanos y guerreros. Los Sacerdotes Jefes entraron y se colocaron a su costado, dejando a Jesús en la entrada. Herodes estaba entusiasmado y complacido de que Pilatos hubiera así públicamente reconocido su derecho de juzgar a los Galileos, y también regocijado al ver a aquel Jesús, quien nunca se había dignado a aparecer ante él , reducido a tal estado de humillación y degradación. Su curiosidad había sido grandemente excitada por los grandes términos con los que Juan el Bautista había anunciado la venida de Jesús, y también había escuchado mucho acerca de él por medio de los Herodianos, y a través de los muchos espías a quienes había enviado a diferentes partes: estaba entonces deleitado ante esta oportunidad de interrogarlo en presencia de sus cortesanos y de los sacerdotes Judíos, esperando hacer un gran despliegue de sus propios conocimientos y talentos. Al haber enviado Pilatos palabra de “que no pudo encontrar ninguna causa en el hombre”, concluyó que estas palabras estaban hechas como sugerencia de que él (Pilatos) deseaba que los acusadores fueran tratados con desprecio y desconfianza. Él, entonces, se dirigió a ellos en la forma más áspera y distante posible, y así aumentó su rabia e ira indescriptiblemente.
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Todos empezaron enseguida a vociferar sus acusaciones, a las que Herodes apenas escuchó, estando atento solamente en gratificar su curiosidad mediante un examen de cerca de Jesús, a quien tantas veces había deseado ver. Pero cuando lo vio despojado de toda su vestimenta, salvo el remanente de un manto, apenas capaz de pararse, y su semblante totalmente desfigurado por los golpes que había recibido, y por el fango y los proyectiles que la chusma había arrojado a su cabeza, el lujoso y afeminado príncipe se retiró con disgusto, pronunció el nombre de Dios, y dijo a los sacerdotes en tono mezcla de lástima y desprecio, “Llévenselo de aquí, y no lo traigan de nuevo a mi presencia en tal deplorable estado”. Los guardias llevaron a Jesús al patio externo, y procuraron algo de agua en una palangana, con la que limpiaron sus vestimentas ensuciadas y su semblante desfigurado; pero no pudieron reprimir su brutalidad aún haciendo esto, y no tuvieron en consideración las heridas con las que estaba cubierto.
Herodes, mientras tanto, se dirigía a los sacerdotes en casi la misma manera que Pilatos había hecho. “Su comportamiento se parece grandemente a aquel de los carniceros”, dijo, “y ustedes comienzan sus inmolaciones bastante temprano en la mañana”. Los Sacerdotes Jefes presentaron sus acusaciones enseguida. Herodes, cuando Jesús fue de nuevo traído a su presencia, pretendió sentir algo de compasión, le ofreció un vaso de vino para recuperar sus fuerzas; pero Jesús volteó su cabeza y rehusó este alivio.
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Herodes entonces empezó a explayarse con gran locuacidad de todo lo que había escuchado acerca de nuestro Señor. Hizo miles de preguntas, y lo exhortó a que hiciera un milagro en su presencia; pero Jesús no contestó una palabra, y se paró ante él con sus ojos mirando hacia abajo, con lo cual irritó y desconcertó a Herodes, aunque él se esforzaba en contener su ira, y continuó sus interrogaciones. Él, al principio, expresó sorpresa, y hacía uso de palabras persuasivas. “Es posible, Jesús de Nazaret”, exclamó, “que seáis vos mismo que aparecéis ante mi como un criminal? He escuchado vuestras acciones de las que tanto se hablan. Vos no estáis quizás al tanto de que me ofendisteis gravemente al dejar libres a los prisioneros que yo había confinado en Thirza, pero posiblemente vuestras intenciones eran buenas. El gobernador romano ahora os ha enviado a mí para ser juzgado; ¿qué respuesta podéis dar a todas estas acusaciones?¿Estáis mudo? He escuchado mucho relativo a vuestra sabiduría, y la religión que enseñáis, déjame escuchar vuestra respuesta y confundir a vuestros enemigos. ¿Sois el rey de los Judíos?¿Sois el Hijo de Dios?¿Quién sois? Se dice de vos que habéis realizado maravillosos milagros; haz uno ahora en mi presencia. Tengo el poder de liberaos. ¿Es cierto que habéis restaurado la vista al ciego, levantado a Lázaro de entre los muertos, y alimentado dos o tres mil personas con unas pocas hogazas?¿Por qué no respondéis? Os recomiendo hacer un milagro rápido para mí; quizás podréis regocijaros después al haber cumplido con mis deseos”.
Jesús se mantenía en silencio, y Herodes continuó preguntándole con aún más locuacidad.
“¿Quién sois?, dijo. “¿De dónde obtenéis vuestro poder?¿Cómo es que ya no lo poseéis más?¿Sois Vos cuyo nacimiento fue predicho de manera tan maravillosa? Reyes desde el Este vinieron a mi padre para ver al recién nacido rey de los Judíos: ¿es verdad que erais ese niño?¿Escapasteis cuando tantos niños fueron asesinados, y cómo se arregló vuestro escape?¿Por qué permanecisteis desconocido por tantos años?¡Contesta mis preguntas!¿Sois un rey? Vuestra apariencia ciertamente no es Real. Me han dicho que fuisteis conducido al Templo en triunfo hace poco tiempo. ¿Cuál era el significado de tal exhibición? - ¡Habla ya! - ¡Contéstame!”
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Herodes continuaba preguntando a Jesús en esta rápida forma; pero nuestro Señor no concedió una respuesta. Se me mostró (como en efecto ya sabía) que Jesús estaba así silencioso porque Herodes estaba en estado de excomunión, tanto por su adúltero matrimonio con Herodías como por haber dado órdenes para la ejecución de San Juan Bautista. Anás y Caifás, viendo cuán indignado Herodes estaba ante el silencio de Jesús, inmediatamente se esforzaron en tomar ventaja de sus sentimientos de cólera, y recomenzaron sus acusaciones, diciendo que había llamado zorra al mismo Herodes; que su gran objetivo por muchos años había sido derribar la familia de Herodes; que estaba esforzándose en crear una nueva religión, y que había celebrado la Pascua el día anterior. Aunque Herodes estaba extremadamente enfurecido por la conducta de Jesús, no perdió de vista los fines políticos que deseaba fomentar. Estaba determinado a no condenar a nuestro Señor, tanto porque experimentaba una secreta e indefinible sensación de terror en su presencia, y porque aún sentía remordimiento al pensar que había mandado a la muerte a Juan el Bautista, además de que detestaba a los Sumos Sacerdotes por no permitirle tomar parte en los sacrificios en relación a su unión adúltera con Herodías.
Pero su razón principal al determinarse a no condenar a Jesús era que deseaba hacer una devolución a Pilatos por su cortesía, y pensó que la mejor devolución sería el cumplido de mostrar deferencia a su decisión y poniéndose de acuerdo con él en opinión. Pero habló de la manera más despreciativa a Jesús y, volteándose a los guardias y sirvientes que lo rodeaban, y que eran alrededor de doscientos en número, dijo: “Llévense a este tonto, y ríndanle el homenaje que le es debido; es loco más que culpable de algún crimen.”
Nuestro Señor fue inmediatamente llevado a un gran patio, donde todo posible insulto e indignidad fue acumulado sobre él. Este patio estaba entre las dos alas del palacio, y Herodes se paró como espectador en una plataforma por un rato. Anás y Caifás estaban a su lado, esforzándose en persuadirlo para que condene a nuestro Señor. Pero sus esfuerzos fueron infructuosos, y Herodes contestó en tono suficientemente fuerte como para ser escuchado por los soldados romanos: ¡No, actuaría bastante erróneamente si lo condenara”. Su significado era que estaría mal condenar como culpable a quien Pilatos había declarado inocente, a pesar de haber sido tan cortés de diferir a él el juicio final.
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Cuando los Sumos Sacerdotes y los otros enemigos de Jesús percibieron que Herodes estaba determinado a no acceder a sus deseos, despacharon emisarios a aquella división de la ciudad llamada Acre, que estaba principalmente habitada por Fariseos, para hacerles saber que debían reunirse en las cercanías del palacio de Pilatos, juntar a la chusma, y sobornarla para hacer un tumulto, y demandar la condenación de nuestro Señor. Del mismo modo enviaron agentes secretos para alarmar a la gente mediante amenazas de una venganza divina si no insistía en la ejecución de Jesús, a quienes nombraron un blasfemador sacrílego. Estos agentes tenían ordenado también alarmar a la gente indicando que si Jesús no era muerto, él iría a los romanos y ayudaría en la exterminación de la nación Judía, ya que a esto se refería cuando hablaba de su reino futuro. Ellos se esforzaron en esparcir la noticia en otras partes de la ciudad, de que Herodes lo había condenado, pero que aún era necesario que la gente también expresara sus deseos, ya que sus partidarios eran de temer; ya que si era liberado se uniría a los romanos, haría un disturbio en el día festivo, y tomaría la más inhumana venganza. Algunos de entre ellos hacían circular noticias contradictorias y alarmistas, para excitar a la gente, y causar una insurrección; mientras otros distribuían dinero entre los soldados para sobornarlos para maltratar a Jesús, para causar su muerte, y a quien estaban muy ansiosos de traerlo lo más rápido posible, para que Pilatos no lo absolviera.
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Mientras los Fariseos estaban ocupándose de esta manera, nuestro Bendito Salvador estaba sufriendo los mayores ultrajes de los brutales soldados a quienes Herodes lo había entregado, para que se burlaran de él como si fuera un tonto. Lo arrastraron hacia el patio, y uno de ellos se había procurado una gran saca blanca que había sido llenada una vez con algodón, le hicieron un agujero en su centro con una espada, y entonces la agitaron sobre la cabeza de Jesús, acompañando cada acción con estallidos de la carcajada más despreciativa. Otro soldado trajo el remanente de una vieja capa escarlata, y la pasaron por su cuello, mientras el resto doblaba su rodilla ante él – lo empujaban – lo injuriaban – lo escupían – lo golpeaban en el cuello, porque se había negado a responderle a su rey, se mofaban de él simulando que le rendían homenaje – le arrojaban mugre – lo tomaban de la cintura haciendo que bailaban con él; entonces, habiéndolo tirado al suelo, lo arrastraron hasta una zanja que corría a un lado del patio, causando así que su sagrada cabeza golpeara contra las columnas y lados del muro, y cuando al final lo levantaron, sólo fue para recomenzar sus insultos. Los soldados y sirvientes de Herodes que estaban reunidos en este patio sumaban más de doscientos, y todos pensaron en cortejar a su monarca torturando a Jesús de forma inédita. Muchos fueron sobornados por los enemigos de nuestro Señor para golpearlo en la cabeza con sus palos, y tomaron ventaja de la confusión y el tumulto para hacerlo. Jesús los miraba con compasión; un exceso de dolor le sacaba ocasionales quejidos y gemidos, pero sus enemigos se regocijaban en sus sufrimientos, y se burlaban de sus quejidos, y ninguno de toda la asamblea mostró el menor grado de compasión. Vi sangre fluyendo desde su cabeza, y tres veces los golpes lo postraron, pero los ángeles estaban llorando a su lado, y untaron su cabeza con bálsamo celestial. Me fue revelado que si no hubiera sido por esta asistencia milagrosa, habría muerto de aquellas heridas. Los Filisteos de Gaza, que descargaron su cólera atormentando al pobre ciego Sansón, eran mucho menos bárbaros que estos crueles verdugos de nuestro Señor.
Los sacerdotes, sin embargo, estaban impacientes en regresar al Templo; por lo tanto, habiéndose asegurado que sus órdenes relativas a Jesús serían obedecidas, regresaron donde Herodes, y se esforzaron en persuadirlo de que condenara a nuestro Señor. Pero él, estando determinado para hacer todo lo que estuviese en su poder para complacer a Pilatos, rehusó acceder a sus deseos, y envió de regreso a Jesús vestido con el ropaje de tonto.
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JESÚS ES CONDUCIDO DE REGRESO DESDE LA CORTE DE HERODES A LA DE PILATOS.
Los enemigos de Jesús estaban completamente enfurecidos al estar obligados a llevar a Jesús de regreso, aún sin condenar, ante Pilatos, quien tantas veces había declarado su inocencia. Lo condujeron por un camino mucho más largo, para primero dejar que las personas de esa parte de la ciudad lo vieran en ese estado de ignominia a la que fue reducido, y en segundo lugar, para dar a sus emisarios más tiempo para agitar al populacho.
Este camino era extremadamente áspero y desnivelado; y los soldados, alentados por los Fariseos, apenas se abstenían un momento para atormentar a Jesús. El largo atuendo con el que estaba vestido impedía sus pasos, y causaron que cayera pesadamente más de una vez; y sus crueles guardias, como también muchos entre el brutal populacho, en vez de asistirlo en su estado de agotamiento, se esforzaban en obligarlo a levantarse mediante golpes y patadas.
A todos estos ultrajes Jesús no ofrecía la más mínima resistencia; oraba constantemente a su Padre por gracia y fuerza para que no se hundiera bajo ellos, sino que consumara la obra de su Pasión para nuestra redención.
Era alrededor de las ocho de la noche cuando la procesión alcanzó el palacio de Pilatos. La muchedumbre era densa, y los Fariseos podían ser vistos yendo y viniendo, esforzándose en incitarla y enfurecerla aún más. Pilatos, que recordaba una insurrección que había tenido lugar un año antes en tiempo de Pascua, había reunido a más de mil soldados, a quienes apostó alrededor del Pretorium, el Forum y su palacio.
La Virgen Bendita, su hermana mayor María (la hija de Heli), María (la hija de Cleofás), Magdalena, y cerca de veinte de las santas mujeres, estaban en un cuarto desde donde podían ver todo lo que tenía lugar, y al principio Juan estaba con ellas.
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Los Fariseos condujeron a Jesús, aún vestido con el atuendo de tonto, por en medio de la gentuza insolente, e hicieron todo lo que estaba en su poder para juntar a los viles y malvados cretinos de entre la escoria de la gente. Un sirviente enviado por Herodes ya había llegado a Pilatos, con un mensaje al efecto de que su amo había plenamente apreciado su cortés deferencia hacia su opinión, pero que vio al famoso Galileo como no más que un tonto, que lo había tratado como tal, y que ahora lo enviaba de regreso. Pilatos estaba bastante satisfecho al encontrar que Herodes había llegado a la misma conclusión que él, y por lo tanto devolvía un cortés mensaje. Desde aquella hora se hicieron amigos, habiendo sido enemigos muchos años; de hecho, desde la caída del acueducto[1].
Jesús fue de nuevo conducido a la casa de Pilatos. Los arqueros lo arrastraron escaleras arriba con su usual brutalidad; sus pies se enredaron en su larga túnica, y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que estaban manchados de sangre de su sagrada cabeza. Sus enemigos habían tomado de nuevo sus asientos a la entrada del Forum; la gentuza se rió de su caída, y los arqueros golpearon a su inocente víctima en vez de ayudarle a levantarse. Pilatos estaba reclinado en una especie de sillón, con una pequeña mesa delante de él, y rodeado de oficiales y personas que sostenían en sus manos tiras de pergamino cubiertas con escritura. Se adelantó y dijo a los acusadores de Jesús: “Han presentado este hombre ante Mí, como alguien que pervertía a la gente, y miren que habiéndolo examinado ante ustedes, no encontré en este hombre ninguna causa de aquellas cosas de lo que lo acusan. No, ni tampoco Herodes. Ya que los envié a él, y miren, nada que sea merecedor de muerte se le presenta. Lo castigaré, entonces, y lo soltaré.”
Cuando los Fariseos escucharon estas palabras, se pusieron furiosos, y se esforzaron hasta el máximo de su poder para persuadir a la gente a que haga una revuelta, distribuyendo dinero entre ellos para obtener este efecto. Pilatos miró alrededor con desdén, y se dirigió a ellos con palabras despreciativas.
Sucedió que era el preciso momento en que, de acuerdo a una antigua costumbre, la gente tenía el privilegio de demandar la entrega de un prisionero. Los Fariseos habían despachado emisarios para persuadir a la gente a que demandara la muerte, no la vida, de nuestro Señor. Pilatos esperaba que pidieran por Jesús, y determinó darle a elegir entre él y un criminal llamado Barrabás, quien había sido convicto por un terrible asesinato cometido durante una sedición, como también por otros crímenes, y era más que nada, detestado por la gente.
Había una considerable excitación entre la muchedumbre; una cierta porción se adelantó, y sus oradores, dirigiéndose a Pilatos en alta voz, dijeron: “Otórganos el favor que siempre otorgaste en el día de la festividad”. Pilatos dio por respuesta: “Es costumbre para mí entregarles un criminal en tiempo de Pascua; ¿a quién desean que les entregue, a Barrabás, o a Jesús que es llamado Cristo?”
Aunque Pilatos en su propia mente no se sentía del todo seguro de que Jesús fuera el Rey de los Judíos, aunque lo llamaba así, en parte porque su orgullo romano le hacía tener deleite en humillar a los Judíos llamándola a esa persona de apariencia desagradable su rey; y en parte porque sentía una especie de creencia interna de que Jesús podría ser realmente aquel rey milagroso, aquel Mesías que había sido prometido. Veía claramente que los sacerdotes estaban incitados solamente por envidia en sus acusaciones en contra de Jesús; esto lo ponía más ansioso para desilusionarlos; y el deseo se incrementaba por aquel destello de verdad que parcialmente iluminaba su mente. Había cierta duda entre la muchedumbre cuando Pilatos hizo esta pregunta, y unas pocas voces contestaron, “Barrabás”. Un sirviente enviado por la esposa de Pilatos pidió por él en este momento; dejó la plataforma, y el mensajero presentó la prenda que él le había dado, diciendo al mismo tiempo: “Claudia Procles le ruega que recuerde su promesa de esta mañana”. Los Fariseos y los sacerdotes caminaban ansiosa y apresuradamente entre la muchedumbre, amenazando a unos y ordenando a otros, aunque, de hecho, poco se requería para incitar a la ya enfurecida multitud.
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María, con Magdalena, Juan, y las santas mujeres, estaban paradas en un rincón del forum, temblando y llorando; ya que aunque la Madre de Jesús estaba plenamente al tanto de que la redención del hombre no podía ser traída por otro medio que por la muerte de su Hijo, estaba llena de la angustia de una madre, y con un anhelante deseo de salvarlo de aquellas torturas y de aquella muerte que él estaba por padecer. Rezaba a Dios para que no permita que tan terrible crimen sea perpetrado; ella repitió las palabras de Jesús en el Jardín de los Olivos: “Si es posible, deja que este cáliz pase lejos de mí”. Ella sentía aún un destello de esperanza, porque había un reporte actual de que Pilatos deseaba absolver a Jesús. Grupo de personas, mayormente habitantes de Cafarnaúm, donde Jesús había enseñado, y entre quienes había obrado curaciones milagrosas, estaban congregadas en la vecindad de ella; pretendieron no recordarla ni a ella ni a sus sollozantes acompañantes; simplemente lanzaron una mirada aquí y allá, como por casualidad, a sus figuras envueltas estrechamente en velo. Muchos pensaron, como lo hicieron también sus acompañantes, que estas personas al menos rechazarían a Barrabás, y rogarían por la vida de su Salvador y Benefactor; pero estas esperanzas eran, ay, falaces.
Pilatos envió de vuelta la prenda a su esposa, como una aseveración de su intención de mantener su promesa. De nuevo se adelantó en la plataforma, y se sentó en la pequeña mesa. Los Sacerdotes Jefes tomaron sus asientos también, y Pilatos una vez más demandó: “¿A quién de los dos debo entregarles?” Un grito general resonó a través del hall: “¡No a este hombre, sino a Barrabás!”. “Pero ¿qué debo hacer con Jesús, quien es llamado Cristo?”, replicó Pilatos. Todos exclamaron de manera tumultuosa: “¡Déja que sea crucificado!¡déja que sea crucificado!”. “¿Qué mal ha hecho?”, preguntó Pilatos por tercera vez. “No encuentro ninguna causa en él. Lo flagelaré y entonces lo absolveré”. Pero el grito, “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” estalló desde la muchedumbre, y los sonidos hicieron eco como una tempestad infernal; los Sumos Sacerdotes y los Fariseos vociferaban y se impulsaban hacia delante y atrás como insanos. Pilatos al final se rindió; su débil carácter pusilánime no pudo soportar tan violenta demostración; entregó a Barrabás a la gente, y condenó a Jesús para ser flagelado.
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LA FLAGELACIÓN DE JESÚS
Aquel por de más débil e indeciso de todos los jueces, Pilatos, había repetido varias veces, estas muy crueles palabras: “No encuentro crimen en él: lo castigaré y lo dejaré ir”; a lo que los Judíos habían continuado respondiendo: “¡Crucifícalo!¡Crucifícalo!”, pero se determinó a adherirse a su resolución de no condenar a nuestro Señor a la muerte, y ordenó que lo flagelaran a la manera de los romanos. Los guardias por lo tanto fueron ordenados a conducirlo por entre la furiosa multitud del forum, lo cual hicieron con la mayor brutalidad, al tiempo que lo cargaban de insultos y lo golpeaban con sus palos. El pilar donde los criminales eran flagelados estaba al norte del palacio de Pilatos, cerca de la casa de los guardias, y los verdugos pronto llegaron, trayendo látigos, varas, y sogas, las que lanzaron hacia su base. Eran seis en número, hombres morenos y tenebrosos, algo más bajos que Jesús; sus pechos estaban cubiertos con una especie de cuero, o con algún material sucio; sus ingles estaban ceñidas, y sus velludos, fibrosos brazos, desnudos. Eran malhechores de las fronteras de Egipto, que habían sido condenados por sus crímenes a trabajos forzados, y estaban empleados principalmente en hacer canales, y en erigir edificios públicos, siendo los más criminales elegidos como verdugos en el Pretorium.
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Estos hombres crueles habían muchas veces flagelado pobres criminales hasta la muerte en ese pilar. Parecían bestias salvajes o demonios, y parecían estar medio borrachos. Golpearon a nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron de las sogas con las que estaba maniatado, aunque él los siguió sin ofrecer la menor resistencia y, al final, bárbaramente lo derribaron contra el pilar. Este pilar, colocado en el centro del patio, estaba solo, y no servía para sostener ninguna parte del edificio; no era muy alto, ya que un hombre alto podría tocar la cima estirando su brazo; había un gran anillo de hierro en la parte superior, así como anillos y ganchos un poco más abajo. Es casi imposible describir la crueldad mostrada por estos rufianes hacia Jesús: arrancaron el manto con el que había sido vestido como burla en la corte de Herodes, y casi lo dejan postrado otra vez.
Jesús temblaba y se estremecía mientras estaba en el pilar, y se sacó sus vestimentas tan rápido como pudo, pero sus manos estaban ensangrentadas e inflamadas. La única respuesta que dio cuando sus brutales verdugos lo golpearon y lo insultaron fue rezar por ellos de la forma más conmovedora: volvió su rostro una vez hacia su Madre, que estaba vencida de pena; esta mirada la trastornó bastante: se desmayó, y habría caído, si las santas mujeres no hubieran estado allí para sostenerla. Jesús puso sus brazos alrededor del pilar, y cuando sus manos estuvieron así levantadas, los arqueros las ajustaron al anillo de hierro que estaba en la parte superior del pilar; entonces tiraron de sus brazos hasta tal altura que sus pies, que estaban apretadamente atados a la base del pilar, apenas tocaban el suelo. Así fue violentamente estirado el Santo de los Santos, sin una partícula de vestimenta, en un pilar usado para castigo de los más grandes criminales; y entonces dos furiosos rufianes que estaban sedientos de sangre comenzaron de la manera más bárbara a flagelar su sagrado cuerpo de la cabeza a los pies. Los látigos o flagelos de los que hicieron uso al principio me parecieron estar hechos de una especie de madera blanca flexible, pero quizás estaban compuestos de fibras de buey, o de tiras de cuero.
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Nuestro afectuoso Señor, el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero Hombre, se retorcía como un gusano ante los golpes de estos bárbaros; sus suaves pero profundos quejidos podrían ser escuchados desde lejos; resonaban a través del aire, vadeando una especie de acompañamiento conmovedor al silbido de los instrumentos de tortura. Estos quejidos se asemejaban más bien a un conmovedor sollozo de oración y súplica, más que a quejidos de angustia. El clamor de los Fariseos y de la gente formaba otra especie de acompañamiento, que por momentos, como una tormenta ensordecedora, amortiguaba y sofocaba estos sollozos sagrados y dolorosos, y en su lugar podrían escucharse las palabras, “¡Ponlo a morir! ¡Crucifícalo!”. Pilatos continuaba parlamentando con la gente, y cuando demandó silencio para ser capaz de hablar, fue obligado a proclamar sus deseos a la clamorosa asamblea mediante el sonido de trompeta, y en esos momentos podías escuchar de nuevo el sonido de las flagelaciones, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los soldados, y el balido de los corderos Pascuales que estaban siendo lavados en la piscina de Probática, a no gran distancia del forum. Había algo peculiarmente conmovedor en el dolorido balido de estos corderos: sólo ellos parecían unir sus lamentaciones con los sufrientes quejidos de nuestro Señor.
La gentuza Judía estaba reunida a cierta distancia del pilar en el que el terrible castigo estaba teniendo lugar, y los soldados romanos estaban estacionados en diferentes partes alrededor. Muchas personas estaban caminando de aquí para allá, algunos en silencio, otros hablando de Jesús en los términos más insultantes posibles, y unos pocos parecían conmovidos, y creí contemplar rayos de luz saliendo de nuestro Señor y entrando en los corazones de estos últimos. Vi grupos de infames hombres jóvenes de aspecto atrevido, que estaban en su mayor parte ocupándose cerca de la Guardia en preparar nuevos flagelos, mientras otros fueron a buscar ramas de espinas. Varios de los sirvientes de los Sumos Sacerdotes fueron a los brutales verdugos y les dieron dinero; y también una gran jarra llena de un fuerte líquido rojo brillante, que los embriagó bastante, e incrementó su crueldad diez veces más hacia su Víctima inocente. Los dos rufianes continuaron golpeando a nuestro Señor con interminable violencia por un cuarto de hora, y fueron entonces relevados por otros dos. Su cuerpo estaba enteramente cubierto de marcas negras, azules y rojas; la sangre estaba goteando al piso, e incluso los furiosos gritos que se emitían desde entre los congregados Judíos mostraba que su crueldad estaba lejos de ser saciada.
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La noche había sido extremadamente fría, y la mañana era oscura y nublada; una pequeña granizada había caído, lo que sorprendió a todos, pero hacia las doce en punto el día se puso más luminoso, y el sol brillaba.
Los dos nuevos verdugos comenzaron a flagelar a Jesús con la mayor furia posible; hicieron uso de un tipo diferente de vara, - una especie de palo espinado, cubierto con nudos y astillas. Los golpes de estos palos rasgaron su carne en pedazos; su sangre saltaba tanto como para manchar los brazos de ellos, y él gimió, oró, y se estremeció. En este momento, algunos forasteros montados en camellos pasaron a través del foro; se detuvieron por un momento, y estaban bastante sobrepasados por la compasión y el horror de la escena ante ellos, acerca de la cual algunos de los circunstantes explicaron la causa de lo que estaban presenciando. Algunos de estos viajeros habían sido bautizados por Juan, y otros habían escuchado el sermón de Jesús en la montaña. El ruido y el tumulto de la chusma era aún más ensordecedor cerca de la casa de Pilatos.
Dos nuevos verdugos tomaron los lugares de los últimos mencionados, que empezaban a flaquear; sus flagelos estaban compuestos de pequeñas cadenas, o correas cubiertas de ganchos de hierro, que penetraban hasta el hueso, y arrancaban grandes pedazos de carne a cada golpe. ¡¿Qué palabras, ay! podrían describir esta terrible – desgarradora escena?!
La crueldad de estos bárbaros no estaba, sin embargo, aún saciada; desataron a Jesús, y de nuevo lo aseguraron con su espalda dando hacia el pilar. Como estaba totalmente incapaz de sostenerse en una posición derecha, pasaron cuerdas alrededor de su cintura, debajo de sus brazos, y sobre sus rodillas, y habiendo atado firmemente sus manos a los anillos que estaban ubicados en la parte superior del pilar, recomenzaron flagelándolo con aún mayor furia que antes; y uno entre ellos lo golpeaba constantemente en la cara con una vara nueva. El cuerpo de nuestro Señor estaba perfectamente rasgado en jirones, - no eran sino una sola herida. Él miraba a sus torturadores con sus ojos llenos de sangre, como suplicando piedad; pero su brutalidad parecía incrementarse, y sus quejidos a cada momento se hacían más débiles.
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La espantosa flagelación había continuado sin interrupción por tres cuartos de hora, cuando un extraño de humilde origen, un pariente de Ctesiphon, el hombre ciego a quien Jesús había curado, avanzó deprisa de entre la muchedumbre, y se acercó al pilar con un cuchillo en forma como de daga en su mano. “¡Paren!”, exclamó, en tono indignado; “¡Paren!¡No azoten este hombre hasta morir!”. Los cretinos embriagados, tomados por sorpresa, se detuvieron de golpe, mientras él rápidamente cortó las cuerdas que ataban a Jesús al pilar, y desapareció entre la muchedumbre. Jesús cayó casi inconsciente al suelo, que estaba bañado con su sangre. Los verdugos lo dejaron ahí, y se reunieron con sus crueles compañeros, que se estaban divirtiendo en la Guardia con la bebida, y trenzando la corona de espinas.
Nuestro Señor permaneció por poco tiempo en el suelo, al pie del pilar, bañado en su propia sangre, y dos o tres chicas de aspecto atrevido se acercaron para gratificar su curiosidad al observarlo. Echaron un vistazo, y se volvieron asqueadas, pero al momento el dolor de las heridas de Jesús era tan intenso que levantó su cabeza sangrante y las miró. Se retiraron rápidamente, y los soldados y guardias se reían y se burlaban de ellas.
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Durante el tiempo de la flagelación de nuestro Señor, vi sollozantes ángeles acercándosele muchas veces; del mismo modo escuché las oraciones que él constantemente dirigía a su Padre por el perdón de nuestros pecados – oraciones que nunca cesaron durante todo el tiempo de imposición de este cruel castigo. Mientras yacía bañado en su sangre vi a un ángel presentarle un vaso conteniendo una bebida de aspecto brillante que pareció revigorizarlo en cierto grado. Los arqueros pronto regresaron, y después de darle algunos golpes con sus palos, lo obligaron a levantarse y seguirlos. Se levantó con la mayor dificultad, ya que sus miembros apenas podían sostener el peso de su cuerpo; no le dieron suficiente tiempo para ponerse su ropa, pero le arrojaron su vestimenta superior sobre sus hombros desnudos y lo condujeron desde el pilar hasta la Guardia, donde limpió la sangre que goteaba por su cara con una punta de su vestidura. Cuando pasó delante de los bancos en donde los Sumos Sacerdotes estaban sentados, gritaron, “¡Ponlo a morir!¡Crucifícalo!¡Crucifícalo!”, y entonces se distanciaron desdeñosamente. Los verdugos lo condujeron al interior de la Guardia, que estaba llena de esclavos, arqueros, peones y la misma escoria de la gente, pero no había soldados.
La gran excitación entre el populacho alarmó tanto a Pilatos, que envió a la fortaleza de Antonia por refuerzo de soldados romanos, y apostó estas tropas bien disciplinadas alrededor de la Guardia; se les permitió hablar y mofarse de Jesús en todas las formas posibles, pero se les prohibió dejar sus puestos. Estos soldados, por los que Pilatos había enviado para intimidar a la chusma, sumaban cerca de mil.
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MARIA DURANTE LA FLAGELACIÓN DE NUESTRO SEÑOR.
Vi a la Virgen Bendita en un continuo éxtasis durante el tiempo de la flagelación de su Divino Hijo; veía y sufría con indecible amor y pena todos los tormentos que él estaba soportando. Ella hacía leves quejidos, y sus ojos estaban rojos de llorar. Un gran velo cubría su persona, y se apoyaba en María de Heli, su hermana mayor[2],* que era anciana y extremadamente parecida a la madre de ellas, Ana. María de Cleofás, la hija de María de Heli, estaba allí también. Los amigos de Jesús y María estaban alrededor de esta última; llevaban grandes velos, parecían superados por la pena y la ansiedad, y estaban llorando como si estuviesen en la expectativa momentánea de la muerte. El atuendo de María era azul; era largo, y parcialmente cubierto por una capa hecha de lana blanca, y su velo era algo blanco amarillento. Magdalena estaba totalmente fuera de sí de pena y su cabello flotaba suelto bajo su velo.
Cuando Jesús cayó al pie del pilar, después de la flagelación, vi a Claudia Procles, la esposa de Pilatos, enviar una gran pieza de lino a la Madre de Dios. No se si ella pensaba que Jesús sería puesto en libertad, y que su Madre necesitaría entonces de lino para cubrir sus heridas, o si esta mujer compasiva estaba al tanto del uso que se le daría a su presente. Al término de la flagelación, María vino en sí por un tiempo, y vio a su Divino Hijo todo desgarrado y destrozado, siendo conducido por los arqueros después de la flagelación: él se limpió sus ojos, que estaban llenos de sangre, para poder ver a su Madre, y ella estiró sus brazos hacia él, y continuó observando las huellas ensangrentadas de sus pasos. Pronto después vi a María y a Magdalena acercarse al pilar donde Jesús había sido azotado; la chusma estaba a distancia, y estaban parcialmente ocultas por las otras santas mujeres, y por unas pocas personas de buen corazón que se les habían unido; se arrodillaron al suelo cerca del pilar, y limpiaron la sagrada sangre con el lino que Claudia Procles había enviado. Los hijos de Simeón y de Obed, y Verónica, como también los dos sobrinos de José de Arimatea – Aram y Themeni – estaban en el Templo, y parecían estar abrumados por la pena. No eran más de la nueve de la mañana, cuando la flagelación terminó.
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INTERRUPCION DE LAS VISIONES DE LA PASIÓN POR LA APARICION DE SAN JOSE BAJO LA FORMA DE UN NIÑO
Durante todo el tiempo de las visiones que acabamos de narrar (es decir, desde el 18 de Febrero hasta el 8 de Marzo), la Hermana Emmerich continuó sufriendo todas las torturas mentales y físicas que una vez fueran soportadas por nuestro Señor. Estando totalmente inmersa en estas meditaciones y, como si estuviera muerta a los objetos exteriores, lloraba y emitía quejidos como una persona en manos de un verdugo, temblaba, se estremecía, y se retorcía en su sofá, mientras su cara se asemejaba a la de un hombre a punto de expirar bajo tortura, y un sudor sanguinolento frecuentemente goteaba sobre su pecho y hombros. Ella generalmente transpiraba tan profusamente que su cama y ropa estaban saturadas. Sus sufrimientos por la sed eran del mismo modo terribles, y podía ser ciertamente comparada con una persona pereciendo en un desierto por la necesidad de agua. Hablando generalmente, su boca estaba tan reseca en la mañana, y su lengua tan contraída y seca, que no podía hablar, sino que estaba obligada a usar señas y sonidos inarticulados para pedir alivio. Su constante estado de fiebre era traído probablemente por los grandes dolores que soportaba, sumado a estos, ella también tomaba sobre sí frecuentemente las enfermedades y calamidades temporales merecidas por otros. Era siempre necesario para ella descansar por un tiempo antes de relatar las diferentes escenas de la Pasión, ni era siempre que podía hablar de lo que había visto, e incluso frecuentemente estaba forzada a discontinuar sus narraciones por ese día. Estaba en ese estado de sufrimiento el sábado 8 de Marzo, y con la mayor de las dificultades y sufrimientos describió la flagelación de nuestro Señor que había visto en la visión de la noche previa, y que parecía estar presente en su mente durante la mayor parte del día siguiente.
Hacia la tarde, sin embargo, tuvo lugar un cambio, y hubo una interrupción en el curso de las meditaciones sobre la Pasión que se habían seguido últimamente una tras otra tan regularmente. Describiremos esta interrupción para, en primer lugar, dar a nuestros lectores una más completa comprensión de la vida interior de esta tan extraordinaria persona; y en segundo lugar, para permitirles hacer una pausa por un momento para descansar sus mentes, ya que sé bien que las meditaciones sobre la Pasión de nuestro Señor agotan al débil, aún cuando recuerdan que fue por su salvación que él sufrió y murió.
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La vida de la Hermana Emmerich, tanto respecto a su existencia espiritual e intelectual, invariablemente armonizaban con el espíritu de la Iglesia en diferentes temporadas del año. Armonizaba aún más fuertemente de lo que la vida natural del hombre está con las estaciones, o con las horas del día, y esto causaba que ella fuera una realización de la existencia y de las varias intenciones de la Iglesia. Su unión con el espíritu de la misma era tan completa, que tan pronto comenzaba un día festivo (es decir, en la víspera), tenía lugar un perfecto cambio dentro de ella, tanto intelectual como espiritualmente. Tan pronto como el sol espiritual de esos días festivos se ponía, ella dirigía todos sus pensamientos hacia aquel que se elevaría al día siguiente, y disponía todas sus oraciones, buenas obras, y sufrimientos para la obtención de gracias especiales vinculadas a la fiesta a punto de comenzar, como una planta que absorbe el rocío, y se deleita en el calor y la luz de los primeros rayos del sol. Estos cambios no siempre tenían lugar, como fácilmente se podrá creer, en el momento exacto en que el sonido del Ángelus anunciaba el comienzo de una festividad, y convocaba a los fieles a orar; ya que esta campana, ya sea por ignorancia o negligencia, era hecha sonar en el momento equivocado; sino que comenzaban en el momento en que la fiesta realmente empezaba.
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Si la Iglesia conmemoraba un misterio doloroso, ella aparecía deprimida, débil, y casi sin fuerzas; pero en el instante en que la celebración de una festividad jubilosa comenzaba, tanto el cuerpo como el alma revivían a nueva vida, como si se refrescaran por el rocío de las nuevas gracias, y continuaba en este estado calmo, quieto y feliz, bastante liberada de todo tipo de sufrimiento, hasta el anochecer. Estas cosas tenían lugar en su alma bastante independientemente de su voluntad; pero como había tenido desde su infancia el más ardiente deseo de ser obediente a Jesús y a su Iglesia, Dios le confió aquellas gracias especiales que daban una facilidad natural para practicar la obediencia. Cada facultad de su alma estaba dirigida hacia la Iglesia, en la misma manera en que una planta que, aun puesta dentro de una celda oscura, naturalmente torna sus hojas hacia arriba, y parece buscar la luz.
El sábado 8 de Marzo de 1823, después del ocaso, la Hermana Emmerich, había retratado, con la mayor dificultad, los diferentes eventos de la flagelación de nuestro Señor, y el escritor de estas páginas, pensó que su mente estaba ocupada en la contemplación de la “coronación de espinas”, cuando de repente su semblante, que previamente era pálido y demacrado, como aquel de una persona a punto de morir, se hizo luminoso y sereno, y ella exclamó en tono persuasivo, como si estuviera hablando con un niño: “¡O, ese querido niñito!¡¿Quién es él? – Quédate, le preguntaré. Su nombre es José. Se ha hecho paso a través de la muchedumbre para venir a mí. Pobre niño, está riendo, no sabe absolutamente nada de lo que está pasando. ¡Qué liviana es su ropa! Temo que deba tener frío, el aire está tan filoso esta mañana. Espera, mi niño, déjame poner algo más sobre ti”. Después de decir estas palabras en un tono de voz tan natural que era casi imposible para aquellos presentes no voltearse y esperar ver al niño, levantó un atuendo que estaba cerca de ella, como haría una persona amable deseando abrigar un pobre niño helado. El amigo que estaba al lado de su cama no tuvo suficiente tiempo para pedirle que explicara las palabras que había dicho, ya que un cambio repentino tuvo lugar, tanto en su total apariencia y maneras, cuando su asistente pronunció la palabra obediencia, - uno de los votos por los que se había consagrado a nuestro Señor. Instantáneamente volvió en sí, y, como un niño obediente despertando de un profundo sueño y principiando con la voz de su madre, extendió su mano, tomó el rosario y el crucifijo que estaban siempre a su lado, se arregló su atuendo, se refregó los ojos, y se sentó. Fue entonces llevada desde su cama hasta una silla, ya que no podía pararse ni caminar; y siendo momento de hacer su cama, su amigo dejó la habitación para escribir lo que había escuchado durante el día.
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El domingo 9 de Marzo el amigo preguntó a la asistente de ella qué quiso decir la Hermana Emmerich la noche anterior cuando habló de un niño llamado José. La asistente contestó, “Habló de nuevo de él muchas veces ayer a la noche; él es el hijo de una prima mía, y un gran favorito de ella. Temo que ese tanto hablar de ella sobre él es signo de que está por tener una enfermedad, ya que ella dijo tantas veces que el pobre niño estaba casi sin ropa, y que debe tener frío”.
El amigo recordó haber visto frecuentemente a este pequeño José jugando en la cama de la Hermana Emmerich, y supuso que ella estaba soñando con él el día anterior. Cuando el amigo fue a verla más tarde en el día para procurar obtener una continuación de las narraciones de la Pasión, la encontró, contrariamente a lo que esperaba, más calma, y aparentemente mejor de salud que en el día anterior. Ella le contó que no había visto nada más después de la flagelación de nuestro Señor; y cuando la interrogó acerca de lo que ella había dicho acerca del pequeño José, no pudo recordar para nada haber hablado del niño. Él entonces le preguntó la razón por la que estaba tan calma, serena, y aparentemente bien de salud; y ella contestó: “Siempre me siento así cuando llega el Cuarto domingo de Cuaresma, ya que entonces la Iglesia canta con Isaías en el introito en la Misa: ‘Regocíjate, O, Jerusalén, y reúnanse todos ustedes los que la aman; regocíjense con alegría, ustedes que han estado con pesar, para que puedan exultar y ser llenados con los pechos de su consolación’. El cuarto domingo de Cuaresma es consecuentemente un día de regocijo; y puedes del mismo modo recordar que, en el evangelio de este día, la Iglesia relata cuando nuestro Señor alimentó cinco mil hombres con cinco panes y dos pescados, de los que quedaron doce canastas de fragmentos llenas, consecuentemente debemos regocijarnos”.
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Ella añadió del mismo modo, que nuestro Señor se había dignado visitarla ese día en la Sagrada Comunión, y que ella sentía siempre una especial consolación espiritual cuando lo recibía en ese particular día del año. El amigo dirigió sus ojos al calendario de la diócesis de Munster, y vio que en ese día no sólo no mantenían el cuarto domingo de Cuaresma, sino tampoco la Fiesta de San José, el padrastro de nuestro Señor; él no estaba al tanto de esto antes, porque en otros lugares la Fiesta de San José es mantenida en el 19, y remarcó esta circunstancia a la Hermana Emmerich, y le preguntó si no pensó que esa fue la causa de su hablar acerca de José. Ella contestó que estaba perfectamente al tanto de que era la Fiesta del padrastro de Jesús, pero que no había estado pensando en el niño de ese nombre. Sin embargo, un momento después, recordó de repente qué pensamientos había tenido la noche anterior, y explicó a su amigo que en el momento en que la Fiesta de San José comenzó, sus visiones de los dolorosos misterios de la Pasión cesaron, y fueron sucedidas por escenas totalmente diferentes, en las que San José apareció bajo la forma de un niño, y fueron dirigidas hacia él las palabras que hemos mencionado más arriba.
Encontramos que cuando ella recibía estas comunicaciones la visión era frecuentemente bajo la forma de un niño, especialmente en aquellos casos cuando un artista hubiera hecho uso de ese símil para expresar sus ideas. Si, por instancia, el cumplimiento de alguna profecía de la Escritura le era mostrado a ella, veía frecuentemente al margen de la ilustración un niño, quien claramente designaba las características de tal o cual profeta, por su posición, su atuendo, y la manera en la que sostenía en su mano y flameaba de aquí para allá el rollo profético adherido a una vara.
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A veces, cuando ella estaba en sufrimiento extremo, un hermoso niño, vestido de verde, con un semblante calmo y sereno, se acercaría y se sentaría con una postura de resignación al lado de su cama, dejándose mover de un lado al otro, o incluso ser colocado en el piso, sin la más mínima oposición y constantemente mirándola afectuosamente y consolándola. Si, cuando casi postrada por la enfermedad y los sufrimientos de otros que ella tomaba sobre sí, ella entraba en comunicación con un santo, ya sea participando en la celebración de su fiesta, o por las reliquias que le eran traídas, a veces veía pasajes de la niñez de ese santo, y en otras las escenas más terribles de su martirio. En sus más grandes sufrimientos usualmente era consolada, instruida, o reprobada (lo que fuera que la ocasión pedía) por apariciones bajo la forma de niños. A veces, cuando totalmente superada por la dificultad y la angustia, se quedaría dormida, y sería llevada de regreso en la imaginación a las escenas y peligros de su niñez. A veces soñaba, como sus exclamaciones y gestos demostraban, que de nuevo era una pequeña niña de campo de cinco años, escalando una cerca, quedando atrapada en los espinos, y llorando de miedo.
Estas escenas de su niñez eran siempre eventos que realmente habían ocurrido, y las palabras que se le escapaban mostraban lo que estaba pasando por su mente. Exclamaría (como si repitiendo las palabras de otros): “¿Por qué gritas tanto? No sostendré la cerca hasta que estés quieta y me lo pidas cortésmente”. Ella había obedecido este mandato cuando era una niña y quedaba atrapada en la cerca, y siguió la misma regla cuando creció y sufriendo las pruebas más terribles. Frecuentemente hablaba y bromeaba acerca de la cerca de espinos, y de la paciencia y la oración que entonces le habían recomendado, amonestación que ella, en su vida posterior, había frecuentemente descuidado, pero que nunca le había fallado cuando recurrió a ella. Esta simbólica coincidencia de los eventos de su niñez con aquellos de sus años más maduros muestra que, en los individuos no menos que en la humanidad en general, formas proféticas pueden encontrarse. Pero, para el individuo como para la humanidad en general, una Forma Divina ha sido dada en la persona de nuestro Redentor, para que tanto uno como el otro, al caminar en sus pasos y con su asistencia, pueda sobrepasar la naturaleza humana y conseguir la sabiduría y gracia perfectas con Dios y el Hombre. Así es que la voluntad de Dios es hecha en la Tierra como en el cielo, y que su reino es obtenido por “los hombres de buena voluntad”.
Ella dio entonces un relato breve de las visiones que habían interrumpido, en la noche previa, sus visiones de la Pasión al comienzo de la fiesta de San José.
[1] La causa de la pelea entre Pilatos y Herodes era, de acuerdo al relato de la Hermana Emmerich, simplemente este: Pilatos se había encargado de construir un acueducto en la parte sudeste de la montaña en que estaba el Templo, al borde de un torrente en cuyas aguas la piscina de Betsaida se vaciaba, y este acueducto estaba para hacerse de la negativa del Templo. Herodes, por medio de uno de sus confidentes, quien era un miembro del Sanedrín, acordó de proveerle con los materiales necesarios, como también de veintiocho arquitectos, que también eran Herodianos. Su objetivo era poner a los Judíos aún más en contra del gobernador romano, causando que la empresa falle. Por consiguiente llegó a un acuerdo privado con los arquitectos, quienes estuvieron de acuerdo en construir el acueducto de tal manera que sería seguro que caería. Cuando el trabajo estuvo casi terminado, y un número de albañiles de Ophel estaba atareado en remover el andamiaje, los veintiocho constructores fueron a la cima de la Torre de Siloé para contemplar el derrumbe que ellos sabían que debía tener lugar. No sólo toda la estructura del edificio sí se cayó a pedazos y mató a noventa y tres obreros, sino que incluso la torre que portaba a los veintiocho arquitectos se vino abajo, y nadie escapó de la muerte. Este accidente ocurrió poco tiempo antes del 8 de enero, dos años después que Jesús había comenzado a predicar; tuvo lugar en el cumpleaños de Herodes, el mismo día que Juan el Bautista fue decapitado en el Castillo de Marcherunt. Ningún oficial romano asistió a estas festividades debido al asunto del acueducto, aunque Pilatos había sido requerido, con hipócrita cortesía, a tomar parte en ellas. La Hermana Emmerich vio a algunos de los discípulos de Jesús llevar la noticia de este evento a Samaria, donde estaba enseñando el 8 de enero. Jesús fue desde allí a Hebrón, para confortar a la familia de Juan; y lo vio, el 13 de enero, curar a muchos de entre los obreros de Ophel que habían sido heridos por la caída del acueducto. Hemos visto por la relación dada previamente qué poca gratitud le mostraron. La enemistad de Herodes hacia Pilatos se incrementó aún más por la manera en la que este último se vengó en los seguidores de Herodes. Insertaremos aquí unos pocos detalles que fueron comunicados en diferentes momentos a la Hermana Emmerich. El 25 de marzo, del segundo año de la prédica de nuestro Señor, cuando Jesús y sus discípulos estaban en las cercanías de Betania, fueron advertidos por Lázaro que Judas de Gaulon intentaba incitar una insurrección contra Pilatos. El 28 de marzo, Pilatos emitió una proclamación al efecto de que intentaba imponer un impuesto, el producto del cual era en parte para cubrir los costos en los que había incurrido en levantar el edificio que había terminado por caerse. Este anuncio fue seguido por una sedición encabezada por Judas de Gaulon, que siempre reclamaba por libertad, y que era, sin saberlo, una herramienta en manos de los Herodianos. Los Herodianos eran más bien como nuestros francmasones. El 30 de marzo, a las 10 PM, Jesús, vestido con una prenda oscura, estaba enseñando en el Templo, con sus Apóstoles y treinta discípulos. La revuelta de los Galileos contra Pilatos estalló ese mismo día, y los rebeldes liberaron cincuenta de ellos que habían sido encarcelados el día anterior; y muchos entre los romanos fueron muertos. El 6 de abril, Pilatos causó que los Galileos fueran asesinados en el momento de ofrecer sacrificio, por guardias disfrazados que él había ocultado en el Templo. Judas fue muerto con sus compañeros. Esta masacre exasperaba a Herodes aún más contra Pilatos, y hemos visto por qué medios se efectuó su reconciliación.
[2] María de Heli es frecuentemente mencionada en este relato. De acuerdo a la Hermana Emmerich, ella era la hija de San Joaquín y Santa Ana, y nació cerca de veinte años antes que la Virgen Bendita. Ella no era la niña de la promesa, y es llamada María de Heli, por lo que se distingue de las otras del mismo nombre, porque era la hija de Joachim o Heliachim. El esposo de ella llevaba el nombre de Cleofás, y su hija el de María de Cleofás. Esta hija era, sin embargo, mayor que su tía, la Virgen Bendita, y se había casado primero con Alpheus, de quien tuvo tres hijos, los que serían después los Apóstoles Simón, Santiago el Menor y Tadeo. Tuvo un hijo de su segundo esposo, Sabat, y otro llamado Simón, de su tercer esposo Jonás. Simón fue después Obispo de Jerusalén.
Traducido por Marcelo