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SIMÓN DE CYRENE – TERCERA CAÍDA DE JESÚS.
La procesión había alcanzado un arco formado en un antiguo muro perteneciente a la ciudad, frente a una plaza, en la que tres calles terminaban, cuando Jesús tropezó contra una gran piedra que estaba colocada en medio del paso bajo el arco, la cruz se deslizó de su hombro, él cayó sobre la piedra, y era totalmente incapaz de levantarse. Muchas personas de apariencia respetable que iban en su camino al Templo se detuvieron, y exclamaron compasivamente: “¡Miren a ese pobre hombre, ciertamente está muriendo!”, pero sus enemigos no mostraban compasión. Esta caída causó una nueva demora, ya que nuestro Señor no podía pararse de nuevo, y los Fariseos dijeron a los soldados: “Nunca lo llevaremos vivo al lugar de ejecución, si ustedes no encuentran a alguien que cargue su cruz”. En este momento Simón de Cyrene, un pagano, acertó a pasar por ahí, acompañado por sus tres niños. Era un jardinero, recién volviendo a casa después de trabajar en un jardín cerca del muro este de la ciudad, y llevando un manojo de ramas cortadas. Los soldados percibieron por su atuendo que era un pagano, lo prendieron, y le ordenaron asistir a Jesús a cargar su cruz. Al principio se negó, pero pronto fue compelido a obedecer, a pesar de que sus niños, al estar asustados, lloraban y hacían un gran ruido, por lo que algunas mujeres los calmaron y se hicieron cargo de ellos. Simón estaba muy molesto, y expresó el mayor fastidio al ser obligado a caminar con un hombre en condición tan deplorable de suciedad y miseria; pero Jesús lloró, y lanzó una mirada tan benigna y celestial sobre él que se conmovió, y en vez de seguir mostrando renuencia, lo ayudó a levantarse, mientras los verdugos ajustaban un brazo de la cruz sobre sus hombros, y caminó detrás de nuestro Señor, aliviándole así en gran medida de su peso; y cuando todo estuvo arreglado, la procesión avanzó. Simón era un hombre de apariencia sólida, aparentemente de unos cuarenta años de edad. Sus niños estaban vestidos con túnicas hechas de muy diverso material; los dos mayores, llamados Rufus y Alejandro, después se unieron a los discípulos; el tercero era mucho más joven, pero unos pocos años después se fue a vivir con San Esteban. Simón no hubiera cargado la cruz detrás de Jesús ni por un momento si antes no sintiera su corazón profundamente tocado por la gracia.
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EL VELO DE VERÓNICA.
Mientras la procesión estaba pasando a través de una larga calle, un incidente tuvo lugar el cual produjo una gran impresión en Simón. Cantidad de personas respetables estaban apurándose hacia el Templo, de entre quienes muchas se apartaron cuando vieron a Jesús, por el temor farisaico de contaminarse, mientras que otras, por el contrario, se detuvieron y expresaron compasión por sus sufrimientos. Pero cuando la procesión había avanzado unos doscientos pasos desde el lugar en donde Simón comenzó a asistir a nuestro Señor a cargar su cruz, la puerta de una hermosa casa a la izquierda se abrió, y una mujer de majestuosa apariencia, sosteniendo en su mano a una joven niña, salió, y caminó hacia la misma cabeza de la procesión. Seraphia era el nombre de la valiente mujer que así se atrevió a confrontar a la multitud enardecida; ella era la esposa de Sirach, uno de los consejeros pertenecientes al Templo, y fue después conocida por el nombre de Verónica, cuyo nombre estaba dado por las palabras vera icon (verdadero retrato), para conmemorar su valiente actitud en este día.
Seraphia había preparado algo de excelente vino aromático, el que piadosamente se proponía presentar a nuestro Señor para refrescarlo en su doloroso camino al Calvario. Había estado parada en la calle por algún tiempo, y al final volvió a entrar a la casa para esperar. Estaba, cuando la vi por primera vez, envuelta en un largo velo, y sosteniendo de la mano una pequeña niña de nueve años a quien había adoptado; un largo velo estaba del mismo modo colgando de su brazo, y la pequeña niña se esforzó en esconder la jarra de vino cuando la procesión se aproximó. Aquellos que estaban marchando a la cabeza de la procesión trataron de echarla atrás; pero se hizo camino entre la chusma, los soldados, y los arqueros, alcanzó a Jesús, cayó de rodillas ante él, y presentó el velo, diciendo al mismo tiempo, “Permíteme limpiar la cara de mi Señor”, Jesús tomó el velo en su mano izquierda, limpió su cara sangrante, y la devolvió con agradecimiento. Seraphia besó el velo, y lo puso debajo de su propio manto. La niña entonces tímidamente ofreció el vino, pero los brutales soldados no permitirían a Jesús beberlo. Lo repentino de este acto valeroso de Seraphia había sorprendido a los guardias, y causó un alto momentáneo, aunque no intencional, del que ella tomó ventaja para presentar el velo a su Divino Maestro. Tanto los Fariseos como los guardias estaban grandemente exasperados, no sólo por el alto repentino, pero mucho más por el público testimonio de veneración que así era rendido a Jesús, y se vengaron golpeándolo e injuriándolo, mientras Seraphia regresó de prisa a su casa.
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Tan pronto alcanzó su habitación que colocó el velo de lana sobre una mesa, y cayó de rodillas casi sin sentido. Un amigo que entró en la habitación poco tiempo después, la encontró así de rodillas, con la niña llorando a su lado, y vio, para su asombro, el semblante sangrante de nuestro Señor impreso sobre el velo, una perfecta semejanza, aunque desgarrador y doloroso de ver. Levantó a Seraphia, y apuntó hacia el velo. De nuevo se arrodilló ante el velo, y exclamó a través de sus lágrimas, “Ahora en efecto dejaré todo con un corazón contento, ya que mi Señor me ha dado un recuerdo de sí mismo”. La textura de este velo era una especie de lana muy fina; era tres veces más largo que ancho, y estaba en general raído en los hombros. Era costumbre presentar estos velos a personas que estaban en aflicción, sobrefatigados, o enfermos, para que pudieran limpiar sus rostros con ellos, y era hecho para expresar simpatía o compasión. Verónica conservó este velo hasta su muerte, y lo colgó en la cabecera de su cama; fue entonces dado a la Virgen Bendita, quien lo dejó a los Apóstoles, y ellos después lo pasaron a la Iglesia.
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Seraphia y Juan el Bautista eran primos, el padre de ella y Zacarías siendo hermanos. Cuando Joaquín y Ana trajeron a la Virgen Bendita a Jerusalén, cuando tenía entonces sólo cuatro años, para colocarla entre las vírgenes en el Templo, se alojaron en la casa de Zacarías, la cual estaba situada cerca del mercado de pescados. Seraphia era al menos cinco años mayor que la Virgen Bendita, estuvo presente en su matrimonio con San José, y estaba del mismo modo emparentada con el anciano Simeón, que profetizó cuando el niño Jesús fue puesto en sus brazos. Ella se crió con los hijos de Simeón, quienes, tanto como Seraphia, estaban imbuidos con el ardiente deseo de él de ver a nuestro Señor. Cuando Jesús tenía doce años de edad, y permaneció enseñando en el Templo, Seraphia, que entonces no estaba casada, enviaba comida para él todos los días a una pequeña posada, a un cuarto de milla de Jerusalén, donde él residía cuando no estaba en el Templo. María fue allí por dos días, cuando estaba en su camino desde Belén hacia Jerusalén para ofrecer a su Niño en el Templo. Los dos hombres ancianos que mantenían esta posada eran Esenios, y bien familiarizados con la Sagrada Familia; contenía una especie de fundación para los pobres, y Jesús y sus discípulos a menudo iban allí para el alojamiento por una noche.
Seraphia se casó algo tarde en su vida; su esposo, Sirach, era descendiente de la casta Susana, y era miembro del Sanedrín. Al principio se oponía grandemente a nuestro Señor, y su esposa sufrió mucho en relación a su apego a Jesús, y a las santas mujeres, pero José de Arimatea y Nicodemo lo condujeron a un mejor parecer, y permitió que Seraphia siguiera a nuestro Señor. Cuando Jesús fue injustamente acusado en la corte de Caifás, el esposo de Seraphia se unió a José y Nicodemo en los intentos de obtener la liberación de nuestro Señor, y los tres renunciaron a sus puestos en el Consejo.
Seraphia tenía alrededor de cincuenta en el tiempo de la procesión triunfal de nuestro Señor cuando él entró en Jerusalén el Domingo de Ramos, y vi entonces que ella se sacaba el velo y lo extendía en el suelo para que Jesús caminara sobre él. Fue este mismo velo, el cual ella presentó a Jesús, en esta su segunda procesión, una procesión que exteriormente parecía ser menos gloriosa, pero era en realidad mucho más que eso aún. Este velo obtuvo para ella el nombre de Verónica, y aún es mostrado para la veneración de los fieles.
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LA CUARTA Y QUINTA CAÍDAS DE JESÚS. – LAS HIJAS DE JERUSALÉN.
La procesión estaba aún a cierta distancia de la puerta sudoeste, la cual era grande, y adjunta a las fortificaciones, y la calle era áspera y empinada; tenía que pasar primero debajo de un arco abovedado, luego sobre un puente, y finalmente bajo un segundo arco. El muro en la parte izquierda de la puerta corre primero en dirección sur, luego se desvía algo hacia el oeste, y finalmente corre hacia el sur detrás del Monte Sión. Cuando la procesión estaba cerca de esta puerta, los brutales arqueros empujaron a Jesús dentro de una piscina estancada, la cual estaba cerca de aquella; Simón de Cyrene, en sus esfuerzos para evitar la piscina, hizo que la cruz se torciera, lo que causó que Jesús cayera por cuarta vez en mitad del sucio fango, y Simón tuvo la mayor de las dificultades para levantar de nuevo la cruz. Jesús entonces exclamó en un tono que, aunque claro, era conmovedor y triste: “Jerusalén, Jerusalén, ¿cuántas veces habría reunido a vuestros hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas, y Vos no querríais?”. Cuando los Fariseos escucharon estas palabras, se pusieron aún más furiosos, y recomenzaron sus insultos y golpes empeñados en forzarlo a salir del fango. Su crueldad hacia Jesús exasperó tanto a Simón de Cyrene que él al final exclamó, “Si ustedes continúan con esta conducta brutal, arrojaré la cruz y no la cargaré más. Lo haré aunque me maten por eso”.
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Un angosto camino de piedras fue visible tan pronto la puerta fue traspasada, y este camino corría en dirección norte, y conducía al Calvario. La ruta de la que se desviaba se dividía poco después en tres ramales, uno hacia el sudoeste, que conducía a Belén, a través del valle de Gihón; el segundo al sur hacia Emaús y Joppa; el tercero, también hacia el sudoeste, rodearía el Calvario, y terminaría en la puerta que llevaba a Bethsur. Una persona parada en la puerta a través de la cual Jesús fue conducido podría fácilmente ver la puerta de Belén. Los oficiales habían asegurado una inscripción sobre un poste que estaba en el comienzo del camino hacia el Calvario, para informar a aquellos que pasaban que Jesús y dos ladrones fueron condenados a muerte. Un grupo de mujeres se habían reunido cerca de este lugar, y estaban llorando y lamentándose; muchas llevaban jóvenes niños en sus brazos; la mayor parte eran jóvenes doncellas y mujeres de Jerusalén, que habían precedido a la procesión, pero unas pocas venían de Belén, de Hebrón, y de otros lugares vecinos, para celebrar la Pascua.
Jesús estaba en el punto de volver a caer, pero Simón, que estaba detrás, percibiendo que no podría mantenerse en pie, se apresuró a sostenerlo; él se apoyó en Simón, y así se salvó de caer al suelo. Cuando las mujeres y los niños de quienes hablamos antes, vieron la deplorable condición a la que nuestro Señor fue reducido, prorrumpieron con fuertes sollozos, lloraron y, de acuerdo a la costumbre Judía, presentaron sus ropas para limpiar su cara.
Jesús se volvió hacia ellas y dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí, sino por ustedes mismas y por sus hijos. Porque, vean, vendrán días en los que dirán, Benditas sean las estériles, y las matrices que no dieron a luz, y los pechos que no amamantaron. Entonces comenzarán a decir a las montañas, Caigan sobre nosotros, y a las colinas, Cúbrannos. Ya que si en el leño verde hacen estas cosas, qué se hará en el seco?”. Él entonces dirigió a ellas unas pocas palabras de consolación, las que no recuerdo exactamente.
La procesión hizo una parada momentánea. Los verdugos que partieron primero, habían llegado al Calvario con los instrumentos para la ejecución, y eran seguidos por cien de los soldados romanos que habían avanzado con Pilatos; él sólo acompañó a la procesión hasta la puerta de entrada, y regresó a la ciudad.
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JESÚS EN EL MONTE GÓLGOTA. – SEXTA Y SÉPTIMA CAÍDAS DE JESÚS.
La procesión de nuevo siguió caminando; el camino era muy empinado y áspero entre los muros de la ciudad y el Calvario, y Jesús tenía la mayor de las dificultades en caminar con su pesada carga sobre sus hombros; pero sus crueles enemigos, lejos de sentir la más mínima compasión, o de dar la menor asistencia, continuaron incitándolo mediante la imposición de fuertes golpes, y la pronunciación de terribles maldiciones. Al final, alcanzaron un lugar donde el sendero giraba repentinamente al sur; aquí tambaleó y cayó por sexta vez. Fue una caída terrible, pero los guardias sólo lo golpearon aún más fuerte para forzarlo a levantarse, y tan pronto alcanzó el Calvario que se desplomó de nuevo por séptima vez.
Simón de Cyrene estaba lleno de indignación y compasión; a pesar de su fatiga, deseó quedarse para poder asistir a Jesús, pero los arqueros primero lo reprendieron y luego lo echaron, y él pronto se unió al grupo de discípulos. Los verdugos entonces ordenaron a los obreros y los niños que habían transportado los instrumentos para la ejecución que partieran, y los Fariseos pronto arribaron, ya que iban a caballo, y habían tomado el camino suave y fácil que corría al oeste del Calvario. Había una buena vista de toda la ciudad de Jerusalén desde la cima del Calvario. Esta cima era circular, y de un tamaño cercano a una escuela de equitación ordinaria, rodeada por un muro bajo, y con cinco entradas separadas. Esto parecía ser el número usual en aquellas partes, ya que había cinco caminos en las piscinas públicas, en el lugar donde ellos bautizaban, en la piscina de Betsaida, y había del mismo modo muchas ciudades con cinco puertas. En esto, como en muchas otras peculiaridades de la Tierra Santa, había un profundo significado profético; ese número cinco, que tan frecuentemente aparecía, era una impronta de aquellas cinco heridas sagradas de nuestro Bendito Salvador; las cuales eran para abrirnos las puertas del Cielo.
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Los jinetes se detuvieron en el lado oeste del monte, donde la declinación no era tan empinada; ya que el lado sobre el que los criminales fueron traídos era tanto áspero como empinado. Cerca de cien soldados estaban estacionados en diferentes partes de la montaña, y como se requería espacio, los ladrones no fueron llevados a la cima, pero se les ordenó detenerse antes de alcanzarla, y que se colocaran en el suelo con sus brazos sujetados a sus cruces. Había soldados que se mantenían alrededor y los vigilaban, mientras que las muchedumbres que no temían contaminarse, se paraban cerca de la plataforma o en las partes altas cercanas; estas eran mayormente de las clases más bajas – forasteros, esclavos, y paganos, y un cierto número eran mujeres.
Faltaría cerca de un cuarto de hora para las doce cuando Jesús, cargado con su cruz, se desplomó en el preciso lugar donde iba a ser crucificado. Los bárbaros verdugos tiraron de él hacia arriba mediante las cuerdas que habían sujetado alrededor de su cintura, y entonces desataron los brazos de la cruz, y los arrojaron al suelo. La visión de nuestro Bendito Señor en este momento era, en efecto, premeditada para mover a la compasión al más duro de los corazones; se paró o más bien, se curvó sobre la cruz, siendo apenas capaz de sostenerse; su celestial semblante era pálido y descolorido como el de una persona al borde de la muerte, aunque las heridas y la sangre lo desfiguraban hasta un grado espantoso; pero los corazones de estos crueles hombres eran, ay! más duros que el hierro mismo, y lejos de mostrar la más mínima conmiseración, lo derribaron brutalmente, exclamando en tono burlesco, “Poderoso rey, estamos a punto de preparar vuestro trono”. Jesús inmediatamente se ubicó sobre la cruz, y lo midieron y marcaron los sitios para sus pies y manos, mientras los Fariseos continuaban insultando a su Víctima que no ofrecía resistencia. Cuando la medición terminó , lo condujeron a una cueva cortada en la roca, la que había sido usada anteriormente como celda, abrieron la puerta, y lo empujaron dentro tan rudamente que si no hubiera sido por el sostén de los ángeles, sus piernas deberían haberse roto por tan dura caída sobre el áspero piso de piedra. Escuché de lo más claramente sus quejidos de dolor, pero ellos cerraron la puerta rápidamente, y colocaron guardias delante de ella, y los arqueros continuaron sus preparaciones para la crucifixión. El centro de la plataforma mencionada antes era la parte más elevada del Calvario, - era una prominencia redonda, de unos dos pies de alto, y las personas estaban obligadas a ascender dos o tres escalones para alcanzar su cima. Los verdugos excavaron los agujeros para las tres cruces en la cima de esta prominencia, y colocaron aquellas destinadas para los ladrones una a la derecha y la otra a la izquierda de la de nuestro Señor; ambas eran más bajas y estaban hechas más groseramente que la de él. Transportaron entonces la cruz de nuestro Salvador al sitio donde se proponían crucificarlo, y la colocaron en tal posición que fácilmente caería dentro del agujero preparado para ella. Sujetaron los dos brazos fuertemente al cuerpo de la cruz, clavaron la tabla en la parte inferior que era para sostener los pies, taladraron los agujeros para los clavos, y cortaron diferentes huecos en la madera en las partes que recibirían la cabeza y la espalda de nuestro Señor, para que su cuerpo pudiera descansar contra la cruz, en vez de estar suspendido de ella. El objetivo de ellos en esto era la prolongación de sus torturas, ya que si se permitía que todo el peso de la cruz recayera sobre las manos los agujeros podrían abrirse bastante por desgarro, y la muerte sobrevendría más rápidamente de lo que ellos deseaban. Los verdugos entonces ubicaron en el suelo las piezas de madera que estaban destinadas a mantener la cruz derecha, e hicieron otros pocos preparativos similares.
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LA PARTIDA DE MARÍA Y DE LAS SANTAS MUJERES DEL CALVARIO.
A pesar de que la Virgen Bendita era llevada desmayándose después del triste encuentro con su Hijo cargado con su cruz, pronto sin embargo recuperó la conciencia; ya que el amor, y el ardiente deseo de verlo una vez más, impartieron en ella un sentimiento supernatural de fuerza. Acompañada por sus compañeros fue a la casa de Lázaro, la cual estaba en la parte inferior de la ciudad, y donde Marta, Magdalena, y muchas santas mujeres estaban ya reunidas. Todas estaban tristes y deprimidas, pero Magdalena no podía contener sus lágrimas y lamentaciones. Partieron desde esta casa, cerca de diecisiete en número, para hacer el camino de la cruz, es decir, para seguir cada paso que Jesús había dado en su más doloroso trayecto. María contaba cada paso, y estando interiormente iluminada, señalaba a sus compañeras aquellos lugares que habían sido consagrados por peculiares sufrimientos. Entonces sí la afilada espada predicha por el anciano Simeón imprimió por primera vez en el corazón de María aquella conmovedora devoción que desde entonces ha sido constantemente practicada en la Iglesia. María la impartió a sus compañeras, y ellas a cambio la dejaron para futuras generaciones, - un más que preciado regalo en efecto, confiado por nuestro Señor a su amada Madre , y que pasó de su corazón a los corazones de sus hijos a través de la voz reverenciada de la tradición.
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Cuando estas santas mujeres alcanzaron la casa de Verónica entraron en ella, porque Pilatos y sus oficiales estaban en ese momento pasando a través de la calle, en su camino a casa. Estallaron en irrefrenables lágrimas cuando contemplaron el semblante de Jesús impreso en el velo, y dieron gracias a Dios por el favor que él había confiado en su fiel sirva. Tomaron la jarra de vino aromático que los Judíos habían evitado que Jesús bebiera, y partieron juntas hacia Gólgota. Su número se había incrementado considerablemente, ya que muchos hombres y mujeres devotos a quienes los sufrimientos de nuestro Señor habían llenado de compasión, se habían unido a ellas, y ascendieron el lado oeste del Calvario, ya que la declinación allí no era tan grande. La Madre de Jesús, acompañada por su sobrina, María (la hija de Cleofás), Juan, y Salomé subieron bastante arriba hasta la plataforma redonda; pero Marta, María de Heli, Verónica, Joanna, Chusa, Susana, y María, la madre de Marcos, permanecieron abajo con Magdalena, que apenas podía sostenerse. Más abajo de la montaña había un tercer grupo de santas mujeres, y había unos pocos individuos dispersos entre los tres grupos, que llevaban mensajes de uno a otro grupo. Los Fariseos a caballo iban de aquí para allá entre la gente, y las cinco entradas estaban vigiladas por soldados romanos. María mantuvo sus ojos fijos en el fatal sitio, y estaba parada como en trance,- era en efecto una visión premeditada para pasmar y desgarrar el corazón de una madre. Allí estaban la terrible cruz, los martillos, las cuerdas, los clavos, y al lado de estos espantosos instrumentos de tortura estaban los brutales verdugos, medio ebrios, y casi sin ropa, maldiciendo y blasfemando, mientras hacían sus preparativos. Los sufrimientos de la Virgen Bendita fueron grandemente incrementados por no ser capaz de ver a su Hijo; ella sabía que él estaba aún vivo, y sentía el más ardiente deseo una vez más de contemplarlo, mientras el pensamiento en los tormentos que él aún tenía que soportar preparaban su corazón para estallar de dolor.
Un pequeño granizo había estado cayendo por momentos durante la mañana, pero el sol salió de nuevo después de las diez en punto, y una espesa niebla roja comenzó a oscurecerlo hacia las doce.
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JESÚS FIJADO EN LA CRUZ
Estando terminados los preparativos para la crucifixión cuatro arqueros fueron a la cueva en donde habían confinado a nuestro Señor y lo arrastraron fuera con su usual brutalidad, mientras la chusma miraba y hacía uso de lenguaje insultante, y los soldados romanos consideraban todo con indiferencia, y no pensaban en otra cosa más que en mantener el orden. Cuando Jesús fue de nuevo traído, las santas mujeres dieron algo de dinero a un hombre, y le rogaron que pague a los arqueros todo lo que ellos demandaran si permitían que Jesús bebiera el vino que Verónica había preparado; pero los crueles verdugos, en vez de dárselo a Jesús, lo bebieron ellos mismos. Habían traído dos vasos con ellos, uno de los cuales contenía vinagre y hiel, y el otro una mezcla que parecía vino mezclado con mirra y absenta[1]; ofrecieron un vaso de este último a nuestro Señor, el cual probó, pero no lo bebería.
Había dieciocho arqueros en la plataforma; los seis que lo habían flagelado, los cuatro que lo habían conducido al Calvario, los dos que sujetaban las cuerdas que sostenían la cruz, y otros seis que vinieron con el propósito de crucificarlo. Eran forasteros pagados ya sea por los Judíos o los romanos; y eran hombres de contextura baja y robusta, con semblantes de lo más feroces, más semejantes a bestias salvajes que a seres humanos, y se ocupaban alternativamente en beber y en hacer los preparativos para la crucifixión.
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Esta escena se me presentó de lo más espantosamente por la visión de demonios, que eran invisibles para otros, y vi grandes grupos de espíritus del mal bajo la forma de sapos, serpientes, dragones de afiladas garras, e insectos venenosos, instando a estos malvados hombres a una mayor crueldad, y oscureciendo acabadamente el aire. Se arrastraban dentro de las bocas y dentro de los corazones de los asistentes, se sentaban sobre sus hombros, llenaban sus mentes con perversas imágenes, e incitándolos a injuriar e insultar a nuestro Señor con brutalidad aún mayor. Ángeles sollozantes estaban alrededor de Jesús, y la vista de sus lágrimas no me consolaban ni un poco, y estaban acompañados por pequeños ángeles de gloria, cuyas cabezas solamente vi. Había del mismo modo ángeles de compasión y ángeles de consolación entre ellos; los últimos se acercaban frecuentemente a la Virgen Bendita y al resto de las personas piadosas que estaban reunidas allí, y susurraban palabras de consuelo que los capacitaba para resistir con firmeza.
Los verdugos pronto retiraron el manto de nuestro Señor, el cinto al que las cuerdas se ajustaron, y su propio cinto, cuando encontraron que era imposible de jalar sobre su cabeza la vestimenta de lana que su Madre había tejido, en función de la corona de espinas; arrancaron esta más que dolorosa corona, reabriendo así cada herida, y asiendo su vestimenta, la removieron impiadosamente sobre su sangrante y herida cabeza. Nuestro querido Señor y Salvador quedó entonces ante sus crueles enemigos, despojado de todo excepto el corto escapulario que estaba sobre sus hombros, y el lino que ceñía su ingle. Su escapulario era de lana; la lana se había adherido a las heridas, e indescriptible fue la agonía de dolor que el sufrió cuando rudamente se lo arrancaron. Temblaba mientras estaba parado ante ellos, ya que estaba tan debilitado del sufrimiento y la pérdida de sangre que no podía sostenerse por más de unos pocos momentos; estaba cubierto de heridas abiertas, y sus hombros y espalda estaban rasgados hasta el hueso por la terrible flagelación que había soportado.
Estaba a punto de caerse cuando los verdugos, temiendo que pudiera morir, y los privara así del bárbaro placer de crucificarlo, lo condujeron a una gran piedra y lo pusieron rudamente sobre ella, pero tan pronto se sentó que agravaron sus sufrimientos al colocar la corona de espinas de vuelta sobre su cabeza. Le ofrecieron entonces algo de vinagre y hiel, del que, sin embargo, se volvió en silencio. Los verdugos no dejaron que descansara mucho, sino que lo mandaron levantarse y colocarse sobre la cruz para que pudieran clavarlo en ella. Entonces asiendo su brazo derecho lo jalaron hasta el agujero preparado para el clavo, y habiéndolo atado fuertemente con una cuerda, uno de ellos se arrodilló sobre su sagrado pecho, un segundo sostenía la palma de su mano, y un tercero tomando un largo clavo, lo presionó sobre la palma abierta de tan adorable mano, que siempre había estado abierta para conceder bendiciones y favores sobre los ingratos Judíos, y con un gran martillo de hierro lo dirigió a través de la carne, y bien adentro de la madera de la cruz. Nuestro Señor profirió un profundo pero refrenado quejido, y su sangre brotó y salpicó los brazos de los arqueros. Conté los golpes del martillo, pero mi extremo pesar me hizo olvidar su número. Los clavos eran muy grandes, las cabezas cerca del tamaño de una moneda de una corona[2], y el grosor de un pulgar de hombre, mientras que las puntas emergían por detrás de la cruz. La Virgen Bendita estaba inmóvil; de tiempo en tiempo podrías distinguir sus dolorosos quejidos; parecía como si se desmayara del dolor, y Magdalena estaba casi fuera de sí. Cuando los verdugos habían clavado la mano derecha de nuestro Señor, percibieron que su mano izquierda no llegaba al agujero que habían taladrado para recibir el clavo, por lo que ataron cuerdas a su brazo izquierdo, y habiendo afirmado los pies de ellos contra la cruz, tiraron de la mano izquierda violentamente hasta que alcanzó el lugar preparado para ella. Este espantoso proceso causó a nuestro Señor una agonía indescriptible, su pecho se alzó, y sus piernas se contrajeron bastante.
De nuevo se arrodillaron sobre él, ataron sus brazos, y dirigieron el segundo clavo dentro de su mano izquierda; su sangre fluyó de nuevo, y sus débiles quejidos fueron otra vez escuchados entre los golpes del martillo, pero nada podía mover a los insensibles verdugos a la más mínima compasión. Los brazos de Jesús, así antinaturalmente estirados, no cubrían más los brazos de la cruz, los cuales estaban inclinados; había un amplio espacio entre estos y sus axilas. Cada insulto adicional e insulto infligido sobre nuestro Señor causaban una nueva punzada en el corazón de su Bendita Madre; ella se puso blanca como un cadáver, pero como los Fariseos se empeñaban en incrementar su dolor mediante palabras y gestos insultantes, los discípulos la llevaron hacia un grupo de piadosas mujeres que estaba un poco más lejos.
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Los verdugos habían sujetado un pedazo de madera en la parte más baja de la cruz debajo de donde los pies de Jesús serían clavados, para que así el peso de su cuerpo pudiera no descansar sobre las heridas de sus manos , como también para evitar que los huesos de sus pies se quebraran al ser clavados a la cruz. Un agujero había sido perforado en esta madera para recibir el clavo cuando fuera pasado a través de sus pies, y había del mismo modo un pequeño lugar hueco para sus talones. Estas precauciones fueron tomadas porque si no, sus heridas se desgarrarían por el peso de su cuerpo, y la muerte sobrevendría antes de que hubiera sufrido todas las torturas que ellos esperaban verlo soportar. Todo el cuerpo de nuestro Señor había sido jalado hacia arriba, y estaba contraído por la violenta manera en la que los verdugos habían estirado sus brazos, y las rodillas se inclinaron hacia arriba; ellos por lo tanto las enderezaron y ataron firmemente hacia abajo con cuerdas; pero percibiendo pronto que sus pies no llegarían al pedazo de madera que fue colocado para que sobre ésta descansen, se pusieron furiosos. Algunos de entre ellos propusieron hacer nuevos agujeros para los clavos que atravesaban sus manos, ya que habría considerable dificultad en remover el pedazo de madera, pero los otros no harían nada de eso, y continuaron vociferando, “Él no se estirará, pero lo ayudaremos”; acompañaron estas palabras con los más terribles juramentos e imprecaciones, y habiendo sujetado una soga a su pierna derecha, jalaron de ella violentamente hasta que llegó a la madera, y entonces la ataron abajo tan firmemente como fuera posible. La agonía que sufrió Jesús por esta violenta tensión era indescriptible; las palabras “Dios mío, Dios mío”, escaparon de sus labios, y los verdugos incrementaron su dolor al atar su pecho y manos a la cruz, porque si no las manos se desprenderían de los clavos. Ajustaron entonces su pie izquierdo sobre su pie derecho, habiendo primero taladrado un agujero a través de ellos con una especie de perforador, porque no podían ser colocados en una posición tal como para ser clavados juntos al mismo tiempo. Después tomaron un clavo muy largo y lo pasaron completamente a través de ambos pies hasta dentro de la cruz debajo, cuya operación fue más dolorosa de lo habitual, en relación a que su cuerpo había sido tan antinaturalmente estirado; conté por lo menos treinta y seis golpes del martillo. Durante todo el tiempo de la crucifixión nuestro Señor nunca cesó de orar, y de repetir aquellos pasajes en los Salmos a los que entonces iba acompañando, aunque de tanto en tanto un débil quejido causado por el exceso de sufrimiento podía ser escuchado. De esta manera había orado cuando cargaba con su cruz, y así continuó orando hasta su muerte. Lo escuché repetir todas estas profecías; las repetí después de él, y frecuentemente desde entonces he notado los diferentes pasajes al leer los Salmos, pero ahora me siento tan exhausta por el pesar que no puedo para nada conectarlos.
Cuando la crucifixión terminó, el comandante de los soldados romanos ordenó que la inscripción de Pilatos fuera clavada en la parte superior de la cruz. Los Fariseos estaban muy exasperados ante esto, y su furia se incrementó por las burlas de los soldados romanos que señalaban al rey de ellos crucificado; se apresuraron por lo tanto en regresar a Jerusalén, determinados a usar sus mejores esfuerzos para persuadir al gobernador para permitirles substituir la inscripción por otra.
Eran cerca de las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado; y en el momento en que la cruz fue levantada, el Templo resonó con el retumbar de las trompetas, las que eran tocadas siempre para anunciar el sacrificio del Cordero Pascual.
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ERIGIMIENTO DE LA CRUZ.
Cuando los verdugos habían terminado la crucifixión de nuestro Señor, ataron sogas al tronco de la cruz, y sujetaron las puntas de estas sogas a una larga viga que fue fijada firmemente en el suelo a poca distancia, y por medio de estas sogas levantaron la cruz. Algunos de entre ellos la sostenían mientras que otros empujaban el pie de ésta hacia el agujero preparado para su recepción – la pesada cruz cayó dentro de este agujero con un terrible choque – Jesús profirió un débil grito, y sus heridas se abrieron en desgarro de la manera más horrenda, su sangre brotó de nuevo, y sus medio dislocados huesos chocaron unos con otros. Los arqueros empujaron la cruz para meterla a fondo dentro del agujero, y causaron que vibrara aún más al plantar cinco estacas alrededor para sostenerla.
Una terrible, pero al mismo tiempo, conmovedora visión era la de contemplar la cruz levantada en medio de una vasta concurrencia de personas reunidas todas alrededor; no sólo soldados insultadores, Fariseos orgullosos, y la brutal gentuza judía estaban allí, sino también forasteros de todas partes. El aire resonaba con aclamaciones y gritos burlones cuando contemplaron la cruz elevándose en lo alto, y después de vibrar por un momento en el aire, cayó con un pesado estrépito dentro del agujero cortado para ella en la roca. Pero palabras de amor y compasión resonaron a través del aire en el mismo momento, estos sonidos, fueron emitidos por los más santos seres humanos – María – Juan – las santas mujeres, y todos los que eran puros de corazón. Inclinaron su cabeza y adoraron a la “Palabra hecha carne”, clavada en la cruz; estiraron sus manos como deseosos de dar asistencia al Santo de los Santos, a quien contemplaban clavado en la cruz y en poder de sus furiosos enemigos. Pero cuando fue escuchado el sonido solemne de la caída de la cruz dentro del agujero preparado para ella en la roca, un silencio de muerte sobrevino, cada corazón se llenó con un indefinible sentimiento de temor – un sentimiento nunca antes experimentado, y del que nadie podía dar cuenta, ni siquiera para sí mismo; todos los reclusos del infierno temblaron de terror, y desahogaron su furia empeñándose en estimular a los enemigos de Jesús a una mayor furia y brutalidad; las almas en el Limbo se llenaron de alegría y esperanza, ya que el sonido fue para ellos un presagio de felicidad, el preludio para la aparición de su Libertador. Así fue plantada la bendita cruz de nuestro Señor por primera vez sobre la tierra; y bien pudiera compararse con el árbol de la vida en el Paraíso, ya que las heridas de Jesús eran como sagradas fuentes, de las que fluían cuatro ríos destinados tanto a purificar al mundo de la maldición del pecado, como a darle fertilidad, como para producir fruto para la salvación.
La prominencia sobre la cual la cruz fue plantada era cerca de unos dos pies más alta que las partes en derredor; los pies de Jesús estaban lo suficientemente cerca del suelo como para que sus amigos fueran capaces de llegar a besarlos, y su rostro estaba volteado hacia el noroeste.
[1] La absenta (proveniente del latín absinthium) se trata de una bebida con alto contenido alcohólico (de hasta 89,9º) y con sabor muy parecido al licor de anís, es un compuesto de hierbas y flores de plantas medicinales y aromáticas, donde la más predominante es la Artemisia Absinthium (denominada también como madera de gusanos) y en español ajenjo. Se denomina erróneamente a veces como un licor, la absenta no contiene azúcar añadido.
Comenzó siendo un elixir en Suiza pero donde se hizo popular fue en Francia debido a la asociación entre los artistas y escritores románticos que tomaban esta bebida en el París de la última parte del siglo XIX hasta que se produjera su prohibición en 1915. La marca más popular de absenta durante los años iniciales fue Pernod Fils.
[2] Original en inglés: crown piece, que era una antigua moneda británica, cuatro de las cuales hacían una Libra. Numismáticamente, el término “tamaño de corona”, es usado generalmente para describir grandes monedas de plata y cobre-níquel de alrededor de 40 mm de diámetro.
Traducido por Marcelo